¿Qué es ser autentico? | por Byung Chul Han ~ Bloghemia ¿Qué es ser autentico? | por Byung Chul Han

¿Qué es ser autentico? | por Byung Chul Han










"La autenticidad representa una forma de producción neoliberal. Uno se explota voluntariamente creyendo que se está realizando.." 
Byung Chul Han
 





Artículo del filósofo surcoreano Byung Chul Han, sobre el concepto de autenticidad en la sociedad actual.


Por: Byung Chul Han

La sociedad de la autenticidad es una sociedad de la representación. Todo el mundo se representa a sí mismo. Todo el mundo se da tono. Todo el mundo rinde culto al yo y oficia la liturgia del yo, en la que uno es el sacerdote de sí mismo. Charles Taylor atestigua que el culto moderno a la autenticidad tiene una «fuerza moral»:

Ser fiel a uno mismo significa ser fiel a la propia originalidad, y eso es algo que solo yo puedo enunciar y descubrir. Al enunciarlo, me estoy definiendo a mí mismo. Estoy realizando un potencial que es en verdad el mío propio. En ello reside la comprensión del trasfondo del ideal moderno de autenticidad, y de las metas de autorrealización y desarrollo de uno mismo en las que habitualmente nos encerramos. Es el trasfondo que otorga fuerza moral a la cultura de la autenticidad, aún en sus formas más degradadas, absurdas o trivializadas
.



 



Sin embargo, el proyecto de la propia identidad no debería ser egoísta y tendría que hacerse teniendo de fondo un horizonte semántico social que le otorgara una relevancia más allá del propio yo:


Solo si existo en un mundo en el que la historia, o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo humano, o los deberes del ciudadano, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de este tenor tiene una importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial. La autenticidad no es enemiga de las exigencias que emanan de más allá del yo; presupone esas exigencias.


Considerándolo así, la autenticidad y la comunidad no se excluyen. Taylor distingue entre la forma y el contenido de la autenticidad. La referencia a sí mismo solo concierne a la forma de la autenticidad en cuanto autorrealización. Pero su contenido, tal como Taylor exige, no debe ser egoísta. La autenticidad solo se acredita con un proyecto de identidad que tenga consistencia al margen del propio yo, es decir, mediante su referencia explícita a la comunidad.


Frente a lo que Taylor supone, la autenticidad resulta ser una adversaria de la comunidad. A causa de su constitución narcisista coarta la formación de la comunidad. Lo decisivo de su contenido no es su referencia a la comunidad o a otro orden superior, sino su valor de mercado, que anula todos los demás valores. Así es como coinciden su forma y su contenido. Ambos se refieren al yo. El culto a la autenticidad desplaza la cuestión de la identidad desde la sociedad hasta la persona individual. Se trabaja permanentemente en la producción de sí mismo. De este modo, el culto a la autenticidad atomiza la sociedad.


La justificación moral que Taylor hace de la autenticidad oculta aquel sutil proceso en el régimen neoliberal que desbarata la idea de libertad y autorrealización, falseándola al convertirla en un vehículo de eficaz explotación. El régimen neoliberal explota la moral. El dominio se consuma en el momento en que se hace pasar por libertad. La autenticidad representa una forma de producción neoliberal. Uno se explota voluntariamente creyendo que se está realizando. Mediante el culto a la autenticidad el régimen neoliberal se apropia de la propia persona, transformándola en un centro de producción de una eficiencia superior.


De este modo la persona entera se involucra en el proceso de producción.El culto a la autenticidad es un signo inconfundible de decadencia de lo social:


Cuando se juzga que una persona es auténtica o cuando se dice que una sociedad en conjunto crea problemas de autenticidad, esta manera de hablar revela lo fuertemente devaluada que está la acción social, mientras que el contexto psicológico cobra cada vez más importancia.


La presión para ser auténtico conduce a una introspección narcisista, a ocuparse permanentemente de la propia psicología. También la comunicación se organiza psicológicamente. La sociedad de la autenticidad es una sociedad de la intimidad y el desnudamiento. Un nudismo anímico le otorga rasgos pornográficos. Las relaciones sociales son aún más verdaderas y auténticas cuanta mayor privacidad e intimidad se revelan.


La sociedad del siglo XVIII todavía estaba definida por formas rituales de interacción. El espacio público semejaba un escenario, un teatro. Incluso el cuerpo representaba un escenario. Era un maniquí sin alma, sin psicología, que hay que engalanar, adornar, ataviar de signos y símbolos. La peluca enmarcaba el rostro como si fuera un cuadro. La propia moda era teatral. Los hombres se enamoraban realmente de representaciones escénicas. Incluso los peinados de las damas se confeccionaban a modo de escenas. Representaban acontecimientos históricos (pouf à la circonstance) o sentimientos (pouf au sentiment). Pero estos sentimientos no reflejaban estados anímicos. Sobre todo se jugaba con los sentimientos. El propio rostro se convertía en un escenario en el que se representaban diversos caracteres con ayuda de pecas de belleza (mouche). Una peca puesta en el rabillo del ojo significaba pasión. Puesta en el labio inferior indicaba que su portadora no se andaba con rodeos. El rostro como escenario es todo lo contrario de esa faz o face que hoy se exhibe en Facebook.


