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Michel Foucault : ¿cómo es posible el saber?





Si examinamos, desde un punto de vista histórico la mayor parte de las sociedades que conocemos, constatamos que la estructura política es inestable."  -Michel Foucault 


Transcripción de una conferencia de Michel Foucault dada en la Universidad de Vermont, en 1982.





Por: Michel Foucault

Una pregunta surgida a fines del siglo XVIII define el marco general de lo que llamo «técnicas de sí». Esa pregunta se ha convertido en uno de los polos de la filosofía moderna, y contrasta a las claras con las preguntas filosóficas calificadas de tradicionales: ¿qué es el mundo?, ¿qué es el hombre?, ¿qué pasa con la verdad?, ¿qué pasa con el conocimiento?, ¿cómo es posible el saber?, y así sucesivamente. En mi opinión, la pregunta que aparece a fines del siglo XVIII es la siguiente: ¿qué somos en este tiempo que es el nuestro? Encontraremos la formulación de esta pregunta en un texto de Kant. No es que haya que dejar de lado las preguntas anteriores en cuanto a la verdad o el conocimiento, etc. Al contrario, ellas constituyen un campo de análisis tan sólido como consistente al que yo daría de buena gana el nombre de «ontología formal de la verdad». Pero creo que la actividad filosófica concibió un nuevo polo, y que ese polo se caracteriza por la pregunta, permanente y perpetuamente renovada: «¿qué somos hoy?». Y ese es, a mi juicio, el campo de la reflexión histórica sobre nosotros mismos. Kant, Fichte, Hegel, Nietzsche, Max Weber, Husserl, Heidegger y la Escuela de Fráncfort intentaron responder a esta pregunta. Al inscribirme en esa tradición, mi intención es pues aportar respuestas muy parciales y provisorias a la pregunta a través de la historia del pensamiento o, más precisamente, a través del análisis histórico de las relaciones entre nuestras reflexiones y nuestras prácticas en la sociedad occidental.

Precisemos brevemente que, por medio del estudio de la locura y la psiquiatría, el crimen y el castigo, traté de mostrar que la exclusión de algunos otros: criminales, locos, etc., nos constituye de manera indirecta. Y mi presente trabajo se ocupa en lo sucesivo de esta pregunta: ¿cómo constituimos directamente nuestra identidad mediante ciertas técnicas éticas de sí, que se desarrollaron desde la Antigüedad hasta nuestros días? Ese fue el objeto del seminario.

Ahora querría estudiar otro dominio de cuestiones: el hecho de que, por conducto de alguna tecnología política de los individuos, nos viéramos en la necesidad de reconocernos en cuanto sociedad, elemento de una entidad social, parte de una nación o un Estado. Querría presentarles aquí un panorama general, no de las técnicas de sí sino de la tecnología política de los individuos.

Temo que los materiales de los que me ocupo sean demasiado técnicos e históricos para una conferencia pública. No soy un conferenciante y sé que dichos materiales serían más convenientes para un seminario. Pero, a pesar de su tecnicidad acaso excesiva, tengo dos buenas razones para presentárselos. En primer lugar, es un poco pretencioso, creo, exponer de manera más o menos profética lo que la gente debe pensar. Prefiero dejarlos extraer sus propias conclusiones o inferir ideas generales de los interrogantes que me afano en plantear por medio del análisis de materiales históricos bien precisos. Creo ser así más respetuoso de la libertad de cada cual: tal es mi proceder. La segunda razón para presentarles materiales bastante técnicos es que no veo por qué el público de una conferencia ha de ser menos inteligente, menos enterado o menos culto que el de un curso. Acometamos pues ahora el problema de la tecnología política de los individuos.

En 1779 apareció el primer volumen de una obra del alemán Johann Peter Frank titulada System einer vollständigen Medicinischen Polizey [Sistema de una policía médica completa], al que debían seguir otros cinco tomos. Y cuando el último volumen salió de la imprenta, en 1790, la Revolución Francesa ya había comenzado. ¿Por qué cotejar un acontecimiento tan célebre como la Revolución Francesa y esa oscura obra? La razón es simple. La obra de Frank es el primer gran programa sistemático de salud pública para el Estado moderno. En ella se indica con lujo de detalles lo que debe hacer una administración para garantizar el abastecimiento general, una vivienda decente y la salud pública, sin olvidar las instituciones médicas necesarias para la buena salud de la población; en síntesis, para proteger la vida de los individuos. A través de ese libro podemos ver que el cuidado de la vida individual se convierte en esta época en un deber para el Estado.

