Sobre el capitalismo | por Gilles Deleuze ~ Bloghemia Sobre el capitalismo | por Gilles Deleuze

Sobre el capitalismo | por Gilles Deleuze


Entrevista a Gilles Deleuze, destinada a aparecer en la revista Actuel, de la que M.-A Burnier era uno de los directores.




Actuel.- Cuando describen el capitalismo, dicen ustedes: «No existe ninguna operación, ni el más mínimo mecanismo industrial o financiero que no manifieste la demencia de la máquina capitalista y el carácter patológico de su racionalidad (que no es en absoluto una falsa racionalidad sino la verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, porque no hay duda de que la máquina funciona). No corre peligro alguno de enloquecer, ya está loca de punta a cabo, y de ahí extrae su racionalidad». ¿Significa esto que, tras esta sociedad «anormal» o fuera de ella, puede haber una sociedad «normal»?

Gilles Deleuze.- Nosotros no empleamos los términos «normal» y «anormal». Todas las sociedades son racionales e irracionales al mismo tiempo: son racionales en sus mecanismos, en sus engranajes, en sus sistemas de conexión, e incluso por el lugar que asignan a lo irracional. Sin embargo, todo ello presupone códigos o axiomas que no son fruto del azar pero que carecen, por su parte, de una racionalidad intrínseca. Ocurre como en la teología: si se admiten el pecado, la inmaculada concepción y la encarnación, todo es completamente racional. La razón es siempre una región aislada de lo irracional. No al abrigo de lo irracional, sino atravesada por ello y definida únicamente por un determinado tipo de relaciones entre los factores irracionales. En el fondo de toda razón está el delirio, la deriva. En el capitalismo, todo es racional salvo el capital. Un mecanismo bursátil es perfectamente racional, se puede comprender, se puede aprender, los capitalistas saben cómo aprovecharse de él, y sin embargo es completamente delirante, demencial. Éste es el sentido en el que decimos que lo racional es siempre la racionalidad de algo irracional. En El Capital de Marx hay un aspecto sobre el cual no se ha llamado suficientemente la atención, a saber, hasta qué punto está el propio Marx fascinado por los mecanismos capitalistas, precisamente porque son demenciales y, a la vez, funcionan a la perfección.

¿Qué es, entonces, lo racional en una sociedad? Puesto que los intereses ya están definidos por el marco de esa misma sociedad, lo racional es el modo en el que la gente los persigue y se propone su realización. Pero bajo los intereses están los deseos, las posiciones de deseo, que no se confunden con las posiciones de interés pero de las cuales dependen estas últimas, tanto en su determinación como en su distribución: un inmenso fluido, todos los flujos libidinales-inconscientes que constituyen el delirio de una sociedad. La verdadera historia es la historia del deseo.

Un capitalista o un tecnócrata de nuestros días no desea de la misma manera que un mercader de esclavos o que un funcionario del antiguo imperio chino. Los miembros de una sociedad desean la represión, la de los demás y la de ellos mismos; siempre hay gente que quiere fastidiar a otra gente, y que tiene posibilidad de hacerlo, «derecho» a hacerlo: ahí es donde se pone de manifiesto el problema de un vínculo profundo entre el deseo libidinal y el campo social. Un amor «desinteresado» hacia la máquina opresora: Nietzsche ha escrito cosas muy bellas sobre este triunfo permanente de los esclavos, sobre el modo en que los amargados, los deprimidos y los débiles nos imponen su manera de vivir.

Actuel.- Pero, precisamente, ¿qué es lo característico del capitalismo en este problema?

