¿A qué llamamos castigar? | por Michel Foucault







"A partir del momento en que una institución, que presenta tantos inconvenientes, que suscita tantas críticas, no produce más que una indefinida repetición de los mismos discursos, la “palabrería” se convierte en un síntoma serio." Michel Foucault
 



Entrevista con Michel Foucault realizada en diciembre de 1983 y revisada por el propio Foucault en febrero de 1984. Publicada por primera vez por la Revue de L’Université de Bruxelles, 1984. Traducida por F.H. Alvarez. Publicada en la Revista Española Archipiélago N° 2 y en la Revista Argentina No hay derecho N° 2, diciembre de 1990.    

Foulek Ringelbeim: La publicación de su libro “Vigilar y Castigar” en 1974 supuso algo así como la caída de un meteorito en el terreno de penalistas y criminólogos. Esta obra, al proponer un análisis del sistema penal en la perspectiva de la táctica política y de la tecnología del poder, trastocó las concepciones tradicionales sobre la delincuencia y sobre la función social de la pena. Este libro desconcertó a los jueces represivos, al menos a aquellos que se preguntaban por el sentido de su trabajo y conmovió a numerosos criminólogos que, dicho sea de paso, no aceptaron gustosos que su discurso fuese calificado de mera palabrería. En la actualidad son cada día más raros los libros de criminología que no se refieran a “Vigilar y castigar” como un trabajo absolutamente insoslayable. Sin embargo el sistema penal no cambia y “la palabrería” criminológica continúa invariable. Es como si se rindiese homenaje al teórico de la epistemología jurídico-penal sin poder beneficiarse de sus enseñanzas, como si entre la teoría y la práctica existiese una impermeabilidad total.
Su intención no ha sido sin duda realizar un trabajo de reformador, pero ¿sería posible imaginar una política criminal que se sustentase en sus análisis e intentase extraer de ellos algunas consecuencias?.
 
Michel Foucault: Convendría quizás comenzar por precisar qué es lo que he intentado hacer con este libro. Mi objetivo principal no ha sido realizar una obra crítica, si se entiende por tal la denuncia de los inconvenientes del sistema penal actual. Tampoco he pretendido erigirme en historiador de las instituciones, en el sentido en que no he querido relatar cómo había funcionado la institución penal y carcelaria durante el siglo XIX. He intentado plantear un problema distinto: descubrir el sistema de pensamiento, la forma de racionalidad que, desde finales del siglo XVIII, subyacía a la idea de que la prisión es, en último término, el medio mejor, o uno de los más eficaces y más racionales, para castigar las infracciones que se producen en una sociedad. Es evidente que al hacer esto estaba impulsado por determinadas preocupaciones relacionadas con lo que se podría hacer hoy. En efecto, se me ocurrió que oponiendo, como se hacía tradicionalmente, reformismo y revolución no se estaban poniendo los medios para pensar las condicione que podían dar lugar a un real, profunda y radical transformación. Me parece que con mucha frecuencia en las reformas del sistema penal se admitía implícitamente, y a veces también explícitamente, el sistema de racionalidad que se había definido y aplicado hace ya tiempo, y que únicamente se intentaba saber qué instituciones y prácticas permitían la realización del proyecto inicial, conseguir sus fines. Al desentrañar el sistema de racionalidad subyacente a las prácticas punitivas pretendía señalar cuáles eran los principios lógicos que era necesario reexaminar si de verdad se quería transformar el sistema penal. Yo no he dicho que fuera forzosamente necesario librarse de él, pero creo que es muy importante saber, cuando se quiere llevar a cabo una transformación y una renovación, no sólo qué son las instituciones y cuáles son sus efectos reales, sino también cuál es el tipo de pensamiento que las sustenta: ¿qué es lo que se puede admitir todavía de ese sistema y cuáles son, por el contrario, las dimensiones que deben ser relegadas, abandonadas transformadas? Es lo mismo que he intentado hacer con la historia de las instituciones psiquiátricas. Y es verdad que estoy un poco sorprendido, y un tanto decepcionado, de ver que todo esto no conducía a ningún proyecto de reflexión ni de pensamiento que habría podido reunir, en torno a un mismo problema, a personas muy diferentes: magistrados, teóricos del derecho penal, funcionarios de la institución penitenciaria, abogados, trabajadores sociales y personas que hubiesen pasado por las cárceles. En este sentido es cierto que por razones que son sin duda de orden cultural y social, los años setenta han sido enormemente decepcionantes. Se lanzaron muchas críticas en todas las direcciones y con frecuencia esas ideas tuvieron una cierta difusión y ejercieron en ocasiones una cierta influencia, pero raramente se produjo una cristalización de las cuestiones planteadas en un proyecto colectivo destinado a determinar cuáles serían las transformaciones a emprender. Por mi parte, y pese a mis deseos, nunca he tenido la posibilidad de establecer contactos de trabajo con profesores de derecho penal, magistrados, ni tampoco, por supuesto, con algún partido político.

