Destino y carácter | por Walter Benjamin ~ Bloghemia Destino y carácter | por Walter Benjamin

Destino y carácter | por Walter Benjamin






" El lenguaje transmite la entidad lingüística de las cosas, y la más clara manifestación de ello es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta: ¿qué comunica el lenguaje?, sería: cada lenguaje se comunica a sí mismo."
                                                  -Walter Benjamin -





Texto del filosofo alemán, Walter Benjamín, redactado en el año 1919 y publicado por primera vez en 1921 en la revista Die Argonauten.

Por: Walter Benjamin


Destino y carácter son concebidos comúnmente en relación causal, y el carácter es definido como una causa del destino. La idea que está en la base de tal concepción es la siguiente: si por un lado el carácter de un hombre, es decir también su modo específico de reaccionar, fuese conocido en todos sus detalles, y si por otro lado el acontecer cósmico fuese conocido en todos los campos en que entra en contacto con ese carácter, se podría decir con exactitud ya sea lo que le ocurriría a ese carácter o lo que ese carácter cumpliría. En otras palabras, el destino sería manifiesto. El contacto teórico directo con el concepto de destino no es permitido por las concepciones actuales, según las cuales los modernos aceptan la idea de leer el carácter en los rasgos físicos de un individuo, porque hallan de alguna forma en ellos mismos la noción de carácter en general, pero les parece inaceptable la idea de descifrar análogamente el destino de un hombre según las líneas de su mano. Ello parece tan imposible como «predecir el futuro», categoría en la cual es incluida sin más la previsión del destino, mientras que el carácter, por el contrario, aparece como algo dado en el presente y en el pasado, y por lo tanto cognoscible. Pero justamente, quien pretende predecir a los hombres su destino, sobre la base de determinados signos, sostiene la tesis de que ese destino, para quien sepa ver (para quien tenga ya en sí una noción inmediata del destino en general), está ya de alguna forma presente o, dicho con más cautela, está ya en su lugar. La hipótesis de que un cierto «estar en su lugar» del destino futuro no contradice el concepto de éste y la de que su predicción no contradice las fuerzas cognoscitivas del hombre no es, como se puede demostrar, absurda. También el destino, como el carácter, puede ser observado sólo a través de signos, no en sí mismo -pese a que este o aquel rasgo del carácter, este o aquel encadenamiento del destino, puedan ser inmediatamente visibles-, porque la conexión indicada por esos conceptos no está nunca presente más que en los signos, debido a que se halla por encima de lo inmediatamente visible. El sistema de signos caracterológicos está por lo general limitado al cuerpo, si se prescinde de la importancia caracterológica de los signos estudiados por el horóscopo, mientras que signos del destino, según la concepción tradicional, pueden llegar a serlo, junto con los rasgos físicos, todos los fenómenos de la vida externa. Pero la relación entre signo y designado constituye en ambas esferas un problema igualmente difícil, aun cuando, en todo lo restante, distinto, porque, a despecho de toda consideración superficial e hipostatización falsa de los signos, no es sobre la base de conexiones causales que éstos significan, en los dos sistemas, carácter o destino. Un contexto significativo no puede ser nunca motivado causalmente ni siquiera cuando, como en el caso en cuestión, esos signos hayan sido determinados causalmente en su realidad por el destino y el carácter. Aquí no estudiaremos la fisonomía de este sistema de signos del carácter y del destino, sino que nos ocuparemos exclusivamente de los designados mismos.

Al parecer la concepción tradicional de su naturaleza y de su relación no sólo resulta problemática, debido a que no está en condiciones de tornar racionalmente inteligible la posibilidad de una previsión del destino, sino que es falsa, porque la separación sobre la que se funda es teóricamente irrealizable. Puesto que es imposible formar un concepto no contradictorio del exterior de un hombre actuante, como núcleo del cual es considerado en esa concepción el carácter. Ningún concepto de mundo exterior se deja delimitar con claridad en relación con el concepto de hombre actuante. Entre el hombre que obra y el entero mundo externo hay más bien una interacción recíproca, en la cual los círculos de acción se esfuman el uno en el otro; por más que sus representaciones puedan ser distintas, sus conceptos no son separables. No sólo no es posible mostrar en ningún caso qué cosa debe ser considerada en una vida humana en ultima instancia como función del destino (lo que no querría decir aún nada, si, por ejemplo, ambos elementos se esfumaran el uno en el otro sólo en la experiencia), sino que lo externo, que el hombre actuante halla como dato, puede ser reconducido en último término, en la medida en que se desee, a su interior, y su interior, en la medida en que se desee, a su exterior, y también considerar al uno como el otro. En esta perspectiva, carácter y destino, lejos de estar teóricamente separados, coincidirán. Como en Nietzsche cuando dice: « Quien tiene carácter tiene también una experiencia que siempre vuelve.» Ello significa: si uno tiene carácter, su destino es esencialmente constante. Lo cual a su vez significa -y esta consecuencia ha sido tomada de los estoicos que no tiene destino.

