"Los sueños nocturnos surgen del inconsciente. En cambio, las visiones con que soñamos despiertos nacen de aquello de lo que todavía no somos conscientes."
Por: Byung Chul Han
EL pensamiento tiene una dimensión afectiva y corporal. Walter Benjamin llamaba «imágenes que nos hacen pensar» a las expresiones plásticas de los pensamientos y a los fenómenos que los ilustran, y decía que la primera imagen que nos hace pensar es la carne de gallina. Cuando una imagen nos hace pensar es porque tiene un fuerte arraigo corporal. Sin afectos, emociones ni pasiones, y en general sin sentimientos, no hay conocimiento. Los sentimientos inervan el pensamiento. Ese es exactamente el motivo por el que la inteligencia artificial no puede pensar. Los sentimientos y los afectos no pueden reflejarse en algoritmos, porque son acontecimientos analógicos y corporales. La inteligencia solo es capaz de calcular. La palabra inteligencia viene de inter-legere, que significa «escoger entre». Uno escoge entre posibilidades que ya están dadas. Por eso, a diferencia del pensar, la inteligencia no genera nada nuevo. Quien realmente es capaz de pensar no es inteligente. El pensamiento es lo único que nos abre las puertas de lo totalmente distinto. Por eso, como diría Deleuze, quien piensa es un idiota. Pensar es un gesto de hacer el idiota, «faire l’idiot». Solo quien puede ser idiota lleva a cabo un nuevo comienzo, rompe radicalmente con lo que había y encomienda lo sido a lo venidero. Solo un idiota puede tener esperanza.
En Amor y conocimiento, Max Scheler cita a Goethe:
Solo se conoce lo que se ama, y cuanto más profundo y exhaustivo deba ser el conocimiento, tanto más fuerte e intenso deberá ser el amor, e incluso la pasión.
También Pascal está convencido de que «los objetos que se ofrecen a los sentidos y que seguidamente juzga la razón solo aparecen con la evolución del amor y en los procesos amorosos». Frente a lo que normalmente se supone, no alcanzamos conocimientos a base de refrenar nuestras pulsiones emocionales, sino que es la atención guiada por el amor, la dedicación amorosa al mundo, la que marca los pasos cognoscitivos, desde la percepción sensorial más elemental hasta las imágenes mentales más complejas. Pascal llega a escribir incluso que «amor y razón son una y la misma cosa». El amor no nos hace ciegos, sino videntes. Solo el amante abre los ojos. El amor no distorsiona la realidad, sino que nos revela su verdad. Hace que la visión sea más nítida. Cuanto más fuerte sea el amor, tanto más profundo será el conocimiento. San Agustín escribe: «Tantum cognoscitur, quantum diligitur», «solo conocemos lo que amamos».
Amar es más que interesarse solo por cosas que ya existen. De hecho, solo gracias al amor alcanzan las cosas su existencia más plena. Scheler nos recuerda que san Agustín, «de una forma extraña y prodigiosa», atribuía a las plantas el deseo «de que los hombres las contemplen, como si las plantas experimentaran algo análogo a la redención cuando los hombres, inspirados por el amor, las conocen en su ser». Es la mirada amorosa la que redime a la flor de sus carencias ontológicas. El amor la lleva a alcanzar su plenitud ontológica. La flor se consuma cuando la conocemos amándola. La mirada amorosa redime a la flor.
Ya Platón decía que el amor es constitutivo del conocimiento. El amor como eros es la aspiración del alma a un conocimiento más perfecto. El pensamiento es un acto amoroso. El filósofo es un erotómano, un amante de la verdad. El pensamiento guiado por el amor culmina en la visión extática de la idea de belleza como conocimiento supremo. Siguiendo a Platón, también Heidegger concibe el pensar como una pulsión movida por el eros. El eros inspira al pensar. Le da alas:
Lo llamo Eros, el más antiguo de los dioses según las palabras de Parménides. El aleteo de ese dios me toca siempre que, al pensar, doy un paso esencial y me aventuro por caminos intransitados.
El pensamiento como eros ha sido un tema reiterativo a lo largo de toda la historia de la filosofía. En ¿Qué es la filosofía?, Deleuze y Guattari declaran el eros la condición del acto de pensar, de modo que el filósofo debe ser un amigo, e incluso un amante. El eros como relación vital con lo distinto es la «condición de posibilidad del pensamiento mismo, una categoría viva, una vivencia trascendente». Al pensamiento le es esencial anhelar lo diferente, afanarse por algo distinto y atópico, por algo que no se pueda comparar con nada.
