La sobreabundancia de riquezas | por Nic Johnson

EL ESTADO FISCAL OCCIDENTAL
"La desigualdad casi siempre ha crecido con el tiempo y la herencia y las dinastías tienen una importancia abrumadora para explicar el capitalismo"



Por: Nic Johnson 

Nicole Oresme fue una de las más eminentes figuras de la academia medieval francesa: filósofo, teólogo, astrónomo, intérprete de Aristóteles y autor de influyentes obras sobre economía y matemáticas (fue uno de los primeros en proponer una representación gráfica de los datos). También fue uno de los principales teóricos de la política que ya en el siglo XIV defendió una constitución mixta. Cuando las ciudades estaban agitadas por motines tras la epidemia de peste negra, defendió ante Carlos V que los culpables eran los ricos: «Están entre los demás como Dios está entre los hombres». Políticamente, los ricos dominaban las asambleas municipales e inclinaban las leyes a su favor. El camino más prudente sería expulsarlos de las ciudades, consiguiendo al mismo tiempo aplacar al pueblo y exiliar a potenciales enemigos poderosos de la corona. Aunque Oresme era más elocuente y tenía más autoridad que la mayoría, el sentimiento que estaba expresando era de hecho un lugar común en la edad medieval: los superricos eran un problema político, que se añadía a la evidente irritación espiritual que introducían en la comunidad debido a su codicia.

Poco más de medio siglo después, aunque ya al otro lado del gran punto de inflexión cultural producido por la Peste Negra y en pleno apogeo de la edad de oro del capitalismo mercantil florentino, la atmósfera había cambiado. Poggio Bracciolini, el humanista más famoso por su recuperación de la obra de Lucrecio De Rerum Natura, defendía a los ricos en su De Avaritia: «Igual que entre las poblaciones y las ciudades que tienen buenas tradiciones es habitual instituir hórreos públicos para distribuir trigo mediante donaciones públicas, de la misma manera sería muy útil poner allí a muchos individuos codiciosos para que constituyeran un determinado tipo de granero privado para el dinero». Los neoepicúreos encontraron muchas justificaciones funcionales semejantes para los superricos. Hablando de sus patrocinadores, los humanistas decían que sus costumbres de levantar monumentales construcciones hacían que las ciudades fueran hermosas y placenteras. Y en el siglo XVIII, la obra de Bernard Mandeville, The Fable of the Bees (1714), atormentaba a la Ilustración con su afirmación de que el consumo ostentoso era el fundamento de la riqueza y del crecimiento de una sociedad, y por ello también del orden político. A finales del siglo, Adam Smith logró domesticar las provocaciones de Mandeville recurriendo a la inversión, financiada por el ahorro y fundamentada en la virtud de la austeridad, como el gasto que mantenía la circulación del comercio y la estabilidad de la sociedad. Ese básico movimiento teodiceico en nombre de los superricos fue el eje sobre el que giraron los grandes debates de la economía política durante el siglo XIX y principios del XX.

En algún momento entre las décadas de 1930 y 1960, los economistas del establishment rompieron con esta tradición de justificaciones y se convencieron a sí mismos de que los superricos después de todo no eran semejante problema y la riqueza extrema adquirió una espectral calidad entre los comentaristas sociales ortodoxos. Simon Kuznets –un economista ruso-estadounidense galardonado con el Premio Nobel en 1971, pionero de las cuentas nacionales– popularizó la idea de una «curva» de la desigualdad en el tiempo: las primeras fases de la industrialización aumentaban la desigualdad a medida que la mano de obra rural barata se incorporaba a las nuevas fábricas rentables, pero disminuía a medida que los capitalistas ya no tenían acceso a esos agricultores caracterizados por una productividad marginal baja susceptibles de ser explotados. Los debates sobre la legitimidad de los ricos podían disolverse en la seguridad de que eran un fenómeno reciente y transitorio. El economista italo-estadounidense, Franco Modigliani, en su discurso de aceptación del Premio Nobel en 1985, sostuvo que los individuos planeaban racionalmente su «ciclo vital», acumulando activos hasta final de la madurez para luego desahorrar hasta su muerte. La idea de que cualquiera podía adquirir suficiente riqueza como para fundar poderosas dinastías solo era relevante para unas pocas familias. Había otro aspecto que no era trivial pero sí de segundo orden: «una persona podía estar cerca de representar el equivalente de toda la riqueza de Estados Unidos sin recurrir al proceso de herencia». Ninguna familia dotada de una fortuna importante, ni los ricos en general, era simplemente lo suficientemente longeva como para constituir un problema. Incluso los marxistas, cuando se situaban en una perspectiva histórico-mundial, minusvaloraban a la postre el significado de las grandes dinastías, y Modigliani citaba al respecto la sentencia de Pirenne de que «para cada periodo en que puede dividirse nuestra historia económica, existe una clase de capitalistas diferente y específica». Los superricos estaban destinados a desaparecer con el siguiente giro de la rueda de la hegemonía en el sistema-mundo.

