"En la medida en que el filósofo no es más que un filósofo, su búsqueda termina con la contemplación de la verdad suprema que, puesto que ilumina todo lo demás, es también la belleza suprema" Hannah Arendt
Texto de la historiadora y filósofa alemana, Hannah Arendt. Publicado en su libro Between Past and Future.
Por: Hannah Arendt
Hemos visto que, en la parábola de la caverna, el filósofo sale de ella para ir en busca de la verdadera esencia del Ser, sin pensar en la aplicabilidad práctica de lo que va a buscar. Solo después, cuando se encuentra otra vez confinado a la oscuridad e incertidumbre de los asuntos humanos y se enfrenta con la hostilidad de sus congéneres, empieza a pensar su «verdad» en términos de normas aplicables al comportamiento de otras personas.
Esta discrepancia entre las ideas como esencias verdaderas que se deben contemplar y como medidas que se deben aplicar se manifiesta en las dos ideas completamente distintas que representan la idea suprema, aquella a la que todas las demás deben su propia existencia. En Platón encontramos que esta idea suprema es la de la belleza, por ejemplo en El banquete, donde constituye el peldaño más alto de la escalera que lleva a la verdad, y en Fedro, donde el autor habla del «amante de la sabiduría o de la belleza» como si estas dos en realidad fueran una misma, porque la belleza es lo «más resplandeciente» (lo bello es ἐκφανέστατον) y, por tanto, ilumina todo lo demás; o que la idea suprema es la idea de lo bueno, como dice en La república. Es obvio que las preferencias de Platón se basaron en el ideal común de καλóν κ’ γαθóν, pero resulta notable que la idea de lo bueno se encuentre solo en el contexto estrictamente político de La república. Si tuviéramos que analizar las experiencias filosóficas originales, implícitas en la doctrina de las ideas (cosa que no podemos hacer aquí), se vería que la de la belleza como idea suprema reflejó esas experiencias mucho más adecuadamente que la idea del bien. Incluso en los primeros libros de La república aún se define al filósofo como amante de la belleza, no del bien, y solo en el sexto libro aparece como idea suprema la del bien. La función original de las ideas no era la de gobernar o disolver el caos de los asuntos humanos sino la de iluminar la oscuridad de esos asuntos con su «brillantez esplendorosa». Como tales, las ideas no tienen ninguna relación con la política, la experiencia política y el problema de la acción, sino que pertenecen tan solo a la filosofía, experiencia de la contemplación y búsqueda del «verdadero ser de las cosas». Precisamente gobernar, medir, abarcar y regular son hechos por entero ajenos a las experiencias que sirven de base a la doctrina de las ideas en su concepción original. Parece que Platón fue el primero en criticar la «irrelevancia» política de su nueva enseñanza, y trató de modificar la doctrina de las ideas para que fuese útil para una teoría política. Pero la utilidad solo se podía salvar por la idea de lo bueno, ya que «bueno» en griego siempre significa «bueno para» o «adecuado». Si la idea suprema, en la que todas las demás deben tener un espacio para poder ser ideas, es la de la adecuación, las ideas son aplicables por definición, y en manos del filósofo, del experto en ideas, se pueden transformar en reglas y normas o, como se ve después en Las leyes, pueden convertirse en leyes. (La diferencia es desdeñable. Lo que en La república todavía es del filósofo, del filósofo-rey, la directa reivindicación personal para la asunción del gobierno, en Las leyes se ha convertido en reclamación impersonal de la razón para la asunción del dominio). La consecuencia real de esta interpretación política de la doctrina de las ideas sería que ni el hombre ni un dios es la medida de todas las cosas sino el bien en sí mismo, una consecuencia que al parecer Aristóteles —y no Platón— extrajo en uno de sus primeros diálogos.
Para nuestros fines es esencial recordar que el elemento de gobierno, tal como se refleja en nuestro concepto presente de autoridad tan tremendamente influido por el pensamiento platónico, se puede remontar a un conflicto entre la filosofía y la política, pero no a experiencias políticas específicas, es decir, experiencias de inmediata derivación del campo de los asuntos humanos. No se puede comprender a Platón sin tener en mente tanto su insistencia enfática en la irrelevancia filosófica de este campo, al que siempre dijo que no se debía tomar demasiado en serio, como el hecho de que él mismo, a diferencia de casi todos los filósofos que vinieron después, todavía se tomaba los asuntos humanos con tanta seriedad que cambió el centro mismo de su pensamiento para hacerlo aplicable a la política. Y esta ambivalencia, más que cualquier exposición formal de su nueva doctrina de las ideas, es lo que forma el verdadero contenido de la parábola de la caverna en La república, que, después de todo, está contada en el contexto de un diálogo de estricto valor político que busca la mejor forma de gobierno. En medio de esa búsqueda, Platón cuenta su parábola, que resulta ser la historia del filósofo en este mundo, como si quisiera escribir la biografía sintética del filósofo. Así es como la búsqueda de la mejor forma de gobierno se revela en sí misma como la búsqueda del mejor gobierno para los filósofos, que resulta ser un gobierno en que ellos se han convertido en gobernantes de la ciudad: una solución nada sorprendente para quienes habían sido testigos de la vida y de la muerte de Sócrates.
Aun así, el gobierno del filósofo necesitaba una justificación, y podía justificarse solo si la verdad del filósofo tenía una validez para ese campo de los asuntos humanos del que el filósofo debía apartarse a fin de percibirlo. En la medida en que el filósofo no es más que un filósofo, su búsqueda termina con la contemplación de la verdad suprema que, puesto que ilumina todo lo demás, es también la belleza suprema; pero en la medida en que el filósofo es un hombre entre los hombres, un mortal entre los mortales y un ciudadano entre los ciudadanos, debe tomar su verdad y transformarla en un conjunto de reglas; en virtud de esa transformación puede entonces pretender convertirse en verdadero gobernante, en el rey-filósofo. Las vidas de esa mayoría residente en la caverna y a la que el filósofo gobierna se caracterizan no por la contemplación sino por la λέξις, palabra, y por la πρᾶξις, acción; de modo que es característico que en la parábola de la caverna Platón pinte las vidas de los habitantes como si ellos estuvieran también interesados solo en ver: primero las imágenes de la pantalla, después las cosas mismas a la luz mortecina de la hoguera que hay en la cueva, hasta que los que quieren ver la verdad misma deben abandonar por completo el mundo común de la caverna y embarcarse en su nueva aventura por sí solos.
En otras palabras, el verdadero reino de los asuntos humanos se ve desde el punto de vista de un filósofo para el que aun los que habitan en la caverna de los asuntos humanos solo son humanos en la medida en que quieren ver, aunque las sombras y las imágenes los engañen. Y el gobierno del reyfilósofo, es decir, el dominio de los asuntos humanos por algo que está fuera de su propio reino, se justifica no solo por la superioridad absoluta del ver sobre el hacer, de la contemplación sobre la palabra y la acción, sino también porque se da por sentado que lo que hace humanos a los hombres es la necesidad imperiosa de ver. Por tanto, el interés del filósofo y el interés del hombre como hombre coinciden; ambos exigen que los asuntos humanos, los resultados de la palabra y de la acción, no adquieran una dignidad propia sino que estén sujetos al dominio de algo exterior a su campo.