"Entonces, si lo Bello es el símbolo de lo Bueno, lo Sublime… ¿qué sugiere?" Slavoj Žižek
Texto de Slavoj Žižek sobre la fisura en lo universal según Kant, explorando la relación entre lo bello, lo sublime y la ley moral desde una perspectiva filosófica.
Por: Slavoj Zizek
Puede parecer paradójico hablar de una «fisura en lo Universal» a propósito de Kant: ¿acaso Kant no estaba obsesionado con lo Universal? ¿Establecer la forma universal (constitutiva) del conocimiento no era su objetivo fundamental? ¿Su ética no propone acaso la forma universal de la norma que regula nuestra actividad como único criterio de la moralidad, etc.? De todos modos, en cuanto la Cosa en sí se postula como inalcanzable, todo universal se interrumpe potencialmente.
Todo universal implica un punto de excepción en que su validez, su control, se cancela; o bien, para decirlo en la jerga de la física contemporánea, implica un punto de singularidad. Esta
«singularidad» es básicamente el propio sujeto kantiano, es decir, el sujeto vacío de la apercepción trascendental. Debido a esta singularidad, cada una de las tres críticas de Kant «se tropieza» con la universalización. En la «razón pura», surgen las antinomias cuando, al usar categorías, traspasamos nuestra experiencia finita y nos esforzamos por aplicarlas a la totalidad del universo: si nos esforzamos por concebir el universo como un Todo, este aparece como finito e infinito a la vez, como un nexo causal que todo lo abarca y que contiene seres libres. En la «razón práctica», la «fisura» es introducida por la posibilidad del «Mal radical», un Mal que, en su forma, coincide con el Bien (el libre albedrío en cuanto voluntad que sigue las reglas universales autopostuladas puede optar por ser «malvado» por principio, no a causa de impulsos empíricos y «patológicos»). En la «capacidad de juzgar» en cuanto «síntesis» de la razón pura y práctica, la división se produce por partida doble.
Primero, tenemos la oposición de la estética y la teleología, dos polos que no forman un Todo armonioso juntos. Lo Bello es «intencionalidad sin propósito»: un producto de la actividad consciente del hombre, que lleva la marca de la intencionalidad, aunque un objeto se considera «bello» solo en la medida en que se experimenta como algo que no sirve a ningún propósito definido, que está aquí sin motivo o fin. En otras palabras, lo Bello designa el punto paradójico en que la actividad humana (que de otra manera sería instrumental, estaría dirigida a la realización de objetivos conscientes) empieza a funcionar como una fuerza natural espontánea: una verdadera obra de arte nunca sale de un plan consciente; debe «desarrollarse espontáneamente». La teleología, por el contrario, se ocupa de discernir los propósitos ocultos que operan en una naturaleza sometida a leyes mecánicas ciegas, es decir, constituidas ontológicamente como «realidad objetiva» por medio de categorías trascendentales que no dan lugar a la intencionalidad.
Lo Sublime debe concebirse precisamente como indicador de la «síntesis» fallida de lo Bello y el Propósito; o bien, para usar el lenguaje elemental matemático, como la intersección entre los dos conjuntos: el conjunto de lo que es «bello» y el conjunto de lo que «tiene un propósito»; sin duda, una intersección negativa, es decir, una intersección que contiene elementos que no son ni bellos ni tienen un propósito. Los fenómenos de lo Sublime (más precisamente, los que despiertan en el sujeto el sentimiento de lo Sublime) de ninguna manera son bellos; son caóticos, sin forma, todo lo opuesto de una forma armoniosa y, además, no tienen ningún propósito, es decir, son todo lo contrario de esas características que dan testimonio de una intencionalidad oculta en la naturaleza (son monstruosas en el sentido del carácter inoportunamente excesivo y exagerado de un órgano u objeto). Como tal, lo Sublime es el lugar de la inscripción de la subjetividad pura cuyo abismo intentan ocultar lo Bello y la Teleología mediante la apariencia de Armonía.
