"Ni una mayoría judía en Palestina, ni el desplazamiento de la población árabe... lograrían cambiar esencialmente la situación"
Análisis de Hannah Arendt sobre el sionismo y sus implicaciones geopolíticas en Palestina. Publicado en el libro "La verdad Oculta" entre 1930-1940.
Por: Hannah Arendt
La última resolución del ala mayoritaria y más influyente de la Organización Sionista Mundial significó la culminación de cincuenta años de política sionista. En su última asamblea anual, que tuvo lugar en octubre de 1944 en Atlantic City, todos los sionistas estadounidenses, desde la derecha hasta la izquierda, reclamaron de forma unánime la constitución de una «comunidad judía libre y democrática» que «abarcase de forma indivisa e íntegra la totalidad de Palestina». Esta resolución representa un verdadero punto de inflexión en la historia del sionismo, pues pone de manifiesto que el programa sionista, tan duramente combatido durante tanto tiempo, ha acabado imponiéndose. La resolución de Atlantic City va incluso más allá del Programa Biltmore (1942), en el que la minoría judía reconocía a la mayoría árabe como una minoría y le concedía unos derechos. La resolución de Atlantic City ni siquiera menciona a los árabes, de modo que estos solo pueden elegir entre la emigración voluntaria o su transformación en ciudadanos de segunda clase. Con esta resolución parece admitirse que, si el movimiento sionista no ha puesto al descubierto sus verdaderos objetivos, ha sido únicamente por una cuestión de oportunismo. Todo parece indicar que estos objetivos relativos a la futura constitución política de Palestina, coinciden totalmente con los objetivos de los sionistas extremistas.
La resolución de Atlantic City asesta un golpe mortal a los partidos judíos de Palestina que han predicado incansablemente la necesidad de un entendimiento entre árabes y judíos. En cambio, esta resolución refuerza considerablemente a la mayoría liderada por Ben Gurion, a la que las numerosas injusticias cometidas en Palestina y las terribles catástrofes que han tenido lugar en Europa han conducido a un nacionalismo hasta ahora desconocido. La prolongación de las discusiones oficiales entre «sionistas universales» (allgemeinen Zionisten) y revisionistas solo resulta comprensible si se tiene en cuenta que los primeros no están completamente convencidos de que sus exigencias hayan de cumplirse, por lo que consideran conveniente plantear exigencias máximas como puntos de partida para alcanzar futuros compromisos, mientras que los segundos son nacionalistas convencidos e inflexibles. Por otra parte, los sionistas universales han puesto sus esperanzas en la ayuda de las grandes potencias, mientras que los revisionistas se muestran bastante decididos a encargarse ellos mismos del asunto. A primera vista, esto puede parecer torpe e ingenuo, pero acabará reclutando numerosos adeptos entre los defensores más firmes e idealistas del judaísmo.
Sin embargo, el cambio verdaderamente importante es que ahora todos los grupos sionistas están de acuerdo en lo que se refiere al fin último, que en la década de 1930 apenas podía mencionarse, pues todavía era tabú. Expresando tan abiertamente este fin en un momento que ellos consideran decisivo y oportuno, los sionistas han arruinado la posibilidad de entablar conversaciones con los árabes, pues independientemente de lo que les ofrezcan, pasará mucho tiempo hasta que estos vuelvan a confiar en ellos. A su vez, esto facilita las cosas para que una potencia extranjera se encargue del asunto sin preguntar su opinión a las partes verdaderamente alentadas. Así pues, los propios sionistas han contribuido a crear ese «trágico conflicto» que solo puede resolverse cortando el nudo gordiano.