Si falta el eros, nos quedamos encerrados en el infierno de lo igual.
Deleuze plantea una pregunta muy profunda:
¿Qué significa «amigo», cuando se ha convertido en […] condición para el acto de pensar? ¿O tal vez amante? ¿No será más bien un amante? ¿Y acaso el amigo no reintroducirá de nuevo en el pensar una relación vital con lo distinto, que se creía haber expulsado del pensamiento puro?.
La inteligencia artificial no es capaz de pensar porque no tiene amigos ni amantes. No sabe lo que es el eros. No anhela lo distinto. El conocimiento como visión esencial guiada por el amor no es prospectivo, sino retrospectivo. En la Lógica de Hegel leemos:
El lenguaje ha conservado la esencia [Wesen] en el tiempo pretérito del verbo ser, lo «sido» [gewesen], pues la esencia es el ser pretérito, pero pretérito en el sentido de atemporal.
Según Platón, el conocimiento se produce como una reminiscencia de las ideas que ya fueron, es decir, de las ideas preexistentes. El conocimiento es una visión esencial de lo sido. El eros platónico no nos anima a buscar lo abierto, lo venidero, sino que anhela la esencia, en el sentido de lo sido. También en Heidegger la temporalidad del conocimiento es el «campar como habiendo sido». El pensamiento está camino de la verdad, entendiendo por verdad el «ser que es atemporal en cuanto que pasado». Hay que superar el «olvido del ser» evocando su reminiscencia, haciéndolo de nuevo presente con la fuerza del eros como «aspiración ontológica». Según Heidegger, el pensar «regresa a lo sido», a «lo que no se puede pensar por anticipado». Rastrea expresamente lo que siempre ha sido ya. Pero lo venidero, lo nonato, le cierra sus puertas.
No solo el amor, sino también la esperanza genera sus propios conocimientos. Pero, a diferencia del amor, la esperanza no atiende a lo sido, sino a lo venidero, y conoce lo que todavía no es. La temporalidad de la esperanza no es el haber sido, sino el futuro. Su modo de conocer no es retrospectivo, sino prospectivo. Es una «pasión por lo posible» que dirige la mirada hacia lo que aún no es, hacia lo no nacido. Le abre a la realidad posibilidades futuras. Basándose en las famosas palabras de san Anselmo de Canterbury «fides quaerens intellectum – credo ut intelligam» («creo para poder entender»), Moltmann escribe: «spes quaerens intellectum – spero ut intelligam», «tengo esperanza para poder entender». La esperanza agranda el alma para que acoja las cosas grandes (extensio animi ad magna). Por eso, es una excelente vía de conocimiento.
En su lección sobre la Epístola a los Romanos (1516), Lutero medita sobre el pensamiento que vive esperanzado:
El apóstol filosofa y piensa sobre las cosas de modo diferente a como lo hacen los filósofos y los metafísicos, pues los filósofos ponen la mirada en el presente de las cosas y solo reflexionan sobre las propiedades y las esencias, mientras que el apóstol nos hace apartar la vista del presente de las cosas, de sus esencias y sus propiedades, y nos hace mirar hacia su futuro. El apóstol no nos habla de la esencia ni de los actos de la criatura, de la actio, de la passio ni del movimiento, sino […] de la expectatio creaturae, de la «expectación de la criatura».
Quien tiene esperanza no pone su atención en la esencia, en lo que ha sido ni en la presencia de las cosas (presentiam rerum), sino en su futuro, en sus posibilidades futuras. El pensamiento esperanzado no se articula en conceptos, sino en anticipaciones y en presentimientos. Es la esperanza la que nos abre el campo de posibilidades antes de que podamos fijarnos un objetivo concreto: «¡Presagios del futuro! ¡Celebrar el futuro, no el pasado! ¡Cantar el mito del futuro! ¡Vivir en la esperanza! ¡Momentos de dicha! Y, después, bajar el telón y centrar los pensamientos en objetivos fijos e inmediatos». Si no tenemos esperanza, nos quedamos atrapados en lo que ha sido o en lo que no debería existir. Es la esperanza la que genera acciones plenas de sentido, actos que traen novedades al mundo.
