"Debemos a Kant la distinción entre pensar y conocer, entre la razón, el ansia de pensar y de comprender, y el intelecto, el cual desea y es capaz de conocimiento cierto y verificable" Hannah Arendt
Texto de Hannah Arendt sobre la crisis de la filosofía y la metafísica, abordando cómo los propios filósofos cuestionan su relevancia histórica. El texto forma parte del libro Responsabilidad y Juicio.
Por: Hannah Arendt
Plantear preguntas como: «¿Qué es el pensar?», «¿qué es el mal?» tiene sus dificultades. Son cuestiones que pertenecen a la filosofía o a la metafísica, términos que designan un campo de investigación que, como todos sabemos, ha caído en desgracia. Si se tratara simplemente de las críticas positivista o neopositivista, quizá no necesitaríamos ni preocuparnos por ello. Nuestra dificultad al suscitar estas cuestiones nace menos de los que, de algún modo, las consideran «carentes de significado» que de aquellos a quienes va dirigida la crítica..
Pues, del mismo modo que la crisis de la religión alcanzó su punto más álgido cuando los teólogos, y no la vieja masa de no creyentes, empezaron a hablar sobre «la muerte de Dios», la crisis de la filosofía y de la metafísica se ha manifestado cuando los propios filósofos comenzaron a declarar el final de la filosofía y de la metafísica. Esto puede tener sus ventajas; confío en que las tendrá, cuando se haya entendido que estos «finales» no significan realmente que Dios haya «muerto» —un absurdo
evidente desde cualquier punto de vista—, sino que la manera en que Dios ha sido pensado durante milenios ya no es convincente; tampoco significan que las viejas cuestiones que acompañan al hombre desde su aparición sobre la Tierra hayan devenido «carentes de significado», sino que el modo en que fueron formuladas y resueltas ha perdido su validez.
Lo que sí ha llegado a su final es la distinción básica entre lo sensible y lo suprasensible, conjuntamente con la idea, tan antigua como Parménides, de que todo lo que no se obtiene por los sentidos —Dios o el Ser o los Primeros Principios y Causas (archai) o las Ideas— es más real, más verdadero, más significativo que aquello que aparece, y de que esto no está solo más allá de la percepción de los sentidos, sino por encima del mundo de los sentidos. Lo que «ha muerto» no es solo la localización de tales «verdades eternas», sino la misma distinción. Contemporáneamente, con una voz cada vez más estridente, los pocos defensores de la metafísica nos han advertido del peligro de nihilismo inherente a este desarrollo; y, a pesar de que raramente lo invocan, disponen de un argumento importante a su favor: es realmente cierto que, una vez descartado el reino suprasensible, su opuesto, el mundo de las apariencias, tal como se ha venido entendiendo desde hace siglos, queda también anulado. Lo sensible, como todavía lo conciben los positivistas, no puede sobrevivir a la muerte de lo suprasensible. Nadie ha visto esto mejor que Nietzsche, que, con su descripción poética y metafórica del asesinato de Dios en Zaratustra, ha creado tanta confusión sobre estos temas. En un pasaje significativo de El crepúsculo de los ídolos, aclara el significado de la palabra Dios en Zaratustra: se trata de un mero símbolo del reino de lo suprasensible tal como lo entendió la metafísica; y, a continuación, reemplazando la palabra Dios por mundo verdadero, afirma: «Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente»
Estas «muertes» modernas —de Dios, de la metafísica, la filosofía y, por consiguiente, del positivismo— pueden ser acontecimientos de gran importancia, pero, después de todo, son acontecimientos del pensamiento, y, si bien se refieren muy de cerca a nuestros modos de pensar, no tienen que ver con nuestra capacidad para pensar, es decir, con el simple hecho de que el hombre es un ser pensante. Y con esto quiero decir que el hombre tiene una inclinación y además una necesidad de no estar presionado por necesidades vitales más urgentes («la necesidad de la razón» kantiana), de pensar más allá de los límites del conocimiento, de usar sus capacidades intelectuales, el poder de su cerebro, como algo más que simples instrumentos para conocer y hacer. Nuestro deseo de conocer, tanto si emerge de nuestras necesidades prácticas y perplejidades teóricas como de la simple curiosidad, puede ser satisfecho cuando alcanzamos el fin propuesto; y mientras nuestra sed de conocimiento sea insaciable dada la inmensidad de lo desconocido, hasta el
punto de que cada región de conocimiento abre ulteriores horizontes cognoscibles, la actividad deja tras de sí un tesoro creciente de conocimiento que queda fijado y almacenado por cada civilización como parte y parcela de su mundo. La actividad de conocer es una actividad de construcción del
mundo como lo es la actividad de construcción de casas. La inclinación o la necesidad de pensar, por el contrario, incluso si no ha emergido de ningún tipo de «cuestiones últimas» metafísicas, tradicionalmente respetadas y carentes de respuesta, no deja nada tan tangible tras de sí, ni puede ser acallada por las intuiciones supuestamente definitivas de «los sabios». La necesidad de pensar solo puede ser satisfecha pensando, y los pensamientos que tuve ayer satisfarán hoy este deseo solo porque los puedo pensar «de nuevo».