Gilles Deleuze.- ¿Será que en el capitalismo el delirio y el interés, o el deseo y la razón, se reparten de una manera completamente nueva, especialmente «anormal»? Yo diría que sí. El dinero, el capital-dinero, es un umbral de demencia para el cual no habría en psiquiatría más que un equivalente: lo que se llama «estado terminal». Es muy complicado, pero se trata de una observación de detalle. En las demás sociedades hay explotación y también hay escándalos y secretos, pero ello forma parte del «código» e incluso hay códigos explícitamente secretos. En el capitalismo las cosas son muy distintas: nada es secreto, al menos en principio y según el código (por ello, el capitalismo es «democrático» y se reclama del lado de lo «público» hasta en términos jurídicos). Sin embargo, todo es inconfesable. La propia legalidad es inconfesable. En contraste con otras sociedades, se trata al mismo tiempo de un régimen de lo público y de lo inconfesable. Es lo propio del régimen del dinero, un delirio especialísimo. Fíjese en lo que actualmente se denomina «escándalo»: los periódicos hablan profusamente de ello, todo el mundo parece defenderse o atacar, pero la búsqueda de lo legal y lo ¡legal en esos asuntos es vana teniendo en cuenta el régimen capitalista. La declaración de impuestos de Chaban, (1) las operaciones inmobiliarias, los grupos de presión y en general los mecanismos económicos y financieros del capital, todo es legal a grandes rasgos, a excepción de algunas sombras; además, todo es público, sólo que todo es inconfesable. Si la izquierda fuera «razonable», se contentaría con divulgar los mecanismos económicos y financieros. No haría falta publicar lo privado, bastaría con confesar lo que ya es público. Encontraríamos entonces una locura que no tiene parangón con la de los manicomios. En lugar de esto, nos hablan de «ideología». Pero la ideología no tiene ninguna importancia: lo que cuenta no es la ideología, ni tampoco la oposición «económico-ideológico», sino la organización del poder. Porque la organización del poder es la manera en la que el deseo está ya de entrada en lo económico y fomenta las formas políticas de la represión.

Actuel.- ¿Es la ideología una ilusión óptica?

Gilles Deleuze.- En absoluto. Decir que «la ideología es una ilusión óptica» es aún una tesis tradicional. Se sitúa de un lado a la infraestructura, lo económico, lo serio, y del otro lado se ubica la superestructura, de la que forma parte la ideología, y se rechazan los fenómenos de deseo como ¡deología. Es un buen procedimiento para no ver cómo el deseo trabaja ya en la infraestructura, cómo la llena, cómo forma parte de ella y cómo organiza, en esa medida, el poder, es decir, cómo se organiza el sistema represivo. No decimos que la ideología sea una ilusión óptica (o un concepto que designa algo engañoso), decimos que no hay ideología, que es un concepto ilusorio. Por eso resulta tan conveniente para el PC y para el marxismo ortodoxo. El marxismo ha dado tanta importancia al tema de las ideologías para así ocultar mejor lo que sucedía en la URSS: esa nueva organización del poder represivo. No hay ideología, sólo hay organizaciones de poder, teniendo en cuenta que la organización del poder implica la unidad del deseo y la estructura económica. Pongamos dos ejemplos. La enseñanza: los izquierdistas, en Mayo del 68, han perdido mucho tiempo intentando que los profesores hiciesen su autocrítica como agentes de la ideología burguesa. Esto es una imbecilidad, además de que halaga las pulsiones masoquistas de los profesores. La lucha contra las oposiciones fue abandonada en beneficio de la querella o de la gran confesión pública anti-ideológica. Durante este período, los profesores más duros reorganizaban su poder sin dificultades. El problema de la enseñanza no es un problema ideológico sino un problema de organización del poder: la especificidad del poder docente es lo que aparece como una ideología, pero se trata de una mera ilusión. El poder de la enseñanza primaria no es ninguna tontería: se ejerce sobre los niños. Segundo ejemplo: el cristianismo. La Iglesia manifiesta una enorme satisfacción cuando es tratada como una ideología, porque puede entrar en el debate y así robustecer su ecumenismo. Pero el cristianismo nunca fue una ideología, es una organización de poder muy original, muy específica, que ha presentado formas muy diversas desde la época del Imperio Romano y la Edad Media y que ha inventado la idea de un poder internacional. Esto es mucho más importante que la ideología.

Félix Guattari.- Ocurre lo mismo en las estructuras políticas tradicionales. Siempre reaparece la misma estratagema: el gran debate ideológico en la asamblea general y las cuestiones de organización en comisiones especializadas. Éstas se presentan como secundarias, como determinadas por las opciones políticas. Pero es al revés: los problemas reales son los de organización, que nunca se explicitan ni se racionalizan, y que enseguida se proyectan en términos ideológicos. Ahí es donde surgen las verdaderas divisiones: un tratamiento del deseo y del poder, de las posiciones libidinales, de los Edipos de grupo, de los «superyoes» de grupo, de los fenómenos de perversión… A continuación, se construyen las oposiciones políticas: un individuo adopta tal opción frente a otro porque, en el orden de la organización y del poder, ya ha escogido y aborrecido a su adversario.

Actuel.- Su análisis es convincente en el caso de la Unión Soviética o del capitalismo. Pero ¿y si descendemos al detalle? Si, por definición, todas las oposiciones ideológicas enmascaran conflictos de deseo, ¿cómo analizarían ustedes, por ejemplo, las divergencias entre tres grupúsculos trotskistas? ¿De qué conflicto de deseo puede tratarse en ese caso? A pesar de las querellas políticas; cada grupo parece cumplir, de cara a sus militantes, la misma función: una jerarquía que ofrece seguridad, la reconstrucción de un pequeño medio social, una explicación definitiva del mundo… No veo las diferencias.