Sin duda, sería enormemente ingenuo pensar que este recurso expeditivo ha de redundar necesariamente en beneficio de los judíos, y tampoco hay razones para creer que ha de conducir a una solución definitiva. O más exactamente: mañana mismo, el gobierno británico podría decidir dividir el país, plenamente convencido de haber dado con la forma más idónea de conciliar las exigencias de árabes y judíos. Entre los británicos, esta manera de ver las cosas sería muy comprensible, pues de hecho esta división podría representar una forma aceptable de conciliar una administración colonial antijudía y favorable a los árabes y la opinión pública inglesa, que es más bien favorable a los judíos, una conciliación que supuestamente conduciría a un cambio de opinión de los ingleses en relación con la cuestión de Palestina. Sin embargo, es totalmente absurdo creer que una nueva división de un territorio tan pequeño, cuyas fronteras actuales son el resultado de dos separaciones previas —primero de Siria y después de Transjordania—, puede resolver el conflicto entre dos pueblos, especialmente cuando en regiones mucho más vastas la solución territorial no consigue zanjar conflictos similares.
De por sí, un nacionalismo basado exclusivamente en la fuerza bruta de una nación es ya bastante malo. Pero todavía peor es un nacionalismo que depende totalmente de la fuerza de un país extranjero. Este amenaza ser el destino del nacionalismo judío y del futuro Estado judío, que inevitablemente tendrá como vecinos a países y pueblos árabes. Ni una mayoría judía en Palestina, ni el desplazamiento de la población árabe que los revisionistas exigen abiertamente, lograrían cambiar esencialmente la situación, pues los judíos seguirían viéndose obligados a buscar protección en una potencia extranjera o a llegar a un entendimiento con sus vecinos.
Para profundizar...
De no alcanzarse tal entendimiento, existe el riesgo de que se produzca inmediatamente una colisión entre los intereses de los judíos, que están dispuestos y obligados a aceptar en el Mediterráneo a cualquier potencia que garantice su existencia, y los intereses de todos los demás pueblos mediterráneos, de modo que mañana mismo, en vez de estar ante un «trágico conflicto», podemos hallarnos ante tantos conflictos irresolubles como países mediterráneos existen. Pues, efectivamente, estos pueden reclamar un mare nostrum exclusivo para los países cuya zona de asentamiento limite con el Mediterráneo, y a largo plazo pueden arremeter contra toda aquella potencia extranjera, y por lo tanto intrusa, que cree o tenga unos intereses en la región. Estas potencias extranjeras, por más poderosas que sean, no pueden permitirse que los árabes, uno de los pueblos mediterráneos más numerosos, se vuelvan contra ellos. En la actual situación, si estas potencias han de ayudar a la creación de un Estado judío, solo podrán hacerlo sobre la base de un amplio consenso que tenga en cuenta el conjunto de la región y las necesidades de todos los pueblos que la habitan. Pero si los sionistas siguen ignorando a los pueblos mediterráneos y solo tienen ojos para las grandes potencias extranjeras, aparecerán ante los demás como meros instrumentos de estas, como agentes de intereses extranjeros y enemigos. Los judíos, conocedores de la historia de su propio pueblo, deben saber que esa situación solamente puede desencadenar un nueva ola de odio hacia ellos; el antisemitismo de mañana dirá que los judíos no solo se han aprovechado de la presencia de las potencias extranjeras en la región, sino que han sido ellos quienes verdaderamente la han urdido y que por lo tanto han de responsabilizarse de las consecuencias.
A los grandes países que pueden permitirse el lujo de participar en el juego del imperialismo no les resulta difícil cambiar la Tabla Redonda del rey Arturo por la mesa de póquer; pero los pequeños países que entran en este juego arriesgando sus propios intereses e intentan imitar a los grandes, suelen acabar pagando los platos rotos. En su intento de participar «de forma realista» en ese comercio de caballos que es la lucha por el petróleo en Oriente Próximo, desgraciadamente los judíos se comportan como esa gente que, sintiéndose atraída por este negocio, pero faltándole el dinero y los caballos, decide compensar esta doble carencia imitando los gritos que suelen acompañar a estas ruidosas transacciones.