Por lo tanto, en una mirada más cercana, ¿en qué se relaciona lo Sublime con los dos conjuntos de lo Bello y la Teleología cuya intersección constituye? Como es bien sabido, Kant concibe lo bello como símbolo de lo Bueno; al mismo tiempo, señala que lo que es verdaderamente sublime no es el objeto que despierta el sentimiento de sublimidad, sino la Ley moral en nosotros, nuestra naturaleza suprasensible. Entonces, ¿lo bello y la sublimidad simplemente deben concebirse como dos
símbolos diferentes de lo Bueno? ¿No será, por el contrario, que esta dualidad apunta hacia un abismo que debe pertenecer a la propia Ley moral? Lacan traza una línea de demarcación entre las dos facetas de la ley: por un lado, la ley en cuanto Yo-Ideal simbólico (es decir, la ley en su función pacificadora, en cuanto garantía del pacto social, en cuanto Tercero que media y resuelve el punto muerto de la agresividad imaginaria); por el otro lado, la ley en su dimensión del superyó (es decir, la ley en cuanto presión «irracional», la fuerza de la culpabilización totalmente inconmensurable con nuestra responsabilidad real, la agencia en cuyos ojos somos a priori culpables y que da cuerpo al imperativo imposible del goce). Esta distinción entre el Yo-Ideal y el superyó es lo que nos permite especificar cómo lo Bello y la Sublimidad se relacionan de manera diferente con el dominio de la ética. Lo Bello es el símbolo de lo Bueno, es decir, de la Ley moral como agencia pacificadora que controla nuestro egoísmo y hace posible la convivencia social armoniosa. En
contraste con esto, lo sublime dinámico (erupciones volcánicas, mares tormentosos, precipicios en montañas, etc.), por no lograr simbolizar (representar simbólicamente) la Ley moral suprasensible, obtiene su dimensión a partir del superyó. Por lo tanto, la lógica que opera en la experiencia de lo sublime dinámico es: es cierto, puedo ser una pequeña partícula de polvo que vuela en el viento y el mar, impotente ante las furiosas fuerzas de la naturaleza, pero toda esta furia de la naturaleza pierde fuerza si la comparo con la presión absoluta ejercida sobre mí por el superyó, que me humilla y me obliga a actuar en contra de mis intereses fundamentales. (Aquí nos encontramos con la paradoja básica de la autonomía kantiana: soy un sujeto libre y autónomo, librado de las limitaciones de mi naturaleza patológica, precisamente y solo en la medida en que mi sentimiento de autoestima sea aplastado por la presión humillante de la Ley moral). En eso consiste también la dimensión del superyó del Dios judío evocado por el sumo sacerdote Abner en Atalía, de Racine: «Je crains Dieu et n’ai point d’autre crainte…»; el temor a la naturaleza furiosa y al dolor que otros hombres pueden infligir sobre mí se convierten en paz sublime, no solo porque tomo conciencia de la naturaleza suprasensible en mí más allá del alcance de las fuerzas de la naturaleza, sino porque me doy cuenta de cómo la presión de la Ley moral es más fuerte incluso que las fuerzas naturales más poderosas.
La conclusión inevitable que podemos sacar de todo esto es: si lo Bello es el símbolo de lo Bueno, lo Sublime es el símbolo de… Aquí, ya, la homología se complica. El problema con el objeto sublime (más precisamente, con el objeto que despierta en nosotros el sentimiento de lo Sublime) es que falla como símbolo; representa su Más allá con el fracaso mismo de su representación simbólica. Entonces, si lo Bello es el símbolo de lo Bueno, lo Sublime… ¿qué sugiere? Solo hay una respuesta posible: sin dudas, la dimensión suprasensible, ética y no patológica, pero la postura suprasensible y ética, en tanto elude el dominio de lo Bueno; en resumen, el Mal radical, el Mal como actitud ética.