En la última generación, los economistas del establishment han corregido esta concepción. Se ha verificado una proliferación de nuevos datos y durante la pasada década ha aparecido un cierto número de libros sintetizándolos, siendo los más destacados los de Thomas Piketty, Le capital au XXIe siècle (2013), Peter Lindert y Jeffrey Williamson, Unequal Gains (2016), Branko Milanović, Global Inequality (2016) y Walter Scheidel, The Great Leveler (2017). La desigualdad casi siempre ha crecido con el tiempo y la herencia y las dinastías tienen una importancia abrumadora para explicar el capitalismo. Empíricamente, la corriente económica predominante reconocía ahora que las únicas fuerzas históricas suficientemente fuertes como para ser capaces de detener el auge de los ricos han sido la guerra total, la revolución social y las epidemias, y ello no durante mucho tiempo. En el siglo XIX, el 10 por 100 más rico de la población de las economías occidentales vio cómo su participación en la riqueza total pasaba del 80 al 90 por 100; actualmente, después de dos guerras mundiales, el decil más alto controla una vez más entre el 60 y el 70 por 100 de la riqueza total.

La nueva historia de los ricos de Guido Alfani entra de esta manera en un campo sombrío y saturado. Inspirándose en las obras de Oresme y Bracciolini, As Gods Among Men: A History of the Rich in the West, la obra destaca por ofrecer un relato más extenso y comparativo basado en datos más detallados. El resultado es una narrativa que es, si cabe, todavía más sombría que la de sus colegas. Mientras que la mayoría de los datos sobre la desigualdad y los ricos han estado limitados a los siglos XIX y XX, Alfani traza las vicisitudes de los superricos desde comienzos de la modernidad y, en el caso de varias ciudades-Estado italianas, desde el periodo medieval. Esto es posible porque la tierra, una forma de riqueza que es difícil de ocultar, fue con enorme diferencia el mayor activo de las carteras de los ricos hasta un momento sorprendentemente reciente. En un censo del siglo XIV inusualmente detallado (estimi) de la ciudad de Florencia, por excelencia la ciudad-Estado mercantilizada, Alfani encuentra que el 53 por 100 de la riqueza se poseía en forma de tierras y otro 17 por 100 en deuda pública; si excluimos a los habitantes de las ciudades situados en la cima de la pirámide social, en la región de Toscana en 1427 la tierra representaba más del 90 por 100 de la riqueza. Cuatro siglos después, en 1848, los nobles parisinos tenían el 66 por 100 de su riqueza invertida en la tierra, mientras que para la burguesía el porcentaje era del 51 por 100; en Milán la cifra para las clases superiores era el 80 por 100. Alfani concluye que hay que esperar a las primeras décadas del siglo XX, para que los bienes raíces dejen de representar la mayor parte de la riqueza de los millonarios parisinos. Los censos y los registros de la propiedad, que «solamente» representan la riqueza en forma de tierras, son por ello enormemente útiles, especialmente para la era preindustrial. Alfani ha consultado cuidadosamente muchos de estos viejos documentos. A ellos añade los estudios existentes sobre los denominados registros de actos de última voluntad, que recogen los testamentos, y, en el caso de la Inglaterra del Renacimiento, los llamados «subsidios laicos» (impuestos sobre los bienes muebles), junto a fuentes más conocidas de los siglos XIX y XX, principalmente el moderno sistema del catastro introducido por toda Europa después de la Revolución Francesa y las «listas de ricos» como la de «los Cuatrocientos», recopilada por Caroline Schermerhorn Astor, miembro de la alta sociedad neoyorquina y, más recientemente, The Forbes 400 List. Reuniendo estas fuentes, Alfani proporciona un panorama de la longue durée de los ricos en Occidente más exhaustivo del que teníamos hasta la fecha.

