El discurso filosófico | por Michel Foucault ~ Bloghemia El discurso filosófico | por Michel Foucault

El discurso filosófico | por Michel Foucault










"...a fines del siglo XVIII, la burguesía, con las nuevas exigencias de la sociedad industrial, con una mayor subdivisión de la propiedad, ya no puede tolerar las ilegalidades populares. Busca nuevos métodos de coacción del individuo, de control, de encuadramiento y de vigilancia.
" Michel Foucault 
                              




  Texto inédito del Filósofo francés Michel Foucault, publicado en Le discours philosophique, libro inédito editado por Orazio Irrera y Daniele Lorenzini (París, EHESS/Gallimard/Seuil, mayo de 2023. 

 



Por: Michel Foucault 

Desde hace algún tiempo —¿desde Nietzsche? o ¿más recientemente?— la filosofía ha hecho suya una tarea con la que antes no estaba familiarizada: la de diagnosticar. Reconocer, en algunas marcas sensibles, lo que está sucediendo. Detectar el acontecimiento que bulle en los rumores que estamos tan acostumbrados a oír que ya no los escuchamos. Decir lo que se puede ver en lo que vemos todos los días. Iluminar de pronto esta hora gris en la que nos encontramos. Profetizar el instante.

Pero, ¿es ésta una función tan nueva? Al querer ser una empresa de diagnóstico, al dedicarse a esta tarea tan empírica, tan a tientas, tan sesgada y diagonal, bien podría parecer que la filosofía se aparta del camino regio que le era propio cuando se trataba de fundar o completar el saber, de enunciar el ser o el hombre. En realidad, podría decirse con igual facilidad —incluso mejor, dado nuestro gusto por estos repliegues hacia el origen— que la filosofía, al convertirse en un discurso diagnóstico, está redescubriendo su antiguo parentesco con las artes milenarias que nos enseñaron a detectar los signos, a interpretarlos, a desvelar el mal oculto, el secreto insoportable, a nombrar lo que calla majestuosamente en el corazón de tantas palabras confusas. Desde el principio de la era griega, el filósofo nunca ha negado su pretensión de ser adivino: siempre ha sido a la vez médico y exégeta. Heráclito y Anaximandro le enseñaron a escuchar la palabra de dios, a descifrar los secretos del cuerpo. Los filósofos leen los signos desde hace más de dos mil años.

Cuando se dice que la tarea de la filosofía hoy es diagnosticar, ¿se quiere decir otra cosa que ajustarla a su destino más antiguo? ¿Qué puede significar realmente la palabra «diagnóstico» —esa idea de un conocimiento que atraviesa y distingue— si no una cierta profundidad de visión, un oído más fino, unos sentidos mejor alertados, que van más allá de lo sensible, lo audible, lo visible, y sacan finalmente a la luz, bajo el texto, el significado, en el cuerpo, el mal? Suscitar, en un discurso en el que serían solidarios, el enunciado del sentido y la prevención del mal. A lo largo de la cultura occidental, oscura o manifiestamente, el mal y el sentido nunca han dejado de apoyarse, reforzarse y sostenerse mutuamente, formando una figura que ha sido el lugar mismo de nuestra filosofía y la razón de que sigamos filosofando. Porque el mal del olvido, de la oscuridad, de la caída, de la materia ha extendido su velo, el sentido ha perdido la iluminación inicial en la que brillaba; se ha retirado a las sombras, y es necesario que lo busquemos pacientemente a través de los signos que, afortunadamente, aún lo manifiestan. Pero a la inversa, si nos empeñamos en redescubrir el sentido, es porque deseamos obstinadamente que nos diga de dónde proceden este mal y este olvido, y cómo reducir para siempre la brecha (cruzada sólo momentáneamente) que nos separa de la plenitud envolvente del sentido. Y si no existiera, bajo todas las formas que se nos ofrecen, esta presión sorda del sentido, ¿sabríamos alguna vez que pertenecemos a la dinastía del mal? Sin el mal, el sentido, plenamente desplegado, ya no sería sentido, sino la presencia del ser mismo; y sin este sentido, subterráneo pero activo, el mal se dormiría y se desvanecería sin dejar rastro en la dulzura somnolienta de nuestro ser.

