Texto de Carl Sagan, publicado por primera vez en su libro "Un punto azul pálido"
Por: Carl Sagan
Hay lugares, dentro y fuera de nuestras grandes ciudades, donde el mundo natural casi ha desaparecido. En ellos puede uno encontrar calles, callejuelas, coches, aparcamientos, vallas anunciadoras, monumentos de cristal y acero, pero ni un solo árbol, brizna de hierba o animal, aparte, claro está, de los seres humanos. Hay multitud de seres humanos. Solamente cuando uno mira hacia arriba, a través de las gargantas de rascacielos, puede vislumbrar una estrella o un pedacito de azul, vestigios de lo que había mucho antes de que la Humanidad iniciara su andadura. Pero las deslumbrantes luces de las grandes ciudades hacen palidecer a las estrellas, y a veces casi desaparece el pedacito azul, teñido de marrón por la tecnología industrial.
No es difícil, trabajando cada día en un lugar así, que quedemos impresionados de nosotros mismos. ¡Cómo hemos transformado la Tierra para nuestro beneficio y conveniencia! Sin embargo, unos cuantos cientos de kilómetros hacia arriba o hacia abajo no hay humanos. Aparte de una fina capa de vida en la misma superficie de la Tierra, alguna intrépida astronave ocasional y un cierto número de interferencias de radio, nuestro impacto en el universo es cero. Nada sabe de nosotros.
Imaginemos que somos exploradores extraterrestes penetrando en los confines del sistema solar, tras un largo viaje a través del negro espacio interestelar. Nos disponemos a examinar desde lejos los planetas de ese astro vulgar; son unos cuantos, algunos grises, otros azules, otros rojos, otros amarillos. Nos interesa saber qué tipos de mundos son ésos, si sus entornos medioambientales son estáticos o cambiantes y, especialmente, si albergan vida e inteligencia. No tenemos ningún conocimiento previo acerca de la Tierra. Acabamos de descubrir su existencia.
Supongamos que existe una ética galáctica: se mira, pero no se toca. Nos está permitido aproximarnos a esos mundos, orbitarlos, pero queda terminantemente prohibido tomar tierra en ellos. Bajo tales condiciones, ¿seríamos capaces de averiguar cómo es el medio ambiente de la Tierra y si vive alguien allí?
A medida que nos vamos acercando, la primera impresión de conjunto del planeta se resume en nubes blancas, blancos casquetes polares, continentes marrones y una sustancia azul que cubre dos tercios de la superficie. Al tomarle a ese mundo la temperatura, a partir de la radiación infrarroja que emite, descubrimos que en la mayoría de las latitudes ésta se sitúa por encima del punto de congelación del agua, mientras que en las capas polares se encuentra por debajo del mismo. El agua es un material muy abundante en el universo; sería razonable suponer la existencia de capas polares de agua sólida, así como de nubes de agua sólida y líquida.
Quizá nos tiente la idea de achacar esa materia azul a enormes cantidades —de kilómetros de profundidad— de agua líquida. Pero esa conjetura es grotesca, en cierto modo, al menos en lo que concierne a este sistema solar, pues ningún otro planeta alberga en su superficie océanos de agua líquida. Mirando en el espectro de la luz visible y en la franja del infrarrojo cercano, en busca de indicios reveladores sobre su composición química, descubriremos sin duda hielo de agua en las capas polares y suficiente vapor de agua en el aire como para justificar las nubes; es también la cantidad justa que debe derivarse de la evaporación, si los océanos contienen realmente agua líquida. Por tanto, una hipótesis que parecía descabellada queda confirmada.
Por otra parte, los espectrómetros ponen de manifiesto que una quinta parte del aire de este mundo es oxígeno, O2 . No hay otro planeta en el sistema solar que se acerque ni por asomo a tal cantidad de oxígeno. ¿De dónde procede? La intensa luz ultravioleta que emite el Sol descompone el agua, H2O, en oxígeno e hidrógeno, y el hidrógeno, el gas más ligero, se escapa rápidamente al espacio. Esa es, ciertamente, una fuente de O2 , pero no alcanza a justificar tal cantidad de oxígeno.
