Sobre el comienzo de la hermenéutica | por Michel Foucault






"Hay algo paradójico en ver a estoicos como Séneca y Sextius, Epicteto, Marco Aurelio, etc., conceder tanta importancia al examen de conciencia, cuando, de acuerdo con su doctrina, todas las faltas se suponía que eran iguales. No debería ser necesario, por lo tanto, interrogarse a sí mismo por cada una de ellas." 
 



Transcripción al español de una conferencia dictada por Michel Foucault. Esta es la primera de las dos conferencias pronunciadas por Foucault en Dartmouth, en otoño de 1980. Con el título de «About the Beginning of the Hermeneutics of the Self» (Sobre el comienzo de la hermenéutica de sí) fueron publicadas en la revista Political Theory, vol. 21, núm. 2 (Mayo, 1993), págs. 198-227. Los títulos de las conferencias son: Subjectivity and Truth (Subjetividad y verdad), y Christianity and Confession (Cristianismo y confesión). Estas dos conferencias no han sido recogidas en la recopilación de Dits et écrits de Gallimard. Ambas tocaban temas abordados en el curso de 1979-1980 en el Collège de France, Du gouvernement des vivants (Del gobierno de los vivos), y que trataría en el de año siguiente, L’Herméneutiuqe du sujet (La hermenéutica del sujeto).  
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Por: Michel Foucault

En un trabajo consagrado al tratamiento moral de la locura y publicado en 1840, un psiquiatra francés, Leuret, cuenta como ha tratado a uno de sus pacientes —tratado y, como pueden imaginar, por supuesto, curado. Una mañana el doctor Leuret hace entrar al señor A., su paciente, en una sala de ducha. Y hace que le cuente con detalle su delirio. 





«Bien, todo eso», dice el doctor, «no es más que locura. Prométame no creer en eso nunca más». 

El paciente duda, luego promete. 

«Eso no es suficiente» replica el doctor. «Usted ha hecho ya promesas similares, y no las ha cumplido». Y el doctor aplica una ducha fría sobre la cabeza del paciente. 

«Sí, sí. Estoy loco», grita el paciente. 

La ducha se detiene, y el interrogatorio continúa. 

«Sí, reconozco que estoy loco» repite el paciente, y añade: «Lo reconozco porque usted me fuerza a ello». 

Otra ducha, Otra confesión. El interrogatorio se reanuda. 

«Le aseguro, sin embargo», dice el paciente, «que he oído voces y visto enemigos a mi alrededor». Otra ducha. 

«Bien, dice el Sr. A., el paciente, “Lo admito. Estoy loco; todo eso era locura”» . 

Hacer que alguien que sufre una enfermedad mental reconozca que está loco es un procedimiento muy antiguo. Todo el mundo en la vieja medicina, antes de mediados del siglo diecinueve, estaba convencido de la incompatibilidad entre la locura y el reconocimiento de la locura. Y en los trabajos de los siglos diecisiete y dieciocho, por ejemplo, se encuentran muchos casos de lo que puede llamarse terapias de la verdad. Los locos se curarían si se lograba mostrarles que su delirio carecía de relación alguna con la realidad. Pero, como ven, la técnica usada por Leuret es completamente distinta. Él no está intentando persuadir a su paciente de que sus ideas son falsas e irracionales. Lo que pasa en la cabeza del señor A. es indiferente para el doctor. Leuret quiere obtener un acto concreto: la afirmación explícita «estoy loco». Es fácil reconocer aquí la transposición a la terapia psiquiátrica de procedimientos que han sido usados durante un largo período de tiempo en instituciones jurídicas y religiosas. Declarar claro y alto la verdad de uno —es decir, confesar— ha sido considerado en el mundo occidental durante largo tiempo ya como condición para la redención de los pecados ya como punto esencial en la condena del culpable. La extraña terapia de Leuret puede leerse como un episodio de la culpabilización progresiva de la locura. Pero, quisiera, más bien, tomarla como punto de partida de una reflexión más general sobre esta práctica de confesión, y sobre el postulado, generalmente aceptado en las sociedades occidentales, de que se necesita, para la propia salvación, conocer tan exactamente como sea posible quién se es y también, lo que es algo muy diferente, que se necesita decirlo tan explicitamente como se pueda a algún otro. La anécdota de Leuret figura aquí solo como un ejemplo de las relaciones extrañas y complejas desarrolladas en nuestras sociedades entre individualidad, discurso, verdad y coerción. Con el objeto de justificar la atención que estoy prestando a lo que es aparentemente un tema muy especializado, déjenme por un momento dar un paso atrás. Todo esto, después de todo, es, para mí, solo un medio del que me valdré para abordar de un modo mucho más general el tema, esto es, la genealogía del sujeto moderno. 