Éste fue el terreno de juego que Occidente dio a la filosofía. Fue aquí, antes de cualquier metafísica, donde se forjó la relación de la filosofía con Dios; antes de cualquier idealismo, su relación con el Bien. Fue aquí donde el filósofo asumió el doble papel de intérprete último y sanador de almas. No supongamos, sin embargo, que al convertirse, con Descartes, en un verdadero discurso sobre la verdad, la filosofía haya roto con este antiguo parentesco con la exégesis y la terapéutica; pues la idea misma de una verdad que ni la percepción ni el saber podrían garantizar contra el error y asegurar con toda certeza, esta idea presupone, en efecto, un orden primario, pero invisible, de la verdad que hay que restaurar para disipar los peligros de la ilusión y guiar su entendimiento como es debido. Tampoco debemos suponer que la filosofía moderna, desde Hegel, se haya liberado del juego, tan difícil de vencer, entre el sentido y el mal: toda palabra que pretenda devolvernos a la verdad de nosotros mismos, despertarnos de nuestro olvido, revivir los actos fundamentales de nuestro conocimiento, redescubrir el suelo originario o la autenticidad de la existencia, restaurar todo el destino occidental de la ocultación del ser —toda palabra que tenga tales fines sigue pretendiendo interpretar y curar. En la cultura occidental, nos cuesta tanto liberarnos de lo que se nos prescribe desde hace milenios en Mileto, Crotona y Quíos. Filosofamos, irremediablemente, entre Dios y la enfermedad; entre lo que oímos y lo que padecemos; entre la palabra y el cuerpo. Filosofamos tanto sobre su extrema proximidad como sobre la brecha que los mantiene separados a pesar de todo. Aquí, en este lugar privilegiado donde nace el extraño discurso del filósofo, toman cuerpo, brillan y se desvanecen las formas que lo ocupan: la muerte, el alma, la verdad, el bien, la tumba y la luz de los sentidos, la libre existencia del hombre. Para que la filosofía occidental existiera como lo hizo, fue necesario contaminar el cuerpo y la palabra, enredar el mal visible y oculto en el cuerpo con el sentido oculto y manifestado por la palabra. Y si, en la mayoría de las culturas, el médico y el sacerdote no están muy alejados, su proximidad no ha bastado, la mayoría de las veces, para dar lugar a la tercera figura del filósofo; esto es así porque no basta cualquier proximidad; muy precisamente, el sacerdote ha tenido que ser el que escucha otra palabra, y el médico el que adivina el interior del cuerpo. Sólo con estas dos condiciones inauguró Occidente esa gran alegoría de la profundidad en la que estamos acostumbrados a reconocer lo que llamamos filosofía.

Si es cierto que la filosofía reconoce ahora la tarea de ser un discurso diagnóstico, sin duda no hace más que reconocer lo que siempre ha sido. Y, sin embargo, no se trata de una pura y simple redundancia en relación con su historia, ni de un repliegue, por fin, al lugar reencontrado de su origen. La paradoja de la filosofía actual, cuando se consagra al diagnóstico, es que escapa -empieza a escapar- a la figura entrelazada del sentido y del mal.  Tiene ante sí la extraña tarea de establecer un diagnóstico que no sea una interpretación y que no tenga como meta una terapéutica. De ahí, sin duda, [el hecho] de que desde hace años se proclame que la filosofía está acabada, que ya no tiene ningún papel que desempeñar, que no ha descubierto ningún significado nuevo, que no ha aplacado ningún mal. Cierto, pero precisamente por eso ha rejuvenecido de repente, teniendo ante sí por primera vez la enigmática tarea de diagnosticar, sin escuchar una palabra más profunda, sin perseguir un mal invisible. Es como si, por fin, ya no estuviera sobrevolada por las divinidades de su nacimiento, sino que ahora emergiera al mismo nivel que ellas, teniendo que decir lo que tiene que decir, sin los trucos de los sentidos, sin las sombras del mal.

El filósofo debe ser consciente ahora de que, aunque es el «médico de la cultura»,6 no se le ha encomendado la misión de curar; no le corresponde mejorar las cosas, ni calmar los lamentos, ni reconciliar; él no reconcilia lo que la discordia ha trastornado. Como médico sin remedio, al que nunca será posible curar, ¿tiene siquiera el poder de decir dónde está el mal, de poner el dedo en la llaga irreparable, de denunciar la enfermedad y llamarla por su nombre? ¿Puede siquiera estar seguro de que hay algo «que va mal»? Por tanto, que diga al menos lo que está oculto; si no puede descubrir el mal para curarlo, que enuncie el secreto que nos elude y que nos atraviesa a todos sin que lo sospechemos; si no puede traer el apaciguamiento, que en cambio nos despierte y nos recuerde lo que, tal vez desde tiempos inmemoriales, hemos olvidado. Pero bien puede ser que no haya enigma como no hay enfermedad; bien puede ser que no haya palabra más fundamentala que recorra silenciosamente nuestro discurso; que no haya nada en la superficie del mundo que sea del orden del signo. La prudencia misma de este diagnóstico, que define hoy la tarea del filósofo, hace que no podamos presuponer de entrada un sentido, o que dupliquemos lo visible para revelar, bajo él o como en su transparencia, un espesor oculto. Comparado con el trabajo de los exégetas y de los terapeutas, antepasados y padrinos del filósofo, la labor del filósofo parece ahora muy ligera y discreta, dulcemente inútil: el filósofo sólo tiene que decir lo que hay. No el ser, ni las cosas mismas, pues para ello habría que desvelar, volver a una originalidad a la vez presente y retirada, redescubrir lo verdaderamente ingenuo a través del desgaste de lo familiar, atravesar en sentido inverso todas las acumulaciones del olvido. Pero lo que hay, sin retrospectiva ni distancia, en el instante mismo en que habla. Y el filósofo lo será incluso si consigue, por fin, hacer resurgir, para hacerlo centellear por un instante en la red de sus palabras, lo que es «hoy». No es más que el hombre del día y del momento: un pasajero, más cercano que nadie al pasaje.

Es este extraño discurso, aparentemente sin justificación puesto que no tiene nada «más» que decir, puesto que no ilumina nada, puesto que permanece en su lugar y no hace promesas, es este extraño discurso irrisorio el que constituye la filosofía en esta actividad de diagnóstico en la que debe reconocerse hoy. En la que debe reconocer ese hoy que es el suyo.
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