Inseguridad y Vigilancia | por Zygmunt Bauman ~ Bloghemia Inseguridad y Vigilancia | por Zygmunt Bauman

Inseguridad y Vigilancia | por Zygmunt Bauman






Diálogo entre los Sociólogos David Lyon y Zygmunt Bauman, publicado en el año 2013. 

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David Lyon: Entre las razones para recurrir a la vigilancia, una de las principales es que aporta seguridad. Esto no es nuevo. Pensemos en las referencias bíblicas sobre la importancia de mantener una «guardia» en la ciudad, o en Francisco, haciendo guardia en la entrada del castillo de Elsinore en la primera escena del Hamlet de Shakespeare. El mantenimiento de la seguridad siempre ha sido un argumento para establecer una vigilancia, o para identificar aquellos que son amigos o enemigos. Y en este sentido parece tener una sólida razón de ser: vigilar para proteger. 

Sin embargo, en el siglo XXI, ya no se puede pensar con esa inocencia. La seguridad —con lo que muchas veces se alude a una confusa idea de seguridad «nacional»— constituye hoy en día una prioridad política en y entre muchos países, y por supuesto es un estímulo importante para el mundo de la vigilancia. Parece que los principales medios para proporcionar seguridad actualmente son las nuevas técnicas y tecnologías de vigilancia, que supuestamente nos protegen, no contra peligros concretos, sino contra unos riesgos amorfos y misteriosos. Las cosas han cambiado, tanto para los observadores como para los observados. Si antaño uno podía dormir tranquilo porque sabía que el vigilante estaba en las puertas de la ciudad, no se puede decir lo mismo de la «seguridad» actual. Uno diría que, paradójicamente, la seguridad actual genera formas de inseguridad —¿o quizá en algunos casos es una política deliberada?—, una suerte de inseguridad sentida profundamente por las mismas personas a las que pretenden proteger las medidas de seguridad. 

Ahora bien, usted comentó que la moderna sociedad líquida es un «artefacto que intenta hacer soportable la vida vivida con miedo»  . A diferencia de la modernidad que conquistaba sus miedos uno a uno, la modernidad líquida entiende que la lucha contra los miedos es una tarea de toda la vida. Y si antes del 11-S no éramos conscientes de esto, lo que usted llama el «terror de lo global» nos hizo serlo. Después del 11-S, la gestión de los riesgos, ya existente en las décadas anteriores, se hizo imprescindible, obvia. Y de nuevo, usted observó que, al poner el foco de la vigilancia en «objetos externos, visibles y grabables», los nuevos sistemas de vigilancia «ignoran los motivos individuales y las elecciones personales que hay tras las imágenes grabadas, y esto llevará finalmente a la sustitución de la idea de “malhechores” por la de “categorías sospechosas”»  . 

No resulta sorprendente, entonces, que las inseguridades aparezcan en cuanto un nuevo escáner de cuerpo o una máquina de huellas biométricas se instala en un aeropuerto, o cuando se requieren unos pasaportes mejorados con etiquetas incrustadas de identificación por radiofrecuencia. No se sabe cuándo las categorías de riesgo pueden incluirnos «accidentalmente» o, más probablemente, excluirnos de la participación, la entrada a un lugar o un derecho. O puede ser que lo que acertadamente usted llama la «obsesión securitaria» produzca un malestar más cotidiano. Katja Franko Aas y otros nos han contado que los transportistas aéreos noruegos escribieron a las autoridades para quejarse de que la «seguridad excesiva» estaba perjudicando la seguridad aérea real. Los equipos de vuelo acababan agotados por los diez o doce controles que sufrían cada día. No se confiaba en los pilotos que tenían bajo su responsabilidad a cientos de pasajeros, y para hacer su pausa del almuerzo debían pasar por un control. Decían que se sentían «como criminales». 