Y así el partido socialista que desde 1972 contó con nueve años para preparar su llegada al poder, y que hasta cierto punto ha sido receptivo en sus discursos a muchos de los temas que se plantearon en los años sesenta, nunca hizo una tentativa seria para definir por adelantado cuál podría ser su práctica real cuando accediese al poder. Parece que las instituciones, los grupos y los partidos políticos que habrían podido abrir un trabajo de reflexión sobre estas cuestiones no lo han hecho…

F. R.: En efecto, se tiene la impresión de que el sistema conceptual no ha evolucionado en absoluto .A pesar de que los juristas y los psiquiatras reconocen a la vez la pertinencia y la novedad de sus análisis, se enfrentan, según parece, a la imposibilidad de trasvasarlos a la práctica, a la hora de definir lo que, utilizando un término ambiguo, se podría denominar una política criminal.


 
M. F.: Plantea usted un problema que es efectivamente muy importante y difícil. Como sabe pertenezco a una generación de personas que han visto desplomarse la mayor parte de las utopías que habían sido construidas durante el siglo XIX y los comienzos del siglo XX. También hemos comprobado los efectos perversos, en ocasiones desastrosos, que pueden ser producidos por los proyectos más generosos en sus intenciones. Por mi parte he intentado con firmeza no jugar el papel del intelectual profeta que indica por adelantado a las gentes lo que deben hacer y les impone marcos de pensamiento, objetivos y medios extraídos de su propio cerebro trabajando encerrado en su despacho rodeado de libros. Me ha parecido que el trabajo de un intelectual, de lo que llamo “un intelectual específico”, consiste en intentar desasirse del poder de imposición y desasirse también, en la contingencia de su formación histórica, de los sistemas de pensamiento que nos resultan familiares en la actualidad, que nos parecen evidentes y que forman parte de nuestras percepciones, actitudes y comportamientos. Después es preciso trabajar en común con personas implicadas en la práctica, no sólo para modificar las instituciones y sus prácticas, sino también para reelaborar las formas de pensar.

F. R.: ¿Lo que usted ha calificado, y que sin duda ha sido mal interpretado, de “palabrería criminológica” consiste precisamente en no poner en cuestión ese sistema de pensamiento en el que todos esos análisis han sido realizados a lo largo de siglo y medio?
 


M. F.: Así es. Posiblemente haya utilizado un término un tanto desenvuelto y, en consecuencia, podemos retirarlo. Pero tengo la impresión de que las dificultades y contradicciones que la práctica penal ha soportado durante los últimos siglos nunca han sido reexaminadas a fondo. Y desde hace ahora ciento cincuenta años siempre se repiten exactamente las mismas nociones, los mismos temas, los mismos reproches, las mismas críticas y las mismas exigencias como si nada hubiese cambiado. A partir del momento en que una institución, que presenta tantos inconvenientes, que suscita tantas críticas, no produce más que una indefinida repetición de los mismos discursos, la “palabrería” se convierte en un síntoma serio.

F. R.: En “Vigilar y Castigar” analiza la “estrategia” que consiste en transformar determinados ilegalismos en delincuencia, lo que convierte el aparente fracaso de la prisión en su triunfo. Es como si un determinado “grupo” se sirviese, más o menos concientemente, de esta vía para obtener efectos que no estarían explícitos. Se tiene la impresión, posiblemente falsa, de que se produce así una astucia del poder que subvierte los proyectos y desbarata los discursos de los reformadores humanistas. Desde este punto de vista se produciría una cierta semejanza entre sus análisis y el modelo de interpretación marxista de la historia(pienso en las páginas en las que muestra cómo determinado tipo de ilegalismos se ven especialmente reprimidos mientras que otros son tolerados). Pero a diferencia del marxismo no se ve claramente qué “grupo”, o qué “clase”, qué intereses se juegan en esta estrategia.