Profesor de historia económica en la Universitá Bocconi de Milán, Alfani está especialmente bien situado para estudiar las grandes dinastías de principios de la modernidad. Su Departamento de Ciencias Sociales y Políticas tiene una sólida tradición en este campo, que se remonta a la década de 1970, cuando intelectuales asociados con la Escuela de los Annales eran miembros destacados del mismo. Los primeros trabajos de Alfani se centraron en el padrinazgo en Italia a comienzos de la edad moderna, cuando se transformó bajo los rigores del derecho canónico de la Contrarreforma: presionados para limitarse a elegir solamente dos padrinos para sus hijos, los padres priorizaban el estatus y los recursos por encima de las teológicas capacidades tutoriales, reduciendo finalmente la institución a un mecanismo para desarrollar redes patrono-clientelares. En la década de 2010 Alfani recibió del European Research Council dos millones y medio de euros en concepto de subvenciones para financiar un equipo que recogiera los datos sobre riqueza, los cuales constituyen la columna vertebral de As Gods Among Men: A History of the Rich in the West. Como consecuencia ello Alfani cambió el centro de su objeto de investigación, ocupándose primero de los efectos sociales y demográficos de las catástrofes, que dieron lugar a una serie de monografías técnicas y de volúmenes editados sobre pandemias, hambrunas y sobre los efectos de las guerras de asedio y, después, de las continuidades a largo plazo que revelaban sus datos fiscales. Esta obra estableció su reputación como un meticuloso analista cuantitativo.

Este libro constituye un intento de ir más allá de las revistas especializadas y sintetizar sus hallazgos para una audiencia más amplia. Lo que hace tenebroso su mensaje, a pesar de la optimista personalidad del autor, es que confirma y acrecienta el panorama que Piketty dedujo de los datos que reunió para el largo siglo XX: Alfani muestra que desde la Peste Negra la desigualdad ha aumentado prácticamente en todas partes. La serie sin interrupciones más larga, referida a Italia, marca el ritmo: el 10 por 100 más rico poseía un poco menos de la mitad de la totalidad de la riqueza social en 1450, cerca del 60 por 100 en 1570, el 70 por 100 en 1690, y el 80 por 100 en 1800. Las excepciones fueron las tierras alemanas en el siglo XVII, donde los ricos estuvieron permanentemente frenados por la Guerra de los Treinta Años. Para agravar este cuadro debemos indicar que mientras Pikkety atribuía el ascenso de la desigualdad a la tendencia de la tasa de rentabilidad del capital de superar la tasa de crecimiento de la economía en conjunto (r > c), las series de Alfani muestran que no existe una relación entre las tendencias de la desigualdad y el crecimiento: los quinientos años de datos preindustriales revelan las mismas tendencias a largo plazo de la desigualdad que las registradas durante el siglo XIX y las postrimerías del siglo XX sin que existan tendencias equivalentes en la productividad; tampoco ninguno de los periodos de crecimiento o de estancamiento de principios de la era moderna están correlacionados con cambios en el porcentaje de riqueza atesorada por los escalones más altos de la pirámide social que siguieron aumentando independientemente. La idea optimista de la desigualdad, que Kuznets presentaba como un subproducto desafortunado pero temporal de comienzos de la industrialización, es falsa en todos los aspectos.

Después de una sección que ofrece una panorámica general de los datos, el tercio central de As Gods among Men: A History of the Rich in the West está dedicado a una detallada discusión sobre las «sendas hacia la opulencia», recogida en la tipología de los ricos elaborada por Alfani, que se corresponde con una secuencia histórica aproximada: aristocracia, empresa, finanzas. El arco aristocrático alcanzó su cima en los siglos XIII y XIV, cuando fue superado por la empresa, una amplia categoría que engloba todo, de la agricultura comercial al préstamo de dinero, del comercio de esclavos a la ingeniería de informática, y que alcanzó su apogeo con el final de la segunda revolución industrial, mientras que la fase financiera todavía no ha llegado a su ápice. El tercio final del libro se ocupa de «los ricos en la sociedad», es decir, de la riqueza extrema como problema social. Alfani aligera la riqueza de datos de su historia con biografías sintéticas de determinados magnates y de sus familias: los Bardi, los Peruzzi, los Medici y los Fuggers en la Europa del Renacimiento; los Rockefellers, los Carnegies y los Astors en Estados Unidos de fin de siècle; Trump, Berlusconi y Bill Gates en la actualidad. Se trata de un elenco predominantemente masculino, aunque una constante del libro es el papel de las hijas para elevar a determinados hombres a la categoría de los ricos mediante el matrimonio, así como la atención prestada al poder de las viudas que controlaban grandes fortunas. Estos retratos permiten a Alfani descender de las tendencias estructurales y de los agregados estadísticos y «centrarse en la acción humana», presentando a los ricos, pace Oresme, como hombres.