En la misma época, la Revolución Francesa es la señal de partida de las grandes guerras nacionales de nuestro tiempo, que dan intervención a los ejércitos nacionales y culminan, o alcanzan su apogeo, en inmensas matanzas colectivas. Creo que puede observarse un fenómeno similar en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Nos costaría encontrar en toda la historia una matanza comparable a la de la Segunda Guerra, y fue justamente en ese período, esa época, cuando se pusieron sobre el tapete los grandes programas de protección social, salud pública y asistencia médica. Y en la misma época, si no se concibió, sí al menos se publicó el plan Beveridge. Podríamos resumir esta coincidencia en un eslogan: «vayan pues a hacerse masacrar, y les prometeremos una vida prolongada y agradable». Los seguros de vida van a la par de un orden de muerte.

La coexistencia, dentro de las estructuras políticas, de enormes máquinas de destrucción y de instituciones dedicadas a la protección de la vida individual es algo desconcertante y que merece alguna indagación. Es una de las antinomias centrales de nuestra razón política. Y es esta antinomia de nuestra racionalidad política lo que me gustaría examinar. No es que las matanzas colectivas sean el efecto, el resultado o la consecuencia lógica de nuestra racionalidad, ni que el Estado tenga la obligación de encargarse del cuidado de los individuos, ya que tiene el derecho de matar a millones de personas. Y tampoco pretendo negar que las matanzas colectivas o la protección social tengan sus explicaciones económicas o sus motivaciones afectivas.

Perdónenme que vuelva al mismo punto: somos seres pensantes. En otras palabras, ya sea que matemos o que nos maten, que hagamos la guerra o pidamos una  ayuda como desempleados, ya votemos a favor o en contra de un gobierno que cercena el presupuesto de la seguridad social e incrementa los gastos militares, no dejamos de ser seres pensantes y hacemos todo eso en nombre, sin duda, de reglas de conducta universales, pero también en virtud de una racionalidad histórica muy precisa. Lo que querría estudiar desde una perspectiva histórica es esta racionalidad, así como el juego de la muerte y la vida cuyo marco define. Este tipo de racionalidad, que constituye uno de los rasgos esenciales de la racionalidad política moderna, se desarrolló en los siglos XVII y XVIII a través de la idea general de «razón de Estado», así como de un conjunto muy específico de técnicas de gobierno que en la época, y en un sentido muy particular, recibían el nombre de policía.

Comencemos por la «razón de Estado». Recordaré sucintamente unas pocas definiciones tomadas de autores italianos y alemanes. A fines del siglo XVI, un jurista italiano, Botero , da esta definición de la razón de Estado: «Un conocimiento perfecto de los medios por conducto de los cuales los Estados se forman, se fortalecen, perduran y crecen». Otro italiano, Palazzo, escribe a comienzos del siglo XVII, en 1606 : «Una razón de Estado es un método o un arte que nos permite descubrir cómo hacer reinar el orden o la paz en el seno de la República». Y Chemnitz, un autor alemán de mediados del siglo XVII, da por su parte esta definición (De ratione Status, 1647): «Cierta consideración política necesaria para todos los asuntos públicos, consejos y proyectos, cuya única meta es la preservación, la expansión y la felicidad del Estado» —nótense bien estas palabras: preservación del Estado, expansión del Estado y felicidad del Estado—, «a cuyo fin se emplean los medios más rápidos y cómodos».

Detengámonos en algunos rasgos comunes a estas definiciones. La razón de Estado se considera, ante todo, como un «arte», es decir como una técnica que se ajusta a ciertas reglas. Esas reglas no se refieren simplemente a las costumbres o las tradiciones sino también a cierto conocimiento racional. En nuestros días, la expresión «razón de Estado», como saben, evoca mucho más la arbitrariedad o la violencia. Pero en aquella época se entendía por ella una racionalidad propia del arte de gobernar los Estados. ¿De dónde toma su razón de ser ese arte de gobernar? La respuesta a esta pregunta provocó el escándalo del pensamiento político naciente, en los albores del siglo XVII. Y pese a ello, según los autores que he citado, es muy simple. El arte de gobernar es racional siempre que observe la naturaleza de lo que es gobernado; en otras palabras, del Estado mismo.

Ahora bien, proferir semejante evidencia, semejante banalidad, era en verdad romper simultáneamente con dos tradiciones opuestas: la tradición cristiana y la teoría de Maquiavelo. La primera pretendía que para ser básicamente justo, el gobierno debía respetar todo un sistema de leyes: humanas, naturales y divinas.