Debemos a Kant la distinción entre pensar y conocer, entre la razón, el ansia de pensar y de comprender, y el intelecto, el cual desea y es capaz de conocimiento cierto y verificable. El propio Kant creía que la necesidad de pensar más allá de los límites del conocimiento fue originada solo por las viejas cuestiones metafísicas, Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, y que había que «abolir el conocimiento para dejar un lugar a las creencias»; y que, al hacer esto, había colocado los fundamentos para una futura «metafísica sistemática» como un «legado dejado a la posterioridad». Pero esto muestra solamente que Kant, todavía ligado a la tradición metafísica, nunca fue totalmente consciente de lo que había hecho, y su «legado dejado a la posterioridad» se convirtió, en realidad, en la destrucción de cualquier posibilidad de fundar sistemas metafísicos. Puesto que la capacidad y la necesidad del pensamiento no se limitan en absoluto a una materia específica, este no será nunca capaz de dar respuesta a cuestiones tales como las que plantea y conoce la razón. Kant no ha «negado el conocimiento», sino que lo ha separado del pensar, y no ha hecho sitio para la fe, sino para el pensamiento. En realidad, lo que hace es, como él mismo sugirió en una ocasión, «eliminar los obstáculos que la razón pone en su propio camino».
En nuestro contexto y para nuestros propósitos, esta distinción entre conocer y pensar es crucial. Si la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo debe tener algo que ver con la capacidad de pensar, entonces debemos poder «exigir» su ejercicio a cualquier persona que esté en su sano juicio, con
independencia del grado de erudición o de ignorancia, inteligencia o estupidez que pudiera tener. Kant —a este respecto, casi el único entre los filósofos— estaba muy preocupado por las implicaciones morales de la opinión corriente, según la cual la filosofía es privilegio de unos pocos. De acuerdo con ello, en una ocasión observó: «La estupidez es causada por un mal corazón», afirmación que no es cierta. La incapacidad de pensar no es estupidez; la podemos hallar en gente muy inteligente, y la maldad difícilmente es su causa, aunque solo sea porque la ausencia de pensamiento y la estupidez son fenómenos mucho más frecuentes que la maldad. El problema radica precisamente en el hecho de que para causar un gran mal no es necesario un mal corazón, fenómeno relativamente raro. Por tanto, en términos kantianos, para prevenir el mal se necesitaría la filosofía, el ejercicio de la razón como facultad de pensamiento.
Lo cual constituye un gran reto, incluso si suponemos y damos la bienvenida al declinar de las disciplinas, la filosofía y la metafísica, que durante muchos siglos han monopolizado esta facultad. La característica principal del pensar es que interrumpe toda acción, toda actividad ordinaria, cualquiera que esta sea. Por más equivocadas que pudieran haber sido las teorías de los dos mundos, tuvieron como punto de partida experiencias genuinas, porque es cierto que, en el momento en que empezamos a pensar, no importa sobre qué, detenemos todo lo demás, y, a su vez, este todo lo demás interrumpe el proceso de pensamiento; es como si nos moviéramos en mundos distintos. Actuar y vivir en su sentido más general de inter homines esse, «ser entre mis semejantes» —el equivalente latino de estar vivo—, impide realmente pensar. Como lo expresó en una ocasión Valéry: «Tantót je suis, tantót je pense, «Unas veces pienso y otras soy».
