¿Cómo analizar la relación de poder? | por Michel Foucault ~ Bloghemia ¿Cómo analizar la relación de poder? | por Michel Foucault

¿Cómo analizar la relación de poder? | por Michel Foucault






"Una sociedad sin «relaciones de poder» no puede ser más que una abstracción. Lo que, dicho sea de paso, hace todavía más necesario políticamente el análisis de lo que son en una sociedad dada, de su formación histórica, de lo que las torna sólidas o frágiles, de las condiciones que son necesarias para transformar unas y abolir las otras." —Michel Foucalt
 





Escrito del filósofo francés Michel Foucault, publicado originalmente en Beyond Structuralism and Hermeneutics por The University of Chicago Press en 1983.


Por: Michel Foucault

Para algunos, interrogarse sobre el «cómo» del poder significaría limitarse a describir sus efectos sin relacionarlos nunca ni con causas ni con una naturaleza. Eso sería hacer de ese poder una sustancia misteriosa que no queremos investigar en sí misma, sin duda porque preferimos no «poner en cuestión». En este proceder, del que no se da razón, ellos sospechan un fatalismo. Pero su misma desconfianza ¿no muestra que ellos suponen que el Poder es algo que existe con su origen de una parte, su naturaleza de otra y, en fin, sus manifestaciones?

 

Si concedo un cierto privilegio provisional a la cuestión del «cómo», no es que quiera eliminar la cuestión del «qué» y del «por qué». Es para plantearlas de otro modo; mejor aún: para saber si es legítimo imaginar un «Poder» que une en sí un qué, un por qué y un cómo. Hablando sin rodeos, diría que comenzar el análisis por el «cómo» es introducir la sospecha de que el «Poder» como tal no existe; es preguntarse en todo caso a qué contenidos asignables se puede apuntar cuando se hace uso de ese término majestuoso, globalizante y sustantificador; es sospechar que se deja escapar un conjunto de realidades muy complejas cuando se da vueltas indefinidamente sobre la doble cuestión: ¿Qué es el Poder? y ¿de dónde viene? La modesta cuestión, completamente llana y empírica: ¿Cómo ocurre?, enviada como exploradora, no tiene por función hacer pasar de contrabando una «metafísica», o una «ontología» del poder, sino intentar una investigación crítica en la temática del poder.

1. «Cómo», no en el sentido de «¿cómo se manifiesta?», sino de ¿cómo se ejerce? Y, «¿qué ocurre cuando los individuos ejercen, como se dice, su poder sobre otros?»

De este «poder», hay que distinguir, en primer lugar, el que se ejerce sobre las cosas, y que proporciona la capacidad de modificarlas, de utilizarlas, de consumirlas o de destruirlas —un poder que remite a aptitudes directamente inscritas en el cuerpo o mediatizadas por recursos instrumentales. Digamos que aquí se trata de «capacidad». Lo que caracteriza, en cambio, al «poder» que se trata de analizar aquí, es que pone en juego relaciones entre individuos (o entre grupos). Pues no hay que engañarse: si se habla del poder de las leyes, de las instituciones o de las ideologías, si se habla de estructuras o de mecanismos de poder, es solamente en la medida en que se supone que «algunos» ejercen un poder sobre otros. El término «poder» designa relaciones entre «participantes» (y, por esto, no pienso en un sistema de juego, sino simplemente, y permaneciendo por el momento en la mayor generalidad, en un conjunto de acciones que se inducen y se responden las unas a las otras).

Hay que distinguir también las relaciones de poder de las relaciones de comunicación que transmiten una información a través de una lengua, un sistema de signos o cualquier otro medio simbólico. Sin duda comunicar es siempre una cierta manera de actuar sobre el otro o los otros. Pero la producción y la puesta en circulación de elementos significantes puede bien tener por objetivo o por consecuencia efectos de poder; estos no son simplemente un aspecto de aquellas. Pasen o no a través de sistemas de comunicación, las relaciones de poder tienen su especificidad.

