Romper los Tabúes de la Izquierda | por Slavoj Zizek ~ Bloghemia Romper los Tabúes de la Izquierda | por Slavoj Zizek

Romper los Tabúes de la Izquierda | por Slavoj Zizek





"Desde que uno empieza a hablar, la verdad está del lado de lo universal, de lo que se «dice efectivamente» y la «sinceridad» de nuestros sentimientos íntimos se vuelve algo «patológico» en el sentido kantiano, algo radicalmente no ético, que corresponde a la esfera del principio del placer." Slavoj Zizek 
 



Artículo del filosofo esloveno Slavoj Zizek, publicado en su libro "La nueva lucha de Clase" (2016). 




  
Por: Slavoj Zizek 

Para restaurar el núcleo emancipador de la idea de Europa, hay toda una serie de tabúes izquierdistas —actitudes que hacen que algunos temas se conviertan en intocables y sea mejor dejarlos en paz— que habría que ir olvidando si esperamos alcanzar esta recuperación, y el primero debería ser esa rematada estupidez disfrazada de profunda sabiduría: «Un enemigo es alguien cuya historia no has escuchado»





Qué mejor ejemplo literario de esta tesis que el Frankenstein de Mary Shelley. Shelley hace algo que un conservador no habría hecho nunca. En la parte central del libro, permite que el monstruo hable por sí mismo y cuente la historia desde su perspectiva. Esa opción expresa la actitud liberal hacia la libertad de expresión llevada a su extremo: hay que escuchar el punto de vista de todo el mundo. En Frankenstein, el monstruo no es una Cosa, un objeto horrible al que nadie se atreve a enfrentarse; está plenamente subjetivizado. Mary Shelley entra en el interior de su mente y se pregunta cómo se siente uno al ser etiquetado, definido, oprimido, excluido, incluso físicamente deformado por la sociedad. Se permite, de este modo, que el criminal supremo se presente como la víctima suprema. El asesino monstruoso resulta ser un individuo profundamente dolido y desesperado, que solo anhela compañía y amor. No obstante, este procedimiento tiene un límite claro: ¿estamos también dispuestos a afirmar que Hitler era nuestro enemigo porque su historia no fue escuchada? O, por el contrario, ¿no será que cuanto más sé de Hitler y más le «comprendo», más es mi enemigo? Pasar de la exterioridad de un acto a su «significado interior», a la narrativa mediante la cual el agente lo interpreta y lo justifica, es dirigirse hacia una máscara engañosa: la experiencia que poseemos de nuestras vidas desde dentro, la historia que nos contamos sobre nosotros mismos a fin de explicar lo que hacemos, es básicamente una mentira: la verdad reside en el exterior, en lo que hacemos. 

El siguiente tabú que hay que descartar de manera implacable es la ecuación que equipara cualquier referencia al legado emancipador europeo con el imperialismo cultural y el racismo: mucha gente de izquierdas tiende a desdeñar cualquier mención de los «valores europeos» como si fuera una forma ideológica del colonialismo eurocéntrico. A pesar de la responsabilidad (parcial) de Europa en la situación de la cual huyen los refugiados, ha llegado el momento de abandonar el mantra izquierdista según el cual nuestra tarea básica es la crítica del eurocentrismo. La lección que hay que extraer del mundo posterior al 11-S es que el sueño de Francis Fukuyama de una democracia liberal global se ha mostrado ilusorio, pero a nivel económico el capitalismo ha triunfado en todo el orbe: las naciones del Tercer Mundo (China, Vietnam…) que lo suscriben son aquellas que crecen a un ritmo espectacular. 

El capitalismo global no tiene ningún problema a la hora de adaptarse a una pluralidad de religiones, culturas y tradiciones locales; de hecho, la máscara de la diversidad cultural la sustenta el presente universalismo del capital global, y este nuevo capitalismo global funciona aún mejor si se organiza políticamente según los así llamados «valores asiáticos», esto es, de manera autoritaria. De manera que la cruel ironía del antieurocentrismo es que, en nombre del anticolonialismo, se critica a Occidente justo en el mismo momento histórico en que el capitalismo global ya no necesita los valores culturales occidentales para que todo vaya sobre ruedas, y se las apaña bastante bien con la «modernidad alternativa»: la forma no democrática de modernización capitalista que se da en el capitalismo asiático. En resumen, se tiende a rechazar los valores culturales occidentales justo en el momento en que, reinterpretados de manera crítica, muchos de ellos (igualitarismo, derechos fundamentales, Estado del bienestar) podrían servir de arma contra la globalización capitalista. ¿Acaso hemos olvidado que toda la idea de la emancipación comunista, tal como la concibió Marx, es absolutamente «eurocéntrica»? 