Félix Guattari.- Como un ejemplo cuya semejanza con grupos reales es sólo fortuita, podemos imaginar a uno de los grupos como definido por su fidelidad a las posiciones históricas de la izquierda comunista en el momento de la creación de la Tercera Internacional. Hay toda una axiomática, incluso a nivel fonológico -el modo de articular ciertas palabras, el gesto que las acompaña-, y además las estructuras organizativas, la concepción de las relaciones que se han de mantener con los aliados, los centristas, los adversarios… Esto puede corresponder a una determinada figura de la edipización, un universo intangible y confortable como el del obseso, que pierde todas sus referencias si se cambia de sitio uno solo de sus objetos familiares. A través de esta identificación con figuras e imágenes recurrentes, se trata de alcanzar un tipo de eficacia, la del estalinismo: nada de ideología, como se ve. En otro de los grupos, y aun manteniendo el marco metodológico general, se busca una actualización: «Hay que tener en cuenta, camaradas, que aunque el enemigo siga siendo el mismo, las condiciones han cambiado». Tenemos entonces un grupúsculo más abierto. Se trata de un compromiso: se ha superado la primera imagen manteniéndola vigente, y se han inyectado otras nociones. Se multiplican las reuniones y los cursillos, y también las intervenciones externas. Hay en la voluntad deseante, como dice Zazie, un cierto procedimiento para fastidiar a los alumnos, y en otros casos un cierto procedimiento para fastidiar a los militantes.

En cuanto al fondo de los problemas, todos estos grupos dicen grosso modo lo mismo. Pero se oponen radicalmente en su estilo: la definición del líder, de la propaganda, la concepción de la disciplina, de la fidelidad, de la modestia, del ascetismo del militante. ¿Cómo dar cuenta de estas polaridades sin hurgar en la economía del deseo de la máquina social? Hay un gran abanico, de los anarquistas a los maoístas, tanto política como analíticamente. Y ello por no hablar, fuera ya de la estrecha franja de los grupúsculos, de la masa de gentes que no saben cómo definirse exactamente dentro del movimiento izquierdista, el atractivo de la acción sindical, de la revuelta, las expectativas o el desinterés… Habría que describir el papel que desempeñan estas máquinas de liquidar el deseo que son los grupúsculos, esta labor de molienda y tamizado. El dilema es: ser derrotado por el sistema social o integrarse en los marcos preestablecidos de estas pequeñas iglesias. En ese sentido, Mayo del 68 fue una asombrosa revelación. La potencia deseante alcanzó tal grado de aceleración que hizo estallar los grupúsculos. Después, estos grupúsculos se recuperaron rápidamente y participaron en el retorno al orden junto con el resto de las fuerzas represivas, la CGT, el PC, las CRS (2) o Edgar Faure (3). Y esto no lo digo solamente como provocación. No cabe duda de que los militantes se enfrentaron valientemente a la policía. Pero si dejamos de lado la esfera de la lucha de intereses y consideramos la función del deseo, hay que reconocer que la dirección de ciertos grupúsculos trataba a la juventud con un talante represivo: contener el deseo liberado para canalizarlo.

Actuel.- Pero ¿qué es un deseo liberado? Comprendo bien en qué se puede traducir en el caso de un individuo o de un grupo pequeño: una creación artística o romper unos cristales, quemarlo todo o, más sencillamente, la desidia o el apoltronamiento en una pereza vegetal. Pero ¿y después? ¿Qué sería un deseo colectivamente liberado a la escala de un grupo social?¿Cuentan ustedes con ejemplos concretos? ¿Y qué significaría para «el conjunto de la sociedad», si es que ustedes no rechazan, como hace Michel Foucault, esta expresión?