Estrechamente conectado a esta situación se halla el hecho de que el pensar siempre se ocupa de objetos que están ausentes, alejados de la directa percepción de los sentidos. Un objeto de pensamiento es siempre una representación, es decir, algo o alguien que en realidad está ausente y solo. está presente a la mente que, en virtud de la imaginación, lo puede hacer presente en forma de imagen. En otras palabras, cuando pienso me muevo fuera del mundo de las apariencias, incluso si mi pensar tiene que ver con objetos ordinarios dados a los sentidos y no con objetos invisibles como, por ejemplo, conceptos o ideas, el viejo dominio del pensamiento metafísico. Para que podamos pensar en alguien, es preciso que esté alejado de nuestros sentidos; mientras permanezcamos juntos no podemos pensar en él, a pesar de que podamos recoger impresiones que posteriormente serán alimento del pensamiento; pensar en alguien que está presente implica alejarnos subrepticiamente de su compañía y actuar como si ya no estuviera.
Estas observaciones dejan entrever por qué el pensar, la búsqueda del sentido —frente a la sed de conocimiento científico— fue percibida como «no natural», como si los hombres, cada vez que empezaban a pensar, se envolvieran en una actividad contraria a la condición humana. El pensar como tal, no solo el pensamiento acerca de los eventos o fenómenos extraordinarios o acerca de las viejas cuestiones de la metafísica, sino también cualquier reflexión que hagamos que no sirva al conocimiento y que no esté guiada por fines prácticos, está, como ya señalara Heidegger, «fuera del orden». En verdad se da el curioso hecho de que ha habido siempre hombres que eligen como modo de vida el bios theóretikos, lo cual no es un argumento en contra de la actividad de estar «fuera del orden». Toda la historia de la filosofía, que tanto nos cuenta acerca de los objetos de pensamiento y tan poco sobre el propio proceso de pensar, está atravesada por una lucha interna entre el sentido común del hombre, ese altísimo sentido que adapta nuestros cinco sentidos a un mundo común y nos permite orientarnos en él, y la facultad del pensamiento, en virtud de la cual el hombre se aleja deliberadamente de él.
Y esta facultad no solo es una facultad de la que «nada resulta» para los propósitos del curso ordinario de las cosas, en la medida en que sus resultados quedan inciertos y no verificables, sino que, en cierta forma, es también autodestructiva. En la intimidad de sus notas póstumas, escribió Kant: «No apruebo la norma según la cual si el uso de la razón pura ha demostrado algo, no hay que dudar de sus resultados, como si se tratara de un sólido axioma»; y «no comparto la opinión […] de que alguien no deba dudar una vez que se ha convencido de algo. En el marco de la filosofía pura esto es imposible. Nuestro espíritu siente hacia ello una aversión natural» (la cursiva es mía). De aquí se sigue que la tarea de pensar es como la labor de Penélope, que cada mañana destejía lo que había hecho la noche anterior.
Para replantear nuestro problema, la estrecha conexión entre la capacidad o incapacidad de pensar y el problema del mal, resumiré mis tres proposiciones principales.
Primera, si tal conexión existe, entonces la facultad de pensar, en tanto distinta de la sed de conocimiento, debe ser adscrita a todo el mundo y no puede ser un privilegio de unos pocos.
evidente desde cualquier punto de vista—, sino que la manera en que Dios ha sido pensado durante milenios ya no es convincente; tampoco significan que las viejas cuestiones que acompañan al hombre desde su aparición sobre la Tierra hayan devenido «carentes de significado», sino que el modo en que fueron formuladas y resueltas ha perdido su validez.
