Vivimos en estado de alerta continua, pero sin dirección. Y cuando el ruido es permanente, el alma pierde su brújula. Anne lo dijo con crudeza.
Por: Walter Alvez de Olivera
Vivimos rodeados de pantallas, pero cada vez más desconectados de lo tangible. Tocamos superficies lisas, deslizamos dedos sobre cristal, sin percibir la rugosidad del mundo real. La experiencia directa, con su carga de incertidumbre y sorpresa, ha sido reemplazada por representaciones pulidas, optimizadas para gustar. No es que el mundo haya desaparecido, sino que ha sido sustituido por su imagen, una imagen que no exige pensar, solo mirar. Lo real ha sido colonizado por lo visible. Byung Chul Han, con la precisión melancólica que lo caracteriza, lo advirtió.
Nos deslizamos hacia una sociedad de la transparencia, donde todo debe ser visible, pero nada puede ser verdaderamente comprendido. Lo que no se muestra, no existe. Lo que no se exhibe, no vale. .
La realidad entonces no desaparece de golpe, sino que se desvanece lentamente, sofocada por una acumulación de datos, selfies, métricas y proyecciones. Vivimos no tanto para ser, sino para ser vistos. Este nuevo orden visual no produce conocimiento, sino ruido, una saturación de información sin sentido, que anestesia el pensamiento y disuelve la atención.
El exceso de estímulos no enriquece, agota. Lo irónico es que nunca habíamos tenido tanto acceso a la realidad y, sin embargo, nunca habíamos estado tan lejos de ella. Porque mirar no es lo mismo que comprender, y estar conectado no es lo mismo que estar presente.
Detrás de esta crisis de lo real se agita una ansiedad profunda, el miedo al vacío. En este mundo, que ya no ofrece grandes relatos, ni certezas compartidas, la proliferación de imágenes opera como un sedante. Nos refugiamos en lo digital, como quien se aferra a una tabla en medio del naufragio.
¿Pero qué sucede cuando esa tabla ya no flota? Cuando todo lo que vemos es una proyección de nuestros deseos, temores y algoritmos, ¿qué queda de la verdad? En este punto del viaje, querido oyente, quisiera hacerte una invitación sincera. Si este vídeo te está haciendo pensar, sentir, o al menos dudar un poco más del mundo que te rodea, considera apoyar este proyecto. Deja tu like, suscríbete y comparte.
No para alimentar vanidades digitales, sino para que este tipo de reflexión, que no busca entretener, sino despertar, pueda seguir existiendo. Hoy, más que nunca, pensar es un acto de resistencia. Ann señalaba que vivimos en la era del infierno de lo igual, donde las diferencias se borran en nombre de una falsa inclusión y todo se vuelve intercambiable.
Esto no solo aplana la experiencia, también borra la posibilidad de lo auténtico. Cuando todo es imagen y simulacro, la singularidad, esa chispa irrepetible que hace a cada momento y persona únicos, se disuelve. Ya no se trata de vivir, sino de actualizar un perfil.
La realidad, entendida como un encuentro con lo otro, con aquello que no controlamos, se vuelve insoportable para una cultura obsesionada con la inmediatez y el control. Preferimos la predicción al misterio, el cálculo a la contemplación. En ese tránsito, lo real, que implica riesgo, ambigüedad y profundidad, se convierte en un residuo incómodo.
Lo eliminamos, lo pixelamos, lo editamos. Y así, sin darnos cuenta, nos convertimos en habitantes de una ilusión consensuada. Los antiguos sabían que la verdad no era un espejo claro, sino un camino arduo.
Sócrates no enseñaba ideas, sino que removía las falsas certezas. Jesús no ofrecía respuestas fáciles, sino parábolas que descolocaban. Freud entendía que la conciencia no es transparente, sino una lucha entre pulsiones opuestas.
Hoy, en cambio, todo debe ser fácil, instantáneo, user-friendly. Pero ¿a qué precio? La psicología del sujeto contemporáneo está marcada por la hiper-exposición. Nos miramos constantemente a través de la mirada de los otros.