Félix Guattari.- Hemos tomado como referencia el deseo en uno de sus estados más críticos y extremos, el del esquizofrénico. El esquizofrénico que puede producir algo, más allá o más acá del esquizofrénico internado, machacado por la química y la represión social. Nos parece que algunos esquizofrénicos expresan directamente un desciframiento libre del deseo. Pero ¿cómo concebir una forma colectiva de economía deseante? En verdad, no de forma local. No puedo imaginarme a una pequeña comunidad liberada en medio de la sociedad represiva a la que se fuesen añadiendo individuos a medida que se fueran liberando. Si el deseo constituye la textura misma de la sociedad en su conjunto, incluidos sus mecanismos de reproducción, es posible que pueda «cristalizar» un movimiento de liberación en el conjunto de la sociedad. En Mayo del 68, en los destellos de los choques locales, la sacudida se transmitió violentamente al conjunto de la sociedad, incluyendo a los grupos que no tenían ni una lejana relación con el movimiento revolucionario, médicos, abogados o tenderos. Sin embargo, el interés venció al final, aunque después de un mes de chaparrones. Nos encaminamos hacia explosiones de este tipo, aún más profundas.

Actuel.- ¿Ha habido ya en la historia alguna liberación vigorosa y duradera del deseo, más allá de breves períodos de fiesta, de masacres, de guerras o revoluciones? ¿O creen ustedes en un final de la historia: tras milenios de alienación, la evolución social invertiría su sentido de golpe mediante una revolución que seria la última y que liberaría el deseo de una vez por todas?

Félix Guattari.- Ni lo uno ni lo otro. Ni fin definitivo de la historia, ni excesos provisionales. Todas las civilizaciones y períodos han tenido sus finales de la historia, lo cual no es en absoluto concluyente, ni tiene necesariamente un carácter liberador. En cuanto a los excesos, a los momentos de fiesta, tampoco esto es demasiado esperanzador. Hay militantes revolucionarios, deseosos de sentirse responsables, que dicen: sí, admitimos los excesos «en la primera fase de la revolución», pero luego, en una segunda fase, han de imponerse la organización, la funcionalidad, las cosas serias… No hay deseo liberado en los meros momentos de fiesta. No hay más que ver la discusión de Victor (a) con Foucault en el número de Temps Modernes dedicado a los maoístas (4): Victor consiente los excesos, pero sólo en una «primera fase». En cuanto a lo demás, a las cosas serias, Victor se remite a un nuevo aparato de Estado, nuevas normas de una justicia popular con un tribunal, con una instancia exterior a las masas, un tercero capaz de resolver las contradicciones de las masas. Es siempre el mismo esquema: despegue de una seudo-vanguardia capaz de realizar las síntesis, de formar un partido como embrión de un aparato de Estado; promoción de una clase obrera instruida, bien educada; y el resto queda como residuo, lumpenproletariado del que hay que desconfiar (siempre la misma vieja condena del deseo). E incluso estas distinciones son una manera de obstruir el deseo en beneficio de una casta burocrática. Foucault reacciona denunciando a ese tercero, diciendo que, si hay alguna justicia popular, no adopta la forma del tribunal. Muestra perfectamente que la distinción «vanguardia/proletariado/plebe no proletarizada» es ante todo una distinción que la burguesía introduce en las masas y la utiliza para destruir los fenómenos de deseo, para marginalizar el deseo. La cuestión reside en el aparato de Estado. Sería ridículo construir un aparato de Estado o un partido para liberar los deseos. Reclamar una justicia mejor es como reclamar buenos jueces, buenos policías, buenos patronos, una Francia más limpia, etcétera. Y encima nos dicen: ¿cómo queréis unificar las luchas puntuales sin un partido? ¿Cómo hacer funcionar la máquina sin un aparato de Estado? Es evidente que la revolución tiene necesidad de una máquina de guerra, pero eso no es un aparato de Estado. Sin duda tiene necesidad de una instancia de análisis, de análisis de los deseos de las masas, pero eso no equivale a un aparato exterior de síntesis. Deseo liberado quiere decir que el deseo salga del callejón de la fantasía individual privada: no se trata de adaptarlo, de socializarlo, de disciplinarlo, sino de transmitirlo de tal manera que su proceso no se interrumpa en el cuerpo social, y que produzca enunciaciones colectivas. Lo que cuenta no es la unificación autoritaria sino más bien una especie de proliferación infinita de los deseos en las escuelas, en las fábricas, en los barrios, en las guarderías, en las cárceles, etcétera. No se trata de dirigir, de totalizar, de conectarlo todo en el mismo plano. Mientras permanezcamos en la alternativa entre el espontaneísino impotente de la anarquía y la sobrecodificación burocrática de una organización de partido, no habrá liberación del deseo.

Actuel.- ¿Puede concebirse que, en sus comienzos, el capitalismo llegase a asumir los deseos sociales?