M. F.: Hay que distinguir diferentes cosas en el análisis de una institución. En primer lugar está lo que podríamos llamar su racionalidad o su finalidad, es decir los objetivos que propone y los medios de que dispone para conseguirlos, en suma, se trata del programa de la institución tal como ha sido definido -por ejemplo, las concepciones de Bentham sobre la prisión- . En segundo lugar se plantea la cuestión de los efectos. Evidentemente los efectos coinciden muy pocas veces con la finalidad; y así, el objetivo de la prisión corrección, de la cárcel como medio para reformar al individuo, no se ha conseguido, se ha producido más bien el efecto inverso y la cárcel ha servido sobre todo para intensificar los comportamientos delictivos. Ahora bien, cuando el efecto no coincide con la finalidad se plantean distintas posibilidades: o bien se reforma la institución, o bien se utilizan esos defectos para algo que no estaba previsto con anterioridad pero que puede perfectamente tener un sentido y una utilidad. Esto es lo que podríamos denominar el uso. Y así, la prisión, que no ha conseguido la enmienda de los delincuentes, ha servido especialmente de mecanismo de eliminación. El cuarto nivel de análisis podría ser designado con el nombre de configuraciones estratégicas, es decir, a partir de esos usos en cierta medida imprevistos, nuevos, y pese a todo buscados hasta cierto punto, se pueden erigir nuevas conductas racionales que sin estar en el programa inicial responden también a sus objetivos, usos en los que pueden encontrar acomodo las relaciones existentes entre los diferentes grupos sociales.

F. R.: Efectos que se transforman en fines…
 
M. F.: Efectivamente, efectos que son retomados para diferentes usos, y esos usos racionalizados, organizados en función de nuevos fines.

F. R.: ¿Pero eso no es algo premeditado, no existe un proyecto maquiavélico oculto en la base de todo esto?

M. F.: No, no existe un sujeto o un grupo que sea el responsable de esa estrategia sino que, a partir de efectos diferentes a los fines iniciales y de la utilización de esos efectos, se construye un determinado número de estrategias.

F. R.: Estrategias cuya finalidad escapa, a su vez, en parte a quienes las conciben.
 
M. F.: Sí, aunque a veces esas estrategias son perfectamente concientes: se puede decir que la manera de utilizar la prisión por la policía es prácticamente conciente. Simplemente ocurre por lo general, que las estrategias no se formulan explícitamente, a diferencia del programa. El programa inicial de la institución, su finalidad primera, está, por el contrario, manifiesto y sirve de justificación, mientras que las configuraciones estratégicas con frecuencia no están claras incluso para aquellos que ocupan un puesto en la institución y juegan en ella un determinado papel. Pero este juego puede perfectamente consolidar una institución y pienso que la cárcel se ha consolidado pese a las críticas que se le han hecho, debido a que se han entrecruzado en su espacio singular diferentes estrategias de distintos grupos sociales.

F. R.: Usted explica claramente cómo la pena de prisión fue denunciada como el gran fracaso de la justicia penal, desde comienzos del siglo XIX, y ello en los mismos términos que se hace hoy día. No existe un solo penalista que no esté convencido de que la prisión no consigue los objetivos que le han sido asignados: la tasa de criminalidad no disminuye; la cárcel lejos de “resocializar” fabrica delincuentes; aumenta la reincidencia; no garantiza la seguridad… De todas formas los establecimientos penitenciarios siguen estando llenos y no se percibe en relación a ellos el inicio de un cambio bajo el gobierno socialista en Francia.
Pero al mismo tiempo usted le ha dado la vuelta al problema. Más que buscar las razones de un fracaso sometido permanentemente a retoques se ha preguntado para qué sirve y a quiénes beneficia ese problemático fracaso. Y descubre así que la prisión es un instrumento de gestión y de control diferencial de los ilegalismos. En este sentido, lejos de constituir un fracaso, la prisión, por el contrario, ha conseguido triunfar claramente a la hora de definir un determinado tipo de delincuencia, la delincuencia de las clases populares; ha logrado producir una determinada categoría de delincuentes, identificándolos para mejor diferenciarlos de otras categorías de infractores provenientes de la burguesía.
Por último, usted ha observado que el sistema penitenciario permite convertir en natural y legítimo el poder legal de castigar, lo naturaliza. Esta idea conecta con la vieja cuestión de la legitimidad del funcionamiento de la penalidad ya que el ejercicio del poder disciplinario no agota el poder de castigar, incluso si, como usted ha mostrado, esa es su función principal.

