Reglas para la dirección del ingenio | por René Descartes ~ Bloghemia Reglas para la dirección del ingenio | por René Descartes

Reglas para la dirección del ingenio | por René Descartes




“Para investigar la verdad es preciso dudar, en cuanto sea posible, de todas las cosas”.
                                                  -René Descartes -





Texto del filosofo René Descartes, publicadas bajo e título Primeras Reglas para la dirección del ingenio, recogidas en la antología introducida y editada por Ramón Sánchez. 

Por: René Descartes


El fin de los estudios debe ser la dirección del ingenio, a fin de emitir juicios sólidos y verdaderos de todo lo que se le presente.
Cuando los hombres reconocen alguna similitud entre dos cosas, suelen juzgar sobre ambas según lo que han reconocido que es verdadero de una de ellas, incluso en aquello en que son distintas. Así, comparan erróneamente a las ciencias, todas las cuales consisten en un conocimiento por parte del espíritu, con las artes, que exigen algún ejercicio y disposición del cuerpo. Luego, viendo que el mis­mo hombre no puede aprender todas las artes al mismo tiempo, sino que quien ejerce únicamente una de ellas llega a ser más fácilmente un buen artesano, pues las mismas manos no pueden adaptarse al cultivo del campo y a pulsar la cítara u otros oficios de este tipo, con tanta facilidad como a solo uno de entre ellos, creen lo mismo de las ciencias; y distinguiéndolas por la diversidad de sus objetos, han determinado que debían investigar cada una por separado y al margen de las demás. Se engañan completamente en esto. Pues, puesto que las ciencias no son otra cosa que la sabiduría hu­ma­na, la cual permanece una y la misma aunque se aplique a diversos objetos, y no recibe de estos más distinción que la luz del Sol de las cosas cuya variedad ilumina, no debemos poner límites al ingenio; sino que, a diferencia de la práctica de un arte, el conocimiento de una verdad no nos impide el descubrimiento de otra, sino que puede ayudarnos. Y ciertamente me admiro de ver a tanta gente es­crutando con mucha atención las costumbres de los hombres, las virtudes de las plantas, el movimiento de los astros, las transformaciones de los metales y otras disciplinas con objetos parecidos, mien­tras que casi nadie piensa en el buen sentido, en esa sabiduría universal, cuando, sin embargo, todas las otras cosas han de ser apre­ciadas tanto por sí mismas, cuanto por lo que aportan a ella.

Hay que pensar que [las ciencias] están conectadas entre sí, de tal manera que es mucho más fácil aprenderlas juntas que por separado. Por tanto, si alguien quiere investigar seriamente la verdad de las cosas, no debe escoger alguna ciencia en particular, pues todas están unidas entre ellas y dependen entre sí, sino cuidarse solamente de aumentar la luz natural de la razón, no para resolver tal o cual dificultad de la escuela, sino para que el entendimiento muestre a la voluntad qué debe elegir en cada situación de la vida. Y se admirará enseguida de haber hecho más progresos que aquellos que se dedican a un estudio particular, y de haber conseguido no sólo todo lo que esos desean, sino también cosas más elevadas que las que puedan esperar.

Respecto a los objetos propuestos, no se ha de buscar lo que otros hayan sabido, ni lo que nosotros mismos sospechemos, sino aquello que podamos intuir clara y evidentemente o deducir con certeza; pues la ciencia no se adquiere de otra manera.

Deben leerse los libros de los antiguos, porque es un gran beneficio poder aprovechar los esfuerzos de tantos hombres, tanto para conocer aquello que ya fue descubierto antes, como también para darnos cuenta de lo que queda por averiguar en todas las disciplinas. Pero a veces es muy peligroso, no sea que quizás, a pesar de nues­­­tros deseos y precauciones, se nos quede algo de sus errores por una lectura demasiado atenta. En efecto, los escritores suelen te­ner tal ingenio que cuando, por una credulidad imprudente, caen en alguna opinión controvertida, siempre tratan de llevarnos al mismo lado con argumentos sutilísimos; por el contrario, cuantas veces por ventura descubren alguna cosa cierta y evidente, nunca la muestran más que envuelta en subterfugios, sin duda porque temen que la simplicidad del argumento disminuya el mérito del descubrimiento, o porque nos escatiman la verdad abierta.

Ahora bien, aunque todos fueran honestos y claros y no impusieran nunca como verdadera una cosa dudosa, sino que expusieran to­das las cosas de buena fe, siempre estaríamos inseguros sobre a quién debemos creer, puesto que apenas hay nada dicho por alguien de lo que otro no haya afirmado lo contrario. Y de nada serviría contar votos, para seguir la opinión que tenga más defensores, pues si se trata de una cuestión difícil, es más creíble que puedan encontrar la verdad unos pocos, que no muchos. Además, aunque todos estuvieran de acuerdo, tampoco bastaría con su enseñanza, pues, por ejemplo, es evidente que no venimos a ser matemáticos, aunque co­nozcamos de memoria todas las demostraciones de los otros, si, ade­más, nuestro ingenio no es capaz de resolver cualquier problema; ni filósofos, aunque hayamos leído todos los argumentos de Platón y Aristóteles, si no podemos emitir un juicio seguro sobre las cuestiones propuestas. De ese modo, no pareceríamos haber aprendido ciencias, sino historias.

Por otro lado, estamos advertidos de que nunca debemos mezclar conjeturas con nuestros juicios sobre la verdad de las cosas. Esta advertencia no es trivial, pues la razón más importante por la cual todavía no se haya encontrado en la filosofía ordinaria nada tan evidente y tan cierto que no pueda discutirse es que los estudiosos, no contentos con conocer las cosas claras y ciertas, también se atrevieron a sostener las oscuras y desconocidas, a las cuales llegaban por conjeturas probables. Después ellos mismos les dieron crédito sin darse cuenta, y las confundieron con las verdaderas y evidentes, así que no pudieron deducir nada que no pareciera depender de alguna proposición de ese tipo y que, por tanto, no fuera incierta.

Para no caer en el mismo error, nosotros examinaremos todas las acciones de nuestro entendimiento por las cuales podemos llegar al conocimiento de las cosas sin temor al engaño: tan solo admitiremos dos, la intuición y la deducción.

Entiendo por intuición, no el testimonio vacilante de los sentidos, ni el juicio engañoso de una imaginación que compone mal, sino una concepción de la mente pura y atenta, tan fácil y distinta que no cabe absolutamente ninguna duda sobre lo que entendemos. O sea, lo que es lo mismo, la concepción indudable de la mente pura y atenta, nacida de la sola luz de la razón y que, por ser más simple, es más segura que la deducción misma, la cual, no obstante, como hemos dicho más arriba, tampoco puede ser mal hecha por el hombre. Así, cada uno puede con el espíritu intuir que existe, que piensa, que el triángulo está limitado por sólo tres líneas, la esfera por una única superficie, y otras cosas parecidas que son muchas más de las que la mayoría advierten, pues desdeñan dirigir la mente hacia cosas tan fáciles.

En lo que sigue, por si alguien se disgusta por el nuevo uso de la palabra “intuición” y de otras que, del mismo modo, me veré obligado a mover de su significado vulgar, advierto ahora que, como re­gla general, algunas palabras no las entiendo exactamente como han sido usadas por la escuela en los últimos tiempos, porque sería muy difícil usar los mismos nombres y pensar algo muy distinto. Más bien, me fijaré en qué significan en latín, de modo que cada vez que me falten las palabras apropiadas, transfiera a mi sentido aquellas que me parezcan mejores.

Ciertamente, la evidencia y certeza de la intuición no sólo se requiere para los enunciados aislados, sino también para cualquier razonamiento. Por ejemplo, sea esta inferencia: 2 y 2 hacen lo mismo que 3 y 1. No sólo debe intuirse que 2 y 2 hacen cuatro, y 3 y 1 hacen cuatro también, sino que después es necesario concluir una tercera proposición a partir de estas dos.

Por tanto, es posible preguntarse por qué aquí hemos añadido a la intuición otro modo de conocimiento, el que se hace por deducción, por la cual entendemos todo aquello que se sigue necesariamente de otras cosas ya conocidas con certeza. Ha sido necesario hacerlo porque muchas cosas, aunque no sean evidentes por sí mimas, son co­no­ci­das con certeza si se deducen de principios verdaderos ya cono­cidos, por un movimiento del pensamiento continuo y no in­te­rrum­pido que intuye claramente cada momento; igual que sabemos cómo el último eslabón de una larga cadena se enlaza con el primero, aunque no contemplemos por uno y el mismo golpe de vista to­dos los eslabones intermedios de los que depende esa conexión, con tal de que los hayamos explorado sucesivamente y que recordemos que cada uno, desde el primero al último, está unido al siguiente. Del mismo modo distinguimos la intuición de la mente de la de­duc­ción cierta en que en ésta se concibe un cierto movimiento o su­cesión, mientras que en aquella, no; y en que, además, en ésta no es ne­cesaria una evidencia actual, como en la intuición, sino que de al­guna manera toma prestada su certeza más bien de la memoria. En consecuencia, podemos decir que las proposiciones que se si­guen inmediatamente de los primeros principios son conocidas por intuición o por deducción, según el punto de vista; mientras que los mismos primeros principios se conocen simplemente por intuición, y por el contrario, las conclusiones remotas, sólo por deducción.

Así pues, estas dos vías son las más seguras para la ciencia y no de­ben admitirse más por parte del ingenio, pues todas las otras de­ben ser rechazadas como sospechosas y sujetas a errores. Lo cual no im­pide que creamos con certeza superior a todo conocimiento las cosas que Dios haya revelado, ya que la fe en ellas, que es siempre sobre cuestiones oscuras, no es una actividad del ingenio, sino de la voluntad; aunque si la fe tiene fundamentos en el entendimiento, pueden y deben ser encontrados ante todo por una u otra de las vías mencionadas, como quizá mostraremos algún día con más extensión.

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