Gilles Deleuze.- Sin duda, el capitalismo siempre ha sido una formidable máquina deseante. Los flujos de moneda, de medios de producción, de mano de obra, de nuevos mercados, todo esto es el deseo que circula. Basta considerar la suma de contingencias que se hallan en el origen del capitalismo para comprender hasta qué punto ha surgido de un cruce de deseos y que su infraestructura, su propia economía es inseparable de fenómenos de deseo. Y también el fascismo, hay que decirlo, «asumió los deseos sociales», incluidos los deseos de represión y de muerte. La gente se volvía loca por Hitler y por la bella máquina fascista. Pero si su pregunta significa: ¿fue revolucionario el capitalismo en sus comienzos, coincidió alguna vez la revolución industrial con una revolución social?, entonces la respuesta es que no, no lo creo. El capitalismo estuvo ligado desde su nacimiento a una represión salvaje, tuvo enseguida su organización de poder y su aparato de Estado. Es cierto que el capitalismo implicaba la disolución de los códigos y de los poderes anteriores, pero ya había establecido, en los huecos de los regímenes precedentes, los engranajes de su poder, incluyendo su poder estatal. Siempre es así: las cosas no son en absoluto progresivas; antes incluso de que se establezca una formación social, sus instrumentos de explotación y de represión ya están dispuestos, girando aún en el vacío, pero listos para trabajar cuando sean llenados. Los primeros capitalistas son como aves carroñeras que están esperando. Esperan su encuentro con el trabajador, que tiene lugar gracias a las fugas del sistema anterior. Éste es, incluso, el sentido de lo que se llama acumulación primitiva.

Actuel.- Yo creo, al revés, que la burguesía ascendente imaginó y preparó su revolución a lo largo de todo el Siglo de las Luces. Desde su punto de vista, ha sido una clase «revolucionaria hasta el fondo», porque ha dado la vuelta al Antiguo Régimen y se ha situado en el poder. Cualesquiera que fueran los movimientos paralelos del campesinado y los arrabales, la revolución burguesa fue una revolución hecha por la burguesía -los dos términos apenas se distinguen-, y cuando la juzgamos en nombre de las utopías socialistas de los siglos XIX y XX introducimos anacrónicamente una categoría que entonces no existía.

Gilles Deleuze.- Lo que usted dice concuerda aún con el esquema de un cierto marxismo. En un momento de la historia, la burguesía habría sido revolucionaria, e incluso habría resultado necesaria, necesaria para transitar hacia un estadio capitalista, un estadio de revolución burguesa. Eso es estalinista, pero no es serio. Cuando una formación social se agota y comienza a vaciarse por sus cuatro costados, todo se descodifica, toda clase de flujos incontrolados empiezan a circular, como sucedió con las fugas de campesinos en la Europa feudal, los fenómenos de «desterritorialización». La burguesía impone un nuevo código económico y político, y entonces puede creer que ella es revolucionaria. Pero no es así en absoluto. Daniel Guerin ha escrito cosas muy profundas sobre la revolución de 1789 (b). La burguesía nunca se equivocó acerca de cuál era su verdadero enemigo. Su verdadero enemigo no era el sistema anterior, sino lo que escapaba al control de ese sistema, y que ella se dio a sí misma como tarea llegar a dominar. Ella debía su poder a la ruina del antiguo sistema, pero no podía ejercerlo más que en la medida en que considerase como enemigos a todos los revolucionarios del sistema antiguo. La burguesía no ha sido nunca revolucionaria. Obliga a hacer la revolución. Ha manipulado, reprimido, canalizado una enorme pulsión de deseo popular, la gente se dejó arrancar la piel en Valmy.