M. F.: Eliminemos, si le parece, algunos malentendidos. En primer lugar, en este libro sobre la prisión es evidente que no me he planteado la cuestión del fundamento del derecho de castigar. Lo que he querido analizar es el hecho de que a partir de una determinada concepción del fundamento del derecho a castigar, que se puede encontrar en los penalistas o en los filósofos del siglo XVIII, eran perfectamente concebibles diferentes modos de penalidad. De hecho, en este movimiento de reformas que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, se sugiere un amplio abanico de formas de castigar, siendo, al fin, la cárcel la que en cierto modo salió ganando. La cárcel no ha sido el único modo de castigar, pero se ha convertido en uno de los principales. La cuestión pues que me planteé consistía en dilucidar por qué se había optado por ella, y cómo esta forma de penalidad había influido no sólo en la práctica judicial, sino también en un determinado número de problemas bastante fundamentales para el derecho penal. Así, por ejemplo, la importancia concedida a los aspectos psicológicos o psicopatológicos de la personalidad criminal, que se mantuvo a lo largo de todo el siglo XIX, ha estado hasta cierto punto inducida por una práctica punitiva que se proponía como finalidad la enmienda y que, en último término, se estrellaba ante la imposibilidad de corregir.

He dejado pues a un lado el problema del fundamento del derecho a castigar para plantear otro diferente, a mi juicio descuidado con frecuencia por los historiadores: los medios de castigar y su racionalidad. Pero esto no quiere decir que la cuestión del fundamento del castigo no sea importante. Sobre este punto pienso que hay que ser a la vez modesto y racional, racionalmente modesto y recordar aquello que decía Nietzsche hace ya más de un siglo, a saber, que en nuestras sociedades contemporáneas ya no se sabe con exactitud qué es lo que se hace cuando se castiga, ni tampoco qué puede en el fondo justificar la punición: todo ocurre como si practicásemos un tipo de castigo en el que se entrecruzan ideas heterogéneas, sedimentadas unas sobre otras, que provienen de historias diferentes, de momentos distintos, de racionalidades divergentes. Así pues, si no me he referido a ese fundamento del derecho a castigar no es porque no lo considere importante; yo creo que una de las tareas más importantes consistiría, sin duda, en repensar articulando el derecho, la moral, la institución, el sentido que se le puede conferir hoy a la punición legal.

F. R.: El problema de la definición de la punición es tan complejo que no solamente no se sabe a ciencia cierta lo que es castigar sino que además parece existir una cierta repugnancia a castigar. De hecho los jueces afirman cada vez más que no castigan sino más bien curan, tratan, reeducan, sanan. En la actualidad recurrir al psiquiatra, al psicólogo, al asistente social es un acto de rutina judicial, tanto penal como civil. Usted ha analizado este fenómeno que muestra sin duda alguna un cambio epistemológico en la esfera jurídico-penal. La justicia penal parece haber cambiado de sentido. El juez aplica cada vez menos el código penal al autor de una infracción y trata cada vez más de patologías y de alteraciones de la personalidad.

M. F.: Pienso que usted tiene razón. ¿Por qué la justicia penal ha establecido con la psiquiatría unos lazos que en principio deberían resultarle fuertemente embarazosos? Parece evidente que entre los problemas que trata la psiquiatría y el ámbito en que se mueve la práctica del derecho penal existe una clara heterogeneidad, no me atrevo a hablar de contradicción. Son dos formas de pensamiento que se mueven en niveles muy distintos, y no se percibe, en consecuencia, a partir de qué lógica podría la una servirse de la otra. Sin embargo es cierto, y se trata de un hecho sorprendente que arranca del siglo XIX, que la justicia penal de la que en principio podría esperarse que desconfiaría enormemente del pensamiento psiquiátrico, psicológico o médico, se ha sentido fascinada por este pensamiento. Existen por supuesto resistencias y también, evidentemente, conflictos que no hay que subestimar. Pero si consideramos un período más largo de tiempo, de siglo y medio, resulta claro que la justicia penal ha sido receptiva y cada vez más acogedora con esas formas de pensamiento. Es muy posible que los planteamientos psiquiátricos hayan resultado en ocasiones molestos a la práctica penal, pero en la actualidad parece que ésta los promueve, lo que permite mantener en el equívoco la cuestión de aber qué es lo que se hace cuando se castiga.