Otra posibilidad residiría en que la luz visible ordinaria, que el Sol vierte en grandes cantidades, fuera empleada en la Tierra para descomponer el agua, de no ser que no hay forma conocida de hacerlo en ausencia de vida. Necesariamente tendría que haber plantas, formas de vida coloreadas por un pigmento que absorbe intensamente la luz visible, sabe cómo descomponer una molécula de agua a base de acumular la energía de dos fotones de luz, libera el O y retiene el H, que luego utiliza para sintetizar moléculas orgánicas. Las plantas deberían cubrir la mayor parte del planeta. Y todo eso ya es pedir mucho. Si fuéramos buenos científicos, lo suficientemente escépticos, tal cantidad de O2 no constituiría para nosotros una prueba concluyente de la existencia de vida, aunque, desde luego, daría pie a la sospecha.
Con todo ese oxígeno, no nos sorprende encontrar ozono (O3 ). El ozono absorbe la peligrosa radiación ultravioleta. De modo que, si el oxígeno es debido a la vida, ésta curiosamente se está protegiendo a sí misma. No obstante, la vida que estamos detectando podría ser meramente achacable a la presencia de plantas fotosintéticas. No cabe suponer, por ahora, la existencia de un nivel elevado de inteligencia.
Al examinar más de cerca los continentes averiguamos que hay, a grandes rasgos, dos tipos de regiones. Una muestra el espectro de rocas y minerales comunes como los hay en muchos mundos. La otra revela un dato inusual: un material que cubre extensas áreas y que absorbe en gran medida la luz roja. (El Sol, naturalmente, emite luz de todos los colores, alcanzando un máximo en el amarillo.) Podría ser justamente este pigmento el agente necesario, si es que efectivamente la luz visible común se está empleando para descomponer agua, y también el responsable del oxígeno en el aire. Ya tenemos otra pista, esta vez algo más sólida, de la existencia de vida, y no precisamente de un bichito aquí o allá, sino de una superficie planetaria rebosante de vida. En realidad, el pigmento es la clorofila: absorbe la luz azul al igual que la roja y a ella se debe que las plantas sean verdes. Lo que estamos contemplando es un planeta con una densa vegetación.
La Tierra, pues, ha revelado poseer tres propiedades únicas, al menos en este sistema solar: océanos, oxígeno y vida. Se hace difícil no relacionarlas entre sí, sobre todo teniendo en cuenta que los océanos son los lugares de origen de abundante vida y el oxígeno su producto.
Observando cuidadosamente el espectro infrarrojo de la Tierra damos con los componentes menores del aire. Además del vapor de agua, hay también anhídrido carbónico (CO2 ), metano (CH4 ) y otros gases, que absorben el calor que la Tierra trata de emitir al espacio durante la noche. Estos gases calientan el planeta. Sin ellos, la Tierra tendría una temperatura global inferior a la del punto de congelación del agua. Acabamos de descubrir el efecto invernadero que presenta este mundo. El metano y el oxígeno, juntos en la misma atmósfera, constituyen un hecho peculiar. Las leyes de la química son muy claras: ante un exceso de O2 el CH4 debería quedar convertido enteramente en H2O y CO2 . El proceso es tan eficaz que ni una sola molécula en toda la atmósfera de la Tierra debería ser de metano. En cambio, constatamos que una de cada millón de moléculas es metano, lo cual supone una inmensa discrepancia. ¿Qué puede significar? La única explicación plausible radica en la posibilidad de que el metano esté siendo inyectado en la atmósfera de la Tierra con tal celeridad, que su reacción química con el oxígeno no pueda seguir el ritmo. ¿De dónde procede todo ese metano? Tal vez se filtre desde las profundidades del interior de la Tierra, aunque cuantitativamente ello no parece concordar. Además, Marte y Venus no presentan en modo alguno esa importante cantidad de metano.
Las únicas alternativas son de orden biológico, una conclusión que no se basa en conjeturas sobre la química de la vida o de cómo es ésta, sino que se deriva meramente de constatar cuan inestable es el metano en una atmósfera de oxígeno. De hecho, el metano surge de fuentes como las bacterias en los pantanos, los cultivos de arroz, la quema de vegetación, el gas natural procedente de los yacimientos petrolíferos y las flatulencias bovinas. En una atmósfera de oxígeno, el metano constituye un síntoma de vida.
