Spinoza : materialismo, inmoralismo y ateísmo. | por Gilles Deleuze ~ Bloghemia Spinoza : materialismo, inmoralismo y ateísmo. | por Gilles Deleuze

Spinoza : materialismo, inmoralismo y ateísmo. | por Gilles Deleuze





Ensayo de Gilles Deleuze, sobre el pensamiento de Baruch Spinoza, publicado en su libro "Spinoza: Filosofía práctica" 

Por: Gilles Deleuze


Ningún filósofo fue más digno, pero tampoco ninguno fue más injuriado y odiado. Para comprender el motivo no basta con tener presente la gran tesis teórica del spinozismo: una sola substancia que consta de una infinidad de atributos, Deus sive Natura, las «criaturas» siendo sólo modos de estos atributos o modificaciones de esta substancia. No basta con mostrar cómo el panteísmo y el ateísmo se combinan en esta tesis negando la existencia de un Dios moral, creador y trascendente; es necesario más bien comenzar con las tesis prácticas que hicieron del spinozismo piedra de escándalo. Estas tesis implican una triple denuncia: de la «conciencia», de los «valores» y de las «pasiones tristes». Son las tres grandes afinidades con Nietzsche. Y, todavía en vida de Spinoza, son las razones por las que se le acusa de materialismo, de inmoralismo y de ateísmo. 

Desvalorización de la conciencia (en beneficio del pensamiento): Spinoza, materialista


Spinoza propone a los filósofos un nuevo modelo: el cuerpo. Les propone instituir al cuerpo como modelo: «No sabemos lo que puede el cuerpo…». Esta declaración de ignorancia es una provocación: hablamos de la conciencia y de sus decretos, de la voluntad y de sus efectos, de los mil medios de mover el cuerpo, de dominar el cuerpo y las pasiones, pero no sabemos ni siquiera lo que puede un cuerpo.  A falta de saber, gastamos palabras. Como dirá Nietzsche, nos extrañamos ante la conciencia, pero «más bien es el cuerpo lo sorprendente…». 

Sin embargo, a una de las tesis teóricas más célebres de Spinoza se la conoce por el nombre de paralelismo; no consiste solamente en negar cualquier relación de causalidad real entre el espíritu y el cuerpo, sino que prohíbe toda primacía de uno de ellos sobre el otro. Si Spinoza rechaza cualquier superioridad del alma sobre el cuerpo, no es para instaurar una superioridad del cuerpo sobre el alma, que tampoco sería inteligible. La significación práctica del paralelismo se hace patente en el vuelco del principio tradicional sobre el que se fundaba la Moral como empresa de dominio de las pasiones por la conciencia: cuando el cuerpo actuaba, el alma padecía, se afirmó, y el alma no actuaba sin que el cuerpo padeciese a su vez (regla de la relación inversa, cf. Descartes, Tratado de las pasiones, artículos 1 y 2). Según la Ética, por el contrario, lo que es acción en el alma es también necesariamente acción en el cuerpo, y lo que es pasión en el cuerpo es también necesariamente pasión en el alma. Ninguna primacía de una serie sobre la otra. Entonces, ¿qué quiere decir Spinoza cuando nos invita a tomar el cuerpo como modelo? 

Se trata de mostrar que el cuerpo supera el conocimiento que de él se tiene, y que el pensamiento supera en la misma medida la conciencia que se tiene de él. No hay menos cosas en el espíritu que superan nuestra conciencia, que cosas en el cuerpo que superan nuestro conocimiento. Sólo por un único e igual movimiento llegaremos, si es que es posible, a captar la potencia del cuerpo más allá de las condiciones dadas de nuestro conocimiento, y a captar la potencia del espíritu más allá de las condiciones dadas de nuestra conciencia. Se busca la adquisición de un conocimiento de los poderes del cuerpo para descubrir paralelamente los poderes del espíritu que escapan a la conciencia, y así comparar estos poderes. 