Moltmann comenta que el pensamiento esperanzado no mira a la realidad con los «ojos nictálopes de la lechuza de Minerva». Fue Hegel quien tomó la lechuza de Minerva como metáfora para ilustrar que la filosofía solo capta lo que ya se ha hecho historia, es decir, lo sido:
Como pensamiento sobre el mundo, [la filosofía] solo aparece en el tiempo una vez que la realidad ya ha finalizado su proceso de formación y está terminada. […] Las formas vitales ya han envejecido cuando llega luego la filosofía para pintar sus grises en grisallas. Pero las grisallas no rejuvenecen esas formas vitales, sino que solo nos las dan a conocer. La lechuza de Minerva solo emprende su vuelo cuando empieza a anochecer.
Hegel le niega a la filosofía la capacidad de captar lo venidero. La «grisalla» es la pintura de lo sido. La filosofía es una reflexión posterior, y no un pensamiento precursor. No es prospectiva, sino retrospectiva. En cambio, el pensamiento esperanzado descubre en la realidad nuevas posibilidades suyas que todavía no había habido. La filosofía como pensamiento precursor es, tal como replica Karl Ludwig Michelet a Hegel en una conversación, «el canto de gallo al despuntar un nuevo amanecer que anuncia una figura rejuvenecida del mundo».
Para el esperanzado pensamiento mesiánico, el pasado no ha concluido ni está congelado como lo que fue. El pasado sueña hacia delante, con la mente puesta en el futuro y en lo venidero. En cambio, la esencia cuando campa no sueña. Ella campa como habiendo sido, y como tal está terminada y cerrada. Quien tiene esperanza descubre en las cosas contenidos oníricos ocultos y los interpreta como misteriosos signos del futuro. Mira al pasado desde la óptica del soñador. Al despertar, su conciencia se transforma:
Y, efectivamente, el paradigma de recordar es despertar, que es cuando logramos recordar lo más inmediato, lo más banal, lo más obvio. Eso que pretendía Proust cuando hacía el experimento de correr los muebles por la mañana estando aún medio dormido, y eso que Bloch percibe como la oscuridad del instante vivido, es lo mismo que aquí debe asegurarse colectivamente en el nivel de lo histórico. Existe un modo de saber lo que fue aunque todavía no seamos conscientes de ello, y el proceso de hacernos conscientes de ese saber tiene la estructura del despertar.
Soñar es un medio para conocer. Benjamin sumerge las cosas hasta un nivel onírico profundo para sonsacarles el lenguaje secreto de la esperanza. El significado que las cosas tenían en el pasado no se reduce a lo que ellas fueron entonces. En sus sueños, es decir, en sus esperanzas, las cosas trascienden sus límites históricos. Por ejemplo, Benjamin escribió los «Pasajes de París» en vista de una producción industrial y un capitalismo típicamente decimonónicos, pero esos «Pasajes» ya contienen algo que todavía estaba por realizar dentro del orden industrial capitalista: «Toda época tiene un lado vuelto hacia los sueños: su lado infantil».
El pensamiento de Benjamin pone al descubierto «las inmensas fuerzas de la historia que estaban adormecidas en el “érase una vez” del relato histórico clásico». Benjamin es como un intérprete de sueños que descubre en los sueños y las esperanzas de las cosas «un mundo de particulares afinidades secretas», un mundo en el que las cosas entablan las «relaciones más contradictorias» y revelan unas «afinidades indeterminadas». En esto se parecen mucho Benjamin y Proust. Para Proust, el sueño revela el verdadero mundo interior que ocultan las cosas. Quien sueña se sumerge hasta un estrato ontológico muy profundo, en el que la vida teje sin cesar nuevos hilos entre los acontecimientos, formando así una tupida red de relaciones. La verdad provoca encuentros sorprendentes. Esos encuentros acontecen cuando el soñador,toma dos objetos diferentes y establece su relación, […] como la vida, cuando, adscribiendo una calidad común a dos sensaciones, aísla su esencia común reuniendo una y otra.
Los sitios favoritos de la verdad son el sueño y el adormecimiento. En ellos se derogan las separaciones nítidas y las delimitaciones tajantes, que son características de la vigilia. Según Proust, las cosas solo revelan su verdad«en el sueño muy vivo y creador del inconsciente (sueño en el que acaban de grabarse las cosas que solamente nos rozan, en el que las manos dormidas agarran la llave que abre, en vano buscada hasta entonces)». El sueño se nutre de esperanzas. Las cosas tienen esperanza cuando sueñan. O sueñan porque tienen esperanza. La esperanza las libera de su calabozo histórico, porque les abre las puertas de lo posible, de lo nuevo, de lo venidero, de lo nonato. Y así las salva, llevándolas al futuro. Ayuda a que las cosas encuentren su verdad más profunda rompiéndoles sus costras y sacándolas de sus anquilosamientos, que se les habían creado con el paso del tiempo histórico. La esperanza vive con sus sueños en un tiempo mesiánico.