Existe al respecto un revelador texto de Santo Tomás, donde este explica que, en el gobierno de su reino, el rey debe imitar el gobierno de la naturaleza por parte de Dios. El rey debe fundar ciudades exactamente como Dios creó el mundo; debe conducir al hombre a su finalidad, así como Dios lo hizo con los seres naturales. ¿Y cuál es la finalidad del hombre? ¿La salud física? No, responde Santo Tomás. Si la salud del cuerpo fuera la finalidad del hombre, este solo necesitaría un médico y no un rey. ¿La riqueza? Tampoco. Bastaría con un administrador. ¿La verdad? No, responde Santo Tomás, porque para encontrar la verdad no hace falta ningún rey: un maestro se encargaría del asunto. El hombre necesita a alguien que sea capaz de abrir el camino a la felicidad celestial ajustándose, aquí abajo, a lo que es honestum. Corresponde al rey conducir al hombre hacia lo honestum en tanto es su finalidad natural y divina. 

El modelo de gobierno racional caro a Santo Tomás no es político ni por asomo, mientras que en los siglos XVI y XVII la búsqueda se concentró en otras denominaciones de la razón de Estado, principios capaces de guiar concretamente a un gobierno. El interés ya no apuntaba a las finalidades naturales o divinas del hombre, sino a lo que era el Estado.

La razón de Estado también se opone a otra clase de análisis. En El Príncipe, el problema de Maquiavelo es saber cómo se puede proteger, contra los adversarios del interior o del exterior, una provincia o un territorio adquiridos por herencia o conquista. Todo su análisis intenta definir lo que consolida el vínculo entre el príncipe y el Estado, mientras que el problema planteado a comienzos del siglo XVII por la noción de razón de Estado es el de la existencia misma y la naturaleza de esa nueva entidad que es el Estado. Por eso, sin duda, los teóricos de la razón de Estado se esforzaron por mantenerse lo más lejos posible de Maquiavelo: este tenía una muy mala reputación en esa época, y aquellos teóricos no podían reconocer su problema en el suyo, que no era el del Estado sino el de las relaciones entre el príncipe —el rey — y su territorio y su pueblo. A despecho de todas las disputas en torno del príncipe y la obra de Maquiavelo, la razón de Estado marca un hito importante en la aparición de un tipo de racionalidad extremadamente diferente del tipo característico de la concepción maquiaveliana. El propósito de este nuevo arte de gobernar es precisamente no reforzar el poder del príncipe. Se trata de consolidar el Estado mismo.

Para resumir, la razón de Estado no remite ni a la sabiduría de Dios ni a la razón o las estrategias del príncipe. Se refiere al Estado, a su naturaleza y a su racionalidad propia. Esta tesis —que el designio de un gobierno es fortalecer el Estado— implica diversas ideas que me parece importante abordar para seguir la expansión y el desarrollo de nuestra racionalidad política moderna.

La primera de esas ideas concierne a la relación inédita que se establece entre la política como práctica y la política como saber. Tiene que ver con la posibilidad de un saber político específico. Según Santo Tomás, al rey le bastaba con mostrarse virtuoso. El jefe de la ciudad, en la república platónica, debía ser filósofo. Por primera vez, el hombre que debe dirigir a los otros en el marco del Estado debe ser un  político; debe poder apoyarse en una competencia y un saber políticos específicos.

 El Estado es una cosa que existe para sí. Es una suerte de objeto natural, aunque los juristas traten de entender cómo puede constituirse de manera legítima. El Estado es por sí mismo un orden de las cosas, y el saber político lo distingue de las reflexiones jurídicas. El saber político se ocupa no de los derechos del pueblo o las leyes humanas o divinas, sino de la naturaleza del Estado que debe ser gobernado. El gobierno solo es posible cuando se conoce la fuerza del Estado: esta puede ser alimentada por ese saber. Y es preciso conocer la capacidad del Estado y las formas de incrementarla, así como la fuerza y la capacidad de los otros Estados, los que son rivales del mío. El Estado gobernado debe arrostrar a los otros. En consecuencia, el gobierno no puede limitarse a la mera aplicación de los principios generales de razón, sabiduría y prudencia. Es necesario un saber específico: un saber concreto, preciso y medido, en relación con el poderío del Estado. El arte de gobernar, característico de la razón de Estado, está íntimamente ligado al desarrollo de lo que en esa época se dio en llamar aritmética política, es decir, el conocimiento impartido por la competencia política. El otro nombre de esa aritmética política, como bien saben, era la estadística, una estadística sin vínculo alguno con la probabilidad y asociada en cambio al conocimiento del Estado, de las fuerzas respectivas de los diferentes Estados.