En resumen, según Spinoza, el modelo corporal no implica desvalorización alguna del pensamiento en relación a la extensión, sino algo mucho más importante, una desvalorización de la conciencia en relación al pensamiento; un descubrimiento del inconsciente, de un inconsciente del pensamiento, no menos profundo que lo desconocido del cuerpo. Ocurre que la conciencia es naturalmente el lugar de una ilusión. Su naturaleza es tal que recoge los efectos pero ignora las causas. El orden de las causas se define por lo siguiente: cada cuerpo en su extensión, cada idea o cada espíritu en el pensamiento están constituidos por relaciones características que subsumen las partes de este cuerpo, las partes de esta idea. Cuando un cuerpo «se encuentra con» otro cuerpo distinto, o una idea con otra idea distinta, sucede o bien que las dos relaciones se componen formando un todo más poderoso, o bien que una de ellas descompone la otra y destruye la cohesión entre sus partes. En esto consiste lo prodigioso, tanto del cuerpo como del espíritu, en estos conjuntos de partes vivientes que se componen, y se descomponen siguiendo leyes complejas. El orden de las causas es así un orden de composición y descomposición de relaciones que afecta sin límite a la naturaleza entera. Pero nosotros, en cuanto seres conscientes, nunca recogemos sino los efectos de estas composiciones y descomposiciones; experimentamos alegría cuando un cuerpo se encuentra con el nuestro y se compone con él, cuando una idea se encuentra con nuestra alma y se compone con ella, o, por el contrario, tristeza cuando un cuerpo o una idea amenazan nuestra propia coherencia. Nuestra situación es tal que sólo recogemos «lo que le sucede» a nuestro cuerpo, o «lo que le sucede» a nuestra alma, es decir, el efecto de un cuerpo sobre el nuestro, el efecto de una idea  sobre la nuestra. Pero de nuestro cuerpo conforme a su relación propia y de nuestra alma conforme a su relación propia, de los otros cuerpos y de las otras almas o ideas conforme a sus respectivas relaciones, a las reglas por las que se componen y se descomponen todas estas relaciones, de todo esto nada sabemos en el orden dado de nuestro conocimiento y de nuestra conciencia. En pocas palabras, las condiciones en que conocemos las cosas y somos conscientes de nosotros mismos nos condenan a no tener más que ideas inadecuadas, confusas y mutiladas, efectos separados de sus propias causas. Por eso no podemos pensar que los niños son felices, o perfecto el primer hombre; pues ignorantes de causas y naturalezas, reducidos a la conciencia del acontecer, condenados a sufrir efectos cuya ley no llegan a comprender, son los esclavos de cada cosa, ansiosos e infelices en la medida de su imperfección. (Nadie se ha opuesto como Spinoza a la tradición teológica de un Adán perfecto y feliz.)

¿Cómo calma su angustia la conciencia? ¿Cómo Adán llega a imaginarse feliz y perfecto? Gracias a que se opera una triple ilusión. Puesto que sólo recoge efectos, la conciencia remediará su ignorancia trastocando el orden de las cosas, tomando los efectos por las causas (ilusión de las causas finales): del efecto de un cuerpo sobre el nuestro hará la causa final de la acción del cuerpo exterior, y de la idea de este efecto, la causa final de sus propias acciones. Desde este momento, se tomará a sí misma por causa primera, alegando su poder sobre el cuerpo (ilusión de los decretos libres). Y allí donde ya no le es posible a la conciencia imaginarse ni causa primera ni causa organizadora de los fines, invoca a un Dios dotado de entendimiento y de voluntad que, mediante causas finales o decretos libres, dispone para el hombre un mundo a la medida de su gloria y de sus castigos (ilusión teológica).  E incluso no basta con afirmar que la conciencia se hace ilusiones; pues es inseparable de la triple ilusión que la constituye: ilusión de la finalidad, ilusión de la libertad, ilusión teológica. La conciencia es sólo un soñar despierto. «Así es como un niño cree desear libremente la leche; un joven furioso, la venganza; y un cobarde, la huida. Un borracho también cree decir, por un libre decreto del espíritu, lo que sereno nunca querría haber dicho.»  

Aun urge que la misma conciencia tenga una causa. Spinoza define ocasionalmente el deseo como «el apetito con conciencia de sí mismo». Pero precisa que se trata solamente de una definición nominal del deseo, y que la conciencia nada añade al apetito («no nos inclinamos por algo porque lo consideramos bueno, sino que, por el contrario, consideramos que es bueno porque nos inclinamos por ello»).  Por lo tanto, hay que llegar a una definición real del deseo que muestre a un tiempo la «causa» por la que la conciencia parece abrirse en el proceso del apetito. 