«Relaciones de poder», «relaciones de comunicación», «capacidades objetivas», no deben, pues, confundirse. Lo que no quiere decir que se trate de tres dominios separados, y que, por una parte, esté el dominio de las cosas, de la técnica finalista, del trabajo y de la transformación de lo real, por otra, el de los signos, de la comunicación, de la reciprocidad y de la fabricación del sentido, y, finalmente, el de los medios de coerción, de la desigualdad y de la acción de los hombres sobre los hombres. Se trata de tres tipos de relaciones que, de hecho, están siempre imbricadas unas en otras, proporcionándose apoyo recíproco y sirviéndose mutuamente de instrumento. La puesta en práctica de capacidades objetivas en sus formas más elementales implica relaciones de comunicación (se trate de información previa o de trabajo compartido); está también vinculada a relaciones de poder (se trate de tareas obligatorias, de gestos impuestos por una tradición o un aprendizaje, de subdivisiones o de reparto más o menos obligatorio de trabajo). Las relaciones de comunicación implican actividades finalistas (aunque no fuera más que la «correcta» puesta en circulación de los elementos significantes) y, por el mero hecho de que modifican el campo informativo de los participantes, inducen efectos de poder. En cuanto a las relaciones de poder propiamente dichas, se ejercen en una parte extremadamente importante a través de la producción y el intercambio de signos; y no son apenas disociables tampoco de las actividades finalistas, se trate de las que permiten el ejercicio de ese poder (como las técnicas de adiestramiento, los procedimientos de dominación, las maneras de obtener obediencia), o de aquellas que apelan, para desarrollarse, a relaciones de poder (como en la división del trabajo y la jerarquía de las tareas). 

Por supuesto, la coordinación entre estos tres tipos de relaciones no es ni uniforme ni constante. No hay en una sociedad dada un tipo general de equilibrio entre las actividades finalistas, los sistemas de comunicación y las relaciones de poder. Hay más bien diversas formas, diversos lugares, diversas circunstancias u ocasiones en que esas interrelaciones se establecen sobre un modelo específico. Pero hay también «bloques» en los cuales el ajuste de las capacidades, las redes de comunicación y las relaciones de poder constituyen sistemas reglados y concertados. Sea, por ejemplo, una institución escolar: su disposición espacial, el reglamento meticuloso que rige su vida interna, las diferentes actividades que se organizan en ella, los diversos personajes que allí viven o se encuentran, cada uno con una función, un lugar, un rostro bien definido; todo eso constituye un «bloque» de capacidadcomunicación-poder. La actividad que asegura el aprendizaje y la adquisición de las aptitudes o de los tipos de comportamiento se desarrolla ahí a través de todo un conjunto de comunicaciones regladas (lecciones, preguntas y respuestas, órdenes, exhortaciones, signos codificados de obediencia, marcas diferenciales del «valor» de cada uno y de los niveles de saber) y a través de toda una serie de procedimientos de poder (encierro, vigilancia, recompensa y castigo, jerarquía piramidal).

Estos bloques donde la puesta en práctica de capacidades técnicas, el juego de las comunicaciones y las relaciones de poder son ajustados los unos a los otros según fórmulas pensadas, constituyen lo que se puede llamar, ampliando un poco el sentido de la palabra, «disciplinas». El análisis empírico de algunas disciplinas tal como se han constituido históricamente presenta, por eso mismo, un cierto interés. En primer lugar, porque las disciplinas muestran, según esquemas artificialmente claros y decantados, la manera en la que pueden articularse, unos sobre otros, los sistemas de finalidad objetiva, de comunicaciones y de poder. Porque muestran también diferentes modelos de articulaciones (ya con preminencia de las relaciones de poder y de obediencia, como en las disciplinas de tipo monástico o de tipo penitenciario, ya con preminencia de las actividades finalistas como en las disciplinas de talleres o de hospitales, ya con preminencia de las relaciones de comunicación como en las disciplinas de aprendizaje; ya también con una saturación de los tres tipos de relaciones como quizá en la disciplina militar, donde una plétora de signos marca hasta la redundancia relaciones de poder densas y cuidadosamente calculadas para procurar un cierto número de efectos técnicos).

