Entre la inclusión y la exclusión | por Zygmunt Bauman ~ Bloghemia Entre la inclusión y la exclusión | por Zygmunt Bauman

Entre la inclusión y la exclusión | por Zygmunt Bauman







"...la misma estrategia era empujar a los trabajadores a una existencia precaria, manteniendo los salarios en un nivel tan bajo que apenas alcanzara para su supervivencia hasta el amanecer de un nuevo día de duro trabajo. De ese modo, el trabajo del día siguiente iba a ser una nueva necesidad; siempre una situación «sin elección»" Zygmund Bauman
 



Artículo del filosofo y sociologo Zygmunt Bauman, publicado por primera vez en su libro "Trabajo, socialismo y nuevos pobres". 




  
Por: Zygmunt Bauman 

El término «clase obrera» corresponde a la mitología de una sociedad en la cual las tareas y funciones de los ricos y los pobres se encuentran repartidas: son diferentes pero complementarias. La expresión «clase obrera» evoca la imagen de una clase de personas que desempeña un papel determinado en la sociedad, que hace una contribución útil al conjunto de ella y, por lo tanto, espera una retribución. 





El término «clase baja», por su parte, reconoce la movilidad de una sociedad donde la gente está en continuo movimiento, donde cada posición es momentánea y, en principio, está sujeta a cambios. Hablar de «clase baja» es evocar a personas arrojadas al nivel más bajo de una escala pero que todavía pueden subir y, de ese modo, abandonar su transitoria situación de inferioridad. 

En cambio, la expresión «clase marginada» o «subclase» [underclass] corresponde ya a una sociedad que ha dejado de ser integral, que renunció a incluir a todos sus integrantes y ahora es más pequeña que la suma de sus partes. La «clase marginada» es una categoría de personas que está por debajo de las clases, fuera de toda jerarquía, sin oportunidad, ni siquiera necesidad, de ser readmitida en la sociedad organizada. Es gente sin una función, que ya no realiza contribuciones útiles para la vida de los demás y, en principio, no tiene esperanza de redención. 

He aquí un inventario de la clase marginal, según la descripción de Herbert J. Gans: 

“En función de su comportamiento social, se denomina gente pobre a quienes abandonan la escuela y no trabajan; si son mujeres, a las que tienen hijos sin el beneficio del matrimonio y dependen de la asistencia social. Dentro de esta clase marginada así definida, están también los sin techo [homeless], los mendigos y pordioseros, los pobres adictos al alcohol y las drogas [56] y los criminales callejeros. Como el término es flexible, se suele adscribir también a esta clase a los pobres que viven en complejos habitacionales subvencionados por el Estado, a los inmigrantes ilegales y a los miembros de pandillas juveniles. La misma flexibilidad de la definición se presta a que el término se use como rótulo para estigmatizar a todos los pobres, independientemente de su comportamiento concreto en la sociedad.”

Se trata, por lo visto, de un grupo sumamente heterogéneo y extremadamente diverso. ¿Por qué resulta razonable ponerlos a todos en una misma bolsa? ¿Qué tienen en común la madres solteras con los alcohólicos, o los inmigrantes ilegales con los desertores escolares? 

Hay un rasgo que todos comparten: los demás no encuentran razón para que existan; posiblemente imaginen que estarían mejor si ellos no existieran. Se arroja a la gente a la marginalidad porque se la considera definitivamente inútil, algo sin lo cual todos los demás viviríamos sin problemas. Los marginales afean un paisaje que, sin ellos, sería hermoso; son mala hierba, desagradable y hambrienta, que no agrega nada a la armoniosa belleza del jardín pero priva a las plantas cultivadas del alimento que merecen. Todos nos beneficiaríamos si desaparecieran. 

Y puesto que son todos inútiles, los peligros que acarrean dominan la percepción que de ellos se tiene. Esos peligros son tan variados como ellos. Van desde la violencia abierta, el asesinato y el robo que acechan en cada calle oscura, hasta la molestia y la vergüenza que produce el panorama de la miseria humana al perturbar nuestra conciencia. Sin olvidar, por supuesto, «la carga que significan para los recursos comunes». Y allí donde se sospecha un peligro, no tarda en aparecer el temor: la «clase marginada» está formada, esencialmente, por personas que se destacan, ante todo, por ser temidas. 

