Del gobierno de los vivos | por Michel Foucault







"¿Cómo se formó un tipo de gobierno de los hombres en el que no se requiere simplemente obedecer, sino manifestar, enunciándolo, lo que se es?"Michel Foucault. 
 



Curso dictado por el filósofo francés, Michel Foucault, titulado originalmente "Del gobierno de los vivos. Curso 1979-1980." *   



Por: Michel Foucault 
  
El curso de este año se ha apoyado en los análisis hechos los años precedentes a propósito de la noción de «gobierno»: entendiéndose esta noción en el sentido amplio de técnicas y procedimientos destinados a dirigir la conducta de los hombres. 





Gobierno de los niños, gobierno de las almas o de las conciencias, gobierno de una casa, de un Estado o de sí mismo. Dentro de este marco muy general, se ha estudiado el problema del examen de conciencia y de la confesión.

Tommaso de Vio, a propósito del sacramento de la penitencia, llamaba «acto de verdad» a la confesión de los pecados. Conservemos esta palabra con el sentido que Cayetano le daba. La cuestión planteada es, entonces, esta: ¿Cómo es que, en la cultura occidental cristiana, el gobierno de los hombres demanda de la parte de los que son dirigidos, además de actos de obediencia y sumisión, «actos de verdad» que tienen de particular que no sólo el sujeto es requerido a decir la verdad, sino decir la verdad a propósito de él mismo, de sus faltas, de sus deseos, del estado de su alma, etc.? ¿Cómo se formó un tipo de gobierno de los hombres en el que no se requiere simplemente obedecer, sino manifestar, enunciándolo, lo que se es? 

Después de una introducción teórica sobre la noción de «régimen de verdad», la parte más amplia del curso ha sido consagrada a los procedimientos del examen de las almas y de la confesión en el cristianismo primitivo. Deben ser reconocidos dos conceptos, que corresponden cada uno a una práctica particular: la exomologesis y la exagoreusis. El estudio de la exomologesis muestra que este término es frecuentemente empleado en un sentido muy amplio: designa un acto destinado a manifestar a la vez una verdad y la adhesión del sujeto a esta verdad; hacer la exomologesis de su creencia, no es simplemente afirmar lo que se cree, sino afirmar el hecho de esa creencia; es hacer del acto de afirmación un objeto de afirmación, y por tanto autentificarlo sea ante sí sea ante los demás. La exomologesis es una afirmación enfática, cuyo énfasis recae ante todo sobre el hecho de que el sujeto se liga él mismo a esa afirmación y acepta sus consecuencias. 

La exomologesis como «acto de fe» es indispensable al cristiano para que las verdades reveladas y enseñadas no sean simplemente asunto de creencias que acepta, sino de obligaciones por las cuales se compromete —obligación de mantener sus creencias, de aceptar la autoridad que las autentifica, de hacer de ellas eventualmente profesión pública, de vivir en conformidad con ellas, etc. Pero se encuentra muy pronto otro tipo de exomologesis: es la exomologesis de los pecados. Aquí de nuevo hay que hacer distinciones: reconocer que se han cometido pecados es una obligación impuesta ya a los catecúmenos que postulan el bautismo, ya a los cristianos que han podido ser sujetos de algunas debilidades: a estos la Didascalia prescribe hacer la exomologesis de sus faltas en la asamblea. Ahora bien, esta «confesión» parece no haber tomado entonces la forma de un enunciado público y detallado de las faltas cometidas, sino más bien de un rito colectivo en el curso del cual cada uno para sí se reconocía, ante Dios, pecador. Es con motivo de las faltas graves y en particular la idolatría, el adulterio y el homicidio, así como con ocasión de las persecuciones y de la apostasía que la exomologesis de las faltas adquiere su especificidad: se convierte en una condición de la reintegración y está ligada a un rito público complejo. 

La historia de las prácticas penitenciales del siglo II al V muestra que la exomologesis no tenía entonces la forma de una confesión verbal analítica de las diferentes faltas con sus circunstancias; y que no obtenía la remisión de parte de aquel que había recibido el poder para remitirlo por el hecho de que fuese realizada en la forma canónica. La penitencia era un estatuto en el cual se entraba después de un ritual y que se finalizaba (algunas veces en el lecho de muerte) después de un segundo ceremonial. Entre esos dos momentos, el penitente hacía la exomologesis de sus faltas, a través de sus maceraciones, sus austeridades, su modo de vida, sus vestimentas, la actitud manifiesta de arrepentirse —en suma, por toda una dramaticidad en la cual la expresión verbal no tenía el papel principal y de donde parece haber estado ausente toda enunciación analítica de las faltas en su especificidad. Es muy posible que antes de la reconciliación haya tenido lugar un rito especial y que se le haya aplicado de manera más particular el nombre de «exomologesis». Pero incluso en ese caso se seguía tratando de una expresión dramática y sintética por la cual el pecador reconocía ante todos el hecho de haber pecado; atestiguaba este reconocimiento en una manifestación que, al mismo tiempo, le ligaba visiblemente a un estado de pecador y preparaba su liberación. La verbalización de la confesión de los pecados en la penitencia canónica no se hará sistemáticamente sino más tarde, primero con la práctica de la penitencia tarifada, luego, a partir de los siglos XII-XIII, cuando se organice el sacramento de la penitencia. 

