El contragolpe absoluto | por Slavoj Zizek






"El único caso en sí de contragolpe absoluto, de una cosa que emerge a través de su propia pérdida, es por lo tanto el sujeto mismo, en cuanto resultado de su propia imposibilidad." Slavoj Zizek    
 



Artículo del filósofo esloveno, Slavoj Zizek. Publicado por primera vez en su libro "Absolute recoil: towards a new foundation of dialectical materialism".          



 
  
Por: Slavoj Zizek

En un nivel más formal de su lógica de la reflexión, Hegel utiliza el término «absoluter Gegenstoss» (rebote, retroceso, «contrachoque», o por qué no, simplemente contragolpe); un retirarse-de que crea aquello de lo que se retira:


"La reflexión encuentra pues un algo inmediato ahí delante, al que sobrepasa, y desde el cual es ella el retorno. Pero este retorno es sola y primeramente el presuponer de lo encontrado delante. Esto encontrado ahí delante viene a ser solamente en el hecho de ser abandonado… hay que tomar al movimiento reflexionante como absoluto contrachoque [absoluter Gegenstoss] dentro de sí mismo. Pues la presuposición del regreso a sí, aquello de lo cual proviene la esencia y que es primeramente como este volver hacia atrás, se da solamente dentro del retorno mismo."

Absoluter Gegenstoss por tanto representa la coincidencia radical de opuestos en la que la acción aparece como su propia contramedida, o más precisamente, en la que el movimiento negativo (pérdida, retirada) genera lo mismo que «niega». «Esto encontrado ahí delante viene a ser solamente en el hecho de ser abandonado» y el movimiento inverso («solo en el retorno mismo» emerge aquello a lo que retornamos, como las naciones que se constituyen a sí mismas «retornando a sus raíces perdidas») son dos caras de lo que Hegel llama «reflexión absoluta»: una reflexión que ya no es externa a su objeto presuponiéndolo como dado, sino que, por decirlo así, cierra el bucle y postula su propio supuesto. Por decirlo en términos derrideanos, la condición de posibilidad aquí es radical y simultáneamente la condición de imposibilidad: el obstáculo mismo a la afirmación plena de nuestra identidad abre el espacio para ella. Otro caso ejemplar: la clase dirigente húngara «había “poseído” durante mucho tiempo (es decir, esponsorizado y protegido) una música distintiva, la llamada magyar nota (“canción húngara”) que, en los círculos cultivados húngaros, se contemplaba como un emblema estilístico de la identidad nacional». Como era esperable, en el siglo XIX, con el gran resurgimiento nacionalista, este estilo tuvo una explosión sin igual, plasmándose en óperas y sinfonías. A comienzos del siglo XX, los compositores modernistas como Bartók y Kodály comenzaron a recolectar la música popular auténtica, y descubrieron que «era en su conjunto de un estilo y carácter muy diferentes de la magyar nota», e incluso peor, consistía en una mezcla inextricable de «todos los pueblos que habitaron la “gran Hungría”: rumanos, eslovacos, búlgaros, croatas, serbios, e incluso pueblos étnicamente remotos como los turcos… o los árabes de África del norte». Por esto, predeciblemente, Bartók fue repudiado por los nacionalistas y se vio obligado a abandonar Hungría. 

Este es el proceso dialéctico: un desorden inconsistente (primera fase, el punto de partida) que es negado y, a través de la negación, se proyecta o postula hacia atrás el Origen, de modo que se crea una tensión entre el presente y el Origen perdido (segunda fase). En la tercera fase, el Origen se percibe como inaccesible, relativizado; estamos en la reflexión externa, es decir, nuestra reflexión es externa al Origen postulado, que se experimenta como una presuposición trascendente. En la cuarta fase de reflexión absoluta, nuestro movimiento reflexivo externo se transporta de vuelta al Origen mismo, como su propia auto-retirada o descentramiento. Así alcanzamos la tríada de postulación, reflexión externa y reflexión absoluta.