El siguiente tabú que hay que abandonar es la idea de que la protección de nuestro modo de vida es en sí misma una categoría protofascista o racista. La idea es más o menos así: si protegemos nuestro modo de vida, abrimos la puerta a la oleada antiinmigración que campa por toda Europa, y cuya manifestación más reciente es el hecho de que, en Suecia, el partido demócrata antiinmigración Sverigedemokraterna ha superado por primera vez a los socialdemócratas y se ha convertido en la fuerza más poderosa del país. No obstante, también se puede abordar el problema de cómo la gente corriente ve amenazado su modo de vida desde el punto de vista izquierdista, algo de lo que el político demócrata estadounidense Bernie Sanders es la prueba evidente. La verdadera amenaza a nuestro modo de vida comunitario no son los extranjeros, sino la dinámica del capitalismo global: solo en los Estados Unidos, los últimos cambios económicos han contribuido más a destruir la vida comunitaria en las ciudades pequeñas —el modo en que la gente corriente participa en los acontecimientos políticos y se esfuerza por resolver sus problemas locales de manera colectiva— que todos los inmigrantes juntos. La reacción habitual de la izquierda liberal ante todo esto suele ser un estallido de moralismo arrogante: en el momento en que de alguna manera aceptamos la «protección de nuestro modo de vida», ya comprometemos nuestra posición, pues estamos proponiendo una versión más modesta de lo que los populistas antiinmigración defienden abiertamente. ¿Acaso no ha sido esta la historia de las últimas décadas? Los partidos centristas rechazan el abierto racismo de los populistas antiinmigración, pero al mismo tiempo afirman «comprender las preocupaciones» de la gente corriente y poner en práctica una versión más «racional» de las mismas políticas. La auténtica respuesta izquierdista a este moralismo liberal es que, en lugar de rechazar la «protección de nuestro modo de vida» como tal, habría que demostrar que lo que proponen los populistas antiinmigración como defensa de nuestro modo de vida de hecho supone una amenaza mayor que todos los inmigrantes juntos. 

El siguiente tabú izquierdista que hay que abandonar es el de prohibir cualquier crítica al islam tachándola de «islamofobia», una auténtica imagen especular de la demonización populista antiinmigración del islam: hay que acabar ya con ese miedo patológico de muchos izquierdistas liberales de Occidente a ser culpables de islamofobia. Salman Rushdie fue denunciado por provocar de manera innecesaria a los musulmanes, lo que lo convertía (al menos parcialmente) en responsable de la fatua que lo condenaba a muerte: de golpe, el quid de la cuestión ya no era la fatua en sí, sino el modo en que podíamos haber excitado la ira de los gobernantes islamistas de Iran. El resultado de dicho punto de vista es el esperable en tales casos: cuanto más profundizan en su culpa los izquierdistas liberales de Occidente, más los acusan los fundamentalistas musulmanes de ser unos hipócritas que intentan ocultar su odio hacia el islam. Esta constelación reproduce perfectamente la paradoja del superego: cuanto más obedeces lo que la agencia seudomoral te exige, más culpable eres: es como si cuanto más toleraras el islam, mayor fuera la presión que ejerce sobre ti. Y podemos estar seguros de que lo mismo ocurre con la afluencia de inmigrantes: cuanto más esté dispuesta a aceptarlos Europa Occidental, más culpable se sentirá de no haber aceptado un número aún mayor de ellos, y nunca tendremos suficientes. Y con los que tenemos ya en Europa, cuanto más tolerantes nos mostremos hacia su modo de vida, más culpables nos harán sentir por no practicar la suficiente tolerancia. Por ejemplo: a sus hijos no se les sirve cerdo en las escuelas, pero ¿y si el cerdo que comen los demás les molesta?; a las niñas se les permite cubrirse en las escuelas, pero ¿y si las europeas que enseñan el ombligo les molestan?; su religión es tolerada, pero no se la trata con el debido respeto; etc., etc. La premisa tácita de los críticos de la islamofobia es que el islam de algún modo opone resistencia al capitalismo global, que se trata del obstáculo más poderoso a su expansión sin cortapisas; y, por consiguiente, sean cuales sean las reservas que nos plantee, desde un punto de vista práctico deberíamos pasarlas por alto en nombre de la solidaridad en la Gran Lucha. Esta premisa hay que rechazarla de manera inequívoca. Las alternativas políticas que proporciona el islam pueden identificarse claramente; van del nihilismo fascista, que parasita el capitalismo, a lo que representa Arabia Saudí; ¿podemos imaginar un país más integrado en el capitalismo global que Arabia Saudí o cualquiera de los Emiratos? Lo máximo que el islam puede ofrecer, en su versión moderada, es otro tipo de «modernidad alternativa» más, una visión del capitalismo sin sus antagonismos, que no puede sino parecerse al fascismo. 

Otro tabú (este mucho más sutil) que hay que ir olvidando es el de equiparar religión politizada y fanatismo, y algo que va relacionado: presentar a los islamistas como fanáticos «irracionales» premodernos. En contra de esos fanáticos, algunos partidarios del laicismo (como Sam Harris) ensalzan a los que practican la religión (participan en rituales religiosos) sin creer en ella, meramente respetándola como parte de su cultura. Resulta interesante observar que el islam introdujo esta distinción y la reivindicó plenamente. Mientras en las sociedades laico-liberales occidentales el poder estatal protege la libertad pública e interviene en el espacio privado (cuando hay sospechas de abuso de menores, etc.), estas «intrusiones en el espacio doméstico, la irrupción en dominios “privados”, es rechazada por la ley islámica, aunque esta puede llegar a ser mucho más estricta en la exigencia de que el comportamiento “público” esté conforme con ella» : «para la comunidad, lo que importa es la práctica social de cada musulmán —incluyendo la publicación verbal—, no sus pensamientos interiores, sean cuales sean». Aunque el Corán afirma que «quien quiera creer que crea, y quien no quiera que no lo haga» (18:29), este «derecho a pensar lo que uno desea no incluye, sin embargo, el derecho a expresar en público las creencias religiosas o morales de cada uno con la intención de convertir a la gente e incitarla a adquirir un falso compromiso» 

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