Actuel.- Y también en Verdún.
Félix Guattari.- En efecto. Y eso es lo que nos interesa. ¿De dónde vienen estos impulsos, estos levantamientos, estos entusiasmos que no se explican mediante una racionalidad social y que son desviados, capturados por el poder en cuanto nacen? No se puede explicar una situación revolucionaria en función del simple análisis de los intereses en juego. En 1903, el partido social-demócrata ruso debatía sobre sus alianzas, sobre la organización del proletariado, sobre el papel de la vanguardia. Bruscamente, cuando pretende preparar la revolución, es arrastrado por los acontecimientos de 1905 y tiene que subirse a un tren en marcha. Ahí se produjo una cristalización del deseo a escala social sobre la base de situaciones aún incomprensibles. Lo mismo pasó en 1917. Y los políticos volvieron a subirse al tren en marcha, y consiguieron atraparlo. Pero ninguna tendencia revolucionaria pudo o supo asumir la necesidad de una organización soviética que hubiera podido permitir a las masas hacerse realmente cargo de sus intereses y su deseo. Se ponen entonces en circulación ciertas máquinas, llamadas organizaciones políticas, que funcionan según el modelo elaborado por Dimitrov en el octavo congreso de la Internacional -alternancia de frentes populares y de retrocesos sectarios-, que siempre alcanzan el mismo resultado represivo. Lo vimos en 1936, en 1945, en 1968. Por su propia axiomática, estas máquinas de masas se niegan a liberar la energía revolucionaria. Es, de manera solapada, una política similar a la del Presidente de la República o a la de la Iglesia, pero con una bandera roja en la mano. Y, con respecto al deseo, es una forma profunda de apuntar hacia el yo, la persona y la familia. De ahí surge un dilema muy simple: o se alcanza un nuevo tipo de estructuras, que conduzcan finalmente a la fusión del deseo colectivo y la organización revolucionaria, o seguiremos en la tónica actual y, de represión en represión, desembocaremos en un fascismo que hará palidecer a los de Hitler y Mussolini.
Actuel.- Pero ¿cuál es entonces la naturaleza de ese deseo profundo, fundamental, que por lo que se ve es constitutivo del hombre y del hombre social, y que constantemente resulta traicionado? ¿Por qué se carga siempre en máquinas antinómicas a la dominante y, sin embargo, semejantes a ella? ¿Quiere eso decir que ese deseo está condenado a la explosión pura y sin porvenir o a la perpetua traición? Insisto: ¿puede haber algún día en la historia una expresión colectiva y duradera del deseo liberado, y de qué manera?

Gilles Deleuze.- Si lo supiéramos, no lo diríamos, lo haríamos. Con todo, Félix acaba de decir: la organización revolucionaria debe ser la de una máquina de guerra, y no la de un aparato de Estado, la de un analizador del deseo, no la de una síntesis externa. En todo sistema social hay siempre líneas de fuga y encallamientos para impedir esas fugas, o bien (no es lo mismo) aparatos incluso embrionarios que las integran, que las desvían, las detienen, hacia un nuevo sistema que se prepara. Habría que analizar las cruzadas desde este punto de vista. Pero, con respecto a todo ello, el capitalismo tiene una característica muy especial: sus líneas de fuga no son solamente dificultades sobrevenidas, son las condiciones de su ejercicio. Se ha constituido a partir de la descodificación generalizada de todos los flujos: flujo de riqueza, flujo de trabajo, flujo de lenguaje, flujo de arte, etcétera No ha reconstruido un código sino que ha elaborado una suerte de contabilidad, una suerte de axiomática de los flujos descodificados como base de su economía. Liga los puntos de fuga y sigue adelante. Amplía siempre sus propios límites y siempre se ve obligado a emprender nuevas fugas con nuevos límites. No ha resuelto ninguno de sus problemas fundamentales, ni siquiera puede prever el aumento de la masa monetaria de un país de un año a otro. No para de franquear sus límites, que reaparecen siempre más allá. Se coloca en situaciones espantosas con respecto a su propia producción, su vida social, su demografía, su periferia tercermundista, sus regiones interiores, etcétera. Hay fugas por todas partes, que renacen de los límites siempre desplazados por el capitalismo. Y no hay duda de que la fuga revolucionaria (la fuga de la que hablaba Jackson cuando decía: «no paro de huir pero, en mi huída, busco un arma … ») (c) no es igual que otros tipos de fugas, que la fuga esquizofrénica o la fuga toxicomaníaca. Pero éste es el problema de la marginalidad: hacer que todas las líneas de fuga se conecten en un plano revolucionario. En el capitalismo hay, pues, algo nuevo, el carácter que adoptan las líneas de fuga, y también nuevas potencialidades revolucionarias. Como ve, hay esperanza.
Actuel.- Hablaba hace un momento de las cruzadas: ¿es, para ustedes, una de las primeras manifestaciones de una esquizofrenia colectiva?

Félix Guattari.- Fue, en efecto, un extraordinario movimiento esquizofrénico. De pronto, en un período ya de por sí cismático y turbulento, miles y miles de personas se hartaron de la vida que llevaban, se improvisaron predicadores y aldeas enteras quedaron abandonadas. Sólo después el papado, alarmado, intentó señalar un objetivo al movimiento esforzándose por encaminarlo hacia Tierra Santa. Con una doble ventaja: desembarazarse de las turbas errantes y reforzar las bases cristianas en Oriente Próximo, amenazadas por los turcos. No siempre con éxito: la cruzada de los venecianos apareció en Constantinopla, la cruzada de los niños giró hacia el sur de Francia y enseguida dejó de suscitar ternura. Ciudades enteras fueron tomadas e incendiadas por estos niños «cruzados» que los ejércitos regulares acabaron exterminando: matándolos, vendiéndolos como esclavos…

Actuel.- ¿Podría existir un paralelismo con los movimientos contemporáneos: las comunidades como camino para escapar de la fábrica y de la oficina?¿Y habría un papa que quisiera dirigirlas?¿La revolución de Jesús?