Estos estudios temáticos sobre «los ricos en la sociedad» varían mucho en el tiempo y el espacio, e incluyen muchas fascinantes argumentaciones y cualificaciones secundarias, algunas de las cuales han sido tratadas por Alfani en artículos publicados en diversas revistas. Por ejemplo, aunque las muertes masivas –por guerras, revoluciones o epidemias– históricamente pueden haber sido una condición necesaria para controlar el aumento de la desigualdad, Alfani señala que en muchos casos no fueron suficientes. La Peste Negra resultó tan ruinosa para los ricos fundamentalmente porque les cogió desprovistos de la adecuada planificación sucesoria de su patrimonio. La muerte de un hombre rico llevaba a la división y venta de sus tierras, dispersaba la riqueza entre los hijos a la vez que devaluaba el valor de la tierra con una explosión de nuevas ofertas, lo que permitía que algunos miembros de las clases medias compraran su camino hacia las filas de la riqueza terrateniente. Durante la epidemia, el decil superior de los ricos vio como su participación en la riqueza total disminuía entre el 15 y el 20 por 100, y la concentración de esta no recobraría los niveles previos hasta finales del siglo XVII. En respuesta a la confusión social producida por la dispersión de los patrimonios, los aristócratas se lanzaron en masa hacia el fideicommissum (restricción de las herencias), la institución jurídica romana que estipulaba que los patrimonios solo podían trasmitirse a receptores que a su vez los legaran intactos a sus descendientes, evitando su venta o dispersión. Como consecuencia, las epidemias posteriores normalmente afectaron poco a la concentración de la riqueza. Las guerras tampoco disminuyeron la desigualdad hasta principios del siglo XX. De hecho, el negocio de la guerra ofreció su especial vía hacia la opulencia. Alfani analiza el caso de la Guerra de Chipre (1570), cuando Venecia necesitaba decenas de miles de remos para su flota y solamente una avanzada red de mercaderes y subcontratistas podía satisfacer esa demanda de manera puntual. También menciona el ejemplo todavía más evidente de la Primera Guerra Mundial, que multiplicó por cinco el número de millonarios en Estados Unidos, de aproximadamente 7500 en 1914 a casi 39.000 en la década de 1920 a medida que los comerciantes estadounidenses se hacían cargo de los mercados abandonados por otros beligerantes. Solamente la Guerra de los Treinta Años parece haber tenido el efecto nivelador de las Guerras Mundiales. Los activos físicos quedaron destruidos por la lucha y apropiados como botín: como señalaba Maquiavelo, «el hombre rico desarmado es la recompensa de un soldado pobre». Después de estas guerras totales, los activos financieros se evaporaron por la inflación y lo que quedó en las carteras de los ricos se vació con la tributación progresiva; después de la Segunda Guerra Mundial, los sindicatos y el Estado del bienestar comprimieron los ingresos y las distribuciones de riqueza desde abajo.

Si los ricos no aumentaron su participación en la riqueza social como un subproducto de la modernización industrial, ¿qué fue lo que impulsó ese aumento? Alfani nos previene contra explicaciones monocausales, enumerando como las candidatas más probables «el crecimiento económico, los factores demográficos, los cambios institucionales (aumento de la presión fiscal regresiva) y la proletarización (esto es, la crisis de la pequeña propiedad)». Como deja claro el subtítulo de su libro, se trata de una obra sobre los ricos, no sobre los capitalistas como clase. Alfani los define como aquellos que poseen por lo menos diez veces más riqueza que la media, y el tamaño de este grupo varía entre el 1 y el 10 por 100 de la población. Este planteamiento analítico sobre la cúspide de la jerarquía de la riqueza excluye el examen de la relación de los ricos con los trabajadores y por ello la valoración de la contribución de la proletarización al aumento de la desigualdad a principios del periodo moderno. Los factores demográficos son traídos a colación unas cuantas veces más en el libro –el colapso de la población después de la Peste Negra tuvo resultados niveladores; el declive de la fertilidad a partir de finales del siglo XIX tendió a concentrar la riqueza, ya que las herencias se repartían entre menos hijos–, pero no se hace hincapié sistemáticamente sobre ellos. La inclusión del «crecimiento económico» en la lista de explicaciones resulta confusa, ya que Alfani descarta explícitamente la idea de que el crecimiento pueda explicar el aumento de la desigualdad. Lo que presumiblemente quiere decir es que las nuevas oportunidades de crecimiento –la revolución comercial de la alta Edad Media, el comercio a través del Atlántico en el siglo XV, las revoluciones industriales del siglo XIX– fueron oportunidades para que «hombres nuevos» pudieran entrar en las filas de los ricos. El resultado es que «la presión fiscal regresiva» surge por defecto como lo que su obra precedente, The Lion’s Share: Inequality and the Rise of the Fiscal State in Preindustrial Europe (2019), escrita con Matteo Di Tullio, explícitamente consideraba «el principal impulsor de la desigualdad en el conjunto de Europa durante la era moderna»; de hecho, As Gods Among Men: A History of the Rich in the West le dedica expresamente una «atención extra».

