Apariencia y Realidad | por Bertrand Russell ~ Bloghemia Apariencia y Realidad | por Bertrand Russell

Apariencia y Realidad | por Bertrand Russell






Imagen: Obra de la artista australiana Nike Savvas

Texto del filósofo, matemático, y escritor británico Bertrand  Russell, publicado en su libro "Los problemas de la filosofía". 


Por: Bertrand Russell


¿Existe algún conocimiento en el mundo que pueda ser tan cierto que ningún hombre razonable pueda dudar de él? Esta pregunta, que a primera vista puede no parecer difícil, es realmente una de las más complicadas que se pueden hacer. Cuando nos damos cuenta de los obstáculos que hay para dar una respuesta directa y confiable a esta pregunta, estamos ya en el camino del estudio de la filosofía — porque la filosofía es, simplemente, el intento de dar respuesta a ese tipo de preguntas, sin premura y sin dogmatismos, tal como se hace en la vida común e inclusive en las ciencias, sino críticamente, después de explorar todo lo que hace de esas preguntas un verdadero rompecabezas y después que nos hayamos percatado de toda la vaguedad y la confusión en las que se basan nuestras ideas comunes. 

En la vida diaria tomamos como ciertas muchas cosas que, después de una revisión escrupulosa, las encontramos tan llenas de aparentes contradicciones que sólo una gran cantidad de pensamiento nos permite saber lo que realmente podemos creer. En la búsqueda de la certeza, es natural empezar con nuestras experiencias más inmediatas y, en cierto sentido, sin duda, el conocimiento podrá ser deducido de ellas. Pero cualquier aseveración sobre lo que es por medio de lo que nuestras experiencias inmediatas nos dan a conocer seguramente estará errada. 

Me parece que yo estoy ahora sentado en una silla, enfrente de una mesa que tiene cierta forma, sobre la que veo hojas de papel escritas o impresas. Al girar mi cabeza veo a través de la ventana edificios, y nubes, y el sol. Yo creo que el sol está a aproximadamente noventa y tres millones de millas de la Tierra, que es un globo incandescente muchas veces más grande que la Tierra; que debido a la rotación de nuestro planeta amanece cada mañana y que seguirá amaneciendo por una cantidad indeterminada de tiempo en el futuro. Yo creo que, si otra persona normal entra a mi habitación, verá las mismas sillas, y mesas, y libros, y hojas de papel que yo veo, y que la mesa que veo es la misma que siento cuando apoyo mi brazo sobre ella. Todo esto parece tan evidente que hasta apenas merece la pena mencionarlo, a menos que tenga que hacerlo frente a un hombre que dude si sé realmente algo. Sin embargo, todo esto puede ser razonablemente puesto en duda, y todas las aseveraciones hechas con anterioridad requieren de una cuidadosa discusión antes de que podamos estar seguros de poderlas expresar de tal manera que sean completamente ciertas. Para simplificar nuestras dificultades, concentremos nuestra atención en la mesa. Al sentido de la vista es oblonga, café y brillante; para el tacto es lisa, y fría, y dura; cuando la golpeo suavemente escucho un sonido como el que emite la madera. Cualquier otro que vea, sienta y escuche la mesa estará de acuerdo con esta descripción, de tal forma que parecerá que ninguna dificultad podrá surgir; mas cuando queremos ser más precisos empiezan nuestros problemas. 

A pesar de que creo que la mesa es “realmente” del mismo color en toda su extensión, las zonas que reflejan la luz parecen ser mucho más brillantes que las demás, y algunas partes se ven blancas porque reflejan aún más esa luz. Yo sé que, si me muevo, las zonas que reflejan la luz serán distintas, así que la aparente distribución de los colores sobre la mesa cambiará. Se sigue que si varias personas están viendo la mesa en el mismo momento, ni siquiera dos de ellas verán exactamente la misma distribución de colores, porque ninguna de ellas la ve desde exactamente el mismo ángulo, y cualquier diferencia en el punto de vista provoca algún cambio en el modo en que la luz es reflejada. Para los propósitos más prácticos estas diferencias son irrelevantes, pero para un pintor son de suma importancia: el pintor debe desaprender el hábito mental que dice que las cosas parecen tener “realmente” el color que el sentido común les dicta, y aprender a formar el hábito de ver las cosas como ellas aparentan ser. Aquí tenemos ya el principio de una de las distinciones que causan los mayores problemas en filosofía — la distinción entre “apariencia” y “realidad”, entre lo que las cosas parecen ser y lo que son. 