Pero sería una equivocación pensar que las inseguridades asociadas a la vigilancia por motivos de seguridad existen sólo desde el 11-S. Por ejemplo, Torin Monahan describe en su sobrio Surveillance in the Time of Insecurity que las diferentes «culturas de la seguridad» y sus correspondientes «infraestructuras de vigilancia» tienen consecuencias parecidas en cuanto que producen inseguridades, a la vez que agravan las desigualdades sociales. En Estados Unidos, de donde saca la mayoría de sus ejemplos, Monahan dice que «una amenaza que une es el miedo al Otro». Pero lo que Monahan observa como algo nuevo es que, para poder hacer frente a cada nuevo temor, a cada nueva inseguridad, se anima a los ciudadanos de a pie a hacer dos cosas. La primera, hacer frente al temor almacenando provisiones, instalando alarmas o contratando seguros. Y la segunda, apoyar medidas extremas, incluyendo la tortura o la vigilancia doméstica. 

A la vista de todo esto, me parece que es acertado una vez más usar el término «vigilancia líquida». Se trata del tipo de vigilancia que acompaña a los tiempos líquidos y que tiene rasgos característicos de la liquidez contemporánea. Nos controlamos a nosotros mismos para intentar hacer que nuestra vida en el temor sea más soportable, pero cada intento de conseguirlo produce nuevos riesgos, nuevos miedos. El horror del 11-S y sus consecuencias son sintomáticos de esta situación. Las personas clasificadas como «inocentes» están ahora en peligro y pasan miedo en una irónica parodia de terrorismo. Y el problema supera el ámbito de lo que puede pasar en un aeropuerto o en los puntos de control fronterizos. Por ello querría iniciar este apartado comentando los cambios premodernos, modernos y líquidos en las políticas de vigilancia. ¿Qué ha cambiado realmente? Y ¿algunos elementos de la vigilancia de la seguridad premoderna —a la que me he referido con los ejemplos de la Biblia y de Shakespeare— se han perdido para siempre?

Zygmunt Bauman: De nuevo coincidimos plenamente… En primer lugar, Francisco, con o sin los beneficios de la electrónica moderna, asumía efectivamente la seguridad del castillo de Elsinore contra los peligros que venían de «fuera de la ciudad»: todo ese escasamente controlado grupo de forajidos, asaltantes de caminos y otros desconocidos no clasificados pero sí amenazantes. Los sucesores de Francisco protegen ahora la ciudad contra las innumerables amenazas que acechan dentro de la ciudad, y que se gestan en la ciudad. Las ciudadelas de seguridad se han convertido con los años en invernaderos o incubadoras de peligros auténticos o putativos, endémicos o planeados. Construidas con la intención de establecer islas de orden dentro de un mar de caos, las ciudades se han convertido en las mayores fuentes de desorden, lo que ha hecho necesarios muros visibles e invisibles, barricadas, torres de control y aspilleras, así como incontables hombres armados. 

En segundo lugar, como apunta usted, citando a Monahan, «la amenaza unificadora» de todos estos dispositivos de seguridad dentro de la ciudad «es el miedo al Otro». Pero ese «otro» que tendemos a temer, o al que nos hacen temer, no es un individuo o un grupo de individuos que se han situado, o han tenido que salir de los límites de la ciudad y a los que se les ha negado el derecho de residencia o de estancia en la misma. Ese otro es más bien un vecino, un transeúnte, un merodeador, un acosador: y últimamente, un extranjero. Porque como sabemos, los moradores de la ciudad son todos extraños entre sí, y todos somos sospechosos de ser peligrosos, y todos queremos en alguna medida que esas amenazas flotantes, difusas y anónimas asuman una forma sólida en un grupo de «sospechosos habituales». Se espera que esa categorización mantenga alejada esa amenaza y, a la vez, nos exima del peligro de ser señalados como parte de esa amenaza. 