El hecho de que las actividades intestinales más íntimas de las vacas sean detectables desde el espacio interplanetario resulta desconcertante, especialmente si tenemos en cuenta que hay tantas cosas por las que sentimos gran apego que no lo son. No obstante, un científico extraterrestre que volara en las proximidades de la Tierra sería incapaz, llegado a este punto, de deducir la existencia de pantanos, arroz, fuego, petróleo o vacas. Detectaría sencillamente vida.
Todos los indicios de vida que hemos discutido hasta el momento son debidos a formas de existencia comparativamente simples (el metano en la panza de las vacas es generado por bacterias que residen allí). Si la astronave se hubiera aproximado a la Tierra cien millones de años atrás, en la era de los dinosaurios, cuando no existía ni la especie humana ni la tecnología, habría detectado igualmente oxígeno y ozono, el pigmento de la clorofila y una enorme cantidad —demasiado— de metano. Hoy, sin embargo, sus instrumentos se topan con señales que no solamente indican la existencia de vida, sino también de alta tecnología, algo que no habrían registrado ni tan sólo cien años atrás.
Nos encontramos con un tipo concreto de onda de radio que emana de la Tierra. Las ondas de radio no apuntan necesariamente hacia la vida y la inteligencia. Muchos procesos naturales las generan. Sin duda habremos percibido ya emisiones de radio en otros mundos aparentemente deshabitados, generadas por electrones cautivos en los poderosos campos magnéticos de los planetas, por movimientos caóticos en el frente de choque que separa dichos campos del campo magnético interplanetario, y también por relámpagos. (Los «silbidos» suelen pasar rápidamente de las notas altas a las bajas para luego comenzar de nuevo.) Algunas de estas emisiones de radio son continuas; otras se producen en ráfagas repetitivas; algunas duran pocos minutos y luego se desvanecen.
No obstante, esto es algo distinto: una porción de la transmisión de radio de la Tierra se halla precisamente en las frecuencias en que las ondas de radio comienzan a escaparse de la ionosfera del planeta, la región eléctricamente cargada situada sobre la estratosfera que refleja y absorbe las ondas de radio. Se observa una frecuencia central constante en cada transmisión, además de una señal modulada (una secuencia compleja de pulsos de encendido y apagado). No hay electrón en campo magnético, ni onda de choque, ni descarga eléctrica de relámpago que pueda generar algo de ese estilo. La presencia de vida inteligente parece la única explicación posible. Nuestra conclusión de que la transmisión de radio es debida a la tecnología de la Tierra es independiente de lo que puedan significar esas secuencias de encendido y apagado: no es necesario descodificar el mensaje para estar seguros de que es un mensaje. (Supongamos, por ejemplo, que esa señal es en realidad producto de la comunicación a larga distancia de la Armada de Estados Unidos con sus submarinos nucleares.)
Así pues, en nuestra calidad de exploradores extraterrestres, sabríamos que por lo menos una especie residente en la Tierra ha desarrollado tecnología de radio. ¿De cuál de ellas se trata? ¿De los seres que producen el metano? ¿De los que generan oxígeno? ¿De aquellos cuyo pigmento hace que el paisaje sea verde? ¿O acaso de otros, de seres más sutiles, seres que de otro modo no serían detectables desde una nave espacial que se aproximara al planeta? A fin de investigar esa especie tecnológica, tal vez nos resulte conveniente examinar la Tierra con un mayor grado de resolución, en busca, si no de los seres en sí, al menos de sus artefactos.
En primer lugar observamos el planeta a través de un modesto telescopio, de tal modo que la mayor precisión que podemos conseguir corresponde a uno o dos kilómetros de distancia. No distinguimos ni la arquitectura monumental, ni formaciones extrañas, ni remodelación artificial del paisaje, ni señales de vida. Lo que percibimos es una densa atmósfera en movimiento. El abundante agua debe de evaporarse y luego caer de nuevo a la Tierra a través de la lluvia. Los antiguos cráteres de impacto, tan visibles en la cercana Luna, apenas parecen presentes. Ello significa que deben de tener lugar una serie de procesos por los cuales se crea tierra nueva y posteriormente se erosiona en un espacio de tiempo mucho menor a la edad de este mundo. El agua corriente está implicada en esos procesos.