También Adorno entiende la esperanza como un medio de la verdad. Para el pensar esperanzado, la verdad no es algo que haya sido ya y ahora solo se tenga que sacar posteriormente a la luz, sino algo que hay que conquistar luchando contra lo falso, contra lo que no debería existir. Su sitio no es lo que ha sido, sino el futuro. A la verdad es esencial un núcleo utópico y mesiánico. La verdad debe sacarnos de la existencia que hemos llegado a calar como falsa:
Al final es la esperanza, tal como se le sonsaca a la realidad cuando la negamos, la única figura bajo la que aparece la verdad. Sin esperanza apenas sería concebible la idea de verdad, y la falsedad cardinal sería hacer pasar por verdad una existencia que ha resultado ser falsa solo porque la hemos calado como tal.
En Minima moralia leemos: «El arte es la magia liberada de la mentira de ser verdad». Como «descendiente de aquella magia» que «separaba lo santo de lo cotidiano y que ordenaba preservarlo en su pureza», el arte está sometido a una «esfera de sus propias leyes», que no obedece a la lógica de lo existente. Por eso, se aferra al «derecho a la alteridad». De este modo, el arte abre un campo de posibilidades, en el que destella el presagio de una verdad superior. La propia esperanza tiene algo de magia. No le interesa la lógica de lo existente. La esperanza es alentada por la fe de que todo podría ser de otra manera. La belleza, como medio de una esperanza que habita más allá de la racionalidad teleológica profana, hace que despunte un mundo posible allende lo existente:
En la magia […] de la belleza […], la apariencia de omnipotencia se refleja […] como esperanza. Se ha librado de toda prueba de fuerza. La absoluta falta de finalidad desmiente la totalidad de lo funcional en el mundo del dominio, y solo gracias a esa negación […] la sociedad existente sigue siendo consciente, hasta el día de hoy, de otra sociedad posible.
También Ernst Bloch se distancia de la hegeliana lechuza de Minerva, que vuela en pos de lo que ya fue:
En el Menón leemos que todo saber no es más que anamnesis. En la anamnesis o reminiscencia, el alma vuelve a recordar lo que ya había contemplado en el reino de las esencias antes de nacer. […] Bajo el hechizo de esa anamnesis, se consideraba que el ser —que antes había sido ser esencial, ontos on— solo alcanzaba su forma más plena una vez que ya había sido: la esencia es el campar de lo que ha sido. Ese hechizo llegó hasta Hegel, es más, culminó en él, o al menos en su Minerva crepuscular, cuyo saber tenía como único objeto el contenido de lo que había llegado a ser; ese hechizo culminó con el repudio de la apertura que conlleva lo que todavía no es, con el rechazo de las reservas de posibilidades aún no realizadas.
La lechuza de Minerva es ciega para el naciente esplendor de lo nuevo, que no se somete a la lógica de la esencia. El pensamiento de la esperanza desplaza el interés cognoscitivo desde el pasado hacia el futuro, desde lo sido hacia lo venidero, y opone al ya de siempre, como temporalidad de la esencia, el todavía no.
Bloch opone al gris el azul, que es el color de la esperanza: «Este azul, que es el color de la lejanía, designa tanto plástica como simbólicamente lo que tiene futuro, lo que aún no ha llegado a ser real» Goethe define el azul como una «nada estimulante». Es el «todavía no» que nos seduce y concita en nosotros una nostalgia. El azul nos trasporta a la lejanía. Por eso, escribe Goethe:
Como nos sucede cuando contemplamos el alto cielo o unos montes lejanos, también aquí nos parece que una superficie azul retrocede cuando la observamos. E igual que nos gusta seguir un objeto agradable que huye de nosotros, también nos gusta contemplar el azul, no porque se nos eche encima, sino porque nos arrastra tras de sí.
Una sociedad que, como la actual, carece de toda esperanza está envuelta en gris. Le falta la lejanía.
Infundidos del espíritu de la esperanza, contemplamos lo venidero incluso en el pasado. Lo venidero como lo realmente nuevo, como lo distinto, es el sueño, la visión que el pasado soñó despierto. Sin el espíritu de la esperanza nos quedamos atrapados en lo igual. Ese espíritu rastrea en el pasado las huellas de lo venidero. Como dicen las bellas palabras de Benjamin: «El pasado lleva consigo un índice secreto que le recuerda que hay una redención».