Por esta doble razón —para ser protegidos de los peligros y para librarnos de la posibilidad de ser considerados parte de ese peligro— nos movemos en una densa red de medidas de vigilancia, selección, separación y exclusión. Todos necesitamos designar a los enemigos de la seguridad para evitar ser considerados parte de ellos… Necesitamos acusar para ser absueltos, excluir para evitar la exclusión. Necesitamos confiar en la eficacia de los dispositivos de vigilancia para permitirnos creer que las criaturas decentes que somos saldrán ilesas de las trampas que ponen esos dispositivos. Y para confirmarnos y reafirmarnos en nuestra decencia y en lo adecuado de nuestro comportamiento. Sin embargo, esto supone un cambio extraño y profético respecto de la afirmación de John Donne, hace varios siglos: «Ningún hombre es una isla, completo en sí mismo. Cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo […] Por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti»…

Y en tercer lugar, parece que hoy en día todos nosotros, o al menos una gran mayoría, nos hemos vueltos adictos a la seguridad. Hemos asimilado la Weltanschauung de la ubiquidad del peligro, de la necesidad global de desconfiar y sospechar, de que sólo es concebible una cohabitación sana bajo un dispositivo de vigilancia continua, y nos hemos vueltos dependientes de la vigilancia obvia y de la subyacente. Como observa Anna Minton, «la necesidad de seguridad puede hacerse adictiva cuando la gente piensa que, por mucha que tengan, nunca será suficiente, y empieza entonces a parecerse a una droga adictiva, de la que, una vez que nos hemos acostumbrado no podemos prescindir». «El miedo alimenta el miedo», concluye Minton, y estoy totalmente de acuerdo. Y creo que usted también lo estará. La resistencia solitaria y singular contra la tendencia general y el sentimiento casi unánime no produce muchos resultados; implica una gran fuerza de voluntad y resulta social y económicamente cara. Elaine, por ejemplo, uno de los casos de Minton, se sorprendió después de cambiar de casa al ver «el importante número de dispositivos de seguridad ya instalados en su nuevo hogar: desde la videovigilancia hasta numerosas cerraduras y dobles cerraduras en las puertas y ventanas, junto con complejos sistemas de alarma». Elaine no se sentía a gusto en un entorno que constantemente le recordaba la necesidad de tener miedo, de observar atentamente a su alrededor y de ser precavida, y pidió entonces que se retiraran muchos de aquellos dispositivos. «Pero era más fácil decirlo que hacerlo. Cuando por fin consiguió que unos operarios le quitaran las cerraduras, estos se sorprendieron de su petición y le dijeron que era muy raro que los llamaran para realizar ese tipo de trabajo».

En esta línea, Agnes Heller señalaba en un número reciente de la revista trimestral Thesis Eleven que se había producido un cambio sintomático en las novelas históricas contemporáneas. A diferencia de sus antecesores, los autores que situaban sus tramas en una época pasada, premoderna, casi nunca se centraban en las fechorías que cometían por invasiones o guerras los ejércitos foráneos, aunque estas fueran comunes en los tiempos en los que se sitúan sus relatos. Los autores se centraban más bien en el «ambiente de temor» que impregnaba la vida cotidiana: temor a ser acusado de brujería, herejía, robo o asesinato… Los autores nacidos y educados en nuestros tiempos atribuyen retrospectivamente a nuestros antepasados, y ven en sus motivos, los horrores típicos de nuestro tiempo, obsesionado y adicto a la seguridad. Las causas de las pesadillas se han movido en su panorama mental, en cierto modo, desde un «ahí fuera» hacia un «aquí dentro». Estas anidan en las cafeterías y bares más próximos, detrás de la puerta de los vecinos, y a veces incluso pueden tener su origen en nuestra cocina o en nuestra habitación.

Esta es la paradoja del mundo saturado de dispositivos de vigilancia, sea cual sea el propósito que persiguen: por un lado, estamos más protegidos que cualquier generación anterior; por otra parte, sin embargo, ninguna generación anterior, o preelectrónica, experimentó como la nuestra esa sensación cotidiana de inseguridad a todas horas…