Y lo que hay que entender por el disciplinamiento de las sociedades desde el siglo XVIII en Europa no es, por supuesto, que los individuos que forman parte de ellas se vuelvan cada vez más obedientes, ni que aquellas empiecen a asemejarse a cuarteles, escuelas o prisiones, sino que en ellas se ha buscado un ajuste cada vez mejor controlado —cada vez más racional y económico— entre las actividades productivas, las redes de comunicación y el juego de las relaciones de poder.

Abordar el tema del poder por un análisis del «cómo» es, pues, operar, en relación a la suposición de un «Poder» fundamental, varios desplazamientos críticos. Significa adoptar por objeto de análisis las relaciones de poder y no un poder; relaciones de poder que son distintas tanto de las capacidades objetivas como de las relaciones de comunicación; relaciones de poder, en fin, que pueden tomarse en la diversidad de sus encadenamientos con esas capacidades y esas relaciones.

2. ¿En qué consiste la especificidad de las relaciones de poder?

El ejercicio del poder no es simplemente una relación entre participantes individuales o colectivos; es un modo de acción de algunos sobre algunos otros. Lo que quiere decir, claro está, que no hay algo como el «Poder» o un «poder» que pueda existir globalmente, masivamente o en estado difuso, concentrado o distribuido: no hay más poder que el ejercido por los «unos» sobre los «otros»; el poder no existe más que en acto, incluso si se inscribe en un campo de posibilidades dispersas que se apoya en estructuras permanentes. Eso quiere decir también que el poder no es del orden del consentimiento; no es en sí mismo renuncia a una libertad, transferencia de derecho, poder de todos y de cada uno delegado a algunos (lo que no impide que el consentimiento pueda ser una condición para que la relación de poder exista y se mantenga); la relación de poder puede ser el efecto de un consentimiento anterior o permanente; no es, en su propia naturaleza, la manifestación de un consenso.

¿Quiere esto decir que haya que buscar el carácter propio de las relaciones de poder en una violencia que sería su forma primitiva, su secreto permanente y su último recurso —lo que aparece, en última instancia, como su verdad, cuando se ve obligado a quitarse la máscara y mostrarse tal cual es? De hecho, lo que define una relación de poder es un modo de acción que no actúa directa e inmediatamente sobre los otros, sino que actúa sobre la propia acción de éstos. Una acción sobre la acción, sobre acciones eventuales, o actuales, futuras o presentes. Una relación de violencia actúa sobre un cuerpo, sobre cosas: fuerza, pliega, quiebra, destruye; cierra todas las posibilidades; no tiene, pues, en torno a ella otro polo que el de la pasividad; y si encuentra una resistencia no tiene otra opción que intentar reducirla. Una relación de poder, en cambio, se articula sobre dos elementos que le son indispensables para ser precisamente una relación de poder: que «el otro» (aquel sobre el que esta se ejerce) sea claramente reconocido y mantenido hasta el final como sujeto de acción; y que se abra, ante la relación de poder, todo un campo de respuestas, reacciones, efectos e invenciones posibles.

La puesta en juego de relaciones de poder no es más exclusiva del uso de la violencia que de la adquisición de los consentimientos; sin duda ningún ejercicio del poder puede prescindir del uno y de la otra, ni, frecuentemente, de los dos a la vez. Pero, aunque son sus instrumentos o sus efectos, no constituyen su principio ni tampoco su naturaleza. El ejercicio del poder puede suscitar tanta aceptación como se quiera: puede acumular los muertos y protegerse tras todas las amenazas que pueda imaginar. No es en sí mismo una violencia que sepa a veces ocultarse, o un consentimiento que implícitamente se reconduzca. Es un conjunto de acciones sobre acciones posibles: opera sobre el campo de posibilidad en donde viene a inscribirse el comportamiento de sujetos actuantes; incita, induce, disuade, facilita o hace más difícil, amplía o limita, vuelve más o menos probable; en el extremo, obliga o impide absolutamente; pero es siempre una manera de actuar sobre uno o varios sujetos actuantes y sobre lo que hacen o son capaces de hacer. Una acción sobre acciones.

