¿Está China destinada a dominar el siglo XXI mientras Estados Unidos pierde su hegemonía?

Contraste entre el crecimiento económico de China y Estados Unidos
"El futuro no pertenece a quien espera, sino a quien actúa con decisión. China ha entendido esta máxima mientras Estados Unidos parece haberse dormido en los laureles de su pasado glorioso."


Por: José Daniel Figuera

El panorama geopolítico mundial ha experimentado una transformación radical en las primeras décadas del siglo XXI, marcada por el meteórico ascenso de China como potencia económica y la paulatina erosión de la hegemonía estadounidense. Lo que comenzó como un experimento de apertura económica bajo el liderazgo de Deng Xiaoping en 1978 ha desembocado en la configuración de un gigante económico que desafía abiertamente la supremacía que Estados Unidos ha mantenido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. China ha sostenido tasas de crecimiento económico sin precedentes, con un promedio anual superior al 9% durante más de tres décadas, lo que ha permitido sacar de la pobreza a más de 800 millones de personas y crear una clase media urbana de aproximadamente 400 millones de consumidores, transformando no solo su paisaje interno sino también redibujando el mapa del poder global. Esta evolución no representa simplemente un cambio en las estadísticas económicas, sino una profunda reconfiguración del orden mundial que había permanecido relativamente estable desde 1945, planteando interrogantes fundamentales sobre la naturaleza del liderazgo global en las próximas décadas.

El milagro económico chino: bases de un ascenso histórico

El impresionante crecimiento económico de China no ha sido producto del azar, sino de una estrategia meticulosamente planificada que combina elementos aparentemente contradictorios: un férreo control político centralizado con una progresiva liberalización económica administrada por el Partido Comunista. "El socialismo con características chinas", como lo denominó originalmente Deng Xiaoping, ha demostrado ser una fórmula extraordinariamente efectiva para canalizar las energías productivas de 1.400 millones de ciudadanos hacia objetivos nacionales específicos. La creación de Zonas Económicas Especiales, comenzando por Shenzhen en 1980 —que pasó de ser un pueblo pesquero a una megalópolis tecnológica en apenas cuatro décadas—, ejemplifica la capacidad del régimen para experimentar con modelos económicos híbridos mientras mantiene intacto su control político. La inversión masiva en infraestructura, que ha conectado el vasto territorio chino mediante una red de trenes de alta velocidad de más de 40.000 kilómetros, puertos de última generación y megaciudades ultramodernas, ha sido complementada con una agresiva política industrial orientada a ascender en la cadena de valor, transitando de "fábrica del mundo" a incubadora de innovación tecnológica. Este enfoque se ha materializado en programas como "Made in China 2025", que busca posicionar al país como líder mundial en sectores estratégicos como inteligencia artificial, vehículos eléctricos, energías renovables y biotecnología, evidenciando una visión a largo plazo que contrasta marcadamente con los ciclos políticos y económicos más cortos característicos de las democracias occidentales.

La ambición global china ha quedado plasmada de manera contundente en la Iniciativa de la Franja y la Ruta, el mayor proyecto de infraestructura internacional de la historia moderna. Con inversiones estimadas en más de un billón de dólares distribuidas en más de 150 países, este proyecto representa la concreción física de una nueva concepción geopolítica que busca reorganizar el comercio mundial con China como núcleo central. A través de puertos, ferrocarriles, carreteras y redes digitales, Beijing está construyendo no solo conexiones físicas sino también dependencias económicas y alineamientos políticos que rediseñan el mapa de influencias globales. "Cuando los proyectos de infraestructura china llegan a un país, no solo traen cemento y acero, sino también normas, estándares y, en última instancia, influencia", señalan los analistas del Instituto de Estudios Estratégicos de Washington. Este expansionismo económico ha venido acompañado de un fortalecimiento militar sin precedentes, con un incremento constante del presupuesto de defensa que ha permitido a China desarrollar capacidades que cuestionan la tradicional supremacía estadounidense en el Indo-Pacífico. La modernización de la Armada china, que ya cuenta con la flota más numerosa del mundo aunque no la más avanzada, y el desarrollo de armas antisatélite, misiles hipersónicos y sofisticados sistemas de guerra electrónica, señalan claramente que Beijing no pretende limitar su ascenso a la esfera económica, sino que busca construir un poder integral capaz de proteger sus intereses en un radio de acción cada vez más global.

