¿Por qué el término "woke" pasó de ser conciencia social a insulto?



"La eficacia política del antiwokismo reside en su elasticidad conceptual. Funciona como significante flotante que puede designar desde el feminismo hasta las políticas ambientales, desde el lenguaje inclusivo hasta la memoria histórica. Esta vaguedad deliberada permite movilizar contra enemigos difusos sin necesidad de precisiones teóricas."


Por José Daniel Figuera*

La palabra "woke" emergió del dialecto afroamericano como una llamada a mantener la conciencia ante las injusticias. Su primera aparición documentada en contexto político se remonta a canciones de protesta de los años 30, donde "stay woke" funcionaba como advertencia contra el racismo sistémico. Este sentido original implicaba un despertar ético, una vigilancia activa frente a las estructuras de opresión.

Durante el movimiento por los derechos civiles en los 60, el término circuló en círculos activistas como recordatorio de permanecer alerta. No era un concepto teórico, sino una consigna práctica. La comunidad negra estadounidense lo utilizaba para nombrar la necesidad de reconocer las formas sutiles y abiertas de discriminación que persistían tras las leyes de igualdad formal.

El resurgimiento moderno ocurrió con el movimiento Black Lives Matter después de 2013. Activistas recuperaron "woke" para describir la comprensión del racismo institucional, la brutalidad policial y las desigualdades estructurales. En esta fase, el concepto se enriqueció con nociones de interseccionalidad, reconociendo cómo raza, género y clase se entrelazan en los sistemas de poder.

La transformación del término comenzó cuando think tanks conservadores identificaron su potencial como herramienta de polarización. Entre 2015 y 2017, se produjo un desplazamiento semántico estratégico: lo que era un llamado a la conciencia se reformuló como dogmatismo ideológico. Este proceso no fue orgánico, sino parte de una campaña calculada para agrupar diversas luchas sociales bajo una etiqueta despectiva.

La derecha populista perfeccionó el arte de la simplificación retórica: redujo complejas teorías sobre justicia social a la caricatura del "wokismo". Términos académicos como "interseccionalidad" o "privilegio blanco" fueron extraídos de su contexto teórico y presentados como pruebas de una supuesta ideología totalitaria. Esta operación discursiva permitió convertir la demanda de igualdad material en un espectro amenazante.

Los medios conservadores aceleraron esta transformación mediante repetición constante. Estudios de framing demuestran que entre 2018 y 2020, las menciones a "woke" en ciertos canales aumentaron exponencialmente, siempre asociadas a episodios seleccionados para provocar indignación moral. La estrategia consistía en presentar casos marginales como representativos de un movimiento monolítico.

En Europa, la importación del término siguió patrones similares pero con matices locales. Donde la derecha estadounidense hablaba de "critical race theory", sus homólogos europeos lo vincularon a debates sobre colonialismo o identidad nacional. El "wokismo" se convirtió en chivo expiatorio para problemas sociales complejos, desde la integración migratoria hasta la reforma educativa.

La eficacia política del antiwokismo reside en su elasticidad conceptual. Funciona como significante flotante que puede designar desde el feminismo hasta las políticas ambientales, desde el lenguaje inclusivo hasta la memoria histórica. Esta vaguedad deliberada permite movilizar contra enemigos difusos sin necesidad de precisiones teóricas.

Un análisis de los usos parlamentarios del término revela su función como interruptor retórico. Cuando se debaten leyes contra la discriminación o a favor de minorías, la acusación de "wokismo" sirve para desviar la conversación de los hechos concretos hacia una supuesta guerra cultural. La táctica consiste en psicologizar las demandas sociales, presentándolas como caprichos ideológicos más que como respuestas a desigualdades medibles.

Las consecuencias de este framing son tangibles en políticas públicas. Varias legislaturas han propuesto leyes "antiwoke" que limitan la enseñanza sobre racismo histórico o diversidad sexual. Estas iniciativas comparten un patrón: utilizan el término como espantajo para justificar censura educativa, siempre bajo el eufemismo de "neutralidad ideológica".

Paradójicamente, quienes más emplean "wokismo" como insulto son quienes más han contribuido a su difusión. La retórica antiwoke depende de amplificar constantemente aquello que dice combatir. Este circuito de atención genera beneficios políticos inmediatos: moviliza bases, distrae de problemas estructurales y crea la ilusión de una amenaza cultural unificada.

El supuesto conflicto entre "woke" y "antiwoke" oculta una asimetría fundamental. Mientras el primer término agrupa diversas luchas sociales con objetivos concretos, el segundo funciona principalmente como dispositivo de movilización reactiva. No propone alternativas, solo rechazos; no ofrece visiones de sociedad, solo enemigos a combatir.

El agotamiento del término parece inevitable. Su uso excesivo como comodín retórico ha diluido su capacidad explicativa. Cuando todo puede ser "woke" - desde un pronombre hasta un plan de estudios - nada lo es realmente. La inflación semántica conduce irremediablemente al vaciamiento de significado.

El recorrido de "woke" ilustra cómo el lenguaje se convierte en campo de batalla política. Lo que comenzó como llamado a la conciencia terminó como arma arrojadiza en guerras culturales fabricadas. Esta historia demuestra que las palabras no solo describen realidades, sino que también pueden ser instrumentalizadas para crearlas y distorsionarlas.

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*José Daniel Figuera, profesor y escritor venezolano, actualmente director de la Editorial Bloghemia.

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