Si queremos obtener el concepto de destino, debemos separarlo claramente del de carácter, lo que a su vez no podrá lograrse si no damos también a este último una determinación más precisa. Sobre la base de esta determinación los dos conceptos se tornarán por completo divergentes; donde hay carácter no habrá destino, y en el cuadro del destino no se encontrará carácter. Para este fin será preciso cuidarse de asignar esos dos conceptos a esferas en las que no usurpen, como ocurre en el uso lingüístico cotidiano la majestad de esferas y conceptos superiores. El carácter, en efecto, es por lo común incluido en un contexto ético y el destino en un concepto religioso. Es preciso sacarlos de ambos campos, mostrando el error que los ha podido colocar allí. Este error se halla determinado, en lo que concierne al concepto de destino, por su conexión con el de culpa. Así, para citar el caso típico, la desgracia fatal es considerada como la respuesta de Dios o de los dioses a la culpa religiosa. Pero aquí debería hacer reflexionar el hecho de que falte una relación correspondiente del concepto de destino con el concepto ofrecido por la moral simultáneamente con el concepto de culpa, es decir el concepto de inocencia. En la configuración clásica griega de la idea de destino la felicidad que le toca a un hombre no es en modo alguno concebida como la confirmación de su conducta de vida inocente, si no como una tentación para la culpa más grave, la hybris. Por lo tanto, no se halla en el destino relación con la inocencia. Y una pregunta que va aún más al fondo: ¿existe acaso en el destino una relación con la felicidad? ¿Es la felicidad, como sin duda la desventura, una categoría constitutiva del destino? Justamente la felicidad es la que desvincula al feliz del engranaje de los destinos y de la red de lo propio. No por azar Holderlin llama «sin destino» a los dioses bienaventurados. Felicidad y bienaventuranza conducen pues, al igual que la inocencia, fuera de la esfera del destino. Pero un orden cuyos únicos, conceptos constitutivos son infelicidad y culpa y desde el cual no es concebible ningún camino de liberación (pues en la medida en que algo es destinado es infelicidad y culpa) no puede ser religioso, pese a que un falso concepto de culpa parezca balanza es la balanza del derecho. Las leyes del destino, infelicidad y culpa son puestas por el derecho como criterios de la persona; pues sería falso suponer que en el cuadro del derecho se encuentra sólo la culpa; se puede demostrar en cambio que toda culpa jurídica no es más que una desgracia. Por un error, puesto que ha sido confundido con el reino de la justicia, el orden del derecho, que es sólo un residuo del estadio demónico de la existencia de los hombres -durante el cual los estatutos jurídicos no regularon sólo las relaciones entre ellos, sino también su relación con los dioses- se ha conservado más allá de la época que inauguró la victoria sobre los demonios. No es con el derecho, sino en la tragedia, como la cabeza del genio se ha alzado por primera vez desde la niebla de la culpa, porque en la tragedia el destino demónico es quebrantado. Ello no significa que la concatenación de culpa y castigo -que desde el punto de vista pagano no tiene fin- haya sido sustituida por la pureza del hombre purificado y reconciliado con el puro Dios. Pero en la tragedia el hombre pagano advierte que es mejor que sus dioses, pese a que este conocimiento le quita la palabra y permanece mudo. Sin declararse, ese conocimiento busca secretamente recoger sus fuerzas. Ese conocimiento no coloca ordenadamente la culpa y el castigo en los dos platillos de la balanza, sino que los agita juntos y los confunde. No se puede decir que esté restablecido «el orden ético del mundo», pero el hombre moral, aun mudo, aun menor -así como lo es el héroe- trata de elevarse en la inquietud de ese mundo atormentado. La paradoja del nacimiento del genio en medio de la incapacidad moral de hablar, del infantilismo moral, es lo sublime de la tragedia. Y es probablemente el fundamento de lo sublime en general, pues en lo sublime aparece mucho más el genio que Dios. El destino aparece por lo tanto cuando se considera una vida como condenada, y en realidad se trata de que primero ha sido condenada y sólo a continuación se ha convertido en culpable. Fases que Goethe resume en las palabras: «Hacéis convertir al pobre en culpable». El derecho no condena al castigo sino a la culpa. El destino es el contexto culpable de lo que vive. Corresponde a la constitución natural de lo viviente, a esa apariencia no disuelta aún del todo, de la cual el hombre está apartado de tal manera que nunca ha conseguido sumergirse del todo en ella, sino que más bien -bajo su imperio- ha podido permanecer invisible sólo en su mejor parte. Por lo tanto, no es el hombre el que tiene un destino, sino que el sujeto del destino es indeterminable. El juez puede ver el destino donde quiere; en cada pena debe infligir ciegamente destino. El hombre no es golpeado nunca, sólo lo es la desnuda vida en él, que participa de la culpa natural y de la desventura por causa de la apariencia. En el sentido del destino este viviente puede ser acoplado tanto a las cartas como a los planetas, y la adivina apela a la simple técnica de insertarlo, con las cosas más inmediatamente ciertas y calculables (cosas impuramente grávidas de certidumbre), en el contexto de la culpabilidad. Así la adivina descubre a través de los siglos algo sobre la vida natural del hombre a quien trata de colocar en el puesto de la cabeza anterior (la del genio), así como por otra parte el hombre que se llega junto a la adivina abdica de sí mismo en favor de la vida culpable. El contexto de la culpa es temporal en forma por completo impropia, por completo diferente, en cuanto al género y a la medida, del tiempo de la redención, de la música o de la verdad. La plena iluminación de estas relaciones depende de la determinación del carácter particular del tiempo del destino. El cartomántico y el quiromante muestran en cada caso que este tiempo puede ser en todo momento convertido en contemporáneo de otro (que no es presente). Es un tiempo no autónomo, que se adhiere parasitariamente al tiempo de una vida superior, menos ligada a la naturaleza. Este tiempo no tiene presente, porque los instantes fatales existen sólo en las malas novelas, y conoce el pasado y el futuro sólo a través de inflexiones características.