En los años que precedieron a la segunda guerra mundial, y más aún después de la guerra, la filosofía en Francia y, creo, en toda la Europa continental, estaba dominada por la filosofía del sujeto. Quiero decir que la filosofía fija como su tarea par excellence la fundamentación de todo conocimiento y el principio de toda significación como derivando del sujeto significante. La importancia dada a esta cuestión del sujeto significante se debía, por supuesto, al impacto de Husserl —en general en Francia solo eran conocidas sus Meditaciones cartesianas y la Crisis— pero la centralidad del sujeto estaba ligada también a un contexto institucional. Para la Universidad francesa, desde que la filosofía comenzó con Descartes, esta solo podía avanzar de manera cartesiana. Pero tenemos que tener en cuenta también la coyuntura política. Ante la absurdidad de las guerras, de las masacres y el despotismo, parecía que incumbía al sujeto individual el dar significado a sus opciones existenciales. 

Con la calma y la distancia que vino después de la guerra, este énfasis sobre el sujeto filosófico ya no pareció tan evidente. Dos paradojas teóricas, hasta entonces ocultas, ya no podían ser soslayadas. La primera era que la filosofía de la conciencia había fracasado en fundar una filosofía del conocimiento y, especialmente, del conocimiento científico, y la segunda era que esta filosofía del significado había fallado, paradójicamente, a la hora de tener en cuenta los mecanismos formativos de significación y la estructura de los sistemas de significado. Soy consciente de que otra forma de pensamiento manifestaba por entonces haber ido más allá de la filosofía del sujeto —esta, claro está, era el marxismo. No hace falta decir— pero es mejor que lo digamos— que ni el materialismo ni la teoría de las ideologías constituyeron una teoría exitosa de la objetividad o de la significación. El marxismo se presentaba como un discurso humanista que podía reemplazar al sujeto abstracto con una apelación al hombre real, al hombre concreto. Debería haber estado claro en aquel entonces que el marxismo conllevaba una debilidad teórica y práctica fundamental: el discurso humanista ocultaba la realidad política que los marxistas de ese período, sin embargo, apoyaban. 

Con la siempre fácil claridad de la posición retrospectiva —lo que ustedes llaman, creo, el «Monday morning quarterback» — permítanme decir que allí había dos posibles caminos que conducían más allá de esta filosofía del sujeto. Uno, la teoría del conocimiento objetivo, el otro, un análisis de los sistemas de significación o semiología. El primero de estos caminos era el del positivismo lógico. El segundo era el de una cierta escuela de lingüística, psicoanálisis y antropología, por lo general agrupada bajo la rúbrica de estructuralismo. 

No fueron esas las direcciones que tomé. Déjenme proclamar de una vez por todas que no soy estructuralista, y confieso con el pesar que corresponde que no soy tampoco un filósofo analítico —nadie es perfecto. He intentado explorar una dirección distinta. He intentado situarme fuera de la filosofía del sujeto a través de una genealogía de ese sujeto, estudiando la constitución del sujeto a través de la historia que nos ha llevado hasta la concepción moderna del sí mismo. Esta no ha sido siempre una tarea fácil, puesto que la mayoría de los historiadores prefieren una historia de los procesos sociales, y la mayoría de los filósofos prefieren un sujeto sin historia. Ello no me ha impedido usar el mismo material que algunos historiadores sociales, ni reconocer mi deuda teórica con aquellos filósofos que, como Nietzsche, han planteado la cuestión de la historicidad del sujeto.

Hasta el presente he seguido este proyecto general de dos maneras. Me he ocupado de las construcciones teóricas modernas concernidas por el sujeto en general. He intentado analizar en un libro anterior las teorías del sujeto en tanto que hablante, viviente y trabajador. Me he ocupado también de un conocimiento de carácter más práctico formado en instituciones como los hospitales, asilos, y prisiones, donde algunos sujetos devenían objetos de conocimiento y al mismo tiempo objetos de dominación . Y ahora, quisiera estudiar aquellas formas de comprensión que los sujetos crean sobre sí mismos. Esas formas de autocomprensión son importantes, creo, para analizar la experiencia moderna de la sexualidad. 

