El hombre, ¿Lobo o Cordero? | por Erich Fromm ~ Bloghemia El hombre, ¿Lobo o Cordero? | por Erich Fromm

El hombre, ¿Lobo o Cordero? | por Erich Fromm









"La obediencia, sobre todo la obediencia totalmente pasiva y mecánica, ciega, sin la cual el Medioevo no hubiera podido afirmarse, está siendo eliminada lenta pero seguramente. Ya el hecho mismo de una revolución no fracasada, sino por lo menos parcialmente lograda, prueba que la desobediencia puede triunfar..".- Erich Fromm

Texto del filósofo y psicologo alemán, Erich Fromm, publicado en su libro "The Heart of Man"



 
Por: Erich Fromm 

Hay muhos que los hombres son corderos; hay otros que creen que los hombres son lobos. Las dos partes pueden acumular buenos argumentos a favor de sus respectivas posiciones. Los que dicen que los hombres son corderos no tienen más que señalar el hecho de que a los hombres se les induce fácilmente a hacer lo que se les dice, aunque sea perjudicial para ellos mismos; que siguieron a sus líderes en guerras que no les produjeron más que destrucción; que creyeron toda suerte de insensateces sólo con que se expusieran con vigor suficiente y las apoyara la fuerza, desde las broncas amenazas de los sacerdotes y de los reyes hasta las suaves voces de los inductores ocultos y no tan ocultos. Parece que la mayoría de los hombres son niños sugestionables y despiertos a medias, dispuestos a rendir su voluntad a cualquiera que hable con voz suficientemente amenazadora o dulce para persuadirlos. Realmente, quien tiene una convicción bastante fuerte para resistir la oposición de la multitud es la excepción y no la regla, excepción con frecuencia admirada siglos más tarde y de la que, por lo general, se burlaron sus contemporáneos.

Sobre este supuesto de que los hombres son corderos erigieron sus sistemas los grandes inquisidores y los dictadores. Más aún, esta creencia de que los hombres son corderos y que, por lo tanto, necesitan jefes que tomen decisiones por ellos, ha dado con frecuencia a los jefes el convencimiento sincero de que estaban cumpliendo un deber moral —aunque un deber trágico— si daban al hombre lo que éste quería, si eran jefes que lo libraban de la responsabilidad y la libertad. 

Pero si la mayor parte de los hombres fueron corderos, ¿por qué la vida del hombre es tan diferente de la del cordero? Su historia se escribió con sangre; es una historia de violencia constante, en la que la fuerza se usó casi invariablemente para doblegar su voluntad. 

¿Exterminó Talaat Pachá por sí soto millones de armenios? ¿Exterminó Hitler por sí solo millones de judíos? ¿Exterminó Stalin por sí solo millones de enemigos políticos? Esos hombres no estaban solos. Contaban con miles de hombres que mataban por ellos, y que lo hacían no sólo voluntariamente, sino con placer. ¿No vemos por todas partes la inhumanidad del hombre para el hombre, en guerras despiadadas, en asesinatos y violaciones, en la explotación despiadada del débil por el fuerte, y en el hecho de que el espectáculo de las criaturas torturadas y dolientes haya caído con tanta frecuencia en oídos Sordos y en corazones duros? Todos estos hechos han llevado a pensadores como Hobbes a la conclusión de que homo homini lupus (el hombre es un lobo para el hombre); y a muchos de nosotros nos ha llevado hoy a suponer que el hombre es maligno y destructor por naturaleza, que es un homicida que solo por el miedo a homicidas más fuertes puede abstenerse de su pasatiempo favorito. 