El siglo XIX descubre el trabajo. Cada vez se desconfía más del juego. Se trabaja más que se juega. El mundo es más una fábrica que un teatro. La cultura de la representación teatral deja paso a la cultura de la interioridad.


Este desarrollo también se aprecia en la moda. La ropa de calle cada vez se parece menos a los trajes de escenario. De la moda desaparece lo teatral.Europa se pone ropa de trabajo:


Apenas si podrá negarse que el tono grave de la cultura aparece como una manifestación típica del siglo XIX. Esta cultura «se juega» en mucha menor medida que en períodosanteriores. Las formas exteriores de la sociedad no representan ya un ideal de vida superior, como era el caso con los gregüescos, las pelucas y los espadines. Ningún síntoma más patente de esta renuncia a lo lúdico que la desaparición del elemento fantástico en la vestimenta varonil.



A lo largo del siglo XIX los trajes de hombre se vuelven cada vez más monótonos y admiten pocas variaciones. Resultan unitarios, como uniformes de trabajo. En las respectivas modas de las diversas sociedades se puede apreciar cómo están constituidas. Así es como el carácter cada vez más pornográfico de la sociedad se refleja en la moda. La moda actual tiene ostensiblemente rasgos pornográficos. Se enseña más carne que formas.


A raíz del culto a la autenticidad se han vuelto a poner de moda los tatuajes. En el contexto ritual los tatuajes simbolizan la alianza entre los individuos y la comunidad. En el siglo XIX, en el que sobre todo a la clase superior le gustaban mucho los tatuajes, el cuerpo era todavía una pantalla en la que se proyectaban los anhelos y los sueños. Los tatuajes carecen hoy de toda fuerza simbólica. Ya solo señalan la singularidad de la persona que los lleva. El cuerpo no es aquí un escenario ritual ni una pantalla de proyección, sino una cartelera publicitaria. El infierno neoliberal de lo igual está habitado por clones tatuados.


El culto a la autenticidad erosiona el espacio público, que se desintegra en espacios privados. Cada uno lleva consigo su espacio privado a todas partes. En el espacio público hay que cumplir una función y representar un papel distanciándose de lo privado. El espacio público es un lugar de representaciones escénicas, un teatro. El juego y el espectáculo son esenciales para él:


La teatralidad en forma de modales, de convenciones y de gestos rituales es la materia de la que están hechas las relaciones públicas y con la que adquieren su significado emocional. En la medida en que las relaciones sociales perjudiquen al foro de la esfera pública o lo destruyan se impedirá que los hombres empleen sus capacidades teatrales. Los miembros de una sociedad íntima se convierten en artistas que se ven privados de su arte.


Hoy el mundo no es un teatro en el que se representen papeles y se intercambien gestos rituales, sino un mercado en el que uno se desnuda y se exhibe. La representación teatral deja paso a la exposición pornográfica de lo privado.


También la sociabilidad y la cortesía tienen un alto componente de espectáculo. En ellas se juega con la bella apariencia. Por eso presuponen una distancia escénica y teatral. En el nombre de la autenticidad o de la verdad uno se despoja hoy de la bella apariencia y los gestos rituales como accesorios superficiales. Pero esta autenticidad no es otra cosa que crudeza y barbarie. El culto narcisista a la autenticidad es corresponsable del progresivo embrutecimiento de la sociedad. Hoy vivimos en una cultura de las pasiones. Cuando desaparecen los gestos rituales y se pierden los modales vencen las pasiones y las emociones. También en las redes sociales se elimina la distancia escénica que es constitutiva de la esfera pública. Se produce una comunicación pasional sin distancias.


El culto narcisista a la autenticidad nos vuelve ciegos para la fuerza simbólica de las formas, que ejerce una influencia no desdeñable sobre los sentimientos y los pensamientos. Sería concebible un giro a lo ritual, en el que las formas volvieran a ser prioritarias. Ese giro invertiría la relación entre dentro y fuera, entre espíritu y cuerpo. El cuerpo mueve al espíritu, y no al revés. No es el cuerpo el que obedece al espíritu, sino el espíritu el que obedece al cuerpo. También se podría decir que el medio genera el mensaje. En eso consiste la fuerza de los rituales. Las formas externas conducen a alteraciones internas. Así es como los gestos rituales de cortesía tienen repercusiones mentales. La bella apariencia engendra un alma bella, y no al revés:


Los gestos de cortesía ejercen gran poder sobre nuestros pensamientos, y es un remedio tanto para el mal humor como para los dolores estomacales si se simula amabilidad, benevolencia y alegría: los movimientos necesarios para ello —reverencias y sonrisas— tienen de bueno que hacen imposibles los movimientos opuestos de cólera, desconfianza y tristeza. Por eso gustan tanto los eventos sociales: dan ocasión de simular felicidad. Y esta comedia nos salva sin duda de la tragedia, lo cual no es poco.


