Mis creencias | por Bertrand Russell ~ Bloghemia Mis creencias | por Bertrand Russell

Mis creencias | por Bertrand Russell









"Estoy persuadido de que el mundo está hecho de un número inmenso de fragmentos y de que, en la medida en que la lógica pueda demostrarlo, cada fragmento puede ser exactamente como es, aunque otros fragmentos no existiesen. Rechazo completamente el argumento hegeliano de que toda realidad tiene que ser mental."                               




  Texto del matemático, filósofo, lógico y premio nobel de Literatura, Bertrand Russell, publicado originalmente bajo el titulo "Creencias desechadas y creencias mantenidas" .  





Por:  Bertrand Russell 

Empecé a desarrollar mi propia filosofía en el transcurso del año 1898, cuando, alentado por mi amigo G. E. Moore, abandoné las ideas de Hegel. Si, en medio de una mala niebla londinense, se observa aproximarse a un autobús, lo primero que se percibe es una sombra borrosa de oscuridad mayor, y solo gradualmente llega uno a darse cuenta de que se trata de un vehículo con sus pasajeros y sus elementos. Según Hegel, la primera visión de la mancha borrosa es más correcta que la impresión posterior, que está inspirada por los impulsos engañosos del intelecto analítico. Este punto de vista me desagradó por razones de temperamento. Como los filósofos de la antigua Grecia, prefiero los limpios perfiles y las separaciones definidas que pueden verse en los paisajes griegos. En cuanto abandoné a Hegel, me deleitó poder creer en la multiplicidad caprichosa del mundo. Me decía a mí mismo: «Hegel aseguraba que solamente existe lo Único; pero, realmente, hay doce categorías en la filosofía de Kant.» Puede parecer raro que fuera éste el caso de pluralidad que más me impresionara, pero me limito a relatar los hechos sin desfigurarlos. 

Después de abandonar a Hegel, por espacio de algunos años tuve un torrente optimista de creencias opuestas a él. Pensaba que todo lo que Hegel había negado debía ser cierto. Hegel había mantenido que no hay una verdad absoluta. Lo más aproximado a la verdad absoluta (esto era lo que mantenía) es la verdad acerca de lo Absoluto; pero, ni siquiera esto es verdad, por completo, porque separa, indebidamente, el sujeto y el objeto. Yo, consecuentemente, mantuve, rebelándome, que existen innumerables verdades absolutas, especialmente en matemáticas. Hegel había mantenido que toda separación es ilusoria y que el universo es más parecido a un frasco de melaza que a un montón de perdigones. Por consiguiente, afirmé: «El universo es, exactamente, como un montón de perdigones.» Cada perdigón aislado tenía, según las creencias que en aquella época mantenía, límites firmes y precisos y era tan absoluto como el Absoluto de Hegel. Hegel había pretendido demostrar lógicamente que el número, el espacio, el tiempo y la materia eran ilusiones, pero yo elaboré una nueva lógica que me permitía pensar que todas esas cosas eran tan reales como cualquier matemático pudiese desear. Leí una ponencia en un congreso filosófico celebrado en París, en 1900, en la que sostenía que existen realmente puntos e instantes. Hablando en general, adopté la concepción de que, siempre que la demostración hegeliana de que alguna cosa no existe se manifestase sin validez, uno podía afirmar que la cosa en cuestión existe verdaderamente, en todo caso, cuando la afirmación es conveniente para las matemáticas. Pitágoras y Platón habían permitido que sus concepciones del universo fueran configuradas por las matemáticas, y yo les imité alegremente. 

Whitehead desempeñó el papel de serpiente en este paraíso de claridad mediterránea. En una ocasión, me dijo: «Usted cree que el mundo es como aparece en un mediodía esplendoroso; yo creo que es como aparece en la madrugada, cuando uno se acaba de despertar de un sueño profundo.» Pensé que esta observación era horrible, pero no encontraba el modo de demostrar que mi actitud era algo mejor que la suya. Por último, me demostró cómo se podía aplicar la técnica de la lógica matemática a su mundo vago y confuso, y lo adornó de tal modo que el matemático podía examinarlo sin que le resultara chocante. Esta técnica, que aprendí de él, me gustó mucho, y ya no exigí que la verdad desnuda fuera tan buena como la verdad adornada con su ropaje matemático dominical. 

Aunque todavía creo que ése es el modo científicamente correcto de enfocar el mundo, he llegado a pensar que las envolturas matemáticas y lógicas, con las que se recubre la verdad desnuda, alcanzan capas más profundas que las que yo había supuesto, y que cosas que había tomado por piel son, en realidad, vestiduras muy bien hechas. Tomemos, como ejemplo, los números: cuando se cuenta, se cuentan «cosas», pero las «cosas» han sido inventadas por los seres humanos para su propia conveniencia. Esto no es evidente en la superficie de la Tierra porque, debido a la baja temperatura, existe cierto grado de estabilidad aparente. Pero, si se pudiese vivir en el Sol, donde no hay nada más que torbellinos gaseosos en perpetuo cambio, se haría completamente evidente. Si se viviese en el Sol, nunca se hubiera llegado a la idea de «cosas», y nunca se habría pensado en contar, puesto que no hubiera habido nada que contar. 

En un contorno semejante, la filosofía de Hegel aparecería como sentido común, y lo que consideramos sentido común aparecería como fantástica especulación metafísica. 