A medida que vamos contemplándolo, cada vez con mayor definición, descubrimos cordilleras montañosas, valles fluviales y muchos otros indicios de que el planeta se encuentra geológicamente activo. Esporádicamente vislumbramos lugares desnudos de vegetación, aunque se hallan rodeados de ella. Tienen la apariencia de manchas descoloridas en el paisaje. Cuando examinamos la Tierra con unos cien metros de resolución, todo cambia. El planeta aparece ante nuestros ojos cubierto de líneas rectas, cuadrados, rectángulos, círculos, en ocasiones apiñados a lo largo de las márgenes de un río o agrupados en las laderas de las montañas más bajas, otras veces extendiéndose por las llanuras, pero raras veces en desiertos o montañas altas y nunca en los océanos. Su regularidad, complejidad y distribución sería difícil de explicar de otro modo que no fuera mediante la presencia de vida y de inteligencia, si bien es posible que una comprensión más profunda de función y finalidad se nos escapara.
Puede que sólo llegáramos a la conclusión de que las formas de vida dominantes tienen una pasión simultánea por la territorialidad y por la geometría euclídea. Con ese grado de resolución no podríamos verlos, y mucho menos identificarlos. Muchas de las manchas deforestadas muestran una geometría similar a la de un tablero de ajedrez. Son las ciudades del planeta. Sobre gran parte del paisaje —no solamente en las ciudades— se observa una enorme profusión de líneas rectas, cuadrados, rectángulos, círculos. Las manchas oscuras de las ciudades aparecen altamente geometrizadas, no dejando más que unas pocas porciones de vegetación, aunque de contornos perfectamente delimitados. Ocasionalmente se aprecia algún triángulo y, en una de las ciudades, incluso un pentágono.
Cuando tomamos imágenes con un metro de resolución o mayor definición aún, descubrimos que las líneas rectas entrecruzadas que presentan las ciudades y las líneas rectas más largas que las conectan con otros centros urbanos están llenas de unos seres aerodinámicos y multicolores, de pocos metros de largo, que avanzan educadamente uno detrás de otro en lenta, larga y ordenada procesión. Son muy pacientes. Una corriente de seres se detiene en los ángulos rectos, a fin de permitir que otra corriente pueda seguir adelante. Periódicamente les es devuelto el favor. De noche encienden dos luces potentes en su parte delantera para poder ver por donde van. Algunos, una privilegiada minoría, se retiran a unas casas pequeñas para pasar la noche, una vez finalizada la jornada laboral. No obstante, la mayoría de ellos no tienen techo y duermen en las calles. ¡Por fin! Hemos hallado la fuente de toda esa tecnología, la forma de vida predominante sobre el planeta. Evidentemente, las calles de las ciudades y las carreteras de la campiña han sido construidas en su beneficio.
Podríamos pensar que estamos empezando a comprender realmente la vida en la Tierra. Y quizá tengamos razón. Si solamente pudiéramos mejorar un poco el grado de definición, descubriríamos que existen unos minúsculos parásitos que entran y salen a menudo de los organismos dominantes. Al parecer deben de jugar un papel más importante, porque el organismo dominante inmóvil se pone en marcha justo después de ser reinfectado por un parásito, y vuelve a pararse instantes antes de que el parásito sea expulsado. Esto sí que resulta enigmático. Pero nadie dijo que la vida en la Tierra fuera fácil de entender. Todas las imágenes que hemos tomado hasta el momento son con luz solar reflejada, es decir, en la cara diurna del planeta. Pero un hecho extraordinariamente interesante se pone de manifiesto cuando fotografiamos la Tierra durante la noche: el planeta está iluminado. La región más luminosa, cerca del círculo polar ártico, se halla iluminada por la aurora boreal, que no es generada por la vida, sino por electrones y protones procedentes del Sol, atraídos por el campo magnético de la Tierra. El resto de lo que vemos es debido a la vida. Las luces delimitan de manera reconocible los mismos continentes que descubrimos durante el día, y muchas se corresponden con las ciudades que ya hemos cartografiado. Las ciudades se concentran cerca de las líneas costeras. Tienden a ser mucho más escasas en las zonas interiores de los continentes.
