"Lo que inevitablemente ocurre es que en el acontecimiento en el que la información llega sin el nombre de la fuente la gente probablemente se sentirá perdida e incapaz de adoptar una actitud; en lo que atañe a la comunicación distorsionada, nombrar la fuente es un acto propiciatorio que permite tomar la decisión de confiar o ignorar el mensaje."
Texto del filósofo y sociologo Zygmunt Bauman, en el año 2012 en su libro "Eso no es un diario" , donde nos habla de la libertad de expresión y el anonimato en internet.
Por: Zygmunt Bauman
En la reseña del New York Times del 3 de enero de un conjunto de ensayos compilados por Saul Levmore y Martha Nussbaum bajo el título The Offensive Internet [La ofensiva de internet], Stanley Fish sigue la línea asumida por la mayor parte de sus colaboradores, ubicando el tema del estudio objeto de análisis —el asunto de la difamación anónima autorizada por internet versus las exigencias para su limitación o prohibición legal— en el marco cognitivo de la «libertad de expresión». ¿Puede uno alzarse contra el glorioso legado de la primera enmienda, el conocido postulado de que la libertad de expresión no puede ser sobreprotegida, y exigir que la expresión de ciertas opiniones sea ilegal y una ofensa castigable?
En 1995, el magistrado del Tribunal Supremo John Paul Stevens restó importancia a las consecuencias potencialmente perversas del anonimato de la información, argumentando dentro del mismo marco y con el mismo espíritu: insistió en que «el valor inherente del […] discurso en términos de su capacidad para informar al público no depende de la identidad de su fuente, ya sea una empresa, una asociación, un sindicato o un individuo». Jürgen Habermas, por cierto, estaría, ciertamente y con razón, en desacuerdo con esa interpretación elástica y sesgada de la primera enmienda: su propia teoría de la comunicación (ideal, no distorsionada) se basó en la suposición (empíricamente confirmada) de que precisamente lo contrario es cierto al ofrecer y percibir, absorber y evaluar un mensaje: de forma usual y rutinaria, de hecho en la práctica, tendemos a juzgar el valor de una información por la naturaleza de su fuente. Esta es la razón por la que, como se ha quejado Habermas, la comunicación tiende, como regla, a ser «distorsionada»: quién lo ha dicho es más importante que qué se ha dicho. El valor de la información se realza o degrada no tanto por su contenido como por la autoridad de su autor o mensajero. Lo que inevitablemente ocurre es que en el acontecimiento en el que la información llega sin el nombre de la fuente la gente probablemente se sentirá perdida e incapaz de adoptar una actitud; en lo que atañe a la comunicación distorsionada, nombrar la fuente es un acto propiciatorio que permite tomar la decisión de confiar o ignorar el mensaje, y la práctica totalidad de la comunicación en nuestra sociedad se incluye en esta categoría «distorsionada». (Para liberarse de la distorsión, la comunicación requeriría una genuina igualdad entre participantes, una igualdad no sólo en la mesa de debate sino en la vida «real», desconectada o alejada de los círculos de debate. Tal condición exigiría nada menos que hacer estallar y nivelar la jerarquía de la autoridad de los hablantes; no bastaría con decir a la gente que la información ha de ser juzgada en sí misma, no en virtud de su autor, sus méritos o vicios, y con toda probabilidad la gente desdeñaría ese consejo o instrucción como contraria a los hechos, como una parodia de las accidentadas realidades de la vida. Indirectamente, y en un lenguaje diferente al de Habermas, Stanley Fish admite ese hecho: «Supongamos que recibo una nota anónima que asegura que he sido traicionado por un amigo. No sabría qué hacer con ella: ¿se trata de una broma cruel, una calumnia, una advertencia, una prueba? Pero si logro identificar al autor de la nota —¿es un amigo, un enemigo o un conocido cronista de sociedad?— podré pensar en su sentido porque sabré qué tipo de persona lo escribió y qué motivos han podido inducirle a ello»).
Todas estas sugerencias y reservas son, sin embargo, cuestiones secundarias en este caso (como he señalado colocándolas entre paréntesis): lo que realmente importa es si el asunto del anonimato de una opinión propagada y permitida por internet ha de ser ubicada, juzgada y resuelta dentro del marco de la libertad de expresión o si su verdadera importancia social, que necesita trascender y mantenerse como centro de la preocupación pública, es su relación con el problema de la responsabilidad de la persona por sus actos y sus consecuencias… El verdadero adversario del anonimato propiciado por internet no es el principio de la libertad de expresión sino el principio de responsabilidad: el anonimato propiciado por internet es, ante todo y desde el punto de vista social, una licencia oficialmente aprobada para la irresponsabilidad y una lección pública en su práctica —tanto online como offline (fuera del mundo virtual)—, una gigantesca y venenosa mosca antisocial a la que se le permite saquear un enorme barril de ungüento anunciado y presuntamente dedicado a fomentar la causa de la socialidad y la socialización…
Cuanto más potencialmente letales sean las armas, más difícil debería ser obtener licencia para poseerlas y llevarlas consigo (aunque no debería haber permiso para un cheque en blanco, liberal o moderadamente garantizado, en cuanto a su uso). No obstante, internet (junto al desaparecido salvaje Oeste y la jungla mítica) es una absoluta exención a esa regla tan ampliamente asumida como indispensable para una vida civilizada. La falsedad, la invectiva, la calumnia, la insidia, la maledicencia, el chisme y la difamación se cuentan entre las armas más letales: letales para las personas, pero también para el tejido social. Su posesión y uso, en especial su uso indiscriminado, es un crimen en la vida offline (comúnmente llamada «vida real», aunque no está muy claro cuál de ellas, la vida online o la vida offline, ganaría una competición por el título de realidad), pero no se ha reconocido y proclamado como crimen en el mundo online. Y sólo podemos adivinar cuál de los mundos, online y offline, asimilará al otro y ajustará sus reglas a los estándares del otro; cuál se rendirá finalmente a la presión y cuál presionará más duramente para la rendición. Por ahora, el mundo online tiene una considerable ventaja sobre su competidor: en el mundo online, a diferencia del offline, todos pueden ser un 007, pues en el mundo online, todos pueden alardear de licencia para matar. Mejor aún, todos pueden matar sin el frívolo esfuerzo de pedir una licencia. Es imposible negar el poder seductor de semejante ventaja. Y recordemos que todo tipo de seducción preselecciona a sus seducidos…
Una «responsabilidad flotante» (es decir, una responsabilidad separada de sus portadores con agentes aliviados de su responsabilidad) significa, como advirtió Hannah Arendt hace mucho tiempo, la «responsabilidad de nadie». Arendt llegó a esta conclusión mientras observaba atentamente las espantosas prácticas de la burocracia, sospechosa en aquel tiempo de erigirse en una formidable amenaza que sólo nuestra civilización y humanidad podría afrontar. No vivió para ver la diseminación de esa invención y la dilatada especificidad de la moderna burocracia en muchos más lugares de los que la burocracia tradicional, confinada a sus aplicaciones primitivas, rurales e industriales, pudo soñar con alcanzar…