El término «conducta» a pesar de su equivocidad misma es quizá uno de los que mejor permiten aprehender lo que hay de específico en las relaciones de poder. La «conducta» es a la vez el acto de «llevar» a los otros (según mecanismos de coerción más o menos estrictos) y la manera de comportarse en un campo más o menos abierto de posibilidades. El ejercicio del poder consiste en «conducir conductas» y en disponer la probabilidad. El poder, en el fondo, es menos del orden del enfrentamiento entre dos adversarios, o del compromiso del uno respecto del otro, que del orden del «gobierno». Hay que dejar a esta palabra la significación amplísima que tenía en el siglo XVI . No se refería solo a estructuras políticas y a la gestión de los Estados, sino que designaba la manera de dirigir la conducta de individuos o de grupos: gobierno de los niños, de las almas, de las comunidades, de las familias, de los enfermos. No abarcaba simplemente formas instituidas y legítimas de sujeción [assujettissement] política o económica; sino modos de acción más o menos pensados y calculados, pero todos destinados a actuar sobre las posibilidades de acción de otros individuos. Gobernar, en este sentido, es estructurar el campo de acción eventual de los otros. El modo de relación propia del poder no habría, pues, que buscarlo del lado de la violencia y de la lucha, ni del lado del contrato y del lazo voluntario (que todo lo más pueden ser sus instrumentos), sino del lado de este modo de acción singular — ni guerrera ni jurídica— que es el gobierno.

Cuando se define el ejercicio del poder como un modo de acción sobre las acciones de los otros, cuando se lo caracteriza por el «gobierno» de los hombres los unos por los otros —en el sentido más amplio de esta palabra— se incluye un elemento muy importante: el de la libertad. El poder no se ejerce más que sobre «sujetos libres» y en tanto que son «libres» —entendemos por ello sujetos individuales o colectivos que tienen ante sí un campo de posibilidades, donde pueden tener lugar varias conductas, varias reacciones y diversos modos de comportamiento. Allí donde las determinaciones están saturadas no hay relaciones de poder: la esclavitud no es una relación de poder cuando el hombre está encadenado (se trata entonces de una relación física de coerción) sino justamente cuando puede desplazarse y, en el extremo, escapar. No hay pues un cara a cara del poder y la libertad, con una relación de exclusión entre sí (donde quiera que el poder se ejerza la libertad desaparece), sino un juego mucho más complejo: en ese juego, la libertad va a aparecer claramente como condición de existencia del poder (a la vez su condición previa, puesto que es necesario que haya libertad para que el poder se ejerza, y también su soporte permanente puesto que si se hurtase enteramente al poder que se ejerce sobre ella este desaparecería por ese mismo hecho y debería encontrar un sustituto en la coerción pura y simple de la violencia); pero aparece también como lo que no podrá más que oponerse a un ejercicio del poder que tiende a fin de cuentas a determinarla enteramente.

La relación de poder y la insumisión de la libertad no pueden, pues, ser separadas. El problema central del poder no es el de la «servidumbre voluntaria» (¿cómo podemos desear ser esclavos?): en el corazón de la relación de poder, «provocándola» sin cesar, están la renuencia del querer y la intransitividad de la libertad. Más que de un «antagonismo» esencial, sería mejor hablar de un «agonismo» —de una relación que es a la vez de incitación recíproca y de lucha— menos de una oposición término a término que los bloquea uno frente a otro que de una provocación permanente.

3. ¿Cómo analizar la relación de poder?