David Lyon: No puedo estar más de acuerdo con usted, Zygmunt. Pero me gustaría volver sobre uno o dos puntos. Hablemos de la «sensación de inseguridad». Existe en varios niveles y contribuye, no a una «cultura del miedo» generalizada como han sugerido algunos, sino a que existan múltiples culturas del miedo. En un primer nivel, por ejemplo, están los miedos derivados de ser parte de una minoría proscrita, como un peligroso árabe musulmán en Occidente. Hace unas semanas conocí a Maher Arar, un ingeniero canadiense que, a consecuencia de una serie de errores garrafales de las agencias de seguridad canadienses y a continuación por un temor perentorio de las autoridades de Nueva York, acabó siendo víctima de torturas en Siria entre 2002-2003. Una interpretación equivocada, basada en un manejo erróneo de unos datos muy dudosos, amenazó con destrozar su salud, su vida familiar y casi todo lo que tenía importancia para él. Pero las inseguridades de las llamadas sociedades de riesgo no sólo afectan a personas como Arar, que no tienen ninguna conexión real con el terrorismo (incluso aquellos que ni siquiera tienen rasgos árabes), sino también a individuos cuyos tests genéticos muestran algún tipo de tendencia a sufrir ciertas enfermedades, o a padres ansiosos por proteger a su descendencia de los peligros de la ciudad… Lo que tienen estos casos en común es que en ellos la seguridad se considera algo relativo a una mayoría, dejando lo anormal, las desviaciones estadísticas, en los márgenes. Así, los musulmanes árabes de Occidente, pero también aquellos cuyos genes apunten a posibles enfermedades o aquellos vulnerables a los riesgos de la vida nocturna, están marcados como elementos de inseguridad. El futuro que imagina la seguridad es algo en lo que todas las anormalidades (el terrorismo, la enfermedad y la violencia) han sido excluidas o al menos contenidas. Como dice Didier Bigo, la vigilancia conecta en último término con aquello que Foucault examinaba de manera específica —la disciplina y la seguridad— hasta el punto de que, en cierto modo, la seguridad es la vigilancia, como un conjunto de aparatos y técnicas de rastreo siempre mejorados en un mundo de riesgo. Hoy en día las inseguridades son el corolario práctico de las sociedades securizadas. Por consiguiente, podemos decir que las tecnologías de la in/seguridad no se pueden entender meramente como productos tecnológicos de información y comunicación, ni siquiera como el resultado de una situación en la que estamos atrapados en estados de excepción (reforzados pero no iniciados por el 11-S). Estos son más bien parte de una configuración política y social más amplia, relacionada con el riesgo y con su primo cercano, la incertidumbre. ¿Y cómo podemos acercarnos a este fenómeno desde el punto de vista político? Al igual que muchos otros que no han sucumbido al cinismo sobre la posibilidad de que podamos «marcar la diferencia», me gustaría pensar que existen estrategias para cuestionar y resistir las tendencias que han convertido la in/seguridad en una categoría tan decisiva para nuestra vida. Si le he entendido bien, el poder y la política se están separando cada vez más en los tiempos líquidos, hasta el punto de que el primero se evapora en lo que Manuel Castells llama «espacios de flujos», dejando a la política languideciendo en los «espacios de lugares». Esta idea es convincente, pero también es paralizante porque implica que sólo una política global —que aún no existe— puede tener efectos reales. Estoy de acuerdo con usted en que vale la pena promover la proporcionalidad del poder y de la política, pero ¿qué posibilidad hay de que exista una política en la cual la democracia (y con ella la responsabilidad) y la libertad (que resulta tan limitada debido a la alianza entre seguridad y vigilancia) puedan ser el centro del debate en niveles más locales?

Zygmunt Bauman: Houellebecq —un escritor del que admiro mucho su perspicacia y su capacidad para desvelar lo general en lo particular, y para extrapolar y desentrañar su potencial, y que es autor de La posibilidad de una isla, (2005) que constituye la distopía más penetrante hasta la fecha de nuestra sociedad líquida moderna, desregulada, fragmentada e individualizada— puede ser la persona en la que pensaba cuando aludía a aquellos que «sucumben al cinismo sobre la posibilidad de marcar una diferencia». Él es muy escéptico y desesperado, y acumula razones válidas para seguir siendo así. No estoy del todo de acuerdo con su planteamiento, pero me resulta difícil refutar sus razones… 