Félix Guattari.- Una recuperación cristiana no es algo impensable. Hasta cierto punto, ya es una realidad en los Estados Unidos, aunque mucho menos en Europa o en Francia. Pero existe ya una recuperación latente bajo la forma de la tendencia naturista, la idea de que sería posible retirarse de la producción y reconstruir una pequeña sociedad aparte, como si no estuviéramos ya marcados y encadenados por el sistema del capitalismo.

Actuel.- ¿Qué papel atribuyen ustedes a la Iglesia en un país como el nues­tro? La Iglesia ha estado en el centro del poder de la sociedad occidental has­ta el siglo XVIII, ha sido el vínculo y la estructura de la máquina social hasta la emergencia del Estado-Nación. Privada hoy por la tecnocracia de esta función esencial, aparece marchando a la deriva, sin punto de anclaje y dividida. Llega uno a preguntarse si la Iglesia, influida por las corrientes del catolicismo progresista, no ha llegado a ser menos confesional que algunas organizaciones políticas.
Félix Guattari.- ¿Y el ecumenismo? ¿No es una forma de volver sobre sus pasos? La Iglesia no ha sido nunca más fuerte. No hay razón alguna para contraponer Iglesia y tecnocracia; hay una tecnocracia de la iglesia. Históricamente, el cristianismo y el positivismo siempre han hecho buenas migas. El motor del desarrollo de las ciencias positivas es cristiano. No se puede decir que el psiquiatra ha sustituido al sacerdote. La represión los necesita a todos. Lo único que ha envejecido del cristianismo es su ideología, pero no su organización de poder.

Actuel. - Llegamos así a este otro aspecto de su libro: la crítica de la psiquiatría. ¿Podemos decir que Francia está ya cuadriculada por la psiquiatría sectorial? Y ¿hasta dónde llega esta organización?

Félix Guattari.- La estructura de los hospitales psiquiátricos es esencialmente estatal, y los psiquiatras son funcionarios. El Estado se ha conformado durante mucho tiempo con una política de coacción y no ha hecho nada durante todo un siglo. Hubo que esperar a la Liberación para que apareciese cierta inquietud: la primera revolución psiquiátrica, la apertura de los hospitales, los servicios libres, la psicoterapia institucional. Todo esto llevó a la gran utopía de la psiquiatría sectorial, que consistía en limitar el número de internamientos y mandar equipos psiquiátricos a las poblaciones, igual que se enviaba a los misioneros a la sabana. Carente de fondos y de voluntad, la reforma ha quedado estancada: unos cuantos servicios-modelo para las visitas oficiales, y hospitales dispersos por las regiones más subdesarrolladas. Vamos hacia una gran crisis, de las dimensiones de la crisis universitaria, un desastre a todos los niveles: equipamientos, formación del personal, terapias, etcétera.

La cuadriculación institucional de la infancia está, por el contrario, mucho más asumida. En este ámbito, la iniciativa ha escapado del marco estatal y de su financiación para aproximarse a todo tipo de asociaciones: de defensa de la infancia, de padres… Los establecimientos han proliferado, subvencionados por la Seguridad Social. Del niño se hacen cargo, inmediatamente, una red de psiquiatras que le fichan a la edad de tres años y le hacen un seguimiento de por vida. Hay que esperar soluciones de este tipo para la psiquiatría de adultos. Ante el actual callejón sin salida, el estado intentará desnacionalizar sus instituciones y promover otras al amparo de la ley de 1901, sin duda manipuladas por poderes políticos y asociaciones familiares reaccionarias. Vamos, en efecto, hacia una cuadriculación psiquiátrica de Francia, a menos que la actual crisis libere sus potencialidades revolucionarias. Se extiende por todas partes la ideología más conservadora, una llana transposición de los conceptos edípicos. En los establecimientos para niños, al director se le llama «tito» y a la enfermera «mamá». E incluso he tenido noticia de distinciones de género: los grupos de juego se remiten a un principio materno, los talleres al principio paterno. La psiquiatría sectorial tiene una cara progresista, porque abre el hospital. Pero si esa apertura consiste en cuadricular el barrio, pronto echaremos de menos los antiguos manicomios cerrados. Ocurre como con el psicoanálisis: funciona al aire libre, pero es mucho peor, mucho más peligroso como fuerza represiva.