Se puede, quiero decir, es perfectamente legítimo analizarla en instituciones muy determinadas; estas constituyen un observatorio privilegiado para captarlas [las relaciones de poder], diversificadas, concentradas, puestas en orden y llevadas, al parecer, a su más alto punto de eficacia; es ahí, en una primera aproximación, donde se puede esperar ver aparecer la forma y la lógica de sus mecanismos elementales. Sin embargo, el análisis de las relaciones de poder en espacios institucionales cerrados presenta un cierto número de inconvenientes. En primer lugar, el hecho de que una parte importante de los mecanismos puestos en práctica por una institución estén destinados a asegurar su propia conservación comporta el riesgo de descifrar, sobre todo en las relaciones de poder «intra-institucionales», funciones esencialmente reproductivas. En segundo lugar, uno se expone, al analizar las relaciones de poder a partir de las instituciones, a buscar en estas la explicación y el origen de aquellas, es decir, en suma, a explicar el poder por el poder. Y en fin, en la medida en que las instituciones actúan esencialmente por la puesta en juego de dos elementos: reglas (explícitas o silenciosas) y un aparato, a riesgo de dar a la una y al otro un privilegio exagerado en la relación de poder y, por tanto, no ver en esta más que modulaciones de la ley y de la coerción.

No se trata de negar la importancia de las instituciones en la disposición de las relaciones de poder, sino de sugerir que es preciso, más bien, analizar las instituciones a partir de las relaciones de poder y no a la inversa, y que el punto de anclaje fundamental de estas, aun si toman cuerpo y se cristalizan en una institución, hay que buscarlo más acá de ella. 

Volvamos a hablar de la definición según la cual el ejercicio del poder sería una manera para unos de estructurar el campo de acción posible de los otros. Lo que sería, entonces, lo propio de una relación de poder es que sería un modo de acción sobre acciones. Es decir, que las relaciones de poder arraigan hondo en el nexo social, y que no conforman por encima de la «sociedad» una estructura suplementaria cuya radical desaparición quizá podría soñarse. Vivir en sociedad es, de todas formas, vivir de manera que sea posible actuar los unos sobre la acción de los otros. Una sociedad sin «relaciones de poder» no puede ser más que una abstracción. Lo que, dicho sea de paso, hace todavía más necesario políticamente el análisis de lo que son en una sociedad dada, de su formación histórica, de lo que las torna sólidas o frágiles, de las condiciones que son necesarias para transformar unas y abolir las otras. Pues decir que no puede haber sociedad sin relación de poder no quiere decir ni que las que existen sean necesarias, ni que, de todos modos, el «Poder» constituya, en el corazón de las sociedades, una fatalidad ineludible; sino que el análisis, la elaboración, la puesta en cuestión recurrente de las relaciones de poder, y del «agonismo» entre relaciones de poder e intransitividad de la libertad, son una tarea política incesante, e incluso que esa es la tarea política inherente a toda existencia social.

Concretamente, el análisis de las relaciones de poder exige que se establezca un cierto número de puntos: 

a) El sistema de las diferenciaciones que permiten actuar sobre las acciones de los otros: diferencias jurídicas o tradicionales de posición y de privilegio; diferencias económicas en la apropiación de las riquezas y de los bienes, diferencias de lugar en los procesos de producción, diferencias lingüísticas o culturales, diferencias en el saber hacer y en las competencias, etc. Toda relación de poder pone en práctica diferencias que son para ella a la vez condiciones y efectos. 

b) El tipo de objetivos perseguidos por los que actúan sobre la acción de los otros: mantenimiento de privilegios, acumulación de beneficios, puesta en práctica de autoridad estatutaria, ejercicio de una función o de un oficio. 

c) Las modalidades instrumentales: según que el poder sea ejercido mediante la amenaza de las armas, por los efectos de la palabra, a través de las diferencias económicas, por mecanismos más o menos complejos de control, por sistemas de vigilancia, con o sin archivos, según reglas explícitas o no, permanentes o modificables, con o sin dispositivos materiales, etc. 

d) Las formas de institucionalización: estas pueden mezclar disposiciones tradicionales, estructuras jurídicas, fenómenos de hábito o de moda (como se ve en las relaciones de poder que atraviesan la institución familiar); pueden también tomar el aspecto de un dispositivo cerrado sobre sí mismo con sus lugares específicos, sus reglamentos propios, sus estructuras jerárquicas cuidadosamente diseñadas, y una relativa autonomía funcional (como en las instituciones escolares o militares); pueden formar sistemas muy complejos dotados de aparatos múltiples, como en el caso del Estado, que tiene por función constituir la envoltura general, la instancia de control global, el principio de regulación y, en una cierta medida, también de distribución de todas las relaciones de poder en un conjunto social dado. 