En la ideología popular de hoy, esta paradoja de lo Sublime kantiano es lo que tal vez nos permite detectar las raíces de la fascinación popular con figuras como Hannibal Lecter, el caníbal asesino serial de las novelas de Thomas Harris: esta fascinación en última instancia da testimonio de un profundo anhelo de un psicoanalista lacaniano. Es decir, Hannibal Lecter es una figura sublime en el estricto sentido kantiano: un intento desesperado y finalmente fallido de la imaginación
popular para representarse a sí misma la idea de un analista lacaniano. La correlación entre Lecter y el analista lacaniano corresponde perfectamente a la relación que, según Kant, define la experiencia de lo «sublime dinámico»: la relación entre la naturaleza salvaje, caótica, incontrolada y furiosa, y la Idea suprasensible de la Razón más allá de cualquier limitación natural. Es cierto, la maldad de Lecter (no solo mata a sus víctimas, sino que luego come partes de sus entrañas) lleva al límite nuestra capacidad de imaginar los horrores que podemos infligir sobre nuestros semejantes. Sin embargo, incluso el máximo esfuerzo por representar para nosotros mismos la crueldad de Lecter no logra captar la verdadera dimensión del acto del analista: al producir la traversée du fantasme (el cruce de nuestra fantasía fundamental), literalmente nos «roba el núcleo de nuestro ser», el objet petit a, el tesoro secreto, elagalma, lo que consideramos más preciado en nosotros, criticándolo como mero semblante. Lacan define el objet petit a como el fantasmático «relleno del yo», como eso que confiere al S/, a la fisura en el orden simbólico, al vacío ontológico que llamamos «sujeto», la coherencia ontológica de una «persona», el semblante de una plenitud de ser; y es precisamente este «relleno» lo que el analista pulveriza, «traga». Esta es la razón del inesperado elemento «eucarístico» que opera en la definición de Lacan del analista, especialmente su repetida alusión irónica a Heidegger: «Mange ton Dasein!» (¡Cómete tu ser-en-el-mundo!). En eso reside el poder de fascinación que concierne a la figura de Hannibal Lecter: por su propio fracaso en alcanzar el límite absoluto de lo que Lacan llama la «destitución subjetiva», esta figura nos permite obtener un presentimiento de la Idea del analista. Entonces, en El silencio de los inocentes, Lecter es realmente un caníbal, no en relación con sus víctimas sino en relación con Clarice Sterling: su relación es una imitación burlona de la situación analítica, ya que a cambio de ayudarla a capturar a «Buffalo Bill», quiere que ella confíe en él… ¿Qué? Precisamente lo que el analizante confiesa al analista, el núcleo de su ser, su fantasía fundamental (el llanto de los corderos). Por lo tanto, el quid pro quo propuesto por Lecter a Clarice es: «Te ayudaré si me dejas comer tu Dasein». La inversión de la relación analítica se convierte en el hecho de que Lecter compensa a Clarice ayudándola a localizar a «Buffalo Bill». Por lo tanto, no es suficientemente cruel para ser analista lacaniano, ya que en el psicoanálisis debemos pagar al analista para poder ofrecerle nuestro Dasein servido.
Si, en consecuencia, lo Sublime se opone a lo Bello respecto de los dos lados de la Ley moral (el pacífico Yo-Ideal en oposición al feroz superyó), ¿cómo vamos a distinguirlo de su polo opuesto en Crítica del juicio, a partir de la teleología en la naturaleza? Lo Sublime designa a la naturaleza en su ira sin propósito, en el gasto de sus fuerzas que no sirven para nada (definición de Lacan del goce en las primeras páginas de su seminario Aun), mientras que la observación teleológica descubre en la naturaleza un conocimiento presupuesto (meramente reflexivo, no constitutivo); es decir, la hipótesis reguladora de la teleología es que «la naturaleza sabe» (el flujo de acontecimientos no sigue la causalidad mecánica «ciega», sino que se guía por una intencionalidad consciente). En lo Sublime, la naturaleza no sabe, y cuando «no sabe» goza (de este modo, nuevamente nos encontramos en el superyó en cuanto ley que goza, en cuanto agencia de ley impregnada de goce obsceno). La conexión secreta entre un estallido de «goce de la naturaleza» y el superyó es la clave de Huracán sobre la isla, de John Ford (1937), la historia de un banco de arena, que alguna vez fue una isla paradisíaca regida por el gobernador francés De Laage (Raymond Massey[80]), que niega misericordia a Terangi, un aborigen condenado por devolver un golpe a un francés. Cuando Terangi escapa de la prisión para reunirse con su esposa, De Laage lo persigue sin piedad hasta que un huracán destruye todo. Por supuesto, el gobernador es un extremista irracional de la ley y el orden, infectado de arrogancia miope; en resumen, una figura superyoica, si alguna vez existió alguna. Desde esta perspectiva, la función del huracán debería ser enseñar a De Laage que hay cosas más importantes que el código penal: cuando De Laage se enfrenta a la ruina causada por el huracán, otorga humildemente a Terangi su libertad. Sin embargo, la paradoja es que el huracán destruye las viviendas de los aborígenes y su paradisíaca isla, mientras que De Laage está a salvo, por lo que debemos leer el huracán como una manifestación de la ira patriarcal del superyó de De Laage. En otras palabras, lo que calma a De Laage es su confrontación con la naturaleza destructiva de la furia que habita en él; el huracán hace que tome conciencia del goce indomable y salvaje de su devoción fanática por la ley. Concede amnistía a Terangi no porque vio la nulidad de las leyes humanas frente a la inmensidad de las fuerzas de la naturaleza cuando se manifestaron en el huracán, sino porque se dio cuenta de que el inverso oculto de lo que percibía como su rectitud moral es el Mal radical, cuyo poder destructivo eclipsa incluso la ferocidad del huracán.