Ahora bien, el apetito no es más que esfuerzo por el que cada cosa se esfuerza en perseverar en su ser, cada cuerpo en la extensión, cada alma o cada idea en el pensamiento (conatus). Pero puesto que este esfuerzo nos empuja a diferentes acciones de acuerdo al carácter de los objetos con los que nos encontramos, tendremos que afirmar que está en cada instante determinado por las afecciones procedentes de los objetos. Estas afecciones determinantes son necesariamente la causa de la conciencia del conatus. Y como las afecciones no pueden separarse del movimiento por el que nos conducen a una perfección mayor o menor (alegría o tristeza), según si la cosa con la que nos encontramos se compone con nosotros o, por el contrario, tiende a descomponernos, la conciencia aparece como el sentimiento continuo de este paso de más o menos, de menos o más, testigo de las va-naciones y de las determinaciones del conatus en función de los otros cuerpos o de las otras ideas. 

El objeto que conviene a mi naturaleza me determina a formar una totalidad superior que nos comprende, a él mismo y a mí. El que no me conviene pone mi cohesión en peligro y tiende a dividirme en subconjuntos que, en el límite, entran en relaciones incompatibles con mi relación constitutiva (muerte). La conciencia es el paso o, más bien, el sentimiento del paso de estas totalidades menos poderosas a totalidades más poderosas, e inversamente. Es puramente transitiva. Pero no es propiedad del todo, ni de algún todo en particular; sólo tiene el valor de una información necesariamente confusa y mutilada. Aquí también Nietzsche es estrictamente spinozista, cuando escribe: «Lo más de la actividad principal es inconsciente; la conciencia sólo suele aparecer cuando el todo quiere subordinarse a un todo superior, y es primero la conciencia de este todo superior, de la realidad exterior a mí; la conciencia nace en relación al ser del que podríamos ser función, es el medio de incorporarnos a él».

Desvalorización de todos los valores, principalmente del bien y del mal (en beneficio de lo «bueno» y lo «malo»): Spinoza, inmoralista 

«No comerás del fruto…»: el angustiado e ignorante Adán comprende estas palabras como el enunciado de una prohibición. Sin embargo, ¿de qué se trata realmente? Se trata de un fruto que, en su condición de fruto, envenenará a Adán si éste lo come. Se trata del encuentro de dos cuerpos cuyas relaciones características no  se componen; el fruto actuará como un veneno, es decir, provocará que las partes del cuerpo de Adán (y, paralelamente, la idea del fruto lo hará con las partes de su alma) entren en nuevas relaciones que no corresponden ya a su propia esencia. Pero, ignorando las causas, Adán cree que se le prohíbe moralmente, aunque, en realidad, Dios sólo le revela las consecuencias naturales de la ingestión del fruto. Spinoza nos lo recuerda obstinadamente: todos los fenómenos que agrupamos bajo la categoría del Mal, las enfermedades, la muerte, son de este tipo, mal encuentro, indigestión, envenenamiento, intoxicación, descomposición de la relación.  

En cualquier caso, siempre hay relaciones que se componen dentro del propio orden, conforme a las leyes eternas de la naturaleza entera. Aunque no haya Bien ni Mal, sí hay bueno y malo. «Más allá del Bien y del Mal, esto al menos no quiere decir más allá de lo bueno y lo malo.»  Lo bueno tiene lugar cuando un cuerpo compone directamente su relación con la nuestra y aumenta nuestra potencia con parte de la suya, o con toda entera. Por ejemplo, un alimento. Lo malo tiene lugar, para nosotros, cuando un cuerpo descompone la relación del nuestro, aunque se componga luego con nuestras partes conforme a relaciones distintas a las que corresponden a nuestra esencia, como actúa un veneno que descompone la sangre. Bueno y malo tienen así un primer sentido, objetivo aunque relativo y parcial: lo que conviene a nuestra naturaleza, y lo que no le conviene. Y, por consiguiente, bueno y malo tienen un segundo sentido, subjetivo y modal, que califica dos tipos, dos modos de existencia del hombre; se llamará bueno (o libre o razonable o fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que conviene a su naturaleza, componer su relación con relaciones combinables y, de este modo, aumentar su potencia. Pues la bondad es cosa del dinamismo, de la potencia y composición de potencias. Se llamará malo, o esclavo, débil, o insensato, a quien se lance a la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los efectos, sin que esto acalle sus quejas y acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre contrario y le revele su propia impotencia. Pues de tanto encontrarse con Dios sabe que en cualquier circunstancia, imaginando poder arreglárselas siempre o con mucha violencia o con un poco de astucia, ¿cómo no acabará con más malos encuentros que buenos? ¿Cómo no acabará destruyéndose a fuerza de culpabilidad, y destruyendo a los otros con tanto resentimiento, propagando en todas direcciones su propia impotencia y esclavitud, su propia enfermedad, sus indigestiones, toxinas y venenos? Llegará a no poder encontrarse consigo mismo. 