Existe por lo tanto un concepto del destino -verdadero y único, que concierne en la misma forma al destino de la tragedia como a las intenciones del cartomántico- por completo independiente del de carácter y que busca su fundamento en una esfera del todo diferente. También debe ser puesto en el estado correspondiente el concepto de carácter. No por azar ambos órdenes están conectados con prácticas hermenéuticas ni tampoco es por azar que en la quiromancia carácter y destino coinciden con exactitud. Ambos conciernen al hombre natural o, para decirlo mejor, a la naturaleza en el hombre; es la naturaleza lo que se manifiesta en los signos naturales, obtenidos directamente o en forma experimental. Por consiguiente, el fundamento del concepto de carácter deberá estar referido a su vez a una esfera natural y deberá tener tan poco que ver con la ética o con la moral como el destino con la religión. Por otro lado, el concepto de carácter deberá liberarse también de los rasgos que determinan su falsa conexión con el concepto de destino. Esta conexión es producto de la imagen de una red susceptible de ser espesada sin límites por el conocimiento, hasta que se convierta en un tejido ceñidísimo: así es como el carácter aparece a la consideración superficial. Junto a estos rasgos fundamentales la mirada aguda del conocedor de hombres debería percibir -según esta concepción- otros rasgos más pequeños y más densos, hasta que la red aparente se condense en un tejido. En los hilos de este tejido un intelecto débil ha creído captar la esencia moral del carácter en cuestión y ha distinguido en ella las buenas y las malas cualidades.