Ya no somos dueños de nuestro rostro, sino de una versión curada del mismo. Esta autovigilancia constante fragmenta el yo, lo descompone en piezas que deben gustar, atraer, persuadir. El sujeto ya no se pregunta quién es, sino cómo se ve, y si la realidad de uno mismo también ha dejado de existir.
Miramos al pasado con cierta nostalgia, no por idealizarlo, sino porque aún había silencio, espacios vacíos donde el pensamiento podía germinar. En cambio, hoy todo está lleno de estímulos, de mensajes, de notificaciones. No hay lugar para el recogimiento, para la introspección.
Vivimos en estado de alerta continua, pero sin dirección. Y cuando el ruido es permanente, el alma pierde su brújula. Anne lo dijo con crudeza.
La positividad excesiva nos enferma, porque en ella todo debe ser optimizado, corregido, perfeccionado. No hay espacio para la debilidad, la duda o el dolor. Pero la realidad incluye todo eso.
Es en esencia imperfecta, ambigua, viva. Negarla es negar nuestra humanidad. Por eso la desaparición de la realidad no es sólo un fenómeno tecnológico, sino espiritual.
La historia está repleta de momentos en que la realidad fue disputada. Desde las herejías medievales hasta las revoluciones científicas, siempre hubo fuerzas que intentaron imponer un relato único. Pero al menos entonces había disenso, lucha, conflicto.
Hoy, en cambio, lo que desaparece es el disenso mismo, reemplazado por una ilusión de consenso algorítmico. Todos piensan igual, porque nadie piensa demasiado. Esta uniformidad del pensamiento no nace del totalitarismo, sino del entretenimiento.
Es más eficaz distraer que censurar. Las redes sociales, convertidas en laboratorios del deseo, moldean nuestras emociones con precisión quirúrgica. Lo que creemos elegir ya fue decidido por nosotros.
Y así, la libertad se convierte en simulacro, otro fragmento de la realidad que se escurre. No obstante, no todo está perdido. Hay gestos que resisten, un libro leído en silencio, una conversación sin pantallas, un paseo sin mapas ni relojes, pequeños actos que nos devuelven a la experiencia directa.
Allí, en lo simple, se esconde todavía algo real. No grandioso ni espectacular, pero real. Y quizás sea allí donde debamos buscar refugio, como quien en medio del desierto haya un manantial.
Pensar, decía Arendt, es dialogar con uno mismo. Pero cómo hacerlo cuando todo diálogo interior es interrumpido por estímulos externos. La hiperconectividad ha roto nuestra relación con la interioridad.
El yo ha sido expulsado de sí mismo. Y sin esa intimidad, sin ese espacio interior, el mundo se vuelve incomprensible. Porque sólo quien se conoce puede realmente ver.
La cultura de la imagen ha invertido los términos. Ya no usamos la tecnología para ver el mundo. Usamos el mundo para alimentar la tecnología.
Cada experiencia debe ser documentada, convertida en contenido. Pero al hacerlo, la experiencia misma se desvanece. Como turistas de nuestra propia vida, la recorremos sin habitarla, la registramos sin vivirla.
No hay nostalgia en este análisis, sino advertencia. El problema no es la tecnología, sino su absolutización. El error no está en usar pantallas, sino en vivir en ellas.
La realidad no ha desaparecido, pero sí se ha vuelto más frágil, más difícil de alcanzar. Hay que hacer un esfuerzo para llegar a ella, como quien atraviesa un bosque espeso en busca de claridad. Quizás la pregunta no sea si la realidad existe, sino si todavía queremos encontrarla.
Porque buscarla implica dolor, implica incertidumbre. No todos están dispuestos, pero hay quienes sí, quienes se detienen, se cuestionan, se incomodan. Y en ese gesto hay algo profundamente valiente.
Mirar de frente, incluso cuando no hay filtros. Ese coraje de mirar sin adornos, de pensar sin muletas, es lo que necesitamos recuperar. No para volver al pasado, sino para crear un presente más denso, más humano.
Uno donde la verdad no sea un dato, sino un proceso. Donde la realidad no sea un espectáculo, sino un encuentro. Uno donde tal vez podamos reconocernos.
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