De este modo, la Ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia, reemplaza la Moral, que refiere siempre la existencia a valores trascendentes. La moral es el juicio de Dios, el sistema del Juicio. Pero la Ética derroca el sistema del juicio. Sustituye la oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia (bueno-malo). La ilusión de los  valores está unida a la ilusión de la conciencia; como la conciencia es ignorante por esencia, como ignora el orden de las causas y las leyes, de las relaciones y sus composiciones, como se conforma con esperar y recoger el efecto, desconoce por completo la Naturaleza. Ahora bien, para moralizar, basta con no comprender. Resulta claro que, en el momento en que no la comprendemos, una ley se nos muestra bajo la especie moral de una obligación. Si no comprendemos la regla de tres, la aplicaremos acatándola como un deber. Si Adán no comprende la regla de la relación de su cuerpo con el fruto, escuchará en la palabra de Dios una prohibición. Más aún, la forma confusa de la ley moral ha comprometido hasta tal punto la ley de la naturaleza que el filósofo ya no debe hablar de leyes de la naturaleza, sino solamente de verdades eternas: «Sólo por analogía se aplica la palabra ley a las cosas naturales; por ley no se acostumbra entender otra cosa que un mandato…». Como ,dice Nietzsche a propósito de la química, esto es, de la ciencia de los antídotos y los venenos, más vale evitar la palabra ley, que tiene un regusto moral. 

Sería fácil, sin embargo, separar ambos dominios, el de las verdades eternas de la Naturaleza y el de las leyes morales institucionales, aunque sólo se atendiese a los efectos. Cojamos la palabra a la conciencia: la ley moral es un deber, no tiene otro efecto ni finalidad que la obediencia. Tal vez esta obediencia resulte indispensable, tal vez los mandamientos resulten bien fundados. No es ésta la cuestión. La ley, moral o social, no nos aporta conocimiento alguno, no nos hace conocer nada. En el peor de los casos, impide la formación del conocimiento (la ley del tirano). En el mejor, prepara el conocimiento y lo hace posible (la ley de Abraham o de Cristo). Entre estos dos extremos ocupa el lugar del conocimiento en aquellos que no pueden alcanzarlo a causa de su modo de existencia (la ley de Moisés). Pero, de cualquier forma, no deja de manifestarse una diferencia de naturaleza entre el conocimiento y la moral, entre la relación mandamiento-obediencia y la relación cono-cidoconocimiento. La miseria de la teología y su nocividad no son, según Spinoza, solamente especulativas; se originan en la confusión práctica, inspirada por la teología, entre estos dos órdenes de naturaleza diferente. O, por lo menos, la teología considera las revelaciones de la Escritura como bases del conocimiento, incluso si este conocimiento ha de desarrollarse racionalmente o aun ser traspuesto, traducido por la razón; de donde se origina la hipótesis de un Dios moral, creador y trascendente. Se da aquí, ya lo veremos, un error que compromete la ontolo-gía entera; se trata de la historia de un largo error en el que se confunde el mandamiento con algo que hay que comprender, la obediencia con el conocimiento mismo, el Ser con un fíat. La ley es siempre la instancia trascendente que determina la oposición de los valores Bien-Mal; el conocimiento, en cambio, es la potencia inmanente que determina la diferencia cualitativa entre los modos de existencia bueno-malo.

Desvalorización de todas las «pasiones tristes» (en beneficio de la alegría): Spinoza, ateo.

