La tradición política y la Filosofía | por Hannah Arendt






"La política es un derivado en doble sentido: tiene su origen en el dato prepolítico de la vida biológica, y tiene su fin en la posibilidad más elevada, postpolítica, del destino humano."
 



Artículo de la  filósofa, historiadora, politóloga, socióloga, profesora universitaria y escritora Hannah Arendt. Publicada por primera vez en "The Promise of Politics" (La promesa de la política)         



 
Por: Hanna Arendt  

Inevitablemente, la tradición de pensamiento político contiene primera y primordialmente la actitud tradicional del filósofo hacia la política. El pensamiento político mismo es más antiguo que nuestra tradición filosófica, que comienza con Platón y Aristóteles, del mismo modo que la filosofía misma es más antigua y abarca más de lo que la tradición occidental finalmente aceptó y desarrolló. 





Así, al comienzo no de nuestra historia política o filosófica sino de nuestra tradición de filosofía política, encontramos el desprecio de Platón hacia la política, su convicción de que «los asuntos y las acciones de los hombres (ta tón anthrópón pragmata) no merecen que se los tome muy en serio», y que la única razón por la que el filósofo necesita inmiscuirse en ellos es el hecho desafortunado de que la filosofía —o, como diría Aristóteles algo después, una vida dedicada a ella, el bios theóretikos— resulta materialmente imposible sin una ordenación mínimamente razonable de todos los asuntos que incumben a los hombres en tanto que viven juntos. Al comienzo de la tradición, la política existe porque los hombres están vivos y son mortales, mientras que la filosofía se interesa por aquellos asuntos que son eternos, como el universo. El filósofo tiene un interés en la política en tanto que también él es un hombre mortal, pero este interés se halla tan solo en una relación negativa con su ser filósofo: tal y como Platón dejó claro en numerosas ocasiones, el filósofo tiene miedo de que por culpa de una mala gestión de los asuntos políticos no sea capaz de dedicarse a la filosofía. La scholé, como la latina otium, no significa tiempo libre como tal, sino solamente tiempo libre del quehacer político, no participación en política y, por tanto, libertad del espíritu para dedicarse a lo eterno (lo aei on), lo cual es posible solo si se han resuelto las carencias y las necesidades de la vida mortal. La política, por tanto, vista desde la perspectiva específicamente filosófica, comienza ya en Platón a abarcar más que el politeuesthai, más que esas actividades que son características de la antigua polis griega, para la cual la mera satisfacción de las necesidades y de las carencias de la vida era una condición prepolítica. La política comienza, por así decirlo, a ensanchar su espacio en dirección descendente, hacia las propias necesidades de la vida, de modo que al desprecio de los filósofos por los asuntos perecederos de los mortales se añadió el desdén específicamente griego hacia todo lo que es necesario para la mera vida y la supervivencia. Así Cicerón, en su fútil intento por abjurar de la filosofía griega en este punto — su actitud hacia la política—, señalaba irónicamente que tan solo con que «todo lo que es esencial para nuestras necesidades y comodidades fuese proporcionado por alguna varita mágica, como en las leyendas, entonces todo hombre de excelentes capacidades podría abandonar cualquier otra responsabilidad y dedicarse exclusivamente al conocimiento y a la ciencia». En resumen, cuando los filósofos comenzaron a preocuparse por la política de modo sistemático, la política se convirtió para ellos al mismo tiempo en un mal necesario. 