Pero los argumentos de las dos partes nos dejan desconcertados. Es cierto que podemos conocer personalmente algunos asesinos y sádicos potenciales y manifiestos tan despiadados como lo fueron Stalin y Hitler; pero éstas son las excepciones y no la regla. ¿Supondríamos que tú y yo y la mayor parte de los hombres corrientes son lobos disfrazados de corderos, y que nuestra «verdadera naturaleza» se manifestara una vez que nos libremos de las inhibiciones que nos han impedido hasta ahora obrar como bestias? Este supuesto es difícil de refutar, pero no es enteramente convincente. Hay numerosas oportunidades para la crueldad y el sadismo en la vida diaria en las que las gentes podrían permitírselos sin miedo a represalias; pero mucha gente no lo hace; en realidad, muchos reaccionan con cierto sentimiento de repugnancia cuando presencian actos de crueldad y de sadismo. 

¿Hay, pues, otra explicación quizá mejor para la desconcertante contradicción que estamos tratando? ¿Supondremos que la respuesta más sencilla es que hay una minoría de lobos que viven entre una mayoría de corderos? Los lobos desean matar; los corderos quieren imitarlos. De ahí que los lobos pongan a los corderos a matar, asesinar y estrangular, y los corderos obedecen no porque gocen con ello, sino porque quieren imitar; y aun entonces los matadores tienen que inventar historias sobre la nobleza de su causa, sobre la defensa, sobre las amenazas a la libertad, sobre la venganza de niños muertos a bayonetazos, de mujeres violadas, del honor mancillado, para hacer que la mayoría de los corderos actúen como lobos. Esta explicación parece admisible, pero aún deja muchas dudas. ¿No implica que hay dos razas humanas, por así decirlo, la de los lobos y la de los corderos? Además, ¿cómo es que los corderos pueden ser tan fácilmente inducidos a obrar como lobos si no estuviera en su naturaleza hacerlo, aun estipulando que se les presente la violencia como un deber sagrado? Nuestro supuesto relativo a lobos y corderos quizá no es sostenible. ¿Quizá es cierto, después de todo, que los lobos no hacen sino representar la cualidad esencial de la naturaleza humana de manera más franca que la inmensa mayoría? O, después de todo, quizá es erróneo todo el dilema. ¿Quizá el hombre es a la vez lobo y cordero, o ni lobo ni cordero? 

La respuesta a estas preguntas es hoy de importancia decisiva, cuando las naciones piensan en usar las fuerzas más destructoras para exterminar a sus «enemigos» y no parece disuadirlas ni siquiera la posibilidad de que ellas mismas perezcan en el holocausto. Si estamos convencidos de que la naturaleza humana es intrínsecamente propicia a destruir, que está arraigada en ella la necesidad de usar la fuerza y la violencia, nuestra resistencia a la brutalización creciente será cada vez más débil. ¿Por qué hacer resistencia a los lobos si todos somos lobos, aunque unos más que otros? 

La cuestión de si el hombre es lobo o cordero no es más que una formulación especial de una cuestión que, en sus aspectos más amplios y más generales, fue uno  de los problemas más fundamentales del pensamiento teológico y filosófico occidental: 

¿Es el hombre fundamentalmente malo y corrompido, o es fundamentalmente bueno y perfectible? El Antiguo Testamento no toma la posición de la corrupción fundamental del hombre. La desobediencia de Adán y Eva a Dios no se llama pecado; en ningún lugar hay un indicio de que esa desobediencia haya corrompido al hombre. Por el contrario, la desobediencia es la condición para el conocimiento de sí mismo por parte del hombre, por su capacidad de elegir, y así, en último análisis, ese primer acto de desobediencia es el primer paso del hombre hacia la libertad. Parece que su desobediencia hasta estaba en el plan de Dios; porque, según el pensamiento profético, precisamente porque fue expulsado del Paraíso es capaz el hombre de hacer su propia historia, de desarrollar sus potencias humanas y de alcanzar una armonía nueva con el hombre y la naturaleza como individuo plenamente desarrollado, en vez de la armonía anterior en que todavía no era un individuo. El concepto mesiánico de los profetas implica, ciertamente, que el hombre no está corrompido fundamentalmente, que se le puede salvar sin ningún acto especial de la gracia de Dios. Pero no implica que esa capacidad para el bien prevalezca necesariamente. Si el hombre hace el mal, se hace más malo. Así, el corazón del faraón «se endurece» porque persiste en hacer el mal; se endurece hasta un punto en que no es posible el cambio ni el arrepentimiento. El Antiguo Testamento ofrece por lo menos tantos ejemplos de hacer el mal como de hacer el bien, y no exime ni aun a figuras glorificadas como el rey David de la lista de los hacedores del mal. La posición del Antiguo Testamento es que el hombre tiene las dos capacidades —la del bien y la del mal— y que tiene que elegir entre el bien y el mal, entre la bienaventuranza y la execración, entre la vida y la muerte. Dios no interviene en su elección; presta ayuda enviando sus mensajeros, los profetas, a enseñar las normas que conducen a distinguir la bondad, a identificar el mal, y a amonestar y protestar. Pero hecho eso, se le deja solo al hombre con sus «dos fuerzas», la fuerza para el bien y la fuerza para el mal, y la decisión es suya únicamente. 