Si la Ética y la Moral se limitasen a interpretar diferentemente los mismos preceptos, su distinción sería sólo teórica. No es así… Spinoza denuncia sin cansancio en toda su obra tres figuras ejemplares distintas: el hombre de pasiones tristes, el hombre que se sirve de estas pasiones tristes, que las necesita para asentar su poder, y, finalmente, el hombre a quien entristece la condición humana, las pasiones del hombre en general (y puede burlarse de ellas como indignarse, que esta misma irrisión es un mal reír). El esclavo, el tirano y el sacerdote… la trinidad moralista. Desde Epicuro y Lucrecio nunca se ha mostrado con mayor claridad el profundo vínculo implícito entre el tirano y el esclavo: «El gran secreto del régimen monárquico, su interés profundo, consiste en engañar a los hombres disfrazando con el nombre de religión el temor con el que se les quiere meter en cintura; de modo que luchen por su servidumbre como si se tratase de su salvación».  Ocurre que la pasión triste es un complejo que reúne lo infinito del deseo con la confusión del ánimo, la codicia con la superstición. «Los que con más ardor abrazan cualquier forma de superstición no pueden ser otros que los que más inmoderadamente desean los bienes ajenos.» El tirano necesita para triunfar la tristeza de espíritu, de igual modo que los ánimos tristes necesitan a un tirano para propagarse y satisfacerse. Lo que los une, de cualquier forma, es el odio a la vida, el resentimiento contra la vida. La Ética dibuja el retrato del hombre del resentimiento, para quien toda felicidad es una ofensa y que hace de la miseria o la impotencia su única pasión. «Y los que saben desanimar en lugar de fortificar los espíritus se hacen tan insoportables para sí mismos como para los demás. Por esta razón muchos prefirieron vivir entre las bestias a hacerlo entre los hombres. De igual modo, los niños y adolescentes, que no pueden sobrellevar con firmeza de ánimo las represiones paternas, se refugian en el oficio militar, prefiriendo las dificultades de la guerra y la autoridad de un tirano a las comodidades domésticas y las amonestaciones paternas, y aceptan cualquier carga con tal de vengarse de sus padres…» 


En Spinoza se encuentra sin duda una filosofía de la «vida»; consiste precisamente en denunciar todo lo que nos separa de la vida, todos estos valores trascendentes vueltos contra la vida, vinculados a las condiciones e ilusiones de nuestra conciencia. La vida queda envenenada por las categorías del Bien y del Mal, de la culpa y el mérito, del pecado y la redención.  Lo que la envenena es el odio, comprendiendo también en él el odio vuelto contra sí mismo, la culpabilidad. Spinoza sigue paso a paso el encadenamiento terrible de las pasiones tristes: primero la tristeza misma, después el odio, la aversión, la burla, el temor, la desesperación, el  morsus conscientiae, la piedad, la indignación, la envidia, la humildad, el arrepentimiento, la abyección, la vergüenza, el pesar, la cólera, la venganza, la crueldad… Lleva tan lejos su análisis que hasta en la esperanza y en la seguridad encuentra ese poco de tristeza que basta para hacer de ellas sentimientos de esclavos.  La verdadera ciudad propone a los ciudadanos más el amor a la libertad que esperanzas de recompensa o incluso la seguridad de los bienes; pues «a los esclavos y no a los hombres libres es a quienes se recompensa por su buen comportamiento».  Spinoza no es de los que piensan que una pasión triste pueda ser buena bajo algún aspecto. Antes que Nietzsche, denuncia ya todas las falsificaciones de la vida, todos los valores en cuyo nombre despreciamos la vida; no vivimos, sólo llevamos una apariencia de vida, no pensamos sino en evitar la muerte, y toda nuestra vida es un culto a la muerte.