Pero desde que he comenzado este último tipo de proyecto me he visto obligado a cambiar de idea respecto de diversos puntos importantes. Permítanme hacer una especie de autocrítica. Parece, de acuerdo con algunas sugerencias de Habermas, que pueden distinguirse tres tipos principales de técnicas en las sociedades humanas: las técnicas que permiten producir, transformar, manipular cosas; las técnicas que permiten usar sistemas de signos; y las técnicas que permiten determinar las conductas de los individuos, imponer cierta voluntad sobre ellos, y someterlos a ciertos fines u objetivos. Es decir, que hay técnicas de producción, técnicas de significación, y técnicas de dominación.

Por supuesto, si se quiere estudiar la historia de las ciencias naturales, es útil, si no necesario, tener en cuenta las técnicas de producción y las técnicas semióticas. Pero, puesto que mi proyecto concernía al conocimiento del sujeto, pensé que las técnicas de dominación eran las más importantes, sin exclusión de las demás. Pero, analizando la experiencia de la sexualidad, me hice cada vez más consciente de que hay en todas las sociedades, creo, cualesquiera que sean, otro tipo de técnicas: técnicas que permiten a los individuos efectuar, por sus propios medios, un cierto número de operaciones sobre sus propios cuerpos, sobre sus propias almas, sobre sus pensamientos, sobre su conducta, y ello de tal modo que se transforman a sí mismos, se modifican, y alcanzan un cierto estado de perfección, de felicidad, o pureza, de poder sobrenatural, etc. Llamemos a esta clase de técnicas, técnicas o tecnología de sí. 

Creo que, si se quiere analizar la genealogía del sujeto en la civilización occidental, hay que tener en cuenta no solo las técnicas de dominación sino también las técnicas de sí. Digamos que se ha de tener en cuenta la interacción entre esos dos tipos de técnicas —las técnicas de dominación y las técnicas de sí. Deben tenerse en cuenta los puntos donde las tecnologías de dominación de individuos, de unos sobre otros, recurren a los procesos por los que el individuo actúa sobre él mismo. Y, a la inversa, han de tenerse en cuenta los puntos en los que las técnicas de sí están integradas en estructuras de coerción o dominación. El punto de contacto en el que los individuos son conducidos por otros está ligado al modo en que ellos se conducen a sí mismos, es lo que podemos, pienso, llamar «gobierno». Gobernar a gente, en el sentido amplio de la palabra, no es un modo de forzar a la gente a hacer lo que quiere el gobernante; es siempre un equilibrium versátil, con complementariedad y conflicto entre técnicas que aseguran coerción y procesos a través de los que el sí es construido o modificado por él mismo. 

Cuando estaba estudiando los asilos, las prisiones y demás, insistía demasiado, creo, en las técnicas de dominación. Lo que podemos llamar disciplina es algo muy importante en esa clase de instituciones, pero es solo un aspecto del arte de gobernar gente en nuestra sociedad. No tenemos que entender el ejercicio del poder como pura violencia o estricta coerción. El poder consiste en relaciones complejas: esas relaciones implican un conjunto de técnicas racionales, y la eficiencia de esas técnicas es debida a una sutil integración de tecnologías de coerción y tecnologías del sí. Creo que tenemos que desembarazarnos del esquema más o menos freudiano, ya saben, el esquema de interiorización de la ley por el yo. Afortunadamente, desde un punto de vista teórico, y desafortunadamente, quizá, desde un punto de vista práctico, las cosas son mucho más complicadas que eso. En suma, habiendo estudiado el campo de gobierno tomando como punto de partida las técnicas de dominación, me gustaría en los años venideros estudiar el gobierno —especialmente en el campo de la sexualidad— comenzando por las técnicas de sí. 