d) Los grados de racionalización: pues la puesta en juego de relaciones de poder como acción sobre un campo de posibilidad puede ser más o menos elaborada en función de la eficacia de los instrumentos y de la certeza del resultado (refinamientos tecnológicos mayores o menores en el ejercicio del poder) o incluso en función del coste eventual (se trate del coste económico de los medios puestos en práctica o el coste «de respuesta» constituido por las resistencias encontradas). El ejercicio del poder no es un hecho bruto, un dato institucional, o una estructura que se mantenga o se destruya; se elabora, se transforma, se organiza, se dota de procedimientos más o menos adecuados.

Se ve por qué el análisis de las relaciones de poder en una sociedad no puede reducirse al estudio de una serie de instituciones, ni siquiera al estudio de todas las que merecerían el nombre de «política». Las relaciones de poder enraízan en el conjunto de la red social. Esto no quiere decir, sin embargo, que haya un principio de Poder primero y fundamental que domine hasta el menor elemento de la sociedad, sino que, a partir de esta posibilidad de acción sobre la acción de los otros que es coextensiva a toda relación social, de las múltiples formas de disparidad individual, objetivos, instrumentaciones dadas sobre nosotros y sobre los otros, institucionalización más o menos sectorial o global, organización más o menos pensada, se definen las diferentes formas de poder. Las formas y los lugares de «gobierno» de los hombres unos por otros son múltiples en una sociedad; se superponen, se entrecruzan, se limitan y se anulan a veces, se refuerzan en otros casos. Que el Estado en las sociedades contemporáneas no es simplemente una de las formas o uno de los lugares —aunque fuese el más importante— sino que de una cierta manera todos los demás tipos de relación de poder se refieren a él, es un hecho cierto. Pero esto no es porque cada una se derive de él. Es más bien porque se ha producido una estatalización continua de las relaciones de poder (aunque no haya tomado la misma forma en el orden pedagógico, judicial, económico, familiar). En el sentido esta vez restringido de la palabra «gobierno», se podría decir que las relaciones de poder han sido progresivamente gubernamentalizadas [gouvernementalisées], es decir, elaboradas, racionalizadas y centralizadas en la forma o bajo la caución de las instituciones estatales.