Puede que los organismos dominantes necesiten desesperadamente el agua del mar (o tal vez los barcos de navegación oceánica fueron en su día esenciales para el comercio y la emigración). Sin embargo, algunas de las luces no son achacables a ciudades. En el norte de África, Oriente Medio y Siberia, por ejemplo, se perciben luminosidades muy intensas en un paisaje comparativamente desolado, debidas, según parece, a incendios en pozos de petróleo y gas natural. En el mar de Japón, el primer día que lo observamos, avistamos una extraña área de luz con forma triangular. Ese lugar corresponde durante el día a mar abierto. Allí no hay ciudad alguna. ¿Qué puede ser? Se trata de la flota pesquera japonesa dedicada a la pesca del calamar, que emplea una potente iluminación para atraer hacia la muerte bancos enteros de dicho molusco. Otros días, este tipo de luz deambula por todo el Pacífico en busca de presa, en efecto, acabamos de descubrir el sushi. Me parece grave que resulte tan sencillo percibir desde el espacio tales retazos de vida en la Tierra como los hábitos gastrointestinales de los rumiantes, la cocina japonesa o los sistemas para comunicarse con submarinos nómadas que transportan la muerte de doscientas ciudades, mientras tantas obras de nuestra arquitectura monumental, nuestros más grandes trabajos de ingeniería y nuestros esfuerzos para cuidarnos unos a otros, entre otras cosas, permanecen casi por completo ocultos en la sombra. Es como una especie de parábola.
A estas alturas nuestra expedición a la Tierra puede considerarse ya todo un éxito. Hemos dado con las características del medio ambiente, hemos detectado vida, hallado manifestaciones de seres inteligentes y puede que incluso hayamos identificado a la especie predominante, la que parece completamente imbuida de geometría y rectilinearidad. Sin duda alguna este planeta merece un estudio más largo y detallado. Por eso optamos por colocar la nave en órbita alrededor de la Tierra. Observando a fondo el planeta desentrañamos nuevos enigmas. Por toda la Tierra hay chimeneas que vierten al aire anhídrido carbónico y productos químicos tóxicos. Lo mismo hacen los seres dominantes que pueblan las carreteras. Pero el anhídrido carbónico es un gas de invernadero. Nos percatamos de que la cantidad de ese gas en la atmósfera se halla en constante incremento, año tras año. Lo mismo ocurre con el metano y otros gases de invernadero.
Si esto sigue así, la temperatura del planeta aumentará. Espectroscópicamente registramos otro tipo de moléculas que están siendo inyectadas al aire, los clorofluorocarbonos. No solamente se trata de gases de invernadero, sino que además son devastadoramente eficaces en la destrucción de la capa protectora de ozono. Decidimos observar con mayor atención el centro del continente sudamericano, que —como ahora ya sabemos— es una vasta selva tropical . Todas las noches vislumbramos miles de fuegos. Durante el día, la región aparece cubierta de humo. Al cabo de los años, por todo el planeta, hay cada vez menos bosques y más desiertos áridos. Contemplamos a continuación la gran isla de Madagascar. Los ríos fluyen teñidos de color marrón y generan amplias manchas en el océano próximo. Es la tierra mantillosa, que es arrastrada hacia el mar a un ritmo tan desenfrenado que, en unas cuantas décadas, se habrá agotado. Lo mismo está sucediendo, según hemos observado, en las desembocaduras de todos los ríos. Pero si no hay suelo, no hay agricultura. ¿Qué van a comer dentro de un siglo? ¿Qué respirarán? ¿Cómo van a enfrentarse con un medio ambiente cada vez más cambiante y peligroso?
Desde nuestra perspectiva orbital nos damos cuenta de que, indudablemente, algo ha salido mal. Los organismos dominantes, que, sean quienes sean, se han tomado tantas molestias para remodelar la superficie, destruyen al mismo tiempo su capa de ozono y sus bosques, erosionan su suelo y llevan a cabo masivos e incontrolados experimentos con el clima de su planeta. ¿Es que no se dan cuenta de lo que está ocurriendo? ¿Es que no piensan en su destino? ¿O bien son incapaces de trabajar juntos en beneficio del entorno que los mantiene? Tal vez, concluimos entonces, ha llegado el momento de replantearnos la conjetura que apunta a que en la Tierra existe vida inteligente.
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