El segundo aspecto importante que se desprende de esta idea de razón de Estado no es otro que la aparición de relaciones inéditas entre política e historia. Desde ese punto de vista, la verdadera naturaleza del Estado ya no se concibe como un equilibrio entre varios elementos que solo una buena ley puede mantener juntos. Aparece entonces como un conjunto de fuerzas y bazas que pueden incrementarse o disminuir en función de la política que siguen los gobiernos. Es importante hacer crecer esas fuerzas, porque cada Estado mantiene una rivalidad permanente con otros países, otras naciones y otros Estados, de modo que cada uno de ellos no tiene frente a sí otra cosa que un futuro indefinido de luchas o al menos de competencia con Estados similares. A lo largo de la Edad Media había predominado la idea de que todos los reinos de la Tierra se unificarían algún día en un último imperio justo antes de la segunda venida de Jesucristo. Desde comienzos del siglo XVII esta idea familiar ya no es más que un sueño, que fue también uno de los principales rasgos del pensamiento político o histórico-político durante el Medievo. El proyecto de reconstrucción del Imperio Romano se desvaneció para siempre. En lo sucesivo, la política debía ocuparse de una multiplicidad irreductible de Estados que lucharían y rivalizarían en una historia limitada.

La tercera idea que podemos sacar de la noción de razón de Estado es la siguiente: como el Estado es su propia finalidad y el designio exclusivo de los gobiernos tiene que ser no solo la conservación sino también el fortalecimiento permanente y el desarrollo de las fuerzas estatales, está claro que los gobiernos no tienen que inquietarse por los individuos; o, mejor, solo tienen que preocuparse por ellos en la medida en que presenten algún interés en relación con ese fin: lo que hacen, su vida, su muerte, su actividad, su conducta individual, su trabajo y así sucesivamente. Yo diría que en este tipo de análisis de las relaciones entre el individuo y el Estado, este último se interesa por aquel solo en cuanto lo considera capaz de hacer algo por el poderío estatal. Pero en esta perspectiva hay un elemento que podríamos definir como un marginalismo político en su tipo, habida cuenta de que lo único en cuestión aquí es la utilidad política. Desde el punto de vista del Estado, el individuo no existe sino en cuanto está en condiciones de aportar un cambio, por mínimo que sea, al poderío estatal, sea en un sentido positivo o negativo. En consecuencia, el Estado solo tiene que ocuparse del individuo en la medida en que este puede introducir un cambio semejante. Y tan pronto le pide que viva, trabaje, produzca y consuma como que muera.

Es evidente el parentesco de estas ideas con otro conjunto de ideas que podemos encontrar en la filosofía griega. Y, a decir verdad, la referencia a las ciudades griegas es muy frecuente en la literatura política de comienzos del siglo XVII. Pero creo que una pequeña cantidad de temas similares disimula un aspecto muy diferente que recorre esa nueva teoría política. En el Estado moderno, en efecto, la integración marginalista de los individuos a la utilidad estatal no adopta la forma de la comunidad ética característica de la ciudad griega. En esta nueva racionalidad política, la integración se logra por medio de una técnica muy particular que por entonces tenía el nombre de policía.

Llegamos aquí al problema que querría analizar en algún trabajo futuro. Ese problema es el siguiente: ¿qué tipo de técnicas políticas y qué tecnología de gobierno se implementaron, utilizaron y desarrollaron en el marco general de la razón de Estado para hacer del individuo un elemento de peso para el Estado? La mayoría de las veces, cuando se analiza el papel del Estado en nuestra sociedad, los análisis se concentran en las instituciones —ejército, función pública, burocracia y cosas por el estilo— y el tipo de personas que las dirigen, o en las teorías o ideologías elaboradas con el objeto de justificar o legitimar la existencia del Estado.

Por mi parte busco, al contrario, las técnicas y las prácticas que dan una forma concreta a esa nueva racionalidad política y a ese nuevo tipo de relación entre la entidad social y el individuo. Y de manera bastante sorprendente, hubo, al menos en países como Alemania y Francia, donde por distintas razones el problema del Estado pasaba por ser fundamental, personas que reconocieron la necesidad de definir, describir y organizar en términos muy explícitos la nueva tecnología del poder, las nuevas técnicas que permitían integrar al individuo a la entidad social. Esas personas admitieron dicha necesidad y le dieron un nombre: police en francés y Polizei en alemán. (Creo que el inglés police tiene un sentido muy diferente). Nos toca precisamente tratar de dar mejores definiciones de lo que se entendía por esos vocablos francés y alemán, police y Polizei.