La cultura de la autenticidad acarrea una desconfianza hacia formas ritualizadas de interacción. Solo son auténticos los sentimientos espontáneos, es decir, los estados subjetivos. El comportamiento formal se descalifica por inauténtico o por extrínseco. En la sociedad de la autenticidad las acciones son guiadas desde dentro, tienen motivaciones psicológicas, mientras que en la sociedad ritual son formas externalizadas de interacción las que determinan las acciones. Los rituales objetivan el mundo. Proporcionan una referencia al mundo. Por el contrario, la presión para ser auténtico hace que todo sea subjetivo. Con ello radicaliza el narcisismo. Hoy aumentan los casos de perturbaciones narcisistas porque cada vez perdemos más el sentido para las interacciones sociales fuera de los límites del yo. El homo psychologicus narcisista está atrapado en sí mismo, en su intrincada interioridad. Su pobreza de mundo hace que solo gire en torno a sí mismo. Por eso cae en depresiones. Donde campa el narcisismo lo lúdico desaparece de la cultura. La vida pierde cada vez más alborozo y desenfado. La cultura se aleja de aquella esfera sagrada del juego. La presión para trabajar y para rendir radicaliza la profanación de la vida. La sagrada seriedad del juego deja paso a la profana seriedad del trabajo. También las películas de James Bond reflejan ese desarrollo. Cada vez son más serias y menos lúdicas. Incluso las últimas entregas ya no terminan con los alborozados rituales amorosos. La escena final de Skyfall resulta perturbadora. En lugar de entregarse despreocupadamente al juego amoroso, Bond acepta de su superior M la próxima misión. M pregunta a Bond: «Queda mucho por hacer. ¿Está usted dispuesto a volver al trabajo?». Y Bond responde con gesto serio: «Será un placer M… será un placer».


Cada vez merman más aquellos espacios rituales en los que serían posibles desenfrenos lúdicos y festivos, es decir, espacios del exceso y la extravagancia que se desmarquen de la cotidianidad profana. La cultura es profanada. Películas como La gran comilona no se entenderían hoy. La transgresión es en general inherente a los ritos festivos:


La cultura ordena y crea situaciones festivas de excepción en las que, lo que habitualmente puede estar prohibido, de pronto parece aconsejable y se puede experimentar en ceremonias de transgresión como una sociabilidad alborozada, como triunfo jovial o incluso como entusiasmo arrebatador. Las sociedades totémicas, en las que está prohibido degustar un determinado animal, representan aquí un ejemplo notable (que Freud conocía muy bien). En un determinado momento del año se deroga la prohibición y se sustituye por un mandato. Entonces hay que tomar la comida totémica: un acontecimiento gozoso.



La profanación de la cultura conduce a su desencantamiento. También el arte se profana y se desencanta hoy cada vez más. La magia y la hechicería, que en realidad serían su origen, la abandonan y son sustituidas por el discurso. El exterior encantado es sustituido por el interior verdadero, el significante mágico por el significado profano. En lugar de formas irresistibles y cautivadoras aparecen contenidos discursivos. La magia deja paso a la trasparencia. El imperativo de trasparencia desarrolla una hostilidad a las formas. El arte se hace trasparente en su significado. Ya no seduce. El velo mágico se retira. Las formas ya no son elocuentes. Una condensación, una complejidad, una polisemia, un rebasamiento de los límites, una gran ambigüedad que a veces llega hasta la contradicción caracterizan el lenguaje de las formas, de los significantes. Sugieren una significación sin agotarse ya en significados. Pero ahora desaparecen en favor de significados y mensajes simplificados que les son encasquetados a la obra de arte.


El desencantamiento del arte lo vuelve protestante. Por así decirlo, es desritualizado y pierde las formas fastuosas:

Mientras que hasta fines de los años ochenta los espacios artísticos parecían aún interiores de iglesias católicas, con una gran cantidad de formas y figuras coloridas y alegres, las asociaciones artísticas resultan desde entonces profundamente protestantes, con su orientación al contenido y a la palabra hablada o escrita.


El arte no es un discurso. Opera a través de formas, de significantes, y no de significados. Para el arte resulta destructivo el proceso de interiorización que lo asimila al discurso y que renuncia al exterior misterioso a favor del interior profano. El desencantamiento del arte es un fenómeno del narcisismo, de la interiorización narcisista.

El narcisismo colectivo elimina el eros y desencanta el mundo. Las reservas eróticas en la cultura se van agotando sin disimulo alguno. Son también aquellas fuerzas que mantienen cohesionada una comunidad y la inspiran para juegos y fiestas. Sin ellas se produce una atomización destructiva de la sociedad. Los rituales y las ceremonias son actos genuinamente humanos que hacen que la vida resulte festiva y mágica. Su desaparición degrada y profana la vida reduciéndola a mera supervivencia. Por eso, de un reencantamiento del mundo cabría esperar una fuerza salutífera que contrarrestara el narcisismo colectivo.

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