Alfani sugiere, por lo tanto, que no fueron «los vendavales de destrucción creativa» los que impulsaron el ascenso de los ricos en Occidente, sino lo que Schumpeter denominó «el trueno de la historia mundial», esto es, el Estado fiscal y especialmente el «Estado fiscal-militar. La dependencia de corrientes regresivas de ingresos, como sucede con los impuestos al consumo y los monopolios comerciales estatales, los privilegios y las exenciones fiscales de la aristocracia, el acceso de los capitalistas a los paraísos fiscales y el sesgo a gravar más a las poblaciones rurales que a las urbanas, se combinaron para hacer que la carga fiscal recayera en gran medida sobre los pobres. En el otro lado del balance, los cargos venales comprados al Estado fueron una rentable inversión para los ricos –los recaudadores de impuestos, especialmente, siempre estaban cerca de la cima en las listas de ricos– igual que los lucrativos instrumentos de deuda pública y la participación en empresas comerciales públicas, ambos emitidos en denominaciones demasiado grandes como para que pudieran ser adquiridas por la gente corriente.

Los datos fiscales de Alfani están disponibles para diferentes fases históricas: la florentina y la sabaudiana (1300) y la alemana (1350) en épocas bastante tempranas; la británica y la veneciana (1500) en la modernidad; la francesa y la estadounidense después de sus revoluciones en el siglo XVIII, y el resto de la Europa Occidental yendo a la zaga en el siglo XIX. En parte el volumen y la composición de estos datos es producto de la casualidad, esto es, de lo que ha sobrevivido en los archivos. Pero para los marxistas la existencia misma de estos datos puede ser incluida en un fragmento anterior de la macrohistoria, como demuestra Chris Wickham en Framing the Early Middle Ages (2005): a medida que los ejércitos occidentales pasaron de ser ejércitos financiados a vincularse con la tierra en los reinos germánicos posromanos, cuando las elites militares invasoras prefirieron convertirse en aristocracias terratenientes en vez de profesionales asalariados o mercenarios, el mantenimiento de los registros necesario para el funcionamiento del Estado fiscal, siempre difícil e intrusivo, se antojó algo frívolo, lo cual produjo su decaimiento y finalmente su interrupción. El regreso del Estado fiscal occidental siglos más tarde, en la Alta Edad Media, supuso la reconstrucción de esta arquitectura burocrática prácticamente desde cero, esta vez no bajo el signo de la unidad imperial sino en un violento y fracturado panorama político. A medida que las guerras ganaron en intensidad y su escala se incrementó, la tributación se volvió más regresiva, redistribuyendo la riqueza hacia arriba. Los moralistas republicanos criticaron semejante lujo y corrupción. El cronista florentino Giovanni Cavalcanti, escribiendo cinco siglos antes que Schumpeter, señaló que «como el viento mueve la arena de un lugar a otro, la riqueza de Florencia pasa de los ciudadanos indefensos a los poderosos por medio de los impuestos y gracias a la guerra». Los liberales recomendaban desmantelar la maquinaria mercantilista y en el siglo XIX, los socialistas soñaron con utilizar el Estado fiscal para redistribuir la riqueza hacia abajo. Pero fue solamente durante la crisis de principios del siglo XX, y especialmente durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el aparato bélico-financiero se empleó para usos alternativos en Occidente. Fueron los idílicos días que llevaron a Modigliani y Kuznets a imaginar que los hombres creaban sus propias fortunas y que el arco del universo capitalista se inclinaba hacia la igualdad. Desde la década de 1970, la tributación, brevemente progresiva, ha vuelto a su horma y los ricos han vuelto a ascender respecto al resto de nosotros y nosotras.