Su sentido es como mínimo desconcertante porque, al menos desde el siglo XIX y hasta nuestros días, esos términos se utilizaron para designar algo muy distinto, una institución bien precisa que, por lo menos en Francia y Alemania —no sé qué pasa en los Estados Unidos—, no siempre disfrutó de una excelente reputación. Pero de fines del siglo XVI a fines del siglo XVIII, las palabras police y Polizei tuvieron un sentido a la vez muy amplio y muy preciso. Cuando se hablaba de «policía» en esa época, se hablaba de las técnicas específicas que permitían a un gobierno, en el marco del Estado, gobernar al pueblo sin perder de vista la gran utilidad de los individuos para el mundo.

Para analizar con un poco más de precisión esta nueva técnica de gobierno, más vale aprehenderla, me parece, bajo las tres grandes formas que toda tecnología está en condiciones de adoptar en el transcurso de su desarrollo y su historia: un sueño o, mejor, una utopía; a continuación, una práctica en la que las reglas rigen verdaderas instituciones, y por último una disciplina académica.

A comienzos del siglo XVII, Louis Turquet de Mayerne ofrece un buen ejemplo de la opinión de la época frente a la técnica utópica o universal de gobierno. En su obra La Monarchie aristo-démocratique (1611) propone la especialización del poder ejecutivo y de los poderes de policía y le asigna a esta la tarea de velar por el respeto cívico y la moral pública.

Turquet sugería la creación en cada provincia de cuatro consejos de policía encargados de mantener el orden público. Dos velarían por las personas y otros dos por los bienes. El primer consejo debía vigilar los aspectos positivos, activos y productivos de la vida. En otras palabras, se ocuparía de la educación y determinaría con gran precisión los gustos y las aptitudes de cada quien. Probaría la aptitud de los niños desde el comienzo mismo de su vida: todas las personas de más de veinticinco años debían estar inscritas en un registro que indicara sus aptitudes y su ocupación, mientras que al resto se lo consideraba como la hez de la sociedad.

El segundo consejo debía ocuparse de los aspectos negativos de la vida: los pobres, los viudos, los huérfanos, los ancianos, que tenían necesidad de un auxilio; también debía resolver los casos de las personas afectadas a un trabajo pero que podían mostrar resistencia, y de aquellos cuyas actividades exigían una ayuda pecuniaria, y tenía que administrar asimismo una oficina de donaciones o préstamos económicos a los indigentes. Otra de sus misiones era vigilar la salud pública — enfermedades, epidemias— y accidentes como los incendios y las inundaciones, y organizar una especie de seguro dirigido a las personas a las que había que proteger de esos siniestros.

Las mercancías y los productos manufacturados eran la especialización del tercer consejo. Este debía indicar lo que había que producir y cómo hacerlo, pero también controlar el mercado y el comercio, lo cual era una función muy tradicional de la policía. El cuarto consejo vigilaría el dominio, esto es, el territorio y el espacio, los bienes privados y los legados, las donaciones y las ventas, sin olvidar los derechos señoriales, los caminos, los ríos, los edificios públicos, etc.

En muchos aspectos, este texto se emparienta con las utopías políticas tan numerosas en la época, incluso desde el siglo XVI. Pero también es contemporáneo de las grandes discusiones teóricas sobre la razón de Estado y la organización administrativa de las monarquías. Es sumamente representativo de lo que debía ser, en el espíritu de la época, un Estado bien gobernado.

¿Qué demuestra este texto? Ante todo, que la «policía» aparece como una administración que dirige el Estado de manera conjunta con la justicia, el ejército y el tesoro. En los hechos, sin embargo, abarca todas esas otras administraciones y, como explica Turquet, extiende sus actividades a todas las situaciones, a todo lo que los hombres hacen o emprenden. Su dominio comprende la justicia, el tesoro y el ejército.

Habrán de advertir, de este modo, que en esta utopía la policía en-globa todo, pero desde un punto de vista extremadamente particular. En él, hombres y cosas se contemplan en sus relaciones. El interés de la policía es la coexistencia de los hombres en un territorio, sus relaciones de propiedad, lo que producen, lo que se intercambia en el mercado, y así sucesivamente. La policía se interesa también en la manera como viven, las enfermedades y los accidentes a los cuales están expuestos. En una palabra, su vigilancia recae sobre un hombre vivo, activo y productivo. Turquet se vale de una expresión muy notable: el hombre, afirma en sustancia, es el verdadero objeto de la policía.