«singularidad» es básicamente el propio sujeto kantiano, es decir, el sujeto vacío de la apercepción trascendental. Debido a esta singularidad, cada una de las tres críticas de Kant «se tropieza» con la universalización. En la «razón pura», surgen las antinomias cuando, al usar categorías, traspasamos nuestra experiencia finita y nos esforzamos por aplicarlas a la totalidad del universo: si nos esforzamos por concebir el universo como un Todo, este aparece como finito e infinito a la vez, como un nexo causal que todo lo abarca y que contiene seres libres. En la «razón práctica», la «fisura» es introducida por la posibilidad del «Mal radical», un Mal que, en su forma, coincide con el Bien (el libre albedrío en cuanto voluntad que sigue las reglas universales autopostuladas puede optar por ser «malvado» por principio, no a causa de impulsos empíricos y «patológicos»). En la «capacidad de juzgar» en cuanto «síntesis» de la razón pura y práctica, la división se produce por partida doble.
Primero, tenemos la oposición de la estética y la teleología, dos polos que no forman un Todo armonioso juntos. Lo Bello es «intencionalidad sin propósito»: un producto de la actividad consciente del hombre, que lleva la marca de la intencionalidad, aunque un objeto se considera «bello» solo en la medida en que se experimenta como algo que no sirve a ningún propósito definido, que está aquí sin motivo o fin. En otras palabras, lo Bello designa el punto paradójico en que la actividad humana (que de otra manera sería instrumental, estaría dirigida a la realización de objetivos conscientes) empieza a funcionar como una fuerza natural espontánea: una verdadera obra de arte nunca sale de un plan consciente; debe «desarrollarse espontáneamente». La teleología, por el contrario, se ocupa de discernir los propósitos ocultos que operan en una naturaleza sometida a leyes mecánicas ciegas, es decir, constituidas ontológicamente como «realidad objetiva» por medio de categorías trascendentales que no dan lugar a la intencionalidad.
Lo Sublime debe concebirse precisamente como indicador de la «síntesis» fallida de lo Bello y el Propósito; o bien, para usar el lenguaje elemental matemático, como la intersección entre los dos conjuntos: el conjunto de lo que es «bello» y el conjunto de lo que «tiene un propósito»; sin duda, una intersección negativa, es decir, una intersección que contiene elementos que no son ni bellos ni tienen un propósito. Los fenómenos de lo Sublime (más precisamente, los que despiertan en el sujeto el sentimiento de lo Sublime) de ninguna manera son bellos; son caóticos, sin forma, todo lo opuesto de una forma armoniosa y, además, no tienen ningún propósito, es decir, son todo lo contrario de esas características que dan testimonio de una intencionalidad oculta en la naturaleza (son monstruosas en el sentido del carácter inoportunamente excesivo y exagerado de un órgano u objeto). Como tal, lo Sublime es el lugar de la inscripción de la subjetividad pura cuyo abismo intentan ocultar lo Bello y la Teleología mediante la apariencia de Armonía.