¿Dónde deja esto a los ricos en el momento presente? Alfani ofrece dos imágenes fundamentales de su complicada situación actual. La primera es más explícita: los ricos soportan la carga de lo que él llama «la maldición de Smaug», una referencia al dragón de la obra de Tolkien El hobbit, que duerme sobre una montaña de monedas. Los ricos tienen que elegir entre acumular sus riquezas o gastarlas, pero ambas opciones son problemáticas. El «consumo ostentoso», un término que Alfani toma prestado de Thorstein Veblen, provoca el tipo de envidia y reacciones violentas que desaconsejaba Oresme. Pero el ahorro no es tampoco una solución, ya que simultáneamente agudiza la desigualdad a largo plazo y hace descender la demanda agregada, lo cual provoca problemas estructurales, que se presentan bajo la forma de una demanda contraída de mano de obra y de un crecimiento endeble. Para superar este dilema, Alfani cree que los ricos deben encontrar un papel para sí mismos en la sociedad, algún propósito social para su riqueza que sirva para justificarla. Históricamente, las principales actividades incluyen la «magnificencia» –literalmente «hacer buenas obras» por medio del patronazgo o la beneficencia y otros tipos de gasto ostentoso para el bien público, como financiar la construcción de bibliotecas–, la filantropía y ser «graneros de dinero», o lo que Alfani denomina «ahorradores de última instancia» para la comunidad, una tradición que él remonta a la antigua institución ateniense del epidosis. Al menos desde los tiempos medievales, se ha esperado que los ricos dejaran que la sociedad dispusiera de sus recursos en momentos de crisis como, por ejemplo, dispensando grano durante las hambrunas, facilitando crédito obligatoriamente y aceptando mayores impuestos durante la guerra o pagando los servicios médicos durante una pandemia. Alfani señala con nostalgia que el último hombre en realizar esta función fue J. P. Morgan, cuando «rescató a su país» y coordinó la respuesta de Wall Street al pánico financiero de 1907. Actualmente, los ricos ya no asumen estas funciones. La Trump Tower es fea, la filantropía resulta difícil de distinguir del blanqueo de su influencia y los bancos centrales son ahora esos «graneros de dinero». Alfani considera especialmente condenable la negativa de los superricos a pagar su parte justa de la respuesta social a la pandemia de la Covid-19, sosteniendo que los ricos han perdido las justificaciones sociales que una vez pudieron reclamar, dejándoles ello en la situación más precaria en que se han encontrado desde la Edad Media. Recomienda que se sometan voluntariamente a una tributación más progresiva para recuperar algo de su legitimidad.

La segunda imagen que evoca el estudio de Alfani es el de una elite cada vez más estancada y encerrada en sí misma. De acuerdo con esta idea, que surge de su lectura de Veblen, los ricos tienen una arraigada tendencia a ser una «clase dedicada al placer», porque quienes heredan la riqueza tienden a ser menos emprendedores y menos afortunados que aquellos que fundaron la dinastía. En vez de exponer su riqueza y su posición social, los herederos emprenden actividades de menos riesgo tales como el arrendamiento de tierras y la recaudación de alguna otra forma de renta. Esto es más evidente en el caso de la nobleza, que trataba de asegurar su estatus recurriendo a la fuerza de la ley. Sin embargo, el funcionamiento de este recurso nunca estaba garantizado –otro hilo del libro es la existencia de nobles sin dinero– pero a medida que la revolución industrial provocó el ascenso de nuevos personajes en la jerarquía social su fracaso estaba prácticamente garantizado. La solución era asegurar «inyecciones de nueva riqueza» mediante el matrimonio. En la Gran Bretaña del siglo XIX, fue habitual que los nobles se casaran con «plebeyas ricas», a menudo las hijas de empresarios estadounidenses. Alfani encuentra evidencias de esta tendencia en «la proporción de mujeres de origen plebeyo presentadas en la corte, que creció desde alrededor del 10 por 100 en 1841 a más del 50 por 100 a finales del siglo»