Lo que sí ha llegado a su final es la distinción básica entre lo sensible y lo suprasensible, conjuntamente con la idea, tan antigua como Parménides, de que todo lo que no se obtiene por los sentidos —Dios o el Ser o los Primeros Principios y Causas (archai) o las Ideas— es más real, más verdadero, más significativo que aquello que aparece, y de que esto no está solo más allá de la percepción de los sentidos, sino por encima del mundo de los sentidos. Lo que «ha muerto» no es solo la localización de tales «verdades eternas», sino la misma distinción. Contemporáneamente, con una voz cada vez más estridente, los pocos defensores de la metafísica nos han advertido del peligro de nihilismo inherente a este desarrollo; y, a pesar de que raramente lo invocan, disponen de un argumento importante a su favor: es realmente cierto que, una vez descartado el reino suprasensible, su opuesto, el mundo de las apariencias, tal como se ha venido entendiendo desde hace siglos, queda también anulado. Lo sensible, como todavía lo conciben los positivistas, no puede sobrevivir a la muerte de lo suprasensible. Nadie ha visto esto mejor que Nietzsche, que, con su descripción poética y metafórica del asesinato de Dios en Zaratustra, ha creado tanta confusión sobre estos temas. En un pasaje significativo de El crepúsculo de los ídolos, aclara el significado de la palabra Dios en Zaratustra: se trata de un mero símbolo del reino de lo suprasensible tal como lo entendió la metafísica; y, a continuación, reemplazando la palabra Dios por mundo verdadero, afirma: «Hemos eliminado el mundo verdadero: ¿qué mundo ha quedado?, ¿acaso el aparente?… ¡No!, ¡al eliminar el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente»
Estas «muertes» modernas —de Dios, de la metafísica, la filosofía y, por consiguiente, del positivismo— pueden ser acontecimientos de gran importancia, pero, después de todo, son acontecimientos del pensamiento, y, si bien se refieren muy de cerca a nuestros modos de pensar, no tienen que ver con nuestra capacidad para pensar, es decir, con el simple hecho de que el hombre es un ser pensante. Y con esto quiero decir que el hombre tiene una inclinación y además una necesidad de no estar presionado por necesidades vitales más urgentes («la necesidad de la razón» kantiana), de pensar más allá de los límites del conocimiento, de usar sus capacidades intelectuales, el poder de su cerebro, como algo más que simples instrumentos para conocer y hacer. Nuestro deseo de conocer, tanto si emerge de nuestras necesidades prácticas y perplejidades teóricas como de la simple curiosidad, puede ser satisfecho cuando alcanzamos el fin propuesto; y mientras nuestra sed de conocimiento sea insaciable dada la inmensidad de lo desconocido, hasta el
punto de que cada región de conocimiento abre ulteriores horizontes cognoscibles, la actividad deja tras de sí un tesoro creciente de conocimiento que queda fijado y almacenado por cada civilización como parte y parcela de su mundo. La actividad de conocer es una actividad de construcción del
mundo como lo es la actividad de construcción de casas. La inclinación o la necesidad de pensar, por el contrario, incluso si no ha emergido de ningún tipo de «cuestiones últimas» metafísicas, tradicionalmente respetadas y carentes de respuesta, no deja nada tan tangible tras de sí, ni puede ser acallada por las intuiciones supuestamente definitivas de «los sabios». La necesidad de pensar solo puede ser satisfecha pensando, y los pensamientos que tuve ayer satisfarán hoy este deseo solo porque los puedo pensar «de nuevo».
Debemos a Kant la distinción entre pensar y conocer, entre la razón, el ansia de pensar y de comprender, y el intelecto, el cual desea y es capaz de conocimiento cierto y verificable. El propio Kant creía que la necesidad de pensar más allá de los límites del conocimiento fue originada solo por las viejas cuestiones metafísicas, Dios, la libertad y la inmortalidad del alma, y que había que «abolir el conocimiento para dejar un lugar a las creencias»; y que, al hacer esto, había colocado los fundamentos para una futura «metafísica sistemática» como un «legado dejado a la posterioridad». Pero esto muestra solamente que Kant, todavía ligado a la tradición metafísica, nunca fue totalmente consciente de lo que había hecho, y su «legado dejado a la posterioridad» se convirtió, en realidad, en la destrucción de cualquier posibilidad de fundar sistemas metafísicos. Puesto que la capacidad y la necesidad del pensamiento no se limitan en absoluto a una materia específica, este no será nunca capaz de dar respuesta a cuestiones tales como las que plantea y conoce la razón. Kant no ha «negado el conocimiento», sino que lo ha separado del pensar, y no ha hecho sitio para la fe, sino para el pensamiento. En realidad, lo que hace es, como él mismo sugirió en una ocasión, «eliminar los obstáculos que la razón pone en su propio camino».
En nuestro contexto y para nuestros propósitos, esta distinción entre conocer y pensar es crucial. Si la capacidad de distinguir lo bueno de lo malo debe tener algo que ver con la capacidad de pensar, entonces debemos poder «exigir» su ejercicio a cualquier persona que esté en su sano juicio, con
independencia del grado de erudición o de ignorancia, inteligencia o estupidez que pudiera tener. Kant —a este respecto, casi el único entre los filósofos— estaba muy preocupado por las implicaciones morales de la opinión corriente, según la cual la filosofía es privilegio de unos pocos. De acuerdo con ello, en una ocasión observó: «La estupidez es causada por un mal corazón», afirmación que no es cierta. La incapacidad de pensar no es estupidez; la podemos hallar en gente muy inteligente, y la maldad difícilmente es su causa, aunque solo sea porque la ausencia de pensamiento y la estupidez son fenómenos mucho más frecuentes que la maldad. El problema radica precisamente en el hecho de que para causar un gran mal no es necesario un mal corazón, fenómeno relativamente raro. Por tanto, en términos kantianos, para prevenir el mal se necesitaría la filosofía, el ejercicio de la razón como facultad de pensamiento.