Por lo tanto, en una mirada más cercana, ¿en qué se relaciona lo Sublime con los dos conjuntos de lo Bello y la Teleología cuya intersección constituye? Como es bien sabido, Kant concibe lo bello como símbolo de lo Bueno; al mismo tiempo, señala que lo que es verdaderamente sublime no es el objeto que despierta el sentimiento de sublimidad, sino la Ley moral en nosotros, nuestra naturaleza suprasensible. Entonces, ¿lo bello y la sublimidad simplemente deben concebirse como dos
símbolos diferentes de lo Bueno? ¿No será, por el contrario, que esta dualidad apunta hacia un abismo que debe pertenecer a la propia Ley moral? Lacan traza una línea de demarcación entre las dos facetas de la ley: por un lado, la ley en cuanto Yo-Ideal simbólico (es decir, la ley en su función pacificadora, en cuanto garantía del pacto social, en cuanto Tercero que media y resuelve el punto muerto de la agresividad imaginaria); por el otro lado, la ley en su dimensión del superyó (es decir, la ley en cuanto presión «irracional», la fuerza de la culpabilización totalmente inconmensurable con nuestra responsabilidad real, la agencia en cuyos ojos somos a priori culpables y que da cuerpo al imperativo imposible del goce). Esta distinción entre el Yo-Ideal y el superyó es lo que nos permite especificar cómo lo Bello y la Sublimidad se relacionan de manera diferente con el dominio de la ética. Lo Bello es el símbolo de lo Bueno, es decir, de la Ley moral como agencia pacificadora que controla nuestro egoísmo y hace posible la convivencia social armoniosa. En
contraste con esto, lo sublime dinámico (erupciones volcánicas, mares tormentosos, precipicios en montañas, etc.), por no lograr simbolizar (representar simbólicamente) la Ley moral suprasensible, obtiene su dimensión a partir del superyó. Por lo tanto, la lógica que opera en la experiencia de lo sublime dinámico es: es cierto, puedo ser una pequeña partícula de polvo que vuela en el viento y el mar, impotente ante las furiosas fuerzas de la naturaleza, pero toda esta furia de la naturaleza pierde fuerza si la comparo con la presión absoluta ejercida sobre mí por el superyó, que me humilla y me obliga a actuar en contra de mis intereses fundamentales. (Aquí nos encontramos con la paradoja básica de la autonomía kantiana: soy un sujeto libre y autónomo, librado de las limitaciones de mi naturaleza patológica, precisamente y solo en la medida en que mi sentimiento de autoestima sea aplastado por la presión humillante de la Ley moral). En eso consiste también la dimensión del superyó del Dios judío evocado por el sumo sacerdote Abner en Atalía, de Racine: «Je crains Dieu et n’ai point d’autre crainte…»; el temor a la naturaleza furiosa y al dolor que otros hombres pueden infligir sobre mí se convierten en paz sublime, no solo porque tomo conciencia de la naturaleza suprasensible en mí más allá del alcance de las fuerzas de la naturaleza, sino porque me doy cuenta de cómo la presión de la Ley moral es más fuerte incluso que las fuerzas naturales más poderosas.
La conclusión inevitable que podemos sacar de todo esto es: si lo Bello es el símbolo de lo Bueno, lo Sublime es el símbolo de… Aquí, ya, la homología se complica. El problema con el objeto sublime (más precisamente, con el objeto que despierta en nosotros el sentimiento de lo Sublime) es que falla como símbolo; representa su Más allá con el fracaso mismo de su representación simbólica. Entonces, si lo Bello es el símbolo de lo Bueno, lo Sublime… ¿qué sugiere? Solo hay una respuesta posible: sin dudas, la dimensión suprasensible, ética y no patológica, pero la postura suprasensible y ética, en tanto elude el dominio de lo Bueno; en resumen, el Mal radical, el Mal como actitud ética.
En la ideología popular de hoy, esta paradoja de lo Sublime kantiano es lo que tal vez nos permite detectar las raíces de la fascinación popular con figuras como Hannibal Lecter, el caníbal asesino serial de las novelas de Thomas Harris: esta fascinación en última instancia da testimonio de un profundo anhelo de un psicoanalista lacaniano. Es decir, Hannibal Lecter es una figura sublime en el estricto sentido kantiano: un intento desesperado y finalmente fallido de la imaginación