Alternativamente, se podían extraer rentas de la posesión de deuda pública. Aquí el dominio que tiene Alfani de la historia de la Italia moderna se demuestra con la historia de la familia Medici: después de sufrir el exilio de Florencia en 1433 por apoyar a los «nuevos hombres» contra la oligarquía arraigada, Cosimo regresó a la ciudad y aprovechó la lucha intestina entre sus rivales para finalmente instalarse él y su dinastía como los gobernantes reales de la misma. Por el camino se quemó financieramente haciendo préstamos de dudoso cobro a gente poderosa, lo que le llevó a cambiar eficazmente el capital privado por los más seguros ingresos pecuniarios de los cargos públicos. Esta fue una estrategia paneuropea conducente a que los ricos mantuvieran sus acciones. Incluso en ciudades holandesas como Delft, Alfani encuentra que unas cuantas familias adineradas poseían el 85 por 100 de la totalidad de la deuda de la ciudad y que la utilizaban para dominar la política municipal. Finalmente, los ricos podían simplemente cerrar filas y formar una oligarquía para estabilizar sus rentas, mantenidas mediante estrictas redes en escuelas y colegios de elite, escenarios sociales bien controlados (como las «Cuatrocientas» familias de Nueva York de la señora Astor) y monopolios corporativos en sectores clave. El dinero nuevo se vuelve viejo, se osifica y se estanca. En el caso más extremo, el recurso al matrimonio para proteger los activos podía volverse incestuoso, como en el caso de la familia de un famoso banquero que recoge Alfani: de dieciocho matrimonios entre sus nietos, «dieciséis fueron entre tíos y sobrinas o entre primos en primer grado». Alfani observa casos de aislamiento de la elite que contribuyeron al estancamiento y la caída de Florencia bajo los Medici, y comparte la opinión de destacados historiadores, que consideran de la misma manera a las Repúblicas veneciana y holandesa, así como a la Gran Bretaña antes de la Primera Guerra Mundial. Semejante aislamiento de la elite tiende a poner fin a las oleadas de innovación y crecimiento, porque las técnicas para asegurar la riqueza de quienes ya la poseen hacen descarrilar los procesos de destrucción creativa. Alfani menciona la posibilidad de que Estados Unidos esté entrando ahora en ese territorio, pero más allá del dominio de la Big Tech y del imperio empresarial de Trump, no proporciona ninguna evidencia sistemática que corrobore esa posibilidad.

Como contribución a la historia económica de la desigualdad, As Gods among Men: A History of the Rich in the West contiene abundantes datos y merece ser consultada tanto por especialistas como por el público en general. Las continuidades registradas desde principios del siglo XIV hasta finales del XIX son en general convincentes: series temporales tan largas como las de Alfani son difíciles de encontrar y cuando están disponibles, casi nunca muestran tendencias tan estables. Sin embargo, como obra de análisis social, su estudio presenta claras limitaciones. Algunas nos son familiares desde la recepción de las propuestas fiscales globales, conscientemente «utópicas», de Piketty. Alfani sostiene que «los impuestos son la manera adecuada (institucional y culturalmente) de que los ricos contribuyan a la sociedad». Pero, ¿por qué van a someterse voluntariamente los ricos a esa tributación? El largo ascenso de la desigualdad que documenta Alfani sugiere que las posibilidades de que una fuerza opositora dotada de la suficiente coherencia sea capaz de imponer impuestos adecuados sobre los superricos son escasas; movimientos recientes como Occupy Wall Street, que apuntaban explícitamente al «1 por 100», se han diluido dejando pocas huellas. A diferencia de Piketty, cuya respuesta es redoblar la apuesta por el optimismo de la voluntad, o de Scheidel, que entiende que la desigualdad debería considerarse como un mal menor en comparación con los niveles de violencia que serían necesarios para reducirla, Alfani por lo menos ha señalado lo que él piensa, que esta vez es diferente: los ricos han perdido las funciones que les otorgaban cierta legitimidad. Entre el Estado del bienestar y los bancos centrales, ya no hay nada que la «sociedad» necesite de ellos; en ese sentido, no tendrían la fuerza real necesaria para impedir la introducción de impuestos más igualitarios en las democracias liberales. La crisis financiera global mostró a las ciudadanías el poder de los bancos centrales, mientras que la pandemia puso al descubierto la limitada voluntad de los ricos para asumir cargas sociales. Unas ciudadanías desilusionadas podrían exigir que sus gobiernos asignaran a los ricos su lugar adecuado.

El problema del razonamiento de Alfani es que no explica por qué hasta ahora no ha sucedido esto: si el despliegue de magnificencia y su capacidad de ser «graneros de dinero» son sus funciones principales, entonces los ricos han sido socialmente inútiles durante más de un siglo. Eso es mucho tiempo para que el Coyote siga flotando después de salirse del camino sobre el precipicio. ¿Qué ha estado sucediendo mientras tanto? La laguna concuerda con la tendencia de Alfani de saltar desde principios del siglo XX hasta el final del mismo. Al fijarse en las continuidades durante un plazo ultralargo, Alfani pierde la oportunidad de teorizar rupturas decisivas, incluso cuando sus datos las sugieren. La crisis de principios del siglo XX fue una catástrofe para los ricos de la misma magnitud que la Peste Negra e incluso con algunos de los parámetros utilizados por Alfani, la concentración de riqueza cayó incluso más. El que esto sucediera en el mismo momento en que la composición de la riqueza se veía radicalmente transformada, pasando de la tierra como principal elemento de la misma a los activos financieros, y cuando la generosidad de J. P. Morgan quedó reemplazada por la Reserva Federal, sugiere que de acuerdo con los propios términos de Alfani, los actuales ricos son radicalmente distintos de los del ancien régime previo a la Primera Guerra Mundial. Alfani ha extendido su razonamiento sobre la continuidad en la historia social de la riqueza un siglo de más.