F. R.: En las últimas páginas de “Vigilar y Castigar” señala que las técnicas disciplinarias se han convertido en una de las principales funciones de nuestra sociedad. Su poder ha alcanzado su más fuerte intensidad en la institución penitenciaria. Por otra parte afirma también que la prisión no es absolutamente indispensable para un tipo de sociedad como la nuestra, ya que pierde gran parte de su razón de ser en medio de dispositivos de normalización cada día más numerosos. ¿Se podría pensar en una sociedad sin cárceles? Esta utopía comienza a ser considerada en serio por algunos criminólogos. Por ejemplo Louk Hulsman, catedrático de derecho penal de la Universidad de Rótterdam y experto de las Naciones Unidas, defiende una teoría de abolición del sistema penal. Hulsman constata que una gran parte de los delitos escapan al sistema penal sin que ello ponga en peligro a la sociedad. Propone, en consecuencia, descriminalizar sistemáticamente la mayor parte de los actos y comportamientos que la ley convierte en crímenes o delitos, y sustituir el concepto de crimen por el de “situación-problema”. En lugar de castigar y de estigmatizar se trataría de intentar solucionar los conflictos a través de procedimientos de arbitraje, por vías de conciliación no judiciales. Habría que contemplar las infracciones como si fueran riesgos sociales, con lo cual lo esencial sería la indemnización de las víctimas. La intervención del aparato judicial quedaría así reservada para los asuntos graves, o, en última instancia para aquellos en que fracasen los intentos de conciliación o las soluciones del derecho civil. Las propuestas de Hulsman implican toda una revolución cultural. ¿Qué piensa usted acerca de estas posturas abolicionistas que esquemáticamente acabo de exponer?¿Pueden considerarse como una de las posibles prolongaciones de “Vigilar y Castigar”?

M. F.: Creo que existen muchas cosas interesantes en las tesis de Hulsman y entre ellas el desafío que presenta a la cuestión del fundamento del derecho a castigar al afirmar que ya no hay que castigar más.

Encuentro también muy interesante que plantee la cuestión del fundamento del derecho a castigar considerando al mismo tiempo los medios para responder a lo que se considera una infracción. Dicho de otro modo, la cuestión de los medios no es, según él, simplemente una consecuencia de lo que se había planteado respecto al fundamento del derecho a castigar puesto que la reflexión sobre el fundamento del castigar y la manera de reaccionar ante una infracción deben de estar íntimamente unidas. Todo ello me parece muy estimulante e importante, y aunque no estoy demasiado familiarizado con su trabajo me pregunto si la noción de situación-problema no puede suponer una psicologización de la cuestión y de su resolución. ¿Una práctica semejante no corre el riesgo, incluso si él no lo desea, de conducir a una especie de disociación entre, por una parte, las reacciones sociales colectivas e institucionales del crimen que va a ser considerado como un accidente, y que deberá ser solucionado como tal accidente, y, por otra parte, a una hiperpsicologización por lo que se refiere al criminal, que va a constituirlo en objeto de intervenciones psiquiátricas o médicas con fines terapéuticos?

F. R.: ¿Esta concepción del delito no conduce además a la abolición de las nociones de responsabilidad y de culpabilidad? En la medida en que existe el mal en nuestras sociedades, la conciencia de culpa que, según Ricoeur, habría nacido con los griegos ¿no cumpliría una función social necesaria? ¿Puede concebirse una sociedad liberada de todo sentimiento de culpa?

M. F.: No creo que lo importante sea si una sociedad puede funcionar sin culpabilidad, sino más bien, si la sociedad puede hacer funcionar la culpabilidad como principio organizador y fundador del derecho. Y es ahí donde la cuestión se complica.
Paul Ricoeur tiene perfecto derecho a plantearse el problema de la conciencia moral y lo hace en tanto que filósofo o historiador de la filosofía. Es legítimo afirmar que existe la culpabilidad, que ha existido desde un cierto tiempo. Se puede discutir también si este sentimiento proviene de los griegos o tiene otro origen. De todos modos existe y no se ve fácilmente cómo una sociedad como la nuestra, enraizada todavía fuertemente en una tradición, que es también la de los griegos, podría estar al margen de la culpabilidad. Durante largo tiempo se ha podido pensar que era posible articular un sistema de derecho y una institución judicial en torno a una noción como la de culpabilidad. Para nosotros por el contrario la cuestión sigue abierta.