Lo cual constituye un gran reto, incluso si suponemos y damos la bienvenida al declinar de las disciplinas, la filosofía y la metafísica, que durante muchos siglos han monopolizado esta facultad. La característica principal del pensar es que interrumpe toda acción, toda actividad ordinaria, cualquiera que esta sea. Por más equivocadas que pudieran haber sido las teorías de los dos mundos, tuvieron como punto de partida experiencias genuinas, porque es cierto que, en el momento en que empezamos a pensar, no importa sobre qué, detenemos todo lo demás, y, a su vez, este todo lo demás interrumpe el proceso de pensamiento; es como si nos moviéramos en mundos distintos. Actuar y vivir en su sentido más general de inter homines esse, «ser entre mis semejantes» —el equivalente latino de estar vivo—, impide realmente pensar. Como lo expresó en una ocasión Valéry: «Tantót je suis, tantót je pense, «Unas veces pienso y otras soy».
Estrechamente conectado a esta situación se halla el hecho de que el pensar siempre se ocupa de objetos que están ausentes, alejados de la directa percepción de los sentidos. Un objeto de pensamiento es siempre una representación, es decir, algo o alguien que en realidad está ausente y solo. está presente a la mente que, en virtud de la imaginación, lo puede hacer presente en forma de imagen. En otras palabras, cuando pienso me muevo fuera del mundo de las apariencias, incluso si mi pensar tiene que ver con objetos ordinarios dados a los sentidos y no con objetos invisibles como, por ejemplo, conceptos o ideas, el viejo dominio del pensamiento metafísico. Para que podamos pensar en alguien, es preciso que esté alejado de nuestros sentidos; mientras permanezcamos juntos no podemos pensar en él, a pesar de que podamos recoger impresiones que posteriormente serán alimento del pensamiento; pensar en alguien que está presente implica alejarnos subrepticiamente de su compañía y actuar como si ya no estuviera.
Estas observaciones dejan entrever por qué el pensar, la búsqueda del sentido —frente a la sed de conocimiento científico— fue percibida como «no natural», como si los hombres, cada vez que empezaban a pensar, se envolvieran en una actividad contraria a la condición humana. El pensar como tal, no solo el pensamiento acerca de los eventos o fenómenos extraordinarios o acerca de las viejas cuestiones de la metafísica, sino también cualquier reflexión que hagamos que no sirva al conocimiento y que no esté guiada por fines prácticos, está, como ya señalara Heidegger, «fuera del orden». En verdad se da el curioso hecho de que ha habido siempre hombres que eligen como modo de vida el bios theóretikos, lo cual no es un argumento en contra de la actividad de estar «fuera del orden». Toda la historia de la filosofía, que tanto nos cuenta acerca de los objetos de pensamiento y tan poco sobre el propio proceso de pensar, está atravesada por una lucha interna entre el sentido común del hombre, ese altísimo sentido que adapta nuestros cinco sentidos a un mundo común y nos permite orientarnos en él, y la facultad del pensamiento, en virtud de la cual el hombre se aleja deliberadamente de él.
Y esta facultad no solo es una facultad de la que «nada resulta» para los propósitos del curso ordinario de las cosas, en la medida en que sus resultados quedan inciertos y no verificables, sino que, en cierta forma, es también autodestructiva. En la intimidad de sus notas póstumas, escribió Kant: «No apruebo la norma según la cual si el uso de la razón pura ha demostrado algo, no hay que dudar de sus resultados, como si se tratara de un sólido axioma»; y «no comparto la opinión […] de que alguien no deba dudar una vez que se ha convencido de algo. En el marco de la filosofía pura esto es imposible. Nuestro espíritu siente hacia ello una aversión natural» (la cursiva es mía). De aquí se sigue que la tarea de pensar es como la labor de Penélope, que cada mañana destejía lo que había hecho la noche anterior.
Para replantear nuestro problema, la estrecha conexión entre la capacidad o incapacidad de pensar y el problema del mal, resumiré mis tres proposiciones principales.
Primera, si tal conexión existe, entonces la facultad de pensar, en tanto distinta de la sed de conocimiento, debe ser adscrita a todo el mundo y no puede ser un privilegio de unos pocos.