El pintor quiere saber lo que las cosas aparentan ser, el hombre práctico y el filósofo quieren saber lo que son; pero el deseo del filósofo de saber lo anterior es mucho más intenso que en el hombre práctico, y está más preocupado por adquirir dicho conocimiento como también de las dificultades para responder a esta pregunta. Regresando a la mesa. Es evidente que lo que hemos hallado hasta ahora es que no hay color que en apariencia sea predominantemente el color de la mesa, o inclusive en cualquiera de sus partes — la mesa aparenta tener diferentes colores desde distintos puntos de vista, y no hay razón para suponer que algunos de estos colores aparentes sean realmente el color de la mesa más que otros. Y nosotros sabemos que inclusive en un punto de vista determinado el color será diferente si es iluminado con luz artificial, o si es visto por un daltónico, o por un hombre que usa anteojos con cristales azules, mientras que en la oscuridad no habrá color alguno, a pesar de que no habrá cambios en la mesa al tacto o cuando escuchamos el sonido que se produce al golpearla ligeramente. Cuando, en la vida común, hablamos del color de la mesa, nos referimos al tipo de color que aparece ante el espectador normal, desde un punto de vista ordinario y bajo condiciones de iluminación usuales. Pero los otros colores que aparecen bajo distintas condiciones tienen también el derecho de ser considerados como reales; y por lo tanto, para evitar el favoritismo, estamos obligados a negar que, en sí misma, la mesa puede tener algún color en particular. Lo mismo se puede aplicar a la textura. A simple vista uno puede ver la veta de la madera, pero por otro lado la mesa se ve suave y pareja. Si la vemos a través de un  microscopio, veremos una superficie accidentada con valles y colinas y todo tipo de particularidades que no se ven a simple vista. ¿Cuál de estas dos es la mesa real? Estamos naturalmente tentados a decir que lo que se ve a través del microscopio es más real, pero esa aseveración cambiará si utilizamos un microscopio todavía más potente. Si, entonces, no podemos confiar en lo que vemos a simple vista, ¿por qué entonces habremos de confiar en lo que vemos a través de un microscopio? De este modo, otra vez, la confianza que teníamos al principio en nuestros sentidos nos ha abandonado. La forma de la mesa no mejora las cosas. 

Tenemos el hábito de juzgar como “reales” las formas de las cosas, y hacemos esto de manera tan irreflexiva que creemos ver las formas reales. Pero, de hecho, tenemos que aprender, cuando empezamos a dibujar, que una cosa en particular se ve de diferente forma desde distintos ángulos. Si nuestra mesa es “realmente” rectangular se verá, desde casi cualquier punto de vista, como si tuviera dos ángulos agudos y dos obtusos. Si los lados opuestos son paralelos, ellos se verán como si convergieran en un punto que se encuentra más allá del espectador; si son del mismo largo, se verán más largos conforme estén más cerca del espectador. Todas estas cosas no son normalmente advertidas cuando se ve una mesa, ya que la experiencia nos ha enseñado a construir la forma “real” a partir de una forma aparente, y la forma “real” es la que nos interesa como hombres prácticos. Pero la forma “real” no es lo que vemos; es algo que se infiere de lo que vemos. Y lo que vemos cambia de forma constantemente conforme nos movemos alrededor del cuarto; así que también aquí los sentidos parecen no darnos la verdad con respecto a la mesa, mas únicamente la apariencia de la mesa. 