Entre estas técnicas de sí en este campo de la tecnología de sí, creo que las orientadas al descubrimiento y la formulación de la verdad concerniente a sí mismo son extremadamente importantes; y si, para el gobierno de las gentes en nuestras sociedades, cada uno tiene no solo que obedecer, sino también producir y manifestar la verdad sobre sí, entonces, el examen de conciencia y la confesión están entre los procedimientos más importantes. Por supuesto, hay una muy larga y compleja historia, desde el precepto délfico, gnothi seauton (conócete a ti mismo) a las extrañas terapias promovidas por Leuret, acerca de las que les hablaba al comienzo de esta conferencia. Hay un larguísimo camino de lo uno a lo otro, y no quiero, por supuesto, ofrecerles esta tarde ni siquiera una síntesis. Me gustaría tan solo subrayar una transformación de estas prácticas, una transformación que tiene lugar al comienzo de la era cristiana, del período cristiano, cuando la antigua obligación de conocerse a sí mismo se convirtió en un precepto monástico, «confiesa a tu guía espiritual cada uno de tus pensamientos». Esta transformación es, creo, de alguna importancia en la genealogía de la subjetividad moderna. Con esta transformación comienza lo que nosotros llamaríamos la hermenéutica de sí. Esta tarde intentaré esbozar el modo en que la confesión y el autoexamen fueron concebidos por los filósofos paganos, y la semana próxima intentaré mostrarles en lo que devino durante el cristianismo primitivo. 

Es bien sabido que el objetivo principal de las escuelas de filosofía griegas no consistía en la elaboración, la enseñanza, de teoría. La meta de las escuelas griegas de filosofía era la transformación del individuo. La meta de la filosofía griega era dar al individuo la capacidad que le permitiera vivir distintamente, mejor, más feliz, que otra gente. ¿Qué lugar tenían en esto el autoexamen y la confesión? A primera vista, en todas las prácticas filosóficas antiguas, la obligación de decir la verdad a sí mismo ocupa un lugar más bien restringido. Y esto por dos razones, ambas las cuales permanecen válidas a lo largo de toda la antigüedad griega y helenística. La primera de estas razones es que el objetivo del ejercicio filosófico era armar al individuo con un cierto número de preceptos que le permitieran conducirse a sí mismo en todas las circunstancias de la vida sin perder el dominio de sí o sin perder la tranquilidad de espíritu, la pureza de cuerpo y alma. De este principio proviene la importancia del discurso del maestro. El discurso del maestro tiene que hablar, explicar, persuadir; tiene que dar al discípulo un código universal para toda su vida, de modo que la verbalización tiene lugar del lado del maestro y no del lado del discípulo. 

Hay también otra razón por la que la obligación de confesar no tiene excesiva importancia en la antigua dirección de conciencia. El lazo con el maestro era entonces circunstancial o, en cualquier caso, provisional. Era una relación entre dos voluntades, lo que no implica una obediencia total o definitiva. Se solicita o acepta el consejo del maestro o de un amigo con miras a soportar una prueba, una pérdida, un exilio, o un revés de la fortuna, etc. O, también, uno se pone bajo la dirección de un maestro durante un cierto tiempo de su vida para un día llegar a ser capaz de conducirse autónomamente y no volver a tener necesidad de consejo. La dirección antigua tiende a la autonomía del dirigido. En esas condiciones se puede entender que la necesidad de explorarse a sí mismo con una profundidad exhaustiva no se presente. No es indispensable decirlo todo sobre sí, revelar los menores secretos, de manera que el maestro pueda ejercer un poder total sobre uno. La presentación exhaustiva y continua de uno mismo a los ojos de un director todopoderoso no es un rasgo esencial en esta técnica de dirección. Pero, a pesar de esta orientación general que pone tan poco énfasis en el autoexamen y en la confesión, se encuentran mucho antes del cristianismo técnicas ya elaboradas para descubrir y formular la verdad de sí. Y su papel, al parecer, se hizo cada vez más importante. La importancia creciente de esas técnicas está sin duda ligada al desarrollo de la vida comunitaria en la escuela filosófica, como con los pitagóricos o los epicúreos, y está también ligada al valor concedido al modelo médico, tanto en la escuelas epicúreas como en las estoicas. 


Ya que no es posible en tan poco tiempo ofrecer ni siquiera un esbozo de esta evolución de la civilización griega y helenística, tomaré solo dos pasajes de un filósofo romano, Séneca. Pueden ser considerados como buen testimonio de la práctica de autoexamen y confesión tal como existía entre los estoicos del período imperial en la época del nacimiento del cristianismo. El primer pasaje se encuentra en el De Ira de Séneca. Aquí está el pasaje. Se lo leo. 