Los autores de las mayores distopías anteriores, como Zamyatin, Orwell o Aldous Huxley, poblaron sus visiones con los horrores que acechaban a los hombres del mundo moderno sólido: el mundo regimentado y obsesionado con el orden de los productores y soldados. Alarmados, estos autores esperaban que sus visiones también alarmarían a sus compañeros de viaje hacia lo desconocido sacándolos de su letargo de rebaño camino del matadero. Esta es la clase de mundo en el que nuestra autoimpuesta ecuanimidad no ayuda, dicen, salvo a los rebeldes. Zamyatin, Orwell, Huxley, al igual que Houellebecq, fueron hijos de su tiempo. Por eso, a diferencia de Houellebecq, creyeron en los trajes a medida hechos por un sastre: en encomendar el futuro al orden, y rechazar como una incongruencia la idea de un futuro construido por nosotros mismos. Lo que los asustaba era que se tomaran mal las medidas, que el dibujo fuera desproporcionado y/o chapucero, o que el sastre fuera un borracho o un corrupto. No tenían miedo, en cambio, a que la tienda del sastre se arruinara o se derrumbara, fuera desmantelada o suprimida —de manera gradual— y no previeron la llegada de un mundo vacío de sastres de ese tipo. 

Houellebecq, sin embargo, escribe desde las entrañas de un mundo libre de tales sastres. El futuro, en ese mundo, está hecho a sí mismo: es un futuro hecho a mano, donde ninguno de los adictos al bricolaje controla, desea controlar, o simplemente es capaz de hacerlo. Una vez que cada uno se establece, sin cruzarse nunca con ningún otro, los contemporáneos de Houellebecq ya no necesitan operadores o conductores, no más que los planetas y las estrellas necesitan monitores de tráfico o personas que los dibujen en un plano. Son perfectamente capaces de encontrar el camino al matadero por su cuenta. Y lo hacen —como los dos protagonistas de la historia de Houellebecq, que esperan (en vano, desgraciadamente, en vano…) encontrarse con alguien por el camino—. El matadero es también, en la distopía de Houellebecq, «autofabricado». 

En una entrevista con Susannah Hunnewell, Houellebecq no se anda con rodeos y, al igual que hicieron sus predecesores, al igual que hacemos nosotros y que hicieron nuestros antecesores, expone las condiciones en que puede hacer sus elecciones: «Lo que creo fundamentalmente es que no hay gran cosa que podamos hacer frente a los cambios sociales fundamentales». En esta línea, afirma, unas cuantas frases más tarde, que aunque lamenta lo que está ocurriendo actualmente en el mundo, no tiene «ningún interés en dar marcha atrás porque no creo que sea posible hacerlo» (la cursiva es mía). Si los predecesores de Houellebecq se preocupaban sobre lo que los agentes en los puestos de mando de los «cambios sociales fundamentales» pudieran hacer para sofocar la irritante aleatoriedad del comportamiento individual, lo que preocupa a Houellebecq es hasta dónde nos puede llevar esa aleatoriedad del comportamiento individual si no hay ningún puesto de mando ni agentes para manejarlo pensando en «cambios sociales fundamentales». No es el exceso de control y de coerción —su leal e inseparable compañero— lo que preocupa a Houellebecq; es su muerte, que hace toda preocupación superflua e inútil. Houellebecq nos lo cuenta desde de un avión cuya cabina de pilotaje está vacía. 