Así, nuestra tradición de filosofía política, desgraciada y fatídicamente, y desde sus inicios, ha privado a los asuntos políticos, esto es, a aquellas actividades que incumben al espacio público común que aparece dondequiera que los hombres viven juntos, de toda dignidad que les sea propia. En términos aristotélicos, la política es un medio para conseguir un fin; no tiene un fin en y por sí misma. Aún más, el fin apropiado de la política es en cierto sentido su opuesto, a saber, la no participación en los asuntos humanos, la scholé, la condición de la filosofía o, más bien, la condición de una vida dedicada a ella. En otras palabras, ninguna otra actividad se muestra tan antifilosófica, tan hostil a la filosofía, como la actividad política en general y la acción en particular, con la excepción, claro está, de lo que nunca y bajo ningún concepto se ha considerado como una actividad estrictamente humana: el mero trabajo, por ejemplo. Spinoza, puliendo lentes, pudo llegar a convertirse con el tiempo en la figura simbólica del filósofo, del mismo modo que innumerables ejemplos tomados de las experiencias del trabajo, la artesanía y las artes liberales desde los tiempos de Platón pudieron servir por analogía para conducir al conocimiento más elevado de las verdades filosóficas. Pero, desde Sócrates, ningún hombre de acción, esto es, nadie cuya experiencia original fuese política, como lo era, por ejemplo, la de Cicerón, podía aspirar a ser tomado en serio alguna vez por los filósofos, y ninguna acción específicamente política ni ninguna grandeza humana tal y como se expresa en la acción podría aspirar a servir de ejemplo para la filosofía, a pesar de la nunca olvidada gloria de la alabanza homérica del héroe. La filosofía está aún más alejada de la praxis que de la poiesis. 

Tal vez tenga aún mayores consecuencias para la degradación de la política el hecho de que, a la luz de la filosofía —para la cual origen y principio, el arché, son una y la misma cosa—, la política no tenga ni siquiera un origen propio: surgió únicamente debido al hecho elemental y prepolítico de la necesidad biológica, que hace que los hombres se necesiten los unos a los otros en la ardua tarea de mantenerse con vida. En otras palabras, la política es un derivado en doble sentido: tiene su origen en el dato prepolítico de la vida biológica, y tiene su fin en la posibilidad más elevada, postpolítica, del destino humano. Y, puesto que el azote de las necesidades prepolíticas es que requieren del trabajo, podríamos ahora decir que la política está limitada desde abajo por el trabajo, y desde arriba por la filosofía. Ambas están excluidas de la política en términos estrictos, una como su origen humilde y la otra como su encumbrado objetivo y fin. Como ocurre en buena medida con la actividad de la clase de los guardianes en La República de Platón, se supone que la política debe por un lado mirar por el sustento y organizar las bajas necesidades del trabajo, y, por el otro lado, acatar las órdenes de la theória apolítica perteneciente a la filosofía. La propuesta platónica de un filósofo-rey no quiere decir que la filosofía misma deba, o incluso pueda, ser realizada en un Estado ideal, sino más bien que los gobernantes que valoran la filosofía por encima de cualquier otra actividad deberían estar autorizados a gobernar de tal modo que pueda haber filosofía, que los filósofos puedan tener scholé y no sean perturbados por aquellos asuntos que surgen de nuestro vivir juntos, los cuales, por su parte, tienen su origen último en las imperfecciones de la vida humana 

La filosofía política nunca se recuperó de este golpe propinado por la filosofía a la política en el mismo comienzo de nuestra tradición. El desprecio hacia la política, la convicción de que la actividad política es un mal necesario, debido en parte a las necesidades de la vida que fuerzan a los hombres a vivir como trabajadores o a mandar sobre los esclavos que se las resuelven, y en parte a los males que surgen del propio vivir juntos, esto es, al hecho de que la multitud, que los griegos denominaron hoi polloi, amenaza la seguridad e incluso la existencia de cada persona individual, recorre como un hilo rojo todos los siglos que separan a Platón de la era moderna. En este contexto resulta irrelevante si esta actitud se expresa en términos seculares, como en Platón y Aristóteles, o si lo hace en los términos del cristianismo. Fue Tertuliano el primero que sostuvo que, en tanto que somos cristianos, nulla res nobis magis aliena quam res publica (Nada nos es más ajeno que los asuntos públicos) y, sin embargo, insistía con todo en la necesidad de la civitas terrena, o gobierno secular, debido a la pecaminosidad del hombre y también porque, como diría Lutero mucho más tarde, los verdaderos cristianos wohnen fern voneinander, esto es, moran lejos los unos de los otros y se sienten tan desesperados en medio de la multitud como se sentían los antiguos filósofos. Lo importante es que la misma noción fue retomada, otra vez en términos seculares, por la filosofía postcristiana, como si estuviese sobreviviendo a todos los demás cambios y virajes radicales, expresándose en la melancólica reflexión de James Madison de que el gobierno no es, sin duda, nada más que un reflejo de la naturaleza humana y que no sería necesario si los hombres fuesen ángeles; y, ahora según las furiosas palabras de Nietzsche, que ningún gobierno respecto del cual los sujetos tengan que preocuparse en absoluto puede ser bueno. En el respecto, y solamente en este, de la valoración de la política resulta irrelevante si la civitas Dei da sentido y orden a la civitas terrena, o si el bios theórétikos prescribe sus reglas y su fin último al bios politikos. 