Dificultades similares emergen cuando consideramos el sentido del tacto. Es verdad que la mesa siempre nos da la sensación de dureza, y nosotros sentimos que resiste a la presión que le imprimimos. Pero la sensación que obtenemos depende de qué tan duro presionemos la mesa e inclusive con qué parte de nuestro cuerpo la presionemos; así tenemos distintas sensaciones debido a las distintas presiones ejercidas o las distintas partes del cuerpo que hayamos utilizado para presionar la mesa, y éstas no pueden ser supuestas para revelar directamente una propiedad definitiva de la mesa, pero a lo mucho ser signos de alguna propiedad que probablemente cause todas las sensaciones, pero que no es del todo evidente en cualquiera de ellas. Y lo mismo se puede aplicar con mayor obviedad a los sonidos que pueden ser producidos al golpetear la mesa. Entonces se nos hace evidente que la mesa real, si hay alguna, no es la misma a la que nosotros de forma inmediata experimentamos ya sea por la vista, o por el tacto, o por el oído. La mesa real, si hay alguna, no es inmediatamente conocida por nosotros. De lo anterior surgen simultáneamente dos preguntas muy complejas, a saber: (1) ¿Existe realmente una mesa? (2) Si es así, ¿qué clase de objeto podrá ser? Nos ayudará considerar las preguntas anteriores para obtener algunos términos simples cuyos significados sean definitivos y claros. Demos el nombre de “informaciones sensoriales” a las cosas que nos son inmediatamente conocidas a través de los sentidos: es decir, colores, sonidos, olores, dureza, textura, y demás. Daremos el nombre de “sensación” a la experiencia que obtenemos cuando nos damos cuenta de estas cosas. Entonces, cuando vemos un color, tenemos la sensación de ese color, pero el color en sí es un dato sensorial, no una sensación. El color es la cosa que inmediatamente percibimos, y el acto de percibir es la sensación. Está claro que si habremos de conocer algo con respecto a la mesa deberá ser a través de las informaciones sensoriales — color café, forma oblonga, suavidad, etc. — que asociamos con la mesa; pero por las razones que hemos encontrado, no podemos decir que la mesa es las informaciones sensoriales, o que inclusive las informaciones sensoriales son las propiedades directas de la mesa. Luego, un problema surge con relación a las informaciones sensoriales y a la mesa real, suponiendo que tal cosa exista. La mesa real, si la hay, la llamaremos un “objeto físico”. Entonces debemos considerar la relación entre las informaciones sensoriales y los objetos físicos. El conjunto de todos los objetos físicos es llamado “materia”. De aquí se desprende que nuestras dos preguntas deberán ser replanteadas de la forma siguiente: (1) ¿Existe la materia? (2) Si es así, ¿cuál es su naturaleza? 

El filósofo que por vez primera puso en primer plano las razones para considerar los objetos inmediatos de nuestros sentidos como no existentes independientemente de nosotros fue el obispo Berkeley (1685-1753). Sus Tres diálogos entre Hilas y Filón, en oposición a los escépticos y a los ateos, nos prueban que no hay tal cosa como la materia, y que el mundo sólo consiste de mentes y sus ideas. Hilas había creído en la materia, pero como no se compara intelectualmente a Filón, quien lo dirige sin piedad hacia contradicciones y paradojas, este último le hace ver que su negación de la existencia de la materia parezca, al final, producto casi del sentido común. Los argumentos empleados son de valor distinto: algunos son importantes y lógicos, otros son confusos o irrelevantes. Pero Berkeley tiene el mérito de haber mostrado que la existencia de la materia puede ser negada sin caer en el absurdo, y que si hubiera cualesquiera objetos que existan independientemente de nosotros, éstos no pueden ser los objetos inmediatos de nuestras sensaciones. Hay dos cuestiones distintas involucradas cuando nos preguntamos si la materia existe, y es muy importante mantenerlas bien claras. 

Normalmente significamos por “materia” algo que se opone a la “mente”, algo que creemos que ocupa espacio y que es radicalmente incapaz de cualquier tipo de pensamiento o conciencia. Es principalmente en este sentido en el que Berkeley niega a la materia; es decir, él no niega las informaciones sensoriales que tomamos normalmente como signo de la existencia de la mesa, como realmente signo de la existencia de algo independiente de nosotros, pero sí niega que algo sea nomental, que no sea mente o ideas producidas por una mente. Él admite que debe haber algo cuya existencia continúa cuando nos salimos del cuarto o cuando cerramos los ojos, y que lo que llamamos ver la mesa nos da la razón para creer en ese algo que persiste inclusive cuando no la vemos. Pero él cree que este algo no puede ser radicalmente diferente a la naturaleza de lo que vemos y que no puede ser independiente de lo que se ve en conjunto, a pesar de que debe ser independiente de nuestra vista. Esto lo llevó a considerar a la mesa “real” como una idea en la mente de Dios. Tal idea tiene la permanencia requerida e independiente de nosotros, sin ser — como la materia sería de otra manera — algo que no se pueda conocer, en el sentido de que sólo podríamos inferirla y que no podríamos nunca percibirla de forma directa e inmediata. 