En segundo lugar, aunque Alfani rechaza la clase como categoría analítica, algunos de sus mecanismos explicativos clave dependen de una reprimida teoría de la agencia colectiva que parece estar exigiéndola. La «maldición de Smaug», especialmente, solo es el «dilema» que describe, si se refiere a los ricos en su conjunto. Pocos miembros individuales de la clase ociosa se preocupan por la posibilidad de provocar una reacción populista mientras se complacen con sus lujosos estilos de vida; por el contrario, como explicaba tan elocuentemente Veblen, el despilfarro honorífico que suponen es una forma de prestigio. Caroline Astor y Forbes no confeccionaron sus listas de ricos para que cayera el oprobio sobre su entorno, sino para celebrarlo y darle publicidad. Similarmente, los problemas causados por el sobreahorro –la osificación de la estructura social y el debilitamiento de la demanda agregada– son cuestiones para la clase política, ya que afecta a la base a largo plazo del poder del Estado en la producción de riqueza. Cualquier explicación sobre cómo se arbitran las decisiones relativas al consumo y al ahorro agregados necesitaría una teoría más elaborada sobre la relación existente entre los ricos y el Estado de la que proporciona Alfani.

Su rechazo a la hora de conceder papel alguno al poder de clase en la reproducción de la riqueza y en lo referido a la defensa sistemática de los derechos de propiedad existentes por medio de una específica forma de Estado resultan todavía más difíciles de entender, cuando recordamos que su principal explicación sobre el inexorable aumento de la desigualdad es la «presión fiscal regresiva». Ello plantea una pregunta: ¿por qué tiende la tributación a ser regresiva y qué explica los excepcionales retrocesos de esta tendencia en las décadas centrales del siglo XX? Sin duda aquí es donde viene a cuento uno u otro análisis sobre el equilibrio de las fuerzas de clase: la dependencia del Estado de los capitalistas para generar una riqueza gravable a través de la explotación de los productores; la capacidad de los trabajadores para exigir concesiones políticas y económicas a cambio del reclutamiento masivo en una guerra total. Semejante explicación solo se menciona una vez, de pasada, como una mera posibilidad. Pero habida cuenta del papel de los trabajadores industriales en la ruptura que marcó una época en la historia de la riqueza, producto de las guerras mundiales y de la Gran Depresión, la clase obrera debería aparecer como un agente histórico, incluso en una historia centrada en los ricos. El resurgimiento de los superricos a finales del siglo XX tiene algo que ver con el declive de la fiscalidad progresiva, cuyo descenso comienza con el final del reclutamiento masivo y de la hegemonía militar estadounidense: en Estados Unidos, por ejemplo, los tipos impositivos marginales han caído de casi el 90 por 100 en el periodo inmediato a la Segunda Guerra Mundial hasta el 35 por 100 vigente en la era neoliberal. Pero los actuales regímenes fiscales no son lo suficientemente regresivos como para explicar la totalidad de la magnitud de ese resurgimiento de los superricos. Queda sin teorizar el asimétrico poder que mantienen los ricos sobre el resto de la sociedad, al margen del Estado fiscal, lo cual obliga a Alfani a buscar explicaciones moral-funcionales sobre su persistencia.

Alfani insiste en que la posición de los ricos es «intrínsecamente frágil», porque «luchan por encontrar o por que se les atribuya un lugar adecuado en la sociedad». En esta formulación, «los ricos» parecen estar fuera, quizá por encima, de la «sociedad», relacionados externamente con ella y solo de manera contingente. La portada de As Gods among Men: A History of the Rich in the West, un retrato de Rembrandt de 1637, oficialmente sin título, pero al que muchos se refieren indistintamente como Un noble polaco, Retrato de un príncipe eslavo, Retrato de un turco y Hombre con traje ruso, similarmente representa el lujo como algo ajeno a Occidente. Cuando Oresme sugería al rey exiliar a los ricos simplemente porque eran ricos, esta imaginada relación entre los ricos y la sociedad tenía alguna base en las condiciones reales. Sin embargo, en tiempos de Rembrandt, Occidente estaba bien encaminado en su transición hacia el tipo de sociedad que generaba endógenamente y que estructuralmente dependía de las decisiones de inversión de una clase de capitalistas ricos. Si los ricos occidentales han ocupado un lugar inseguro en la sociedad, como mantiene Alfani, ¿qué puede ser la seguridad?




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