En las instituciones monásticas la práctica de la confesión adquirió formas muy distintas (lo que no excluye, cuando el monje había cometido faltas de una cierta importancia, el recurso a formas de exomologesis ante la comunidad reunida). Para estudiar estas prácticas de confesión en la vida monástica, se apela al estudio más detallado de las Instituciones cenobíticas y de las Conferencias de Casiano, enfocadas bajo el ángulo de las técnicas de dirección espiritual. Se han analizado sobre todo tres aspectos: el modo de dependencia con respecto al anciano o al maestro, la manera de conducir el examen de su propia conciencia y el deber de decirlo todo acerca de los movimientos del pensamiento en una formulación que se propone ser exhaustiva: la exagoreusis. Sobre estos tres puntos aparecen diferencias considerables con los procedimientos de dirección de conciencia que se podían encontrar en la filosofía antigua. Esquemáticamente se puede decir que, en la institución monástica, la relación con el maestro toma la forma de una obediencia incondicional y permanente que atañe a todos los aspectos de la vida y no deja en principio al novicio ningún margen de iniciativa; si bien el valor de esta relación depende de la cualificación del maestro, no es menos verdad que, por si misma, la forma de la obediencia, cualquiera que sea el objeto sobre el que recae, detenta un valor positivo; en fin, si bien la obediencia es indispensable en los novicios y los maestros son en principio ancianos, el nexo de edad no es en sí mismo suficiente para justificar esta relación —a la vez porque la capacidad de dirigir es un carisma y porque la obediencia debe constituir, bajo la forma de la humildad, una relación permanente consigo mismo y con los otros. 

También el examen de conciencia es muy diferente del que era recomendado en las escuelas filosóficas de la Antigüedad. Indudablemente como él comporta dos grandes formas: la recolección vespertina de la jornada pasada y la vigilancia permanente sobre sí mismo. Es esta segunda forma sobre todo la que es importante en el monaquismo tal como lo describe Casiano. Sus procedimientos muestran bien que no se trata de determinar lo que hay que hacer para no cometer falta o incluso de reconocer si no se ha cometido falta en lo que se haya podido hacer. Se trata de capturar el movimiento del pensamiento (cogitatio = logismós), de examinarlo lo suficientemente a fondo como para captar su origen y descifrar de dónde viene (de Dios, de sí o del diablo) y de hacer una selección (que Casiano describe utilizando varias metáforas, de las que la más importante es verosímilmente la del cambista que verifica las piezas de moneda). Es la «movilidad del alma», a la que Casiano consagra una de las Conferencias más interesantes —él incorpora en ella las propuestas del abad Serenus—, lo que constituye el dominio de ejercicio de un examen de conciencia del que se ve bien que tiene el papel de hacer posible la unidad y la permanencia de la contemplación. 

En cuanto a la confesión prescrita por Casiano, no es la simple enunciación de las faltas cometidas ni una exposición global del estado del alma; debe tender a la verbalización permanente de todos los movimientos del pensamiento. Esta confesión permite al director dar consejos y hacer un diagnóstico: Casiano aporta así ejemplos de consulta; sucede que varios ancianos participan en ello y dan su opinión. Pero la verbalización comporta también efectos intrínsecos que debe al solo hecho de que transforma en enunciados, dirigidos a un otro, los movimientos del alma. En particular, la «selección» que es uno de los objetivos del examen, se opera por la verbalización gracias al triple mecanismo de la vergüenza que hace enrojecer de formular todo mal pensamiento, de la realización material por las palabras pronunciadas de lo que pasa en el alma y de la incompatibilidad del demonio (que seduce y que engaña escondiéndose en los repliegues de la conciencia) con la luz que los descubre. Se trata, pues, en la confesión así entendida, de una exteriorización permanente por las palabras de los «arcanos» de la conciencia. 

La obediencia incondicional, el examen ininterrumpido y la confesión exhaustiva forman, pues, un conjunto en el que cada elemento implica a los otros dos: la manifestación verbal de la verdad que se esconde en el fondo de sí mismo aparece como una pieza indispensable al gobierno de los hombres los unos por los otros, tal y como fue puesto en práctica en las instituciones monásticas —y sobre todo cenobíticas— a partir del siglo IV. Pero hay que subrayar que esta manifestación no tiene como fin establecer el dominio soberano de sí sobre sí: lo que se espera de ella, al contrario, es la humildad y la mortificación, el desprendimiento respecto de sí y la constitución de una relación consigo que tiende a la destrucción de la forma de sí.

*Este curso debe ser leído conjuntamente con el del año siguiente, 1981, Subjetividad y verdad, pues ambos se adentran en el cristianismo de los primeros siglos; y el impartido el mismo año en la Universidad de Lovaina, Obrar mal, decir la verdad, en el que varias lecciones abordan el tema de la confesión de manera similar a como se hace aquí.
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