Gilles Deleuze.- Relatemos un caso. Una mujer llega a una consulta. Explica que toma tranquilizantes. Pide un vaso de agua. Luego habla: «¿Sabe usted? Yo tengo cierta cultura, tengo estudios, me gusta mucho leer y, ahí lo tiene, ahora me paso el tiempo llorando. No puedo soportar ir en metro… Lloro en cuanto leo cualquier cosa… Miro la televisión, veo las imágenes de Vietnam: no puedo soportarlas…». El médico no responde gran cosa. La mujer continúa: «Estuve en la Resistencia… en cierto modo… hacía de buzón de correo». El médico pide una explicación. -Sí. ¿no lo comprende, doctor? Iba a un café y preguntaba, por ejemplo, «¿Hay algo para René?» Me daban una carta, que tenía que entregar…». El médico oye «Re­né» y despierta: «¿Por qué dice usted «René»?». Es la primera vez que se atre­ve a preguntar. Hasta ese momento, ella le había hablado del metro, de Hiroshima, de Vietnam, del efecto que todo eso tenía sobre su cuerpo, de las ganas de llorar, pero el médico pregunta únicamente: «Así que «René»… (6) ¿Qué le recuerda «René»? René, ¿alguien que ha renacido, ¿Un renacimien­to? La Resistencia no significa nada para el médico, pero «renacimiento» lle­va al esquema universal, al arquetipo: «Usted quiere renacer». El médico se reencuentra consigo mismo, se reconoce en su circuito. Y la fuerza a hablar de su padre y de su madre.

Éste es un aspecto esencial de nuestro libro, y es algo muy concreto. Los psiquiatras y los psicoanalistas no han prestado nunca atención a un delirio. Basta con escuchar a alguien que delira: le persiguen los rusos, los chinos, no me queda saliva, alguien me ha dado por el culo en el metro, hay microbios y espermatozoides hormigueando por todas partes. La culpa es de Franco, de los judíos, de los maoístas: todo un delirio del campo social. ¿Por qué no habría de concernir a la sexualidad de un sujeto la relación que mantiene con su idea de los chinos, de los blancos o de los negros, con la civilización, con las cruzadas, con el metro? Los psiquiatras y los psicoanalistas no escuchan nada, están tan a la defensiva que son indefendibles. Destruyen el contenido del inconsciente mediante unos enunciados elementales prefabricados: «-Me habla usted de los chinos pero, ¿qué me dice de su padre? -No, él no es chino. -Entonces, ¿tiene usted un amante chino?». Es algo del estilo de la labor represiva del juez de Angela Davis, que aseguraba: «Su comportamiento sólo es explicable porque estaba enamorada». ¿Y si, al contrario, la libido de Angela Davis fuera una libido social, revolucionaria? ¿Y si ella estaba enamorada porque era revolucionaria?

Esto es lo que tenemos que decirles a los psiquiatras y a los psicoanalistas: no sabéis lo que es un delirio, no habéis comprendido nada. Si nuestro libro tiene algún sentido, es porque llega en un momento en el que muchas personas tienen la impresión de que la máquina psicoanalítica ya no funciona, hay una generación que comienza a estar harta de estos esquemas que sirven para todo -Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico- y que ocultan sistemáticamente el contenido social, político y cultural de todo trastorno psíquico.

Actuel.- Ustedes asocian esquizofrenia y capitalismo, tal es el fundamento mismo de su libro. ¿Hay casos de esquizofrenia en otras sociedades?

Félix Guattari.- La esquizofrenia es indisociable del sistema capitalista, concebido él mismo como una primera fuga: es su enfermedad exclusiva. En otras sociedades, la fuga y la marginalidad adoptan otros aspectos. El individuo asocial de las sociedades primitivas no es encerrado. La prisión y el asilo son invenciones recientes. Se les caza, se les exilia a los límites de la aldea y mueren, a menos que lleguen a integrarse en la aldea colindante. Cada sistema tiene, por otra parte, su enfermo particular: el histérico de las sociedades primitivas, los maníaco-depresivos y paranoicos del gran imperio… La economía capitalista procede por descodificación y desterritorialización: tiene sus enfermos extremos, es decir, los esquizofrénicos, que se descodifican y se desterritorializan hasta el límite, pero también sus consecuencias más extremas, las revolucionarias.

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