“¿Qué puede haber más bello que preguntarse por la jornada de uno? ¿Qué mejor sueño que el que sigue a esa revisión de las propias acciones? Cuán tranquilo, profundo y libre es cuando el alma ha recibido su porción de elogio y condena, y se ha sometido al propio examen, a la propia censura. El proceso a la propia conducta tiene lugar en secreto. Ejerzo esta autoridad sobre mí mismo, y cada día me tomo como testigo de mí mismo. Cuando mi luz se atenúa y mi esposa por fin está en silencio, yo razono conmigo mismo y tomo la medida de mis actos y de mis palabras. Nada oculto de mí mismo; nada me ahorro. ¿Por qué debiera temer alguno de mis errores mientras pueda decir «Vigila para no empezar de nuevo; hoy te perdonaré. En cierta discusión hablaste agresivamente o no lo hiciste correctamente a la persona a la que reprendías, la ofendiste»?”

Hay algo paradójico en ver a estoicos como Séneca y Sextius, Epicteto, Marco Aurelio, etc., conceder tanta importancia al examen de conciencia, cuando, de acuerdo con su doctrina, todas las faltas se suponía que eran iguales. No debería ser necesario, por lo tanto, interrogarse a sí mismo por cada una de ellas. 

Veamos, sin embargo, más de cerca este texto. En primer lugar, Séneca emplea un vocabulario que a primera vista parece, ante todo, judicial. Usa expresiones como cognoscere de moribus suis, y meam causam dico —todo esto es vocabulario judicial. Parece, por tanto, que el sujeto es, con respecto a sí mismo, a la vez el juez y el acusado. En este examen de conciencia parece que el sujeto se divide en dos y organiza una escena judicial, donde representa ambos papeles simultáneamente. Séneca es como un acusado confesando su crimen al juez, y el juez es Séneca mismo. Pero, si miramos más de cerca, vemos que el vocabulario usado por Séneca es más administrativo que judicial. Es el vocabulario de la gestión de bienes o del territorio. Séneca dice, por ejemplo, que el es speculator sui, que él se inspecciona a sí mismo, que él examina consigo mismo el día pasado, totum diem meum scrutor; o que toma la medida de las cosas dichas y hechas; usa la palabra remetior. Con la mirada puesta en sí mismo, él no es un juez que tiene que castigar: es, más bien, un administrador que, una vez el trabajo ha sido hecho o terminados los asuntos del año, hace las cuentas, hace balance, y ve si todo ha sido hecho correctamente. Séneca es un administrador permanente de sí mismo, más que un juez de su propio pasado. 

Los ejemplos de faltas cometidas por Séneca y por las que se reprocha a sí mismo son significativos de este punto de vista. El dice y se reprocha haber criticado a alguien y haberle hecho daño en vez de corregirle; o, también, dice que ha discutido con gente que era en todo caso incapaz de entenderle. Estas faltas, como él mismo dice, no son realmente faltas; son errores. ¿Por qué errores? Bien porque él no tenía en su mente los fines que el sabio debe fijarse, bien porque él no aplicó de manera correcta las reglas de conducta que se deducen de ellos. Las faltas son errores en el sentido de que son malos ajustes entre fines y medios. Significativo es también el hecho de que Séneca no registre estas faltas con el objeto de castigarse; él tiene como meta solo memorizar exactamente las reglas que tiene que aplicar. Esta memorización tiene por objeto una reactivación de principios filosóficos fundamentales y el reajuste de su aplicación. En la confesión cristiana el penitente tiene que memorizar la ley con miras a descubrir sus propios pecados, pero en este ejercicio estoico el sabio tiene que memorizar actos con miras a reactivar las reglas fundamentales. Uno puede, pués, caracterizar este examen en pocas palabras. Primero, este examen, no es, en absoluto, una cuestión de descubrir la verdad oculta en el sujeto. Es más bien una cuestión de recordar la verdad olvidada por el sujeto. Segundo, lo que el sujeto olvida no es ni él mismo, ni su naturaleza, ni su origen, ni una afinidad sobrenatural. Lo que el sujeto olvida es lo que él debería haber hecho, esto es, una colección de reglas de conducta que ha aprendido. Tercero, la recolección de errores cometidos durante el día sirve para medir la distancia que separa lo que se hizo de lo que debería haberse hecho. Y cuarto, el sujeto que practica este examen sobre sí mismo no es la base de operaciones para un proceso más o menos oscuro que ha de ser descifrado. Él es el punto donde las reglas de conducta se juntan y se registran bajo la forma de recuerdos. Es, al mismo tiempo, el punto de partida para acciones más o menos en conformidad con esas reglas. Él constituye, el sujeto constituye, el punto de intersección entre un conjunto de recuerdos que ha de ser traído al presente y actos que han de ser regulados. 