popular para representarse a sí misma la idea de un analista lacaniano. La correlación entre Lecter y el analista lacaniano corresponde perfectamente a la relación que, según Kant, define la experiencia de lo «sublime dinámico»: la relación entre la naturaleza salvaje, caótica, incontrolada y furiosa, y la Idea suprasensible de la Razón más allá de cualquier limitación natural. Es cierto, la maldad de Lecter (no solo mata a sus víctimas, sino que luego come partes de sus entrañas) lleva al límite nuestra capacidad de imaginar los horrores que podemos infligir sobre nuestros semejantes. Sin embargo, incluso el máximo esfuerzo por representar para nosotros mismos la crueldad de Lecter no logra captar la verdadera dimensión del acto del analista: al producir la traversée du fantasme (el cruce de nuestra fantasía fundamental), literalmente nos «roba el núcleo de nuestro ser», el objet petit a, el tesoro secreto, elagalma, lo que consideramos más preciado en nosotros, criticándolo como mero semblante. Lacan define el objet petit a como el fantasmático «relleno del yo», como eso que confiere al S/, a la fisura en el orden simbólico, al vacío ontológico que llamamos «sujeto», la coherencia ontológica de una «persona», el semblante de una plenitud de ser; y es precisamente este «relleno» lo que el analista pulveriza, «traga». Esta es la razón del inesperado elemento «eucarístico» que opera en la definición de Lacan del analista, especialmente su repetida alusión irónica a Heidegger: «Mange ton Dasein!» (¡Cómete tu ser-en-el-mundo!). En eso reside el poder de fascinación que concierne a la figura de Hannibal Lecter: por su propio fracaso en alcanzar el límite absoluto de lo que Lacan llama la «destitución subjetiva», esta figura nos permite obtener un presentimiento de la Idea del analista. Entonces, en El silencio de los inocentes, Lecter es realmente un caníbal, no en relación con sus víctimas sino en relación con Clarice Sterling: su relación es una imitación burlona de la situación analítica, ya que a cambio de ayudarla a capturar a «Buffalo Bill», quiere que ella confíe en él… ¿Qué? Precisamente lo que el analizante confiesa al analista, el núcleo de su ser, su fantasía fundamental (el llanto de los corderos). Por lo tanto, el quid pro quo propuesto por Lecter a Clarice es: «Te ayudaré si me dejas comer tu Dasein». La inversión de la relación analítica se convierte en el hecho de que Lecter compensa a Clarice ayudándola a localizar a «Buffalo Bill». Por lo tanto, no es suficientemente cruel para ser analista lacaniano, ya que en el psicoanálisis debemos pagar al analista para poder ofrecerle nuestro Dasein servido.
Si, en consecuencia, lo Sublime se opone a lo Bello respecto de los dos lados de la Ley moral (el pacífico Yo-Ideal en oposición al feroz superyó), ¿cómo vamos a distinguirlo de su polo opuesto en Crítica del juicio, a partir de la teleología en la naturaleza? Lo Sublime designa a la naturaleza en su ira sin propósito, en el gasto de sus fuerzas que no sirven para nada (definición de Lacan del goce en las primeras páginas de su seminario Aun), mientras que la observación teleológica descubre en la naturaleza un conocimiento presupuesto (meramente reflexivo, no constitutivo); es decir, la hipótesis reguladora de la teleología es que «la naturaleza sabe» (el flujo de acontecimientos no sigue la causalidad mecánica «ciega», sino que se guía por una intencionalidad consciente). En lo Sublime, la naturaleza no sabe, y cuando «no sabe» goza (de este modo, nuevamente nos encontramos en el superyó en cuanto ley que goza, en cuanto agencia de ley impregnada de goce obsceno). La conexión secreta entre un estallido de «goce de la naturaleza» y el superyó es la clave de Huracán sobre la isla, de John Ford (1937), la historia de un banco de arena, que alguna vez fue una isla paradisíaca regida por el gobernador francés De Laage (Raymond Massey[80]), que niega misericordia a Terangi, un aborigen condenado por devolver un golpe a un francés. Cuando Terangi escapa de la prisión para reunirse con su esposa, De Laage lo persigue sin piedad hasta que un huracán destruye todo. Por supuesto, el gobernador es un extremista irracional de la ley y el orden, infectado de arrogancia miope; en resumen, una figura superyoica, si alguna vez existió alguna. Desde esta perspectiva, la función del huracán debería ser enseñar a De Laage que hay cosas más importantes que el código penal: cuando De Laage se enfrenta a la ruina causada por el huracán, otorga humildemente a Terangi su libertad. Sin embargo, la paradoja es que el huracán destruye las viviendas de los aborígenes y su paradisíaca isla, mientras que De Laage está a salvo, por lo que debemos leer el huracán como una manifestación de la ira patriarcal del superyó de De Laage. En otras palabras, lo que calma a De Laage es su confrontación con la naturaleza destructiva de la furia que habita en él; el huracán hace que tome conciencia del goce indomable y salvaje de su devoción fanática por la ley. Concede amnistía a Terangi no porque vio la nulidad de las leyes humanas frente a la inmensidad de las fuerzas de la naturaleza cuando se manifestaron en el huracán, sino porque se dio cuenta de que el inverso oculto de lo que percibía como su rectitud moral es el Mal radical, cuyo poder destructivo eclipsa incluso la ferocidad del huracán.