Segunda, si Kant está en lo cierto y la facultad del pensamiento siente una «natural aversión» a aceptar sus propios resultados como «sólidos axiomas», entonces no podemos esperar de la actividad de pensar ningún mandato o proposición moral, ningún código de conducta y, menos aún, una nueva y dogmática definición de lo que está bien y de lo que está mal.
Tercera, si es cierto que el pensar tiene que ver con lo invisible, se sigue de ahí que está fuera del orden porque normalmente nos movemos en un mundo de apariencias, donde la experiencia más radical de la desaparición es la muerte. Frecuentemente se ha sostenido que el don de ocuparse de las cosas que no aparecen exige un precio: convertir al poeta o al pensador en ciego para el mundo visible. Piénsese en Homero, al que los dioses concedieron el divino don golpeándolo con la ceguera; piénsese en el Fedón de Platón, donde los filósofos se presentan a la mayoría, a aquellos que no se dedican a la filosofía, como gente que busca la muerte. Y Zenón, el fundador del estoicismo, que al preguntar al oráculo de Delfos cómo alcanzar la vida mejor, obtuvo como respuesta que «adoptara el color de los muertos»
De ahí la pregunta inevitable: ¿cómo puede derivarse alguna cosa relevante para el mundo en que vivimos de una empresa sin resultados? Si puede haber una respuesta, esta solo puede proceder de la actividad de pensar en sí misma, lo cual significa que debemos rastrear experiencias y no doctrinas. Y ¿adonde debemos ir a buscar estas experiencias? El «todo el mundo» a quien pedimos que piense no escribe libros; tiene cosas más urgentes que hacer. Y los pocos que Kant denominó «pensadores profesionales» no se sintieron nunca particularmente deseosos de escribir sobre la experiencia misma, quizá porque sabían que pensar, por naturaleza, carece de resultado. Y porque sus libros y sus doctrinas estaban inevitablemente elaborados con un ojo mirando a los muchos, que desean ver resultados y no se preocupan de establecer distinciones entre pensar y conocer, entre sentido y verdad. No sabemos cuántos pensadores «profesionales», cuyas doctrinas forman la tradición filosófica y metafísica, tuvieron dudas acerca de la validez o incluso de la posible carencia de sentido de sus resultados. Solo conocemos el soberbio rechazo de Platón (en la Carta Séptima) a lo que los otros proclamaban como sus doctrinas:
“Ya sé que hay otros que han escrito acerca de estas mismas cuestiones, pero ¿quiénes fueron? Ni ellos se conocen a sí mismos […] no se puede, en efecto, reducirlas a expresión, como sucede con otras ramas del saber; teniendo esto en cuenta, ninguna persona inteligente se arriesgará a confiar sus pensamientos a este débil medio de expresión, sobre todo cuando ha de quedar fijado, cual es el caso de la palabra escrita”
De ahí la pregunta inevitable: ¿cómo puede derivarse alguna cosa relevante para el mundo en que vivimos de una empresa sin resultados? Si puede haber una respuesta, esta solo puede proceder de la actividad de pensar en sí misma, lo cual significa que debemos rastrear experiencias y no doctrinas. Y ¿adonde debemos ir a buscar estas experiencias? El «todo el mundo» a quien pedimos que piense no escribe libros; tiene cosas más urgentes que hacer. Y los pocos que Kant denominó «pensadores profesionales» no se sintieron nunca particularmente deseosos de escribir sobre la experiencia misma, quizá porque sabían que pensar, por naturaleza, carece de resultado. Y porque sus libros y sus doctrinas estaban inevitablemente elaborados con un ojo mirando a los muchos, que desean ver resultados y no se preocupan de establecer distinciones entre pensar y conocer, entre sentido y verdad. No sabemos cuántos pensadores «profesionales», cuyas doctrinas forman la tradición filosófica y metafísica, tuvieron dudas acerca de la validez o incluso de la posible carencia de sentido de sus resultados. Solo conocemos el soberbio rechazo de Platón (en la Carta Séptima) a lo que los otros proclamaban como sus doctrinas:
“Ya sé que hay otros que han escrito acerca de estas mismas cuestiones, pero ¿quiénes fueron? Ni ellos se conocen a sí mismos […] no se puede, en efecto, reducirlas a expresión, como sucede con otras ramas del saber; teniendo esto en cuenta, ninguna persona inteligente se arriesgará a confiar sus pensamientos a este débil medio de expresión, sobre todo cuando ha de quedar fijado, cual es el caso de la palabra escrita”