Este examen nocturno tiene su lógico lugar dentro de un conjunto de otros ejercicios estoicos: lecturas continuas, por ejemplo, de un manual de preceptos (para el presente); el examen de los males que podrían suceder en la vida, la bien conocida premeditatio malorum (para lo posible); la enumeración cada mañana de las tareas a cumplir durante el día (para el futuro); y finalmente el examen nocturno de conciencia (para el pasado). Como ven, el yo en todos esos ejercicios no es considerado como un campo de datos subjetivos que han de ser interpretados. Se somete a sí mismo al juicio de una acción posible o real. 

Bien, después de este examen de conciencia, que constituye una clase de confesión a uno mismo, me gustaría hablar sobre la confesión a otros: quiero decir, la exposición que uno hace de su alma a alguien, que puede ser un amigo, un consejero, un guía. Esta fue una práctica no muy desarrollada en la vida filosófica, pero ha sido desarrollada en algunas escuelas filosóficas, por ejemplo entre las escuelas epicúreas, y fue también una bien conocida práctica médica. La literatura médica es rica en tales ejemplos de confesión o de exposición de sí. Por ejemplo, el tratado de Galeno Sobre las pasiones del alma cita un ejemplo como este; o Plutarco, en De Profectibus in virtute, escribe: «Hay mucha gente enferma que acepta las medicinas y otra que las rechaza; el hombre que oculta la vergüenza de alma, su deseo, su descortesía, su avaricia, su concupiscencia, tiene pocas posibilidades de hacer progresos. En efecto, hablar del mal de uno revela su mezquindad; reconocerlo en vez de complacerse en ocultarlo. Todo esto es signo de progreso» 


Otro texto de Séneca puede también servirnos como un ejemplo aquí de lo que era la confesión en la antigüedad tardía. Es del comienzo de De tranquillitate animi. Serenus, un joven amigo de Séneca, viene a pedirle consejo. Es una consulta muy explícitamente médica sobre su propio estado de alma. «¿Por qué», dice Serenus, «no debería confesarte la verdad, como a un doctor?… no me siento completamente enfermo pero tampoco enteramente sano». Serenus se siente en un estado de enfermedad, o más bien, como dice, como en un barco que no avanza, pero que es agitado por el balanceo de la nave. Y, teme permanecer en el mar en estas condiciones, a la vista de la tierra firme y de las virtudes que permanecen inaccesibles. Para escapar de este estado, Serenus decide, pues, consultar a Séneca y confesarle su estado a Séneca. Dice que quiere verum fateri, decir la verdad, a Séneca. 