El ocaso relativo estadounidense: fracturas internas y desafíos externos

Mientras China avanza con un plan estratégico coherente y a largo plazo, Estados Unidos parece debatirse entre múltiples crisis internas que erosionan progresivamente los fundamentos de su poder global. La polarización política ha alcanzado niveles disfuncionales, impidiendo la formulación de políticas nacionales consistentes frente a los desafíos del siglo XXI. "Una nación dividida contra sí misma no puede proyectar poder hacia el exterior de manera efectiva", advertía ya en 2018 el almirante retirado William McRaven, expresando una preocupación compartida por numerosos estrategas estadounidenses. Esta fragmentación interna se manifiesta en la incapacidad para renovar infraestructuras críticas, con un déficit de inversión estimado en más de 2,5 billones de dólares según la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles. Puentes, autopistas, redes eléctricas y sistemas de agua diseñados hace más de medio siglo muestran signos de deterioro que contrastan dramáticamente con las relucientes infraestructuras que China ha construido en las últimas dos décadas. La paradoja estadounidense se hace más evidente al observar cómo, pese a mantener el liderazgo en investigación científica básica —con la mayor concentración mundial de universidades de élite—, el país enfrenta dificultades crecientes para traducir estas ventajas en bienestar generalizado para su población, como evidencia el estancamiento de los ingresos medianos reales desde la década de 1970 y la creciente desigualdad que fractura el tejido social.

La desindustrialización acelerada, resultado de décadas de globalización sin suficientes mecanismos compensatorios internos, ha devastado comunidades enteras en el llamado "cinturón del óxido" estadounidense, creando bolsas de descontento social que alimentan movimientos populistas en ambos extremos del espectro ideológico. La pérdida de más de 5 millones de empleos manufactureros desde el año 2000, muchos de ellos desplazados hacia China, ha tenido consecuencias que trascienden lo meramente económico para afectar la cohesión social y la estabilidad política. "Cuando las fábricas cierran, no solo desaparecen empleos, sino comunidades enteras, con sus escuelas, comercios, sentido de pertenencia y orgullo cívico", explica el sociólogo Robert Putnam, describiendo un fenómeno que ha contribuido significativamente a la actual crisis de confianza en las instituciones estadounidenses. Este malestar interno se refleja en política exterior mediante oscilaciones bruscas entre administraciones, generando una percepción de inconsistencia que erosiona la credibilidad de Washington ante aliados y adversarios. La retirada del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) en 2017, que habría consolidado una alianza comercial para contrarrestar la influencia china en Asia-Pacífico, ilustra cómo las divisiones domésticas pueden tener consecuencias estratégicas globales, dejando un vacío que Beijing no ha dudado en aprovechar mediante sus propios marcos de cooperación regional, como la Asociación Económica Integral Regional (RCEP), el mayor acuerdo de libre comercio del mundo por volumen económico.

Un nuevo orden mundial en construcción: implicaciones para la gobernanza global

La reconfiguración del equilibrio de poder entre China y Estados Unidos está generando ondas expansivas que afectan a instituciones, normas y prácticas que han definido el orden internacional durante siete décadas. El sistema de Bretton Woods, diseñado bajo liderazgo estadounidense tras la Segunda Guerra Mundial, está experimentando presiones sin precedentes ante iniciativas como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB), impulsado por China como alternativa al Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. "No estamos presenciando el fin del orden liberal internacional, sino su fragmentación en esferas de influencia con reglas parcialmente diferenciadas", sostiene Amitav Acharya, teórico de las relaciones internacionales, describiendo un proceso que amenaza con complicar la gobernanza de desafíos globales como el cambio climático, las pandemias o la regulación de tecnologías emergentes. China propone un modelo alternativo de desarrollo y gobernanza que cuestiona la premisa occidental sobre la inevitabilidad del vínculo entre prosperidad económica y liberalización política, ofreciendo a países en desarrollo la posibilidad de modernización sin occidentalización, lo que resulta atractivo para regímenes autoritarios o semiautoritarios que buscan crecimiento económico sin reformas políticas profundas. Este "consenso de Beijing", caracterizado por pragmatismo económico y respeto formal a la soberanía nacional —entendida principalmente como no injerencia en asuntos internos—, compite directamente con la promoción estadounidense de valores democráticos y derechos humanos como elementos inseparables del desarrollo.

La competencia tecnológica emerge como el campo de batalla decisivo en esta nueva bipolaridad, con ambas potencias invirtiendo masivamente en inteligencia artificial, computación cuántica, biotecnología y telecomunicaciones avanzadas. China ha pasado de ser un simple imitador a convertirse en innovador de primer orden en áreas como el pago móvil, el comercio electrónico y la vigilancia digital, con empresas como Alibaba, Tencent o Huawei desafiando el dominio tradicional de las corporaciones estadounidenses. "Quien lidere en inteligencia artificial liderará el mundo", afirmaba Vladimir Putin en 2017, una perspectiva compartida tanto en Washington como en Beijing, que explica la feroz competencia por el talento, la inversión y el control normativo en estas tecnologías disruptivas. Este enfrentamiento ha derivado en una progresiva "bifurcación tecnológica", con cadenas de suministro, estándares y ecosistemas digitales cada vez más separados entre el bloque occidental y el sinocéntrico, dificultando la interoperabilidad global y añadiendo costos significativos a la economía mundial. Sin embargo, la interdependencia económica profunda entre ambas potencias, con intercambios comerciales que superan los 700.000 millones de dólares anuales, impone límites prácticos a la escalada del conflicto, creando una dinámica que el politólogo Graham Allison ha denominado "competencia vinculada", donde la confrontación coexiste paradójicamente con una cooperación forzosa en áreas de interés mutuo.