En su lectura crítica de Hegel, Badiou propone su propia representación materialista de la estructura cuádruple del proceso dialéctico: «multiplicidades indiferentes, o desvinculación ontológica; mundos del aparecer, o el vínculo lógico; procedimiento-Verdad, o eternidad subjetiva», más el Acontecimiento mismo, la adicional «causa evanescente, que es exactamente lo opuesto al Todo». Como acabamos de ver, ya en Hegel podemos encontrar esta versión materialista del proceso dialéctico; respecto de la colonización británica de la India, en primer lugar está la «multiplicidad indiferente» de la India precolonial; después los colonizadores británicos intervienen brutalmente, imponiendo la estructura trascendental de un orden colonial, justificado en términos del universalismo occidental; entonces la resistencia india a la colonización se desarrolla, apuntanto cómo, al colonizar la India, Occidente está traicionando su propio legado de emancipación igualitaria. La lucha anticolonial se remite entonces a la Idea de la India como un Estado democrático secular, Idea que se originó en Occidente. La versión india de esta Idea, sin embargo, no es una «síntesis» del espíritu secular e igualitario occidental y la tradición india, sino una plena afirmación del espíritu igualitario mediante su desarraigo de la tradición occidental y la confirmación de su auténtica universalidad. En resumen, solo cuando la Idea occcidental es «exaptada» por India, esa Idea alcanza universalidad efectiva: cuando los indios aceptan la Idea europea democrático-igualitaria, se hacen más europeos que los propios europeos. 

El caso ejemplar sigue siendo el del sujeto: la prioridad de la Caída implica abandonar toda la cháchara «hegeliana» acerca de la externalización del sujeto en su propio producto, en el que ya no se reconoce a sí mismo, y su reapropiación entonces de ese contenido alienado. No hay sujeto que sea agente del proceso y sufra una pérdida, pues el sujeto es el resultado de la pérdida. Esto es lo que señala Lacan con su concepto de sujeto «barrado» o tachado ($): el sujeto no está obstaculizado, bloqueado, impedido, estigmatizado por una imposibilidad constitutiva, sino que el sujeto es el resultado de su propio fracaso, del fracaso de su representación simbólica. Un sujeto emprende la tarea de expresarse a sí mismo en un significante; fracasa, y el sujeto es este fracaso. Esto es lo que Lacan quiere decir mediante la afirmación (engañosamente simple) de que, en última instancia, un sujeto es lo que no es un objeto —es lo que ya sabe todo histérico, puesto que la pregunta histérica es: ¿qué objeto soy Yo para el Otro? ¿Qué desea el Otro en mí?—. En otras palabras, el primigenio objeto perdido del deseo es el sujeto mismo. 

Y en la medida en que la subjetividad es, en lo que le es más propio, femenina, la prioridad que el vacío tiene sobre lo que lo llena, determina la oposición entre la máscara histérica femenina (la confusa oscilación entre identificaciones múltiples) y la supuestamente más profunda o auténtica personalidad sustancial: la Mujer Real. La idea sería que la máscara histérica, esta mezcla inconsistente de provocación y deseo de sometimiento, de agresión y compasión, es el resultado de la opresión patriarcal que ha distorsionado la auténtica identidad de la mujer, de modo que una mujer debería aprender a abandonar la máscara y afirmar su auténtica personalidad. Lacan sugiere que le demos la vuelta a esto: la idea misma de que, debajo de la máscara histérica, está la Mujer Real, es un mito masculino. La Mujer no existe, es una entidad fantasmática que llena la brecha que está debajo de la máscara histérica. 

El único caso en sí de contragolpe absoluto, de una cosa que emerge a través de su propia pérdida, es por lo tanto el sujeto mismo, en cuanto resultado de su propia imposibilidad. En este sentido, y de manera inconfundiblemente hegeliana, el sujeto es la verdad de la sustancia: la verdad de toda cosa sustancial es que es el efecto retroactivo de su propia pérdida. El sujeto como $ no preexiste a su pérdida, surge de su pérdida como un retorno a sí mismo. Cuando uno alcanza el punto de vista absoluto (en la desalienación) lo que ve es que no solo el sujeto es cosustancial con su pérdida (en el sentido de que siempre está barrado, cortado), sino que el sujeto es la pérdida. Es esta idea especulativa la que nos permite resistir a la tentación de volver a aquella inocencia anterior a la Caída: no hay tal cosa como una inocencia perdida, solo la elección del Mal nos hace conscientes del Bien, concebido como aquello que se perdió al hacer esa elección. La elección es por tanto una elección forzada, puesto que es, en su forma misma, la elección del Mal: 