Ahora bien, ¿cuál es esa verdad, cual es ese verum, que quiere confesar? ¿Confiesa faltas, pensamientos secretos, deseos vergonzosos, y cosas así? En absoluto. El texto de Serenus aparece como una acumulación de detalles relativamente poco importantes, al menos para nosotros poco importantes; por ejemplo, Serenus confiesa a Séneca que usa la vajilla heredada de su padre, que se deja fácilmente llevar cuando hace discursos públicos, etc. Pero, es fácil reconocer, tras este aparente desorden, tres dominios distintos en esta confesión: el dominio de las riquezas, el dominio de la vida política, y el dominio de la gloria; adquirir riquezas, participar en los asuntos de la ciudad, ganar el favor de la opinión pública. Esos son —esos eran— los tres tipos de actividad posible para un hombre libre, las tres cuestiones morales tópicas que eran planteadas por las escuelas filosóficas principales del período. La estructura de la exposición de Serenus no está, por tanto, definida por el curso real de su existencia; no está definida por sus experiencias reales, ni por una teoría del alma o de sus elementos, sino solo por una clasificación de los diferentes tipos de actividad que uno puede ejercer y los fines que uno puede perseguir. En cada uno de estos campos, Serenus revela su actitud enumerando lo que le gusta y lo que le disgusta. La expresión «me gusta» (placet me) es el hilo conductor de sus análisis. Le gusta hacer favores a sus amigos. Le gusta comer sencillo, y no tener otra cosa que lo que ha heredado, sin embargo el espectáculo del lujo en los otros le agrada. Le procura placer también exagerar su estilo oratorio con la esperanza de que la posteridad retendrá sus palabras. Al exponer lo que le gusta, Serenus no está revelando cuáles son sus deseos profundos. Sus placeres no son el medio de revelar lo que el cristianismo más tarde llamará concupiscentia. Para él, es una cuestión de su propio estado y de añadir algo al conocimiento de los preceptos morales. Esta adición a lo ya conocido es una fuerza, la fuerza que sería capaz de transformar el conocimiento puro y la simple consciencia en un modo real de vivir. Y qué es lo que Séneca intenta hacer cuando utiliza un conjunto de argumentos persuasivos, demostraciones, ejemplos, con el objeto, no de descubrir una aún no conocida verdad en el interior y en el fondo del alma de Serenus, sino con el objeto de explicar, si puedo hablar así, hasta qué punto la verdad en general es verdad. El discurso de Séneca tiene por objetivo no el de añadir a algunos principios teóricos una fuerza de coerción proveniente de cualquier parte sino el de transformarlos en una fuerza victoriosa. Séneca tienen que dar un lugar a la verdad como fuerza. A partir de ahí, creo, varias consecuencias. Primero, en este juego entre la confesión de Serenus y la consulta de Séneca, la verdad, como ven, no es definida por una correspondencia con la realidad sino como una fuerza inherente a los principios y que ha de ser desarrollada en un discurso. Segundo, esta verdad no es algo que esté oculto detrás o bajo la conciencia, en la más profunda y oscura parte del alma. Es algo que está ante el individuo como punto de atracción, una especie de fuerza magnética que lo atrae hacia una meta. Tercero, esta verdad no es obtenida por una exploración analítica de lo que se supone es real en el individuo sino por la explicación retórica de lo que es bueno para alguien que quiere aproximarse a la vida de un sabio. Cuarto, la confesión no está orientada hacia una individualización de Serenus por el descubrimiento de algunas características personales, sino hacia la constitución de un yo que pudiera ser, al mismo tiempo y sin discontinuidad alguna, sujeto de conocimiento y sujeto de voluntad. Quinto, podemos ver que una práctica tal de confesión y consulta se mantiene dentro de la estructura de lo que los griegos durante largo tiempo llamaron el gnome. El término gnome designa la unidad de voluntad y conocimiento; designa también una breve pieza de discurso a través de la cual la verdad aparece con toda su fuerza y se incrusta en el alma de la gente. Entonces, podríamos decir que incluso tan tardíamente como en el primer siglo después de Cristo, el tipo de sujeto que es propuesto como un modelo y como un objetivo en la filosofía griega, o helenística o romana, es un yo gnómico, donde la fuerza de la verdad es una con la forma de la voluntad. 

En este modelo de yo gnómico, encontramos diversos elementos constitutivos: la necesidad de decir la verdad sobre uno mismo, el papel del maestro y el discurso del maestro, el largo camino que conduce finalmente a la emergencia del yo. Todos esos elementos los encontramos también en las tecnologías de sí del cristianismo, pero con una organización muy diferente. Debo decir, en suma, y concluiré aquí, que hasta donde hemos seguido las prácticas de autoexamen y confesión en la filosofía helenística o romana, ven ustedes que el yo no es algo que tenga que ser descubierto o descifrado como un oscurísimo texto, que la tarea no consiste en sacar a la luz lo que sería la parte más oscura de nosotros mismos. El yo, por el contrario, no tiene que ser descubierto sino constituido, constituido a través de la fuerza de la verdad. Esta fuerza estriba en la cualidad retórica del discurso del maestro, y su cualidad retórica depende en parte de la exposición del discípulo, que tiene que explicar cuán lejos ha llegado en su modo de vida basado en los principios verdaderos que conoce. Y creo que esta organización del yo como un objetivo, la organización de lo que llamo el yo gnómico, como el objetivo, la finalidad, hacia la que la confesión y el autoexamen se orientan, es algo profundamente diferente de lo que encontramos en las tecnologías de sí cristianas. En las tecnologías de sí cristianas, el problema es descubrir lo que está oculto dentro del yo; el yo es como un texto o como un libro que tenemos que descifrar, y no algo que tiene que ser construido por la superposición, super-imposición, de la voluntad y la verdad. Esta organización, esta organización cristiana tan diferente de la pagana, es algo que es, creo, completamente decisivo para la genealogía del yo moderno, y este es el punto que intentaré explicar la próxima semana cuando nos encontremos de nuevo. Gracias. 
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