Otros filósofos después de Berkeley han sostenido lo anterior, a pesar de que la existencia de la mesa no depende que yo la vea, depende que sea vista (o de otra forma aprehendida por la sensación) por alguna mente — no necesariamente la mente de Dios, pero más comúnmente por la mente colectiva del universo. Esto es lo que sostienen, como lo hace Berkeley, principalmente porque ellos piensan que no hay nada real — o en algún sentido algo que se pueda conocer como real — excepto las mentes y sus pensamientos y sus sentimientos. Podemos establecer el argumento por el que ellos basan su visión de la siguiente forma: “Lo que sea que pueda ser pensado es una idea en la mente de la persona que piensa en ella; por lo tanto nada puede ser pensado excepto ideas en las mentes; luego todo lo demás es inconcebible y lo que es inconcebible no existe.” Tal argumentación, en mi opinión, es falsa; y, por supuesto, aquellos que la sostienen no lo hacen tan tajantemente o cruelmente. Pero, válida o no, la argumentación se ha desarrollado ampliamente ya sea en una forma o la otra, y muchos y distintos filósofos, tal vez la mayoría, han sostenido que no hay nada real excepto las mentes y sus ideas. Tales filósofos se conocen como “idealistas”. Cuando explican la materia, ellos dicen, como Berkeley, que la materia no es realmente algo mas que un conjunto de ideas, o dicen, como Leibniz (1646-1716), que lo que aparenta ser materia es realmente un conjunto de más o menos mentes rudimentarias. Pero estos filósofos, a pesar de que niegan a la materia como opuesta a la mente, en otro sentido admiten la materia. Se recordará que hemos hecho dos preguntas, a saber: (1) ¿Hay realmente una mesa? (2) Si es así, ¿qué clase de objeto puede la mesa ser? Tanto Berkeley y Leibniz admiten que hay una verdadera mesa, pero Berkeley dice que es ciertas ideas en la mente de Dios, y Leibniz dice que es una colonia de almas. Sin embargo, ambos responden a la primera pregunta de forma afirmativa y sólo divergen de nuestra visión de simples mortales en la respuesta a la segunda pregunta. De hecho, casi todos los filósofos parecen haberse puesto de acuerdo de que hay una mesa real: casi todos coinciden en ello, pero gran parte de nuestras informaciones sensoriales — color, forma, suavidad, etc. — dependen de nosotros, mas su presencia es un signo de que algo existe independientemente de nosotros, algo que difiere, tal vez, completamente de nuestras informaciones sensoriales, y aún así que pueda ser atribuido como causa de esas informaciones sensoriales cuando estamos en una relación adecuada con la mesa real. 

Ahora, este punto en el cual los filósofos han coincidido — el punto de vista de que existe una mesa real, cualquiera que sea su naturaleza — es obviamente de vital importancia, y valdría la pena considerar qué razones hay para aceptar este punto de vista antes de que sigamos más adelante con la cuestión de la naturaleza de la mesa real. Nuestro siguiente capítulo, por lo tanto, estará enfocado con las razones para suponer que, en efecto, hay una mesa real. Antes de continuar, estará bien considerar por un momento qué es lo que hemos descubierto hasta ahora. Hemos descubierto que, si tomamos cualquier objeto común del tipo que supuestamente puede ser conocido por nuestros sentidos, lo que éstos inmediatamente nos informan no es la verdad sobre el objeto que está aparte de nosotros, pero sólo la verdad sobre ciertas informaciones sensoriales que, lo máximo que podemos llegar a percibir, depende de como estemos relacionados con el objeto. Pero lo que directamente vemos y sentimos es tan sólo “apariencia”, nosotros creemos que esta apariencia es un signo de cierta “realidad” que hay detrás. Pero si la realidad no es lo que aparenta, ¿tendremos algún recurso para conocer esta realidad? Y si es así, ¿tendremos algún recurso para dilucidar su naturaleza? Tales preguntas nos confunden y es difícil saber que inclusive las hipótesis más extravagantes no puedan ser verdaderas. Mas nuestra mesa común, que ha salido de nuestros más nimios pensamientos antes de ahora, se ha convertido en un problema lleno de sorprendentes posibilidades. Lo único que sabemos sobre ella es que no es lo que parece ser. Más allá de este modesto resultado, hasta ahora, tenemos la más completa libertad de conjeturar lo que sea. Leibniz nos ha dicho que nuestra mesa es una comunidad de almas; Berkeley, que es una idea en la mente de Dios; la sobria ciencia, ligeramente menos imaginativa, nos dice que es una vasta colección de cargas eléctricas en violento movimiento. Entre todas estas sorprendentes posibilidades, la duda nos sugiere que tal vez esta mesa no exista del todo. 

La filosofía, si no puede responder a todas las preguntas que nosotros deseáramos, tiene al menos el poder de hacer las preguntas que incrementan nuestro interés por el mundo, y que así muestran lo extraño y lo maravilloso que está justo debajo de la superficie de inclusive las cosas más comunes de nuestra vida cotidiana.

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