El cambio en el centro de gravedad económico global se refleja cada vez más claramente en las instituciones internacionales. China ha incrementado metódicamente su influencia en organismos como la Organización Mundial de la Salud, la Unión Internacional de Telecomunicaciones y diversas agencias especializadas de la ONU, promoviendo concepciones alternativas sobre ciberseguridad, soberanía digital y derechos humanos que divergen significativamente de las tradiciones liberales occidentales. "Estamos asistiendo a una batalla silenciosa pero intensa por definir las reglas que gobernarán las tecnologías y problemas del siglo XXI", señala Jessica Chen Weiss, especialista en política exterior china. Esta pugna normativa tendrá consecuencias profundas sobre cuestiones como la privacidad digital, la libertad de expresión en internet y el alcance legítimo de la vigilancia estatal, reflejando concepciones filosóficas fundamentalmente distintas sobre la relación entre individuo, sociedad y Estado. Mientras tanto, potencias medianas y pequeñas se ven obligadas a maniobrar cuidadosamente entre ambos polos de poder, buscando maximizar beneficios económicos con China sin comprometer vínculos de seguridad con Estados Unidos, una ecuación cada vez más compleja que está reconfigurando alianzas tradicionales y forzando revisiones estratégicas especialmente en regiones como el Sudeste Asiático, África y América Latina.

La transición hacia un mundo multipolar o bipolar después de tres décadas de unipolaridad estadounidense plantea riesgos considerables de inestabilidad sistémica. La historia sugiere que los periodos de realineamiento de poder entre grandes potencias han sido propensos a malentendidos estratégicos y conflictos, como ilustra la famosa "Trampa de Tucídides" que analiza cómo el miedo espartano ante el ascenso ateniense hizo inevitable la guerra del Peloponeso. "El desafío de nuestro tiempo es gestionar esta transición sin caer en una confrontación militar directa que sería catastrófica para ambas potencias y para el mundo", advierte Joseph Nye, formulando el imperativo estratégico que enfrentan los líderes tanto en Washington como en Beijing. Los puntos potenciales de fricción son múltiples, desde Taiwán —considerada por China como provincia rebelde cuya reunificación constituye una "misión histórica ineludible"— hasta el Mar de China Meridional, donde Beijing ha construido islas artificiales militarizadas reclamando derechos soberanos disputados por varios países vecinos. La capacidad de ambas potencias para establecer "líneas rojas" claras, mantener canales de comunicación efectivos durante crisis y desarrollar mecanismos de gestión de conflictos determinará en gran medida si el siglo XXI evolucionará hacia una competencia regulada o hacia un enfrentamiento existencial con consecuencias impredecibles para la estabilidad global.

El futuro de esta relación bilateral, fundamental para el destino del planeta, dependerá crítica-mente de la capacidad de adaptación interna de ambas potencias. Estados Unidos enfrenta el desafío de renovar sus fundamentos económicos y sociales para mantener su vitalidad innovadora, mientras busca un nuevo consenso nacional que reconcilie pluralismo democrático con efectividad estratégica. China, por su parte, debe gestionar contradicciones estructurales significativas: un modelo económico que requiere mayor libertad para la innovación frente a un sistema político que intensifica el control; una demografía en rápido envejecimiento que amenaza su dinamismo; y crecientes tensiones entre aspiraciones de clase media y limitaciones autocrá-ticas. "La competencia entre China y Estados Unidos no se decidirá principalmente en el escenario internacional, sino en la capacidad de cada país para resolver sus dilemas internos mientras aprovecha sus respectivas ventajas comparativas", argumenta Fareed Zakaria, subrayando cómo la resiliencia doméstica condiciona la proyección de poder exterior. Esta perspectiva sugiere que, más allá de la retórica sobre la inevitabilidad del dominio chino o la excepcionalidad perdurable estadounidense, el futuro orden mundial será moldeado por la interacción compleja entre reformas internas, choques geopolíticos y crisis globales compartidas que requerirán, paradójicamente, cooperación entre rivales sistémicos.

Artículo Anterior Artículo Siguiente