Desde luego, temo un poco que ustedes imaginen que fragüé esta expresión con el solo fin de dar con uno de esos aforismos provocadores a los que, según se dice, no me puedo resistir, pero se trata en verdad de una cita. No vayan a creer que estoy diciendo que el hombre no es más que un subproducto de la policía. Lo que importa en esta idea del hombre como verdadero objeto de la policía es que implica un cambio histórico de las relaciones entre poder e individuos. Yo diría, a grandes rasgos, que el poder feudal estaba compuesto de relaciones entre sujetos jurídicos, toda vez que estos estaban inmersos en relaciones jurídicas debido a su nacimiento, su rango o su compromiso personal, mientras que con el nuevo Estado de policía el gobierno empieza a ocuparse de los individuos en función de su estatus jurídico, sin duda, pero también en cuanto hombres, seres vivos que trabajan y comercian.

Pasemos ahora del sueño a la realidad y las prácticas administrativas. Es un compendio francés de principios de siglo XVIII el que nos presenta, en un orden sistemático, los grandes reglamentos de policía del reino de Francia. Se trata de un género de manual o enciclopedia sistemática para uso de los agentes del Estado. El autor, Nicolas de La Mare, compone esta enciclopedia de la policía (Traité de la police, 1705) en once capítulos. El primero trata de la religión; el segundo, de la moralidad; el tercero, de la salud; el cuarto, de los abastecimientos; el quinto, de los caminos, obras viales y edificios públicos; el sexto, de la seguridad pública; el séptimo, de las artes liberales (en líneas generales, las artes y las ciencias); el octavo, del comercio; el noveno, de las fábricas; el décimo, de los domésticos y peones, y el undécimo, de los pobres. Esa era, tanto para La Mare como para sus sucesores, la práctica administrativa de Francia. Y ese era por lo tanto el dominio de la policía, que abarcaba desde la religión hasta los pobres, pasando por la moralidad, la salud y las artes liberales. Vamos a encontrar la misma clasificación en la mayor parte de los tratados o compendios relativos a la policía. Como en la utopía de Turquet, con excepción del ejército, la justicia propiamente dicha y las contribuciones directas, la policía, en apariencia, lo vigila todo.

Pero, desde ese punto de vista, ¿qué sucede con la práctica administrativa francesa concreta? ¿Cuál era la lógica vigente detrás de la intervención en los ritos religiosos, las técnicas de producción en pequeña escala, la vida intelectual y la red caminera? La respuesta de La Mare parece un poquitín vacilante. A veces aclara que «la policía vela por todo lo que toca a la felicidad de los hombres», y otras indica que «la policía vigila todo lo que reglamenta la sociedad», y por sociedad entiende las relaciones sociales «que prevalecen entre los hombres». En otras ocasiones afirma que la policía vigila lo que vive. Querría detenerme en esta definición, porque es la más original y porque aclara, creo, las otras dos. Por lo demás, es la definición en la que insiste el propio La Mare. Aquí están, pues, sus observaciones sobre los once objetos de la policía. Esta se ocupa de la religión, no, por supuesto, desde el punto de vista de la verdad dogmática, sino desde la perspectiva de la calidad moral de la vida. Al velar por la salud y los abastecimientos, se aplica a preservar la vida; tratándose del comercio, las fábricas, los obreros, los pobres y el orden público, se ocupa de las comodidades de la vida. Al vigilar el teatro, la literatura, los espectáculos, su objeto no es otro que los placeres de la vida. En suma, la vida es el objeto de la policía. Lo indispensable, lo útil y lo superfluo: tales son los tres tipos de cosas que necesitamos o que podemos utilizar en nuestra vida. Que los hombres sobrevivan, vivan, hagan aún más que limitarse a sobrevivir o vivir: esa es exactamente la misión de la policía.

Esta sistematización de la práctica administrativa francesa me parece importante por distintos motivos. En primer lugar, como podrán verlo, se esfuerza por clasificar las necesidades, lo cual es, claro está, una vieja tradición filosófica, pero con el proyecto técnico de determinar la correlación entre la escala de utilidad para los individuos y la escala de utilidad para el Estado. La tesis de la obra de La Mare es, en el fondo, que lo que es superfluo para los individuos puede ser indispensable para el Estado, y a la inversa. El segundo aspecto importante es que La Mare hace de la felicidad humana un objeto político. Sé muy bien que, desde los albores de la filosofía política en los países occidentales, todo el mundo supo y dijo que el objetivo permanente de los gobiernos debía ser la felicidad de los hombres, pero la felicidad en cuestión aparecía entonces como el resultado o el efecto de un gobierno verdaderamente bueno. Ahora, la felicidad ya no es solo un simple efecto. La felicidad de los individuos es una necesidad para la supervivencia y el desarrollo del Estado. Es una condición, un instrumento, y no simplemente una consecuencia. La felicidad de los hombres se convierte en un elemento del poderío del Estado. Y en tercer lugar, La Mare afirma que el Estado debe ocuparse no solo de los hombres, o de una masa de hombres que viven juntos, sino de la sociedad. La sociedad y los hombres en cuanto seres sociales, individuos validos de todas sus relaciones sociales: ese es en lo sucesivo el verdadero objeto de la policía.