«No creo demasiado en la influencia de la política en la historia […] tampoco creo que la psicología individual tenga efecto alguno en los cambios sociales», concluye Houellebcq. En otras palabras, la pregunta de «qué se debe hacer» queda invalidada y precontestada por la rotunda respuesta de «nadie» a la pregunta de «quién va a hacerlo». Los únicos agentes a la vista son «los factores tecnológicos y algunas veces, no siempre, los religiosos». Pero la tecnología es conocida por su ceguera; invierte la secuencia humana en la cual las acciones son posteriores a los propósitos (la verdadera secuencia que diferencia a un agente de cualquier otro individuo). La tecnología se mueve porque puede hacerlo (o porque no puede parar), pero no porque quiera llegar a ningún lado; mientras que Dios, además de una inescrutabilidad que fascina y ciega a los que la contemplan, tolera los fallos de los humanos y su inadecuación para su función (es decir, su ineficacia para lidiar con las circunstancias de la vida y actuar de acuerdo con esas circunstancias). Los impotentes son guiados por los ciegos; si son impotentes, no tienen alternativa. En todo caso, no la tienen si son abandonados a su suerte, con sus pobres e inapropiados recursos; ni tampoco si no tienen un piloto con los ojos bien abiertos, un piloto que mira y que ve. Los factores «tecnológico» y «religioso» se comportan misteriosamente como la naturaleza; nadie sabe realmente dónde aterrizarán hasta que aterrizan allí. Pero esto también significa, como diría Houellebecq, hasta qué punto no se puede dar marcha atrás.

Houellebecq, con su reconocida autoconciencia y franqueza, deja al descubierto la vanidad de la esperanza, en caso de que alguien sea lo bastante obstinado e ingenuo para entretenerse con tal esperanza. Describir las cosas, insiste, ya no lleva a cambiarlas. Prever lo que va a ocurrir ya no permite evitar que ocurra. ¿Se ha alcanzado un punto de no retorno? ¿Se ha cumplido el veredicto de Fukuyama, aunque sus argumentos fueron refutados y ridiculizados? 

Discrepo del veredicto de Houellebecq, aunque estoy casi del todo de acuerdo con sus argumentos y con su verosimilitud. Digo «casi» porque sus argumentos contienen la verdad, sólo la verdad, pero no solamente la verdad. Houellebecq se ha olvidado de algo tremendamente importante: precisamente porque la debilidad de los políticos y la psicología individual no son las únicas razones de las expectativas sombrías que nos describe (con acierto), el punto al que hemos llegado no es un punto de no retorno. Pero usted conoce sin duda el origen de mi aprobación y de mis reservas, pues se ha referido al actual divorcio entre el poder (la capacidad para cambiar las cosas) y la política (la habilidad para seleccionar las cosas que hay que hacer). En realidad, la frustración y el derrotismo de Houellebecq derivan de la doble crisis de la representación política. En un primer momento, a nivel del Estado-nación, esta representación se ha acercado de manera peligrosa a unas altas cuotas de impotencia, y esto porque el poder, que antes estaba unido estrechamente a la política, se ha evaporado en el «espacio de flujos» global y extraterritorial, fuera del alcance de la política territorial persistente de los Estados. Las instituciones del Estado tienen hoy que cargar con la tarea de inventar y aportar soluciones a los problemas que se producen a nivel global; debido a la reducción de su poder, esta es una carga que el Estado no puede asumir y una función que no puede desempeñar con los recursos que le quedan y dentro del área decreciente de sus posibilidades de acción. La desesperada y sin embargo extendida respuesta a esta antinomia es la tendencia a abandonar, una por una, las numerosas funciones que desempeñaban los Estados contemporáneos, aunque fuera con mayor o menor éxito; mientras que los Estados siguen basando su legitimidad en la promesa de seguir prestando esas funciones. Las funciones que el Estado abandona o cede de manera sucesiva son degradadas a un nivel inferior: la esfera de «la política vital», un área donde a los individuos se les permite a la vez ejercer su propio, y discutible, poder legislativo, ejecutivo y judicial, todo en uno. Ahora, estos «individuos por decreto» tienen que decidir y actuar, con sus recursos y sus habilidades, y dar con soluciones individuales para problemas que se han generado socialmente (este es, en definitiva, el significado de «individualización», hoy en día, un proceso en el que el crecimiento de la dependencia se disfraza y se llama «progreso de la autonomía»). 

Al igual que en el nivel superior, en el inferior existe un notable desajuste entre los objetivos y los medios disponibles para alcanzarlos. De ahí la sensación de infortunio, de impotencia: la sensación de haber sido condenado a priori, de manera irreparable e irreversible, a ser derrotado en una confrontación claramente desigual.

