"El exilio no es un castigo, sino un refugio y una vía de escape respecto a las penas" —Cicerón
En la medida en que se presenta, en el mundo clásico, como la facultad concedida a un ciudadano de eludir mediante la fuga una pena (generalmente la pena capital), el exilio parece irreducible a las dos grandes categorías en las que se divide el ámbito del derecho desde el punto de vista de las situaciones subjetivas: derechos y penas. Así, Cicerón, quien experimentó el exilio, puede escribir: «Exilium non supplicium est, sed perfugium portumque supplicii» («El exilio no es un castigo, sino un refugio y una vía de escape respecto a las penas»). Incluso cuando, con el tiempo, el estado se apropia de él y lo configura como una pena (en Roma, esto ocurre con la lex Tullia del 63 a.C.), el exilio sigue siendo de hecho una vía de escape para el ciudadano. Así, Dante, cuando los florentinos instauran contra él un proceso de destierro, no se presenta en el tribunal y, anticipándose a los jueces, comienza su larga vida de exiliado, negándose a regresar a su ciudad incluso cuando se le ofrece esa posibilidad. Es significativo, desde esta perspectiva, que el exilio no implique la pérdida de la ciudadanía: el exiliado se excluye de hecho de la comunidad a la que, sin embargo, sigue perteneciendo formalmente.
El exilio no es un derecho ni un castigo, sino una salida y un refugio. Si se intentara configurarlo como un derecho, cosa que en realidad no es, el exilio se definiría como un paradójico derecho a situarse fuera del derecho. Desde esta óptica, el exiliado entra en una zona de indistinción respecto al soberano, quien, al decidir sobre el estado de excepción, puede suspender la ley y está, como el exiliado, a la vez dentro y fuera del ordenamiento.
Precisamente porque se presenta como la facultad de un ciudadano de situarse fuera de la comunidad de ciudadanos y se encuentra, por tanto, en una especie de umbral respecto al orden jurídico, el exilio no puede dejar de interesarnos hoy de manera particular. Para quien tenga ojos para ver, resulta evidente que los estados en los que vivimos han entrado en una situación de crisis y en un progresivo e imparable desmoronamiento de todas las instituciones. En una condición como esta, donde la política desaparece y cede su lugar a la economía y la tecnología, es inevitable que los ciudadanos se conviertan de hecho en exiliados dentro de su propio país. Este exilio interno es lo que hoy debemos reivindicar, transformándolo de una condición pasivamente sufrida en una forma de vida elegida y activamente perseguida. Donde los ciudadanos han perdido incluso la memoria de la política, solo hará política quien esté en exilio dentro de su propia ciudad. Y es solo en esta comunidad de exiliados, dispersa en la masa informe de los ciudadanos, donde algo como una nueva experiencia política puede volverse posible aquí y ahora.