Fue entonces cuando, last but not least, la «policía» se convirtió en una disciplina. No se trataba simplemente de una práctica administrativa concreta o un sueño, sino de una disciplina en el sentido académico del término. Se la enseñó bajo el nombre de Polizeiwissenschaft en varias universidades alemanas, sobre todo la de Gotinga. La Universidad de Gotinga habría de tener una importancia capital para la historia política de Europa, porque en ella se formaron los funcionarios prusianos, austríacos y rusos, los mismos que iban a llevar adelante las reformas de José II o Catalina la Grande. Y varios franceses, especialmente en el entorno de Napoleón, conocían las doctrinas de la Polizeiwissenschaft.

El documento más importante con que contamos en lo relativo a la enseñanza de la policía es un tipo de manual de Polizeiwissenschaft. Se trata de Elementos generales de policía, de Justi. En esta obra, un manual destinado a los estudiantes, la misión de la policía se define como en La Mare: la vigilancia de los individuos que viven en sociedad. Justi, no obstante, organiza su obra de manera muy diferente. Comienza por estudiar lo que llama los «bienes fondos del Estado», es decir su territorio. Y lo considera en dos aspectos: cómo está poblado (ciudades y campiñas) y quiénes son sus habitantes (cantidad, crecimiento demográfico, salud, mortalidad, inmigración, etc.). A continuación, Justi analiza los «bienes y efectos», esto es, las mercancías y la manufactura de bienes, así como su circulación, que plantea problemas en lo relacionado con su costo, el crédito y la moneda. Para terminar, la última parte de su estudio se consagra a la conducta de los individuos: su moralidad, sus aptitudes profesionales, su honestidad y su respeto de la ley.

A mi juicio, la obra de Justi es una demostración mucho más pormenorizada de la evolución del problema de la policía que la introducción de La Mare a su compendio. Diversas razones lo explican. En primer lugar, Justi traza una distinción importante entre lo que llama la policía (die Polizei) y lo que denomina la política (die Politik). A su entender, die Politik es básicamente la tarea negativa del Estado. Consiste, para él, en combatir a sus enemigos tanto en el interior como en el exterior, con el uso de la ley contra los primeros y del ejército contra los segundos. La Polizei, en cambio, tiene una misión positiva y sus instrumentos no son las armas, como tampoco son las leyes, la prohibición o la interdicción. La meta de la policía es incrementar de manera permanente la producción de algo nuevo, a lo cual se atribuye la virtud de consolidar la vida cívica y el poderío del Estado. La policía gobierna, no por la ley, sino mediante la intervención específica, permanente y positiva en la conducta de los individuos. Si bien la distinción semántica entre la Politik, encargada de las tareas negativas, y la Polizei, a cargo de las tareas positivas, no tardó en desaparecer del discurso y el vocabulario políticos, el problema de la intervención permanente del Estado en la vida social, aun sin la forma de la ley, es característico de nuestra política moderna y de la problematización política. La discusión —iniciada a fines del siglo XVIII y que aún prosigue— en torno del liberalismo, el Polizeistaat, el Rechtsstaat, el Estado de derecho y cosas por el estilo, tiene su origen en ese problema de las tareas positivas y negativas del Estado y la posibilidad de que este solo asuma las negativas y se exceptúe de toda tarea positiva, sin poder de intervención sobre el comportamiento de los hombres.