4. Relaciones de poder y relaciones estratégicas 

La palabra estrategia se emplea normalmente en tres sentidos. En primer lugar, para designar la elección de los medios empleados para llegar a un fin; se trata de la racionalidad puesta en práctica para lograr un objetivo. [En segundo lugar,] para designar la manera en la que un participante, en un juego dado, actúa en función de lo que piensa que será la acción de los otros, y de lo que considera que los otros pensarán que es la suya; en suma, la manera en que se intenta tener ventaja sobre el otro. Y finalmente, para designar el conjunto de los procedimientos utilizados en un enfrentamiento con el fin de privar al adversario de sus medios de combate y obligarle a renunciar a la lucha; se trata entonces de los medios destinados a obtener la victoria. Estos tres sentidos se reúnen en las situaciones de enfrentamiento — guerra o juego— donde el objetivo es actuar sobre un adversario de tal manera que la lucha sea para él imposible. La estrategia se define entonces por la elección de las soluciones «ganadoras». Pero hay que tener presente que se trata aquí de un tipo muy particular de situación, y que hay otras en las que es preciso mantener la distinción entre los diferentes sentidos de la palabra estrategia En el primer sentido indicado, se puede llamar «estrategia de poder» al conjunto de los medios puestos en práctica para hacer funcionar o para mantener un dispositivo de poder. Se puede también hablar de estrategia propia de las relaciones de poder en la medida en que estas constituyen modos de acción sobre la acción posible, eventual, supuesta, de otros. Se puede, pues, descifrar en términos de «estrategias» los mecanismos puestos en práctica en las relaciones de poder. Pero el punto más importante es, evidentemente, la relación entre relaciones de poder y estrategias de enfrentamiento. Pues si es verdad que en el corazón de las relaciones de poder y como condición permanente de su existencia hay una «insumisión» y libertades esencialmente renuentes, no hay relación de poder sin resistencia, sin escapatoria o huida, sin inversión eventual; toda relación de poder implica, pues, al menos de manera virtual, una estrategia de lucha, sin que, sin embargo, vengan a superponerse, a perder su especificidad y finalmente a confundirse. Constituyen una para otra una especie de límite permanente, de punto de inversión posible. Una relación de enfrentamiento encuentra su término, su momento final (y la victoria de uno de los dos adversarios) cuando el juego de las relaciones antagonistas viene a ser sustituido por los mecanismos estables por los que uno puede conducir de manera bastante constante y con suficiente certidumbre la conducta de los otros; para una relación de enfrentamiento, desde el momento en que ya no es de lucha a muerte, la fijación de una relación de poder constituye un punto de mira —a la vez su consumación y su propia puesta en suspenso. Y a la inversa, para una relación de poder, la estrategia de lucha constituye también ella una frontera: aquella en que la inducción calculada de las conductas en los otros ya no puede ir más allá de la réplica a su propia acción. Como no podría haber ahí relaciones de poder sin puntos de insumisión que por definición le escapan, toda intensificación, toda extensión de las relaciones de poder para someterlos no pueden sino conducir a los límites del ejercicio del poder; este encuentra, entonces, su tope ya en un tipo de acción que reduce al otro a la impotencia total (una «victoria» sobre el adversario sustituye al ejercicio del poder), ya en un cambio de aquellos a los que se gobierna y su transformación en adversarios. En suma, toda estrategia de enfrentamiento sueña con convertirse en relación de poder; y toda relación de poder tiende, tanto si sigue su propia línea de desarrollo como si evita resistencias frontales, a convertirse en estrategia ganadora. 

De hecho, entre relación de poder y estrategia de lucha hay una apelación recíproca, encadenamiento indefinido e inversión perpetua. A cada instante la relación de poder puede convertirse, y en ciertos puntos se convierte, en un enfrentamiento entre adversarios. A cada instante también las relaciones de antagonismo, en una sociedad dada, dan lugar a la puesta en práctica de mecanismos de poder. Inestabilidad, pues, que hace que los mismos procesos, los mismos acontecimientos, las mismas transformaciones puedan descifrarse tanto en el interior de una historia de luchas como en la de las relaciones y de los dispositivos de poder. No serán ni los mismos elementos significativos, ni los mismos encadenamientos ni los mismos tipos de inteligibilidad los que aparecerán, aunque se refieran al mismo tejido histórico y aunque cada uno de los dos análisis deba reenviar al otro. Y es justamente la interferencia de las dos lecturas la que hace aparecer esos fenómenos fundamentales de «dominación» que presenta la historia de una gran parte de las sociedades humanas. La dominación es una estructura global de poder de la que se pueden encontrar a veces las ramificaciones y las consecuencias hasta en la trama más tenue de la sociedad; pero es al mismo tiempo una situación estratégica más o menos adquirida y consolidada en un enfrentamiento de largo alcance histórico entre adversarios. Puede bien ocurrir que un hecho de dominación no sea más que la transcripción de uno de los mecanismos de poder de una relación de enfrentamiento y sus consecuencias (una estructura política derivada de una invasión); puede también que una relación de lucha entre dos adversarios sea el efecto del desarrollo de relaciones de poder con los límites y divisiones que conlleva. Pero lo que hace de la dominación de un grupo, de una casta o de una clase, y de las resistencias o revueltas que encara, un fenómeno central en la historia de las sociedades es que manifiestan bajo una forma global y masiva, a escala del cuerpo social entero, el engranaje de relaciones de poder con las relaciones estratégicas, y sus efectos de arrastre recíproco.

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