Esta crítica de las pasiones tristes se arraiga profundamente en la teoría de las afecciones. Un individuo es primero una esencia singular, es decir, un grado de potencia. A esta esencia corresponde una relación característica; a este grado de potencia corresponde un poder de afección. Aquella relación, en fin, subsume las partes, este poder de afección se encuentra necesariamente satisfecho por las afecciones. De modo que los animales se definen no tanto por las nociones abstractas de género y especie como por un poder de afección, por las afecciones de las que son «capaces», por las excitaciones a las que reaccionan en los límites de su potencia. La consideración de los géneros y las especies todavía implica una «moral»; en cambio, la Ética es una etología que, para hombres y animales, sólo considera en cada caso su poder de afección. Ahora bien, precisamente desde el punto de vista de una etología del hombre, deben distinguirse en primer lugar dos tipos de afecciones: las acciones, que se explican por la naturaleza del individuo afectado y derivan de su esencia, y las pasiones, que se explican por otra cosa y derivan del exterior. El poder de afección se presenta entonces como potencia de acción en cuanto que se le supone satisfecho por afecciones activas, pero también como potencia de pasión en cuanto que lo satisfacen las pasiones. Para un mismo individuo, esto es, para un mismo grado de potencia, supuestamente constante dentro de ciertos límites, el poder de afección se conserva asimismo constante dentro de estos límites, pero la potencia de acción y la potencia de pasión varían profundamente y en razón inversa.


No sólo hay que distinguir entre acciones y pasiones, sino entre dos tipos de pasiones. Lo propio de la pasión, de cualquier modo, consiste en satisfacer nuestro poder de afección a la vez que nos separa de nuestra potencia de acción, manteniéndonos separados de esta potencia. Pero cuando nos encontramos con un cuerpo exterior que no conviene al nuestro (es decir, cuya relación no se compone con la nuestra), todo ocurre como si la potencia de este cuerpo se opusiera a nuestra potencia operando una substracción, una fijación; se diría que nuestra potencia de acción ha quedado disminuida o impedida, y que las pasiones correspondientes son de tristeza. Por el contrario, cuando nos encontramos con un cuerpo que conviene a nuestra naturaleza y cuya relación se compone con la nuestra, se diría que su potencia se suma a la nuestra; nos afectan las pasiones de alegría, nuestra potencia de acción ha sido aumentada o auxiliada. Esta alegría no deja de ser una pasión, puesto que tiene una causa exterior; quedamos todavía separados de nuestra potencia de acción y no la poseemos formalmente. Pero no por ello esta potencia de acción deja de aumentar en proporción, y así nos «aproximamos» al punto de conversión, al punto de transmutación que nos hará dignos de la acción, poseedores de las alegrías activas.


Es en el conjunto de esta teoría de las afecciones en el que se da razón del estatuto de las pasiones tristes. Sean éstas cuales fueren, así como sus justificaciones precisas, representan el grado más bajo de nuestra potencia, el momento en que quedamos más separados de nuestra potencia de acción, más alienados, abandonados a los fantasmas de la superstición y a las malas artes del tirano. La Ética es necesariamente una ética de la alegría; sólo la alegría vale, sólo la alegría subsiste en la acción, y a ella y a su beatitud nos aproxima. La pasión triste siempre es propia de la impotencia. Éste será el triple problema práctico de la Ética: ¿cómo conseguir el máximo de pasiones alegres y pasar de este punto a los sentimientos libres y activos (cuando nuestro lugar en la Naturaleza parece condenarnos a los malos encuentros y a la tristeza)? ¿Cómo podemos formar ideas adecuadas, de donde brotan precisamente los sentimientos activos (cuando nuestra condición natural parece condenarnos a tener de nuestro cuerpo, de nuestro espíritu y de las demás cosas solamente ideas inadecuadas)? ¿Cómo llegar a la conciencia de sí, de Dios y de las cosas-sui et Dei et rerum aeterna quadam necessitate conscius (cuando nuestra conciencia parece inseparable de la ilusión)? Las grandes teorías de la Ética —unicidad de la substancia, univocidad de los atributos, inmanencia, necesidad universal, paralelismo, etc.— no pueden separarse de las tres tesis prácticas sobre la conciencia, los valores y las pasiones tristes. La Ética es un libro escrito en dos ejecuciones simultáneas; una elaboración en el continuo seguirse de las definiciones, proposiciones, demostraciones y corolarios que desarrollan los grandes temas especulativos con todos los rigores del espíritu; otra ejecución, más en la rota cadena de los escolios, línea volcánica discontinua, segunda versión bajo la primera que expresa todos los furores del corazón y propone las tesis prácticas de denuncia y liberación.  Todo el camino de la Ética se hace en la inmanencia; pero la inmanencia es el inconsciente mismo y la conquista del inconsciente. La alegría ética corresponde a la afirmación especulativa.  



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