En la concepción de Justi hay otro aspecto importante que debía ejercer profunda influencia sobre todo el funcionariado político y administrativo de los países europeos entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. Uno de los conceptos fundamentales de la obra de Justi es, en efecto, el de población, y sería vano, me parece, buscar esta noción en cualquier otro tratado de policía. Sé a las claras que Justi no inventó ni la noción ni la palabra, pero vale la pena señalar que, con el término «población», toma en cuenta lo que los demógrafos estaban descubriendo en la misma época. A su juicio, los elementos físicos o económicos del Estado, tomados en su totalidad, constituyen un medio del que la población es tributaria y que, de manera recíproca, depende de ella. Es cierto, Turquet y los utopistas de su especie hablaban también de los ríos, los bosques y los campos, etc., pero los percibían en esencia como elementos capaces de producir impuestos e ingresos. Para Justi, al contrario, población y medio mantienen en forma permanente una relación mutua y viva, y corresponde al Estado manejar esas relaciones mutuas y vivas entre esos dos tipos de seres vivos. Podemos decir, de aquí en más, que a fines del siglo XVIII la población se convierte en el verdadero objeto de la policía; o, en otras palabras, que el Estado debe ante todo vigilar a los hombres en cuanto población. Ejerce su poder sobre los seres vivos en cuantos seres vivos, y su política, en consecuencia, es necesariamente una biopolítica. Como la población nunca es, desde luego, otra cosa que lo vigilado por el Estado en su propio interés, este puede, de ser necesario, masacrarla. La tanatopolítica es así el reverso de la biopolítica.

Bien sé que estos no son más que proyectos esbozados y líneas directrices. De Botero a Justi, de fines del siglo XVI a fines del siglo XVIII, podemos conjeturar, al menos, el desarrollo de una racionalidad política ligada a una tecnología política. De la idea de que el Estado tiene su naturaleza y su finalidad propias a la idea del hombre concebido como individuo vivo o elemento de una población en relación con un medio, podemos seguir la creciente intervención estatal sobre la vida de los individuos, la importancia creciente de los problemas de la vida para el poder político y el desarrollo de campos posibles para las ciencias sociales y humanas, en la medida en que estas tomen en cuenta los problemas del comportamiento individual dentro de la población y las relaciones entre una población viva y su medio.

Permítanme ahora resumir muy sucintamente mi intención. Ante todo, es posible analizar la racionalidad política, así como se puede analizar cualquier racionalidad científica. Es cierto, esta racionalidad política se asocia a otras formas de racionalidad. Su desarrollo es tributario en gran medida de los procesos económicos, sociales, culturales y técnicos. Esta racionalidad se encarna siempre en instituciones y estrategias y tiene su propia especificidad. Como la racionalidad política está en la raíz de una gran cantidad de postulados, evidencias de todo tipo, instituciones e ideas que tenemos por adquiridos, es doblemente importante, desde un punto de vista teórico y práctico, proseguir esta crítica histórica, este análisis histórico de nuestra racionalidad política, que es un poco diferente de los debates sobre las teorías políticas, pero también de los que se producen en torno a las divergencias de elecciones políticas. El fracaso de las grandes teorías políticas en nuestros días debe desembocar no en una manera no política de pensar, sino en una investigación dedicada a lo que fue nuestra manera política de pensar a lo largo de este siglo.

Yo diría que en la racionalidad política cotidiana el fracaso de las teorías políticas no se debe probablemente ni a la política ni a las teorías, sino al tipo de racionalidad en la cual tienen sus raíces. Desde esta óptica, la gran característica de nuestra racionalidad moderna no es ni la constitución del Estado, el más frío de todos los monstruos fríos, ni el auge del individualismo burgués. Agregaría que ni siquiera es un esfuerzo constante por integrar a los individuos a la totalidad política. La gran característica de nuestra racionalidad política radica, a mi criterio, en este hecho: la integración de los individuos a una comunidad o una totalidad es la resultante de una correlación permanente entre una individualización cada vez más extremada y la consolidación de la totalidad. Desde ese punto de vista, podemos comprender por qué la antinomia derecho/orden hace posible la racionalidad política moderna.

El derecho, por definición, remite siempre a un sistema jurídico, mientras que el orden se relaciona con un sistema administrativo, un orden bien preciso del Estado, lo cual era justamente la idea de todos esos utopistas de los albores del siglo XVII, pero también de los muy reales administradores del siglo XVIII. El sueño de conciliación del derecho y el orden, que fue el de esos hombres, debe permanecer, creo, en estado de sueño. Es imposible conciliar derecho y orden porque, cuando nos afanamos en hacerlo, lo hacemos únicamente bajo la forma de una integración del derecho al orden del Estado.

Mi última observación será la siguiente: como bien advertirán, no podríamos aislar la aparición de la ciencia social de la expansión de la nueva racionalidad política ni de la nueva tecnología política. Todo el mundo sabe que la etnología nació de la colonización (lo cual no quiere decir que sea una ciencia imperialista); de la misma manera, creo que si el hombre —nosotros, seres de vida, de palabra y de trabajo— se ha convertido en un objeto para varias otras ciencias, hay que buscar la razón no en una ideología, sino en la existencia de esa tecnología política que hemos creado en el seno de nuestras sociedades.

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