Lo que importa, además de la degradación inherente de todo este espacio de la vida por parte de la filosofía, es la separación radical de aquellos asuntos que los hombres pueden alcanzar y conseguir solamente viviendo y actuando juntos de aquellos otros que se perciben y son atendidos por el hombre en su singularidad y su soledad. Y aquí, de nuevo, no importa si el hombre en su soledad busca la verdad, que finalmente obtendrá en la contemplación muda de la idea de las ideas, o si se preocupa por la salvación de su alma. Lo que importa es el abismo infranqueable que se abrió y que nunca ha sido cerrado, no entre lo que se denomina individuo y lo que se denomina comunidad (que constituye un modo de formulación tardío y falso de un auténtico problema antiguo), sino entre ser en soledad y vivir juntos. Comparado con esta perplejidad, incluso el igualmente antiguo y fastidioso problema de la relación o, más bien, la no relación entre acción y pensamiento resulta de una importancia secundaria. Ni la separación radical entre la política y la contemplación, entre el vivir juntos y el vivir en soledad como dos modos distintos de vida, ni su estructura jerárquica, fue puesta nunca en duda después de que Platón las estableciese. Aquí, de nuevo, la única excepción es Cicerón, quien, a partir de su inmensa experiencia política romana, dudó de la validez de la superioridad del bios theórétikos sobre el bios politikos, de la validez de la soledad sobre la communitas. De modo correcto, aunque fútil, Cicerón objetaba que aquel que estuviese dedicado al «conocimiento y la ciencia» escaparía a su «soledad y buscaría un compañero para su estudio, bien con objeto de enseñar o aprender, bien para escuchar o para hablar». Aquí, como siempre, los romanos pagaron un alto precio por su desprecio de la filosofía, que ellos tenían por «inútil». El resultado final fue la victoria indiscutible de la filosofía griega y la pérdida de la experiencia romana para el pensamiento político occidental. Cicerón, debido a que no era un filósofo, fue incapaz de poner contra las cuerdas a la filosofía. 

La cuestión de si Marx, quien, al final de la tradición desafió su formidable unanimidad acerca de la relación adecuada entre la filosofía y la política, fue un filósofo en el sentido tradicional o incluso en cualquier sentido auténtico. Las dos afirmaciones decisivas que de manera abrupta y casi torpe resumen su pensamiento sobre el asunto —«Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo […] sin embargo, de lo que se trata es de transformarlo» y «No se puede superar [aufheben, en el triple sentido hegeliano de conservar, elevar a un nivel más alto y abolir] la filosofía sin realizarla»— están formuladas de un modo tan cercano a la terminología y al pensamiento de Hegel, tan en la línea de este que, tomadas por sí mismas, a pesar de su contenido explosivo, casi pueden ser consideradas como una continuación informal y natural de la filosofía de Hegel, pues nadie antes que él pudo haber concebido la filosofía como una mera interpretación del mundo o de cualquier otra cosa, o que la filosofía pudiese realizarse salvo en el bios theorétikos, la vida del propio filósofo. Además, esto que debe realizarse no es una filosofía nueva o específica, no es, por ejemplo, la filosofía del propio Marx, sino el más elevado destino del hombre tal y como lo definió la filosofía tradicional que culmina en Hegel. 
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