“El hombre debe considerarse como no [siendo inicialmente] tal como debe ser. De esta separación resulta la apetencia infinita. Dijimos que en este conocer, en esta separación y desdoblamiento, el sujeto se determina, se capta como el extremo del serpara-sí abstracto, de la libertad abstracta; el alma se sumerge en su profundidad, en todo su abismo. Esta alma es la mónada no desarrollada, la mónada desnuda, el alma vacía, no colmada; pero, en la medida en que ella es virtualmente el concepto, lo concreto, esta vacuidad y abstracción contradicen a su determinación de ser concreta.”
Lo que Hegel llama aquí la «mónada desnuda», la subjetividad inmersa en su abismo, encuentra su primera formulación en la Jenaer Realphilosophie, donde describe la «Noche del mundo» —¿por qué, entonces, es necesario el paso por la abismal «Noche del mundo»?—. Hegel nos da una respuesta precisa: 

“[Porque] lo universal puesto como universal está ahí solamente en la subjetividad de la conciencia —este mero movimiento infinito dentro de sí en el que ha sido disuelta a la vez toda distintividad del ser—ahí— y está simultáneamente en el ser-ahí más finito: solamente en este en cuanto subjetividad [hay] intuición de la universalidad infinita, es decir, del pensar que es para sí”

O por utilizar los términos hegelianos más habituales: solo en la subjetividad el Universal se mueve más allá del «En-sí» de la abstracta «universalidad muda» y deviene «para sí». La subjetividad es por definición, y en su concepto, singular. Esta es la razón de que Dios solo tenga un hijo, y por ello Hegel añade un único comentario: «Una vez es siempre. El sujeto debe tener recurso a un sujeto, sin opción» 

Por eso Catherine Malabou estaba en lo cierto al señalar que, a pesar de la precisa deducción lógica de la pluralidad de sujetos a partir del concepto de vida, hay un escándalo irreductible, algo traumático en el encuentro con otro sujeto. Hay algo inesperado en el hecho de que el sujeto (una autoconciencia) encuentre fuera de sí mismo, entre las cosas, a otro ser viviente en el mundo que también afirme ser un sujeto (una autoconciencia). Como sujeto, estoy por definición solo, soy una singularidad opuesta a todo el mundo de las cosas, una puntualidad ante la cual el mundo se aparece; y todas las descripciones fenomenológicas de mi ser «junto-con» otros no pueden ocultar el escándalo de que haya otra singularidad como la mía. Encarnada en un ser viviente frente a mí que también afirma ser una autoconciencia, la infinitud asume una forma determinada, y esta coincidencia de opuestos (la infinitud de la conciencia auto-relacionada es este ser viviente particular) apunta hacia el juicio infinito «el espíritu es un hueso», que concluye la sección sobre la razón observante en la Fenomenología de Hegel. La forma del ser humano singular «es la única figura sensible del espíritu. Esa es la aparición de Dios en la carne. Esto es aquello formidable [das Ungeheure] cuya necesidad hemos visto». Aquí Hegel explícitamente plantea la obvia pregunta humanista y materialista: 

“¿No puede acaso el sujeto llevar a cabo esta reconciliación por sí mismo, por su actividad…? Y, además, ¿es posible esto no [solamente] para el sujeto singular, sino para todos los hombres que quisieran rectamente acoger en sí la ley divina de manera que el cielo estuviera en la tierra, el Espíritu viviera actualmente en su comunidad y tuviera realidad [en ella]?”

Su respuesta, aunque pueda parecer abstractamente escolástica, es absolutamente crucial: «Este poner [postular] debe ser esencialmente un presuponer, de manera que lo puesto existe también virtualmente. La unidad de subjetividad y objetividad, esta unidad divina, debe ser presupuesta por mi poner [postular]; solamente entonces este poner tiene un contenido». En resumen: los sujetos postulan el contenido sustancial, pero solo pueden hacerlo si presuponen una Sustancia como fundamento de su actividad. Trabajamos por una Causa común que solo se mantiene viva a través de nosotros, pero tenemos que presuponerla. De modo que, una vez más, ¿por qué no podemos reconocernos como autores colectivos de esta sustancia? En otras palabras, ¿no estamos tratando aquí con una ilusión necesaria, en la que nosotros, el sujeto, generamos y mantenemos viva la sustancia, pero a su vez debemos tratarla como si ya estuviera ahí, presupuesta? Esta solución, aunque obvia, es demasiado fácil y de hecho es «subjetivista», es decir, presupone el sujeto como un poder generativo ya siempre dado; no tiene en cuenta cómo el sujeto mismo surge de la autodivisión de la sustancia. La «reflexión absoluta» llega por tanto mucho más lejos que la típica (y más bien aburrida) afirmación «dialéctica» de que toda inmediatez está ya «mediada», fundamentada en y generada por, una compleja red de mediaciones. De este modo, debemos «des-fetichizar» cualquier cosa que parezca inmediatamente dada: lo auténticamente pre-supuesto es la postulación reflexiva, o en la concisa formulación de Wendell Kisner, el parecer parece parecer: 

