Sobre los ideales de la Juventud | por Walter Benjamin ~ Bloghemia Sobre los ideales de la Juventud | por Walter Benjamin

Sobre los ideales de la Juventud | por Walter Benjamin




Imagen de Leonardo IA/Bloghemia





"La juventud está rodeada por la esperanza, por el amor y la admiración: de quienes todavía no son jóvenes y de quienes ya no lo pueden ser, porque han perdido su fe en algo mejor." Walter Benjamin                            




  Discurso del Filósofo y crítico alemán Walter Benjamin, publicado Publicado bajo el pseudónimo latino «Ardor» en la revista juvenil Der Anfang en junio de 1913. 


 
Por Walter Benjamin

Compañeros,cuando alguna vez hemos pensado en nosotros mismos, no en nosotros en tanto que individuos, sino en nosotros en tanto que comunidad, en nosotros en tanto quejuventud, o cuando hemos leído algo sobre los jóvenes, siempre hemos pensado que la juventud es romántica. Millares de poemas buenos y malos lo afirman; los adultos nos dicen que harían lo que fuera por volver a ser jóvenes. Todo eso es una realidad que, en algunos instantes, sentimos con sorpresa y alegría: cuando hemos hecho un buen trabajo, o una ascensión, cuando hemos construido algo o cuando leemos un relato atrevido. En pocas palabras: como cuando de repente comprendí (recuerdo que ocurrió en una escalera) que, en efecto, soy joven (tenía catorce años, y lo que me alegró fue que había leído algo sobre un dirigible). La juventud está rodeada por la esperanza, por el amor y la admiración: de quienes todavía no son jóvenes y de quienes ya no lo pueden ser, porque han perdido su fe en algo mejor. Tenemos la sensación de que somos en verdad representantes, de que cada uno de nosotros vale por millares, igual que cada rico vale por millares de proletarios, cada persona con talento por millares de personas sin talento. Podemos pues sentirnos, en efecto, como juventud por la gracia de Dios, si queremos entenderlo de ese modo.

Y ahora me imagino que nos encontramos en un congreso juvenil, con centenares o millares de participantes jóvenes. De repente oigo abucheos: ¡Retórico, absurdo!, y miro a los bancos, y junto a algunos exaltados que me interrumpen hay centenares que están casi dormidos. Uno que otro se endereza un poco, pero parece no tomarme en serio. Pero entonces se me ocurre algo:

«He hablado de la juventud por la gracia de Dios, he hablado de nuestra vida tal como es en la tradición, en la literatura, en los adultos. Pero la juventud a la que me dirijo duerme o abuchea. Algo debe de estar podrido en Dinamarca. Os agradezco vuestro sueño y vuestra ira, pues de eso quería hablar precisamente. Yo quería tan sólo preguntar: ¿qué pensamos del romanticismo?, ¿lo tenemos?, ¿lo conocemos?, ¿creemos en él? Mil voces ríen y dicen al unísono un no apasionado». «Así pues, ¿renunciamos al romanticismo?, ¿somos tal vez la primera juventud que se quiere sobria?»

De nuevo resonó un fuerte «no», del que apenas tres o cuatro voces muy claras se separaron con su «sí». Seguí entonces diciendo: «Me habéis respondido, y yo comparto sin duda vuestra respuesta. A todos los que creen tener ante sí una juventud atemporal, una juventud eternamente romántica, eternamente segura, que recorre el camino eterno hacia el filisteísmo, les decimos: “Nos mentís y os mentís. Con vuestros gestos paternales, con vuestra veneración aduladora, nos robáis la consciencia. 

Nos eleváis a nubes arreboladas, hasta que perdemos el contacto con la realidad. Entonces veis cada vez más una juventud que se duerme en el narcótico individualismo. El filisteísmo nos paraliza para dominar la época en solitario; si nos dejamos quedar paralizados por efecto de las narcosis ideales, tendremos que sucumbir rápidamente, y la juventud será la generación de los filisteos más tardíos”».

No sé, compañeros, pero me temo que de este modo estoy en el romanticismo. No en el romanticismo verdadero, sino en uno muy poderoso y peligroso. El