F. R.: Actualmente cuando un individuo comparece ante alguna de las instancias de la justicia penal debe dar cuenta no sólo del acto prohibido que ha cometido sino también de su propia vida.

M. F.: Es cierto. Se ha discutido mucho, por ejemplo en los estados Unidos, acerca de las penas indeterminadas. Me parece que en casi todas partes se ha abandonado esta práctica, pero sin embargo ese sistema implicaba una cierta tendencia, una cierta tentación que no creo que haya desaparecido: hacer recaer el juicio penal más sobre un conjunto de cualidades características de una existencia o de una manera de ser que sobre un acto concreto. Hay que tener en cuenta también la medida adoptada recientemente en Francia, de aplicación de penas en relación a los jueces. Se ha intentado reforzar -y la intención es buena- el poder y el control del aparato judicial sobre el desarrollo del castigo penal, lo que de hecho ha servido para hacer disminuir la independencia de la institución penitenciaria. Sin embargo, en contrapartida, hete aquí que va a existir un tribunal compuesto, según creo, por tres jueces, encargado de decidir si se le concede o no a un detenido la libertad condicional. Esta decisión será adoptada teniendo en cuenta una serie de elementos entre los cuales figura en primer lugar la primera infracción, que se verá en cierto modo reactualizada, ya que la parte civil y los representantes de la víctima estarán presentes y podrán intervenir. A esto se van a añadir los datos relativos a la conducta del individuo en la cárcel, tal y como han sido observados, considerados, interpretados por los guardianes, por los administradores, por los psicólogos y los médicos. Todo este magma de elementos heterogéneos y dispersos es lo que va a permitir adoptar una decisión de tipo judicial. Aún en caso de que esta práctica fuese jurídicamente aceptable, conviene saber qué consecuencia implicaría de hacho, así como los riesgos que representaría la justicia penal, en su funcionamiento corriente, el hecho de que arraigue el hábito de adoptar una decisión penal en función de una buena o mala conducta.

F. R.: La medicalización de la justicia conduce, poco a poco, a un desplazamiento del derecho penal en el interior de las prácticas judiciales. El sujeto de derecho se ve reemplazado por el neurótico o el psicópata, más o menos irresponsable, cuya conducta vendría determinada por factores psico-biológicos. Como reacción a esta concepción, algunos penalistas contemplan la posibilidad de retornar al concepto de punición susceptible de conciliarse más adecuadamente con el respeto a la libertad y a la dignidad del individuo .No se trata de volver a un sistema de castigo brutal y mecánico en el que se hace abstracción del régimen socioeconómico en el que funciona, que ignoraría la dimensión social y política de la justicia, sino de encontrar de nuevo una coherencia conceptual y distinguir bien lo que depende del derecho y lo que corresponde a la medicina. Se me ocurre aquella frase de Hegel: “Si consideramos que toda pena conlleva derecho se honra al delincuente como ser racional”.

M. F.: Creo en efecto que el derecho penal forma parte del juego social en una sociedad como la nuestra y que esto no hay que ocultarlo. Esto significa que los individuos que forman parte de esta sociedad se reconocen en tanto que tales como sujetos de derecho, por lo que son susceptibles de ser penalizados y castigados cuando infringen alguna norma. Pienso que en esto no hay nada escandaloso, pero el deber de la sociedad es hacer que los individuos concretos puedan reconocerse de hecho como sujetos de derecho, lo que resulta difícil si el sistema penal que se utiliza es arcaico, arbitrario e inadecuado respecto a los problemas reales que se plantean en una sociedad. Consideremos, por ejemplo, el ámbito específico de la delincuencia económica. El verdadero trabajo a priori no consiste en inyectar cada vez más medicina, más psiquiatría para modular este sistema y hacerlo más aceptable, sino que lo que es necesario es repensar el sistema penal en sí mismo. Con esto no quiero decir que volvamos a la severidad del Código Penal de 1810 sino proponer que nos planteemos seriamente la idea de un derecho penal que definiría claramente lo que en una sociedad como la nuestra puede ser considerado como objeto de castigo, proponer la idea misma de un sistema que defina las reglas del juego social. Desconfío de aquellos que quieren retornar al sistema de 1810 sirviéndose del pretexto de que la medicina y la psiquiatría desdibujan el sentido de lo que es la justicia penal; desconfío también de aquellos que aceptan en el fondo este sistema de 1810 sometiéndolo simplemente a ajustes, a mejoras, en fin, atenuándolo mediante modulaciones psiquiátricas y psicológicas.
 
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