Pero tal como le toca demostrar a la moral, nunca las cualidades y sí solamente las acciones pueden ser moralmente relevantes. Pero es evidente que el criterio superficial piensa de otra forma. No es sólo que «furtivo», «pródigo», «animoso» parecen implicar valoraciones morales (aquí se puede aun prescindir del aparente colorido moral de los conceptos), sino que además palabras como «desinteresado», «maligno», «vengativo», «envidioso» parecen designar rasgos de carácter en los cuales no es ya posible hacer abstracciones de valoración moral. Y sin embargo tal abstracción no sólo es posible en cada caso, sino también necesaria para percibir el sentido de los conceptos. Y tal abstracción debe concebirse en el sentido de que la valoración en sí permanece totalmente intacta y se le quita sólo el acento moral, para dar lugar, en sentido positivo o negativo, a apreciaciones no menos limitadas por las determinaciones -sin duda moralmente indiferentes- de cualidad del intelecto (como «inteligente» o «estúpido»).

La verdadera esfera a la que pertenecen estos atributos seudomorales se nos revela en la comedia. En el centro de ella, como protagonista de la comedia de caracteres, se halla a menudo un hombre al que, si en lugar de encontrarnos frente a él en el teatro nos encontráramos en la vida frente a sus acciones, llamaríamos un canalla. Pero sobre la escena de la comedia sus actos conquistan el interés de que los inviste la luz del carácter; y el carácter es, en los casos clásicos, objeto no de una condena moral sino de una consideración altamente serena. Las acciones del héroe cómico no tocan al público..nunca por sí mismas, nunca desde el punto de vista moral; sus actos interesan sólo en cuanto reflejan la luz del carácter. Por lo que se observa que el gran poeta cómico, como Moliere, no trata de determinar a su personaje a través de una multiplicidad de rasgos característicos. De tal suerte, el análisis psicológico encuentra cerrada toda entrada a su obra. Para el interés de dicho análisis no tiene nada que ver el hecho de que en el Avare o en el Malade imaginaire la avaricia o la hipocondría sean hipostatizadas y puestas en la base de todas las acciones. Esos dramas no enseñan nada sobre la hipocondría ni la avaricia; lejos de hacerlas comprensibles, las representan en forma cruda y simplificada, y si el objeto de la psicología es la vida interior del hombre empíricamente entendido, los personajes de Moliere no le pueden servir ni siquiera como puntos de apoyo. En ellos el carácter se despliega luminosamente en el esplendor de su único rasgo, que no permite subsistir a ningún otro visible junto a sí, sino que lo anula con su luz. La sublimidad de la comedia de caracteres reposa sobre este anonimato del hombre y de su moralidad incluso mientras el individuo se despliega al máximo en la unicidad de su rasgo característico. Mientras el destino desarrolla la infinita complicación de la persona culpable, la complicación y fijación de su culpa, el carácter da la respuesta del genio a la mítica esclavitud de la persona en el contexto de la culpa. La complicación se convierte en simplicidad, el destino en libertad. Porque el carácter del personaje cómico no es el fantoche de los deterministas, sino el fanal bajo cuyo rayo aparece visiblemente la libertad de sus actos. Al dogma de la natural culpabilidad de la vida humana, de la culpa originaria, cuya fundamental insolubilidad constituye la doctrina y cuya ocasional solución constituye el culto del paganismo, el genio opone la visión de la natural inocencia del hombre. Esta visión permanece a su vez en el ámbito de la naturaleza, pero los conocimientos morales están tan próximos a su esencia como la idea opuesta lo está a las formas de la tragedia. Pero la visión del carácter es liberadora bajo todas las formas: está en relación con la libertad (como no es posible mostrar aquí) a través de su afinidad con la lógica. El rasgo de carácter no es por lo tanto el nudo de la red, sino el sol del individuo en el cielo incoloro (anónimo) del hombre, que arroja la sombra de la acción cómica. (Y esto sitúa la profunda observación de Cohen de que toda acción trágica, por sublime que se alce sobre sus coturnos, arroja una sombra cómica sobre un contexto más pertinente.)

Los signos fisiognómicos, como los demás signos divinatorios, debían servir necesariamente para los antiguos sobre todo para la investigación del destino, conforme a la supremacía de la fe pagana en la culpa. La fisiognómica, como la comedia, fueron manifestaciones de la nueva edad del genio. La fisiognómica moderna muestra aún su relación con el antiguo arte divinatorio a través del estéril acento moral de sus conceptos, así como también por su tendencia a la complicación analítica. Justamente en este sentido han visto mejor los fisonomistas antiguos y medievales, que entendieron que el carácter puede ser captado sólo bajo pocos conceptos fundamentales, moralmente indiferentes, como los que trató de fijar, por ejemplo, la teoría de los temperamentos.
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