La esencia no es diferente del parecer; es el parecer en sí. Pero este parecer no es mera inmediatez, en la medida en que es esencia, la pura negatividad en que ha devenido el ser, no puede simplemente ser lo que es. La esencia no puede simplemente ser apariencia —solo parece ser apariencia—. La esencia tiene su ser en la medida en que solo parece ser meramente un parecer; es una apariencia que se refleja negativamente en sí misma… La esencia no tiene inmediatez propia —solo es el movimiento del no al no—. La apariencia se refiere a lo que no es ella: a la esencia, que como algo otro que apariencia, solo es una apariencia, es decir, sí misma. El parecer parece parecer [Seeming seems to seem]. El ser es pensado dentro de la esfera de la reflexión como la reflexividad del parecer mismo. Esto nos lleva finalmente a la antes mencionada reflexión absoluta. Hegel escribe: 

“El devenir dentro de la esencia, su movimiento reflexionante, es por tanto el movimiento de nada a nada y, por este medio, de vuelta a sí mismo. El transitar o devenir se asume dentro de su [propio] transitar; lo otro, que deviene dentro de este transitar, no es el no ser de un ser, sino la nada de una nada; y esto, ser la negación de una nada, constituye el ser. El ser que es solo en cuanto movimiento de nada a nada es, entonces, la esencia; y esta no tiene este movimiento dentro de sí, sino que es el movimiento en cuanto apariencia absoluta misma, la negatividad pura que nada tiene fuera de ella, nada a lo cual negar, sino que se limita a negar su negativo mismo, el cual solamente dentro de este negar es. Esta pura reflexión absoluta, que es el movimiento de nada a nada, se determina a sí misma ulteriormente”

Este es el movimiento que Hegel llama reflexión absoluta. No hay nada que esté inmediatamente «ahí» para ser negado; esta era una determinación de la esencia que solo parecía ser esencia. Aquí está mostrándose el movimiento de la reflexión que es la esencia. La inmediatez de la esencia solo es en cuanto Ruckkehr, como una vuelta desde un negativo. Podría decirse que la esencia solo es en cuanto es un «retirarse», donde no hay inmediatez que preceda al movimiento de retirada. Por lo tanto la reflexión absoluta se resiste a toda presentación, si presentación significa presentarlo en su inmediatez o «ahí-idad»; no está «ahí» para nada; solo es en el retorno. Pero esto mismo constituye su inmediatez… de la que se retira.

Esto nos lleva de vuelta a la anécdota, repetidamente evocada por Lacan, acerca de Zeuxis y Parrasio, dos pintores de la antigua Grecia que competían por determinar quién podría pintar un trampantojo más convincente. En primer lugar, Zeuxis ha pintado unas uvas de modo tan realista que los pájaros han intentado comerlas. Pero Parrasio acaba ganando, tras pintar una cortina sobre el muro de su habitación, de modo que Zeuxis, cuando Parrasio le muestra la pintura, dice: «¡Muy bien, ahora por favor retira la cortina y muéstranos lo que has hecho!». En la pintura de Zeuxis, la ilusión era tan convincente que la imagen se confunde con la cosa real. En la pintura de Parrasio, la ilusión reside en la idea de que aquello que el espectador ve frente a él es solo un velo que cubre la verdad oculta. ¿No se podría decir entonces que la pintura de Parrasio parece parecer?

El comienzo de la lógica de Hegel, así como el principio de su «lógica de la esencia», que aborda el concepto de reflexión, son dos ejemplos que demuestran cuán confundente, incluso directamente errónea, es la extendida percepción del proceso dialéctico como un método que comienza por una entidad positiva, después la niega y finalmente niega esta misma negación, volviendo a un nivel superior al punto de partida positivo. Aquí vemos una lógica bastante diferente: comenzamos con nada, y es solo a través de la autonegación de la nada cuando aparece algo. Un detalle clave que no debemos perder de vista es que en ambos casos Hegel utiliza la misma expresión: siempre ya. Ser y Nada siempre ya han pasado a Algo; en el movimiento de la reflexión, lo Inmediato/Originario es siempre ya perdido, siempre retirado, puesto que se constituye mediante esa retirada. (No sorprende que Hegel defina la esencia como «zeitlos-gewesene Sein», un ser pasado sin tiempo, es decir, un pasado que no fue presente y después pasado, sino pasado desde el comienzo mismo). 