La actitud cristiana fue diferente. En el curso del desarrollo de la Iglesia cristiana, la desobediencia de Adán fue considerada pecado. En realidad, un pecado tan grave que corrompió su naturaleza y con ella la de todos sus descendientes, y así el hombre no podría nunca por su propio esfuerzo librarse de dicha corrupción. Sólo el acto de gracia de Dios, la aparición de Cristo, que murió por el hombre, podría extinguir la corrupción humana y ofrecer la salvación a quienes reconociesen a Cristo. 

Pero el dogma del pecado original no dejó, de ningún modo, de encontrar oposición en la Iglesia. Pelagio lo atacó, pero fue vencido. Los humanistas del Renacimiento pertenecientes a la Iglesia procuraron debilitarlo, aunque no podían atacarlo ni negarlo directamente, mientras lo hicieron muchos herejes. Si algo tuvo Lutero, fue una opinión aún más radical de la maldad y la corrupción innatas del hombre, mientras que los pensadores del Renacimiento, y posteriormente de la Ilustración, dieron un paso decisivo en la dirección contraria. Sostenían estos últimos que toda la maldad del hombre no era más que el resultado de las circunstancias, y por ende que el hombre no tenía en realidad que elegir. Cámbiense las circunstancias que producen el mal —así pensaban—, y se manifestará casi automáticamente la bondad original del hombre. Esta opinión también coloreó el pensamiento de Marx y de sus sucesores. La creencia en la bondad del hombre fue resultado de la nueva confianza del hombre en sí mismo, adquirida como consecuencia del enorme progreso económico y político que empezó con el Renacimiento. Por el contrario, la bancarrota moral de Occidente, que empezó con la primera Guerra Mundial y llevó, más allá de Hitler y Stalin, de Coventry y Hiroshima, a la preparación actual para el exterminio universal, puso de manifiesto una vez más la insistencia tradicional sobre la predisposición del hombre al mal. Esta nueva insistencia fue un saludable antídoto para la subestimación del potencial intrínseco de maldad que hay en el hombre; pero sirvió también con frecuencia para burlarse de quienes no habían perdido la fe en el hombre, en ocasiones interpretando erróneamente, o hasta deformando, su posición. 