Yo no soy trasparente para mí mismo. La capa consciente de nuestra psique es muy fina. La rodean amplios bordes oscuros. Podemos no ser conscientes de lo que percibimos, incluso aunque eso determine ya nuestros actos. Los conocimientos no se asientan solo en la conciencia clara, sino también en la semiconsciencia. Hay conocimientos que solo son accesibles para la esperanza, pero esos conocimientos nosotros aún no los hemos comprendido. Ni siquiera somos aún conscientes de ellos ni los sabemos. Su estado ontológico es el de aquello «de lo que todavía no somos conscientes». Vienen del futuro:
Aquello de lo que todavía no somos conscientes es la preconsciencia de lo venidero, el lugar psíquico donde nace lo nuevo. Si se mantiene en un nivel preconsciente es, sobre todo, porque encierra un contenido de conciencia que apenas despunta desde el futuro, pero que todavía no se ha manifestado por completo.
Bloch distingue estrictamente entre aquello de lo que todavía no somos conscientes y el inconsciente del psicoanálisis. En el inconsciente yacen los acontecimientos pasados reprimidos. En el ámbito del inconsciente no acontece nada nuevo. El inconsciente «no es una conciencia que despierta con contenidos nuevos, sino una conciencia anterior cuyos contenidos son también antiguos». Le falta el esplendor de lo venidero. Está marcado por las regresiones. En ese inconsciente se va sedimentando el pasado angustioso que atormenta al presente y bloquea el futuro. Aunque el psicoanálisis también proporciona conocimientos, lo cierto es que esos conocimientos solo sirven para esclarecer el pasado. No son las regresiones, sino las progresiones las que franquean el acceso a aquello de lo que todavía no somos conscientes, a lo venidero, a lo nonato, a lo que por ahora es una preñez de corazonadas y presentimientos, a modo de vislumbres de colores. Los sueños nocturnos surgen del inconsciente. En cambio, las visiones con que soñamos despiertos nacen de aquello de lo que todavía no somos conscientes. Según Bloch, quien tiene esperanza «no olisquea una rancia humedad de sótano, sino que aspira una fresca brisa matutina» Aquello de lo que todavía no somos conscientes es «la representación psíquica de lo que todavía no ha llegado a ser en su época y en su mundo, en la vanguardia del mundo» Es un «fenómeno del novum». La esperanza interviene en gran medida en la generación de lo nuevo.
Ya hemos señalado que la esperanza viene de otra parte. Su trascendencia la vincula con la fe. Sin embargo, Bloch priva a la esperanza de toda trascendencia y la somete a la inmanencia de la voluntad:
En la esperanza consciente y conocida nunca hay nada débil, sino que en ella anida una voluntad: debe ser así, tiene que ser así. El gesto de deseo y voluntad prorrumpe aquí con todas sus energías […]. Se requiere andar erguido, se necesita una voluntad que no se someta a nada de lo que ya ha llegado a ser. Andar erguido es su privilegio.
La esperanza de Bloch es robusta y rebelde. Carece de toda dimensión contemplativa. Sin embargo, la esperanza no anda erguida. Su postura básica no es la marcha erecta, sino estirarse hacia delante y aguzar el oído para oír mejor. A diferencia de la voluntad, no se subleva. Es un aleteo que nos porta.
La esperanza tiene esencialmente una dimensión contemplativa. Pero, como Hannah Arendt otorga un primado absoluto a la vita activa, es inevitable que margine a la esperanza. También Bloch entiende la esperanza principalmente desde su lado activo. La alienta una voluntad prometeica. Bloch erige a Job en rebelde de la esperanza. Job se subleva contra Dios por las injusticias padecidas. Para Bloch, Job ya no confía más en la justicia divina. Dios es reemplazado por el «optimismo militante» de los hombres:
«en el Libro de Job comienza la tremenda inversión de los valores, el descubrimiento del potencial utópico que hay dentro de la esfera religiosa: un hombre puede ser mejor y comportarse mejor que su dios».
La esperanza se distingue radicalmente de lo que Bloch llama «optimismo militante». La esperanza me infunde ánimos en medio de la desesperación más absoluta. Gracias a ella vuelvo a levantarme. Quien tiene esperanza se hace receptivo para lo nuevo, para nuevas posibilidades que, de no haber esperanza, ni siquiera se percibirían. El espíritu de la esperanza habita en un campo de posibilidades que trasciende la inmanencia de la voluntad. La esperanza hace innecesarios los pronósticos. Quien tiene esperanza confía en lo imprevisible, cuenta con que haya posibilidades contra toda probabilidad.