La enorme brecha entre la enormidad de las presiones y la exigüidad de las defensas no hará más que hacer crecer y alimentar el sentimiento de impotencia mientras persista. Esta brecha, sin embargo, no tiene por qué persistir. Esta brecha parece imposible de cruzar sólo si el futuro se plantea como «más de lo mismo», como una extrapolación de las tendencias presentes; y la creencia de que el punto de no retorno ha sido alcanzado añade credibilidad a esta extrapolación sin por ello hacerla más correcta. Las distopías, normalmente, acaban refutando sus propias profecías, como parecen sugerir al menos las visiones de Zamyatin y Orwell…

David Lyon: Gracias por ser tan franco, Zygmunt. Me llama la atención el hecho de que esto nos devuelve a nuestra primera conversación (en los años ochenta) sobre lo utópico y lo distópico. Cada género literario ofrece posibilidades para ver más allá del presente: uno lleva a ver una tierra prometida que vale lo suficientemente la pena como para trabajar para alcanzarla, pero que a la vez atrae la imaginación hacia elementos desconocidos de la sociabilidad humana, mientras que otras visiones extrapolan a partir de las tendencias más generadoras de angustia y socialmente destructivas de su tiempo para mostrarnos cómo pronto seremos presas de un futuro duro y patético. El crecimiento de la vigilancia asistida por ordenador como una dimensión de la obsesión securitaria «il liberal» de las democracias alimenta sin duda las actuales imaginaciones distópicas, o desesperadas. Hasta cierto punto es posible verlo en películas como Brazil (1985), Blade Runner (1982), Gattaca (1997) o Minority Report (2002), pero también en la acertada afirmación del estudioso del derecho Daniel Solove de que Kafka ofrece metáforas más apropiadas que Orwell para la vigilancia actual. 

Por otra parte, el recelo ante un futuro vigilado no parece haber detenido la ola del futurismo (dudo en dignificarlo llamándolo «utopismo») y otros sueños digitales. La noción de ciberespacio seguramente captó lo que Vincent Mosco llama un «espacio mítico» que trasciende los mundos ordinarios del tiempo, el espacio y la política. Mosco llama a esto lo «sublime digital». Desde el mismo invento del chip de silicona en 1978, los utopistas tecnológicos se deshicieron en elogios ante las «revoluciones microelectrónicas» y las «sociedades de la información», y un empresario legendario de la era informática como Steve Jobs alcanzó el estatus de supercelebridad. Muchos expertos siguen pensando que el mejor de los mundos posibles es digital. Esto vale para la democracia, la organización, el ocio, el entretenimiento y por supuesto para las actividades militares o de seguridad. Entre estas, por supuesto, una de las más importantes es la vigilancia. Un oficial, el mayor S. F. Murray dijo, por ejemplo, que el mando en una batalla contemporánea empieza con la habilidad «propia para ver, visualizar, observar o encontrar». 

Pero en sus trabajos encontramos una manera de pensar la utopía mucho más profunda que pone inmediatamente de manifiesto la superficialidad de los sueños digitales. He recuperado un fragmento de su libro Socialism: The Active Utopia, donde usted comentaba "que el pueblo escala sucesivas cumbres sólo para descubrir desde sus cimas territorios vírgenes que su inagotable espíritu de trascendencia les empuja a explorar. Más allá de cada montaña esperan encontrar, por fin, la serenidad. Lo que encuentran es la excitación del principio. Hoy en día, al igual que hace dos mil años, «la esperanza que se ve no es esperanza. Pues, ¿quién espera algo que ve?» (Carta de San Pablo a los romanos 8.24)." 