Tales reflexiones me han hecho pensar que la exactitud matemática es un sueño humano, y no un atributo de una realidad aproximadamente cognoscible. Solía creer, como algo natural, que había una verdad exacta referente a toda cosa, aunque pudiera ser difícil, y quizá imposible, llegar hasta ella. Supongamos, por ejemplo, que usted tiene una vara cuya medida sabemos que viene a ser aproximadamente una yarda. En los días felices en que conservaba mi fe matemática, hubiera dicho que su vara es, con toda certeza, más larga que una yarda, más corta que una yarda y exactamente equivalente a una yarda. En la actualidad, tengo que admitir que puede saberse que algunas varas son mayores que una yarda, que otras son más cortas; pero que no puede saberse que hay alguna que mida exactamente una yarda, y, en realidad, la frase «exactamente una yarda» no tiene ningún significado determinado. De hecho, la exactitud fue un mito helénico que Platón localizó en el cielo. Tenía razón Platón al pensar que no la encontraría ningún hombre en la Tierra. Para mi alma matemática, que armoniza por naturaleza con las visiones de Pitágoras y Platón, esto es triste. Intento consolarme con la seguridad de que las matemáticas son aún el instrumento necesario para manipular la naturaleza. Si se quiere construir un barco de guerra o una bomba, si se quiere elaborar una clase de trigo que madure mucho más al norte que cualquier otra variedad anterior, es a las matemáticas a las que habrá que recurrir. Se puede matar a un hombre con un hacha de combate o con un bisturí quirúrgico: cualquiera de las dos cosas es igualmente eficaz. Las matemáticas, que parecían ser como el instrumento quirúrgico, son, más bien, como el hacha de combate. Pero es sólo aplicándolas al mundo real cuando las matemáticas poseen la crudeza del hacha de combate. Dentro de su propia esfera, conservan la limpia exactitud del bisturí del cirujano. El mundo de las matemáticas y de la lógica sigue siendo, en su propio dominio, delicioso; pero su dominio es el de la imaginación. Las matemáticas deben vivir, con la música y la poesía, en la región de la belleza creada por el hombre; no, entre el polvo y la mugre del mundo. 

Hace poco he dicho que, en rebelión contra Hegel, llegué a pensar que el mundo es más parecido a un montón de perdigones que a un frasco de melaza. Todavía creo que, en conjunto, esta opinión es correcta; pero he ido descubriendo, gradualmente, que algunas cosas que había tomado por perdigones sólidos en el montón, no merecen esa dignidad. En el primer auge de mi creencia en átomos aislados, creía que toda palabra que puede utilizarse significativamente debía significar algo, e interpretaba que esto quería decir que la palabra debía significar alguna COSA. Pero las palabras que más interesan a los lógicos son difíciles, desde ese punto de vista. Existen palabras como «sí», «o» y «no». Me esforzaba en creer que, en algún limbo lógico, existirían las cosas que esas palabras significaban y que, quizá, virtuosos de la lógica pudieran encontrarlas en lo venidero, en un cosmos más lógico. Con ello, me sentía bastante satisfecho, por lo que se refiere a «o», «sí» y «no»; pero titubeaba ante palabras como «empero». Mi raro parque zoológico incluía a monstruos muy extraños —como la montaña de oro y el actual rey de Francia—, monstruos que, aunque recorrían mi zoo a su sabor, poseían la propiedad singular de su no existencia. Hay todavía cierto número de filósofos que creen en esta clase de cosas, y sus creencias son las que constituyen la base filosófica del existencialismo. Pero, en lo que a mí respecta, he llegado a pensar que muchas palabras y frases no significan nada aisladamente, sino que contribuyen sólo a asignar significado a proposiciones completas. Por lo tanto, he abandonado la esperanza de encontrar «sí», «o» y «no» en el cielo. De hecho, fui capaz de volver, por el rodeo de una técnica complicada, a opiniones más próximas a las del sentido común de lo que lo estaban mis anteriores especulaciones. 

A pesar de esos cambios, he conservado una gran parte de las opiniones lógicas que tenía hace cincuenta y cinco años. Estoy persuadido de que el mundo está hecho de un número inmenso de fragmentos y de que, en la medida en que la lógica pueda demostrarlo, cada fragmento puede ser exactamente como es, aunque otros fragmentos no existiesen. Rechazo completamente el argumento hegeliano de que toda realidad tiene que ser mental. No creo que se pueda razonar sobre lo que la realidad tenga que ser. Cuando Whitehead me convenció de que el tiempo y el espacio matemáticos son bruñidos instrumentos hechos por el hombre, no me convenció, ni creo que él mismo lo pensara así, de que no existe en la naturaleza la materia prima con que se hicieron esos instrumentos. Creo, todavía, que lo que podemos saber acerca del mundo, dejados aparte los pensamientos y sentimientos de los seres vivos, únicamente podemos conocerlo a través de las ciencias físicas. Todavía creo que lo que podamos conocer del mundo, lo conoceremos solamente por la observación, y no por argumentos complicados acerca de cómo deba ser. 

Durante toda esa época en la que mi principal preocupación fue la lógica matemática, estuve, sin embargo, vivamente interesado por las cuestiones sociales y me ocupé de ellas en mi tiempo libre. Participé en el movimiento contra la reforma aduanera y en el de la concesión del voto á la mujer. Me presenté como candidato al Parlamento y trabajé en las elecciones generales. Pero, hasta 1914, las cuestiones sociales no se convirtieron en mi principal preocupación.


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