La inutilidad y el peligro pertenecen a la gran familia de conceptos que W. B. Gallie denomina «esencialmente refutables». Cuando se los toma como criterios de clasificación, permiten incluir a los demonios más siniestros que acosan a una sociedad carcomida por las dudas, que pone en tela de juicio cualquier utilidad y siente temores dispersos, sin objeto fijo, que flotan en el ambiente. Un mundo basado en esos conceptos nos proporciona un campo infinitamente vasto para los «pánicos morales». Con muy poco esfuerzo, la clasificación puede ampliarse para incluir en ella nuevas amenazas y permitir que algunos terrores descartados se orienten a un nuevo blanco, que será tranqulizador por el solo hecho de ser concreto. Esta es, probablemente, una utilidad —tremendamente importante— que la inutilidad de la clase marginada le ofrece a esta sociedad, en la que ningún oficio o profesión está seguro de su propia utilidad a largo plazo. En esta sociedad convulsionada por demasiadas ansiedades, e incapaz de saber con algún grado de certeza qué hay que temer, la peligrosidad de la clase marginada ayuda a encontrar un camino para aplicar aquellas ansiedades. 

Quizás esto no sea del todo accidental: el descubrimiento de la clase marginada se produjo cuando la Guerra Fría ya se estaba estancando, cuando perdía rápidamente su capacidad de aterrorizar. Poco después, el debate sobre la marginación pasó a primer plano y se instaló en el centro de la atención pública cuando el «Imperio Demoníaco» se había derrumbado. El peligro, ahora, no amenaza desde fuera; no es, tampoco, el «afuera internalizado»: no son puntos de apoyo, o cabeceras de puente, la quinta columna establecida por enemigos exteriores. Las amenazas de revolución, impulsadas y preparadas desde el exterior, han dejado de ser reales y ya no resultan creíbles. Y nada queda a la vista que sea lo bastante poderoso como para reemplazar a la amenaza de la conspiración soviético-comunista. Los actos de terrorismo político —ocasionales, dispersos y a menudo sin objeto— provocan de cuando en cuando algunos temores sobre la seguridad personal; pero son demasiado esporádicos e inconexos como para convertirse en una preocupación seria sobre la integridad del orden social. Al no tener otro lugar donde echar raíces, el peligro se ve obligado a residir dentro de la sociedad, a crecer en suelo local. Casi nos vemos inclinados a pensar que, si no hubiera una clase marginada, sería necesario inventarla. En rigor, ha sido inventada en el momento oportuno.

Desde luego: esto no significa que no haya mendigos, drogadictos o madres solteras, el tipo de gente «miserable» o «repugnante» a la que habitualmente se señala cuando quiere demostrarse la existencia de una clase marginada. Lo que sí quiere decir es que la presencia de esa gente para nada demuestra la existencia de una auténtica clase marginada. Ponerlos a todos en una única categoría es una decisión clasificatoria; no la consecuencia necesaria de los hechos. Fundirlos en una única entidad, acusarlos a todos, en forma colectiva, de ser absolutamente inútiles y constituir un peligro para la sociedad, constituye un ejercicio de elección de valores y una evaluación, no una descripción sociológica. Y, por encima de todo, si bien la idea de clase marginada se basa en el supuesto de que la sociedad (esto es, la totalidad que contiene en su interior todo lo que le permite existir, desarrollarse y sobrevivir) puede ser más pequeña que la suma de sus partes, la clase marginada así definida es mayor que la suma de sus partes: el acto de integrar en una clase a todos esos sectores marginales les agrega una nueva cualidad que ninguno de aquellos sectores posee por sí mismo. «Madre soltera» y «mujer marginada», por ejemplo, no son la misma cosa. Es preciso forzar los hechos (o pensar muy poco) para transformar a una en otra. 
 

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