Por haber sido desfiguradas con frecuencia mis opiniones, haciéndolas subestimar la capacidad para el mal que hay en el hombre, deseo subrayar que ese optimismo sentimental no es el tono de mi pensamiento. Realmente, sería difícil, para quien haya tenido una larga experiencia clínica como psicoanalista, subestimar las fuerzas destructoras que hay en el hombre. En pacientes gravemente enfermos ve funcionar esas fuerzas y experimenta la enorme dificultad de detenerlas o de canalizar su energía en direcciones constructivas. Sería igualmente difícil para cualquier persona que presenció el estallido explosivo de maldad y de instinto destructor desde los comienzos de la primera Guerra Mundial, no ver la potencia y la intensidad de la capacidad destructora humana. Pero existe el peligro de que la sensación de impotencia de que hoy es presa la gente —los intelectuales lo mismo que el individuo ordinario— cada vez en mayor grado, la induzca a aceptar una versión nueva de la corrupción y del pecado original que sirva de racionalización a la opinión derrotista de que no puede evitarse la guerra porque es consecuencia de la capacidad destructora de la naturaleza humana. Semejante opinión, que en ocasiones se jacta de su exquisito realismo, es irrealista por dos razones. En primer lugar, la intensidad de las tendencias destructoras no implica de ninguna manera que sean invencibles o ni aun dominantes. La segunda falacia de esta opinión está en la premisa de que las guerras son primordialmente consecuencia de fuerzas psicológicas. No es necesario detenerse sobre esta falacia del «psicologismo» en la comprensión de los fenómenos sociales y políticos. Las guerras son consecuencia de la decisión de desencadenarlas de líderes políticos, militares y de los negocios para adquirir territorio, recursos naturales, ventajas comerciales; para la defensa contra amenazas reales o supuestas a la seguridad de su país por otra potencia; o por la razón de reforzar su prestigio y gloria personales. Esos hombres no son diferentes del hombre ordinario: son egoístas, con poca capacidad para renunciar a las ventajas personales en beneficio de otros; pero no son crueles ni malignos. Cuando tales hombres —que en la vida ordinaria probablemente harían más bien que mal— llegan a puestos de poder desde los que mandan a millones de hombres y controlan las armas más destructoras, pueden causar daños inmensos. En la vida civil podrían haber destruido a un competidor; en nuestro mundo de Estados poderosos y soberanos («soberano» significa no sometido a ninguna ley moral que restrinja la acción del Estado soberano), pueden destruir a la especie humana. El hombre ordinario con poder extraordinario es el principal peligro para la humanidad, y no el malvado o el sádico. Pero así como se necesitan armas para hacer la guerra, se necesitan las pasiones del odio, de la indignación, de la destrucción y del miedo para hacer que millones de hombres arriesguen la vida y se conviertan en asesinos. Esas pasiones son condiciones necesarias para desencadenar la guerra; no son sus causas, como tampoco lo son los cañones y las bombas por sí mismos. Muchos observadores han comentado que la guerra nuclear difiere en este respecto de la guerra tradicional. El individuo que oprime los botones que dispararán proyectiles con cargas nucleares, uno solo de los cuales puede matar a centenares de miles de personas, difícilmente tendrá la sensación de matar a alguien en el sentido en que un soldado tuvo esa sensación cuando empleó su bayoneta o su ametralladora. Pero, aun cuando el acto de disparar armas nucleares no es, conscientemente, más que obediencia fiel a una orden, queda en pie la cuestión de saber si en los estratos más profundos de la personalidad existe o no una profunda indiferencia para la vida, ya que no impulsos destructores, que haga posibles tales actos. 

Escogeré tres fenómenos que, en mi opinión, constituyen la base de la forma más maligna y peligrosa de la orientación humana; son el amor a la muerte, el narcisismo maligno y la fijación simbiótico-incestuosa. Las tres orientaciones, cuando se combinan, forman el «síndrome de decadencia», el que mueve al hombre a destruir por el gusto de destrucción, y a odiar por el gusto de odiar. En oposición al «síndrome de decadencia» describiré el «síndrome de crecimiento», que consiste en el amor a la vida (en cuanto opuesto al amor a la muerte), el amor al hombre (opuesto al narcisismo) y la independencia (opuesta a la fijación simbiótico-incestuosa). Sólo en una minoría de individuos aparece plenamente desarrollado uno u otro de los dos síndromes. Pero es innegable que cada individuo avanza en la dirección que ha elegido: la de la vida o la de la muerte, la del bien o la del mal.
Artículo Anterior Artículo Siguiente