El paso del Ser a la Nada no es lo mismo que otros pasos (posteriores); es más bien la imposibilidad del pasar: miramos de cerca al Ser para ver lo que es, para determinarlo ulteriormente, pero no encontramos nada, y esta nada, la ausencia de determinación, es la única determinación del Ser. El mejor chiste de médicos que dan buenas y malas noticias alcanza el límite  del humor negro; comienza con las buenas noticias, pero puesto que estas son tan terribles, las malas noticias se hacen innecesarias. Doctor: «Primero las buenas noticias; hemos comprobado definitivamente que no eres hipocondríaco». No se necesita ninguna réplica… En otra versión, dice el doctor: «Tengo buenas y malas noticias». Paciente: «¿Cuáles son las buenas noticias?». Doctor: «Las buenas noticias son que pronto serás un nombre conocido en todo el mundo, ¡le van a poner tu nombre a una enfermedad!». ¿Es este un cortocircuito no-dialéctico? ¿O más bien es un correcto comienzo dialéctico, que inmediatamente se niega a sí mismo? Al principio de la lógica de Hegel ocurre algo parecido a este chiste: no el paso al opuesto, sino el autosabotaje inmediato del comienzo. En su novela El mar de las Sirtes, Julien Gracq describe la extraña relación entre Orsenna y Farghestan, dos países que han estado formalmente en guerra durante 300 años, pero durante siglos nada ha ocurrido, y los dos rivales simplemente se han ignorado: 

“Reticentes uno y otro en dar el primer paso para un arreglo pacífico, se encastillaron ambos en un resentimiento puntilloso y altivo, y, de tácito acuerdo, se esforzaron desde entonces en descartar celosamente cualquier contacto… Según se iban acumulando los años de aquella guerra tan llevadera, las autoridades de Orsenna llegaron poco a poco a considerar tácitamente la simple idea de una gestión diplomática pacífica como un paso excesivo que comportaba algo demasiado tajante, demasiado vivo, con el riesgo de revolver inoportunamente en su tumba el cadáver de una guerra que había muerto hacía muchísimo tiempo de muerte natural”

Aquí estamos frente a una sutil paradoja de la simbolización: algunas veces, una paz no declarada de facto está sostenida y protegida por la continuación formal de la guerra, de modo que, en el momento en que uno intenta formalizar la paz, se arriesga a abrir las viejas heridas y desencadenar una nueva guerra. Lo mismo puede ocurrir con una amistad: si se declara formalmente, puede arruinarse. Una dialéctica similar de forma y contenido opera a veces en un matrimonio: la promiscuidad puede tolerarse en silencio, pero cuando uno de los dos intenta convertir esta situación de facto en una regla simbólica explícita, todo se derrumba. Incluso las relaciones extramaritales a menudo funcionan del mismo modo: pueden continuar felizmente mientras que ninguno de los amantes quiera aclarar su estatus: ¿estamos teniendo solo un lío? ¿Deberíamos mudarnos y vivir juntos? ¿O declarar públicamente nuestra relación? Ninguna solución funciona, ni siquiera la fácil y oportunista («Por ahora tratémoslo solo como un corto af aire, y ya veremos si surge algo más sustancial»); así se arruina la inocencia prerreflexiva, la Palabra ha sido pronunciada, el gran Otro está presente. Hay cosas que solo pueden acaecer si permanecen innombradas. ¿No vale esto también y especialmente para la felicidad, que solo puede existir como un subproducto, y no como un resultado buscado explícitamente? Aristófanes tenía algo de razón en su cruel ridiculización de Sócrates: continuamos viviendo nuestras vidas normalmente, y entonces algún filósofo socrático llega y arruina todo molestándonos con preguntas como: «¿Sabes lo que es la felicidad? ¿Puedes definirla? ¿Eres realmente feliz?». Y quizá esto es lo que Freud tenía en mente al caracterizar el gobernar, el enseñar y el psicoanalizar como «profesiones imposibles»: en cada caso debemos enseñar algo que no puede enseñarse directamente, puesto que solo puede surgir como un subproducto.
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