Estoy de acuerdo con usted en el «inagotable espíritu de trascendencia», pero me pregunto también si el «principio» y el «fin» del que habla —o quizá del que habla san Pablo— tienen más en común de lo que parece. Si esa serenidad inscrita en el origen puede hallarse en el futuro… 

Sea cual sea la respuesta a esta pregunta, asumo por lo que dice usted que las musas utópicas y distópicas siguen produciendo un amplio elenco de críticas imaginativas, incluidas aquellas que se fijan en la información y la vigilancia. Estoy de acuerdo con Keith Tester cuando dice sobre su postura que su «utopismo significa la praxis de la posibilidad crítica de abrirse al mundo contra la petrificación de la actualidad mediante el sentido común, contra la alienación y contra el poder bruto». Lo que encontré novedoso en ese libro es que afirma que «el mundo no tiene que ser como es y que existe una alternativa a lo que hoy parece tan natural, tan obvio, o tan inevitable». 

En el Foro Mundial Social celebrado en Mumbai hace unos años fue increíble ver que había miles de personas de tantos países distintos que se inspiraban en el eslogan «Otro mundo es posible…». 

En relación con la vigilancia como servidora de la seguridad, otra visión es seguramente posible. Los ojos electrónicos fijos de las calles, que recogen todo tipo de datos, y la presión creciente de los flujos de información personal se consideran una respuesta racional a un riesgo importante. Necesitamos desesperadamente oír voces que pregunten: ¿Por qué? ¿Para qué? Y, ¿tienen la menor idea de las consecuencias de todo esto?… Me gustaría oír a alguien que diga: «Existen otras maneras de concebir lo que va mal en el mundo y otras formas de curar sus males».

Zygmunt Bauman: Si me permite, me gustaría animarle a que nos atreviéramos a dar un paso más, pero un paso importante, en mi opinión. De hecho, este último paso nos llevaría a la más profunda e inagotable fuente de nuestra inquietud, cuyo tamaño crece sin parar, y en la cual el deseo de más y más vigilancia es sólo una de sus manifestaciones, aunque ciertamente la más espectacular y la que más da que pensar. Es decir, el eje de ese impulso típicamente humano es la búsqueda del confort y de la conveniencia; la búsqueda de un hábitat que no asuste pero que tampoco aburra, que sea trasparente, sin sorpresas ni misterios, que no nos coja desprevenidos o mirando hacia otro lado; un mundo sin contingencias ni accidentes, sin «consecuencias no previstas» ni caras ocultas del destino. Esta paz final del cuerpo y de la mente se encuentra, sospecho, en la esencia de la idea popular e intuitiva del «orden»; y se esconde detrás de todos y cada uno de los movimientos que pretenden establecer un orden y mantenerlo, empezando por el ama de casa (o amo de casa) que quiere mantener siempre las cosas del baño en el baño y las cosas de la cocina en la cocina, las cosas del dormitorio en el dormitorio y las cosas del salón en el salón, y que empuja en el mismo sentido a los porteros o vigilantes, recepcionistas y guardias de seguridad, que separan a los que tienen derecho a entrar de aquellos cuyo destino es estar aparcados en otro lado, y en último término luchar por crear un espacio en el que nada se mueve salvo que sea movido. Como seguramente habrá notado, el lugar más cercano a esta visión del final de las ansiedades ante lo contingente es el cementerio: la más completa y plena encarnación de esa intuición del «orden»… Freud decía que la inquietud que expresamos colocando todavía más cerraduras y cámaras de televisión en las puertas y en los pasajes la guía Tánatos, ¡la pulsión de la muerte! Pero, paradójicamente, estamos inquietos porque tenemos un deseo insaciable de encontrar la paz, y nunca lo satisfaremos del todo mientras estemos vivos. El deseo inspirado y estimulado por Tánatos puede, al final, encontrarse en la muerte. La paradoja, sin embargo, es que la visión de un «orden final» con forma de cementerio es precisamente lo que nos convierte en «constructores de orden» compulsivos, obsesionados y adictos, y por esa razón también nos mantiene vivos, indiferentes, constantemente ansiosos y tendentes a superar hoy lo que alcanzamos ayer. La insaciable e insatisfecha sed de orden nos hace experimentar la realidad como un desorden y nos llama a reformarla. Imagino que la vigilancia es una de esas industrias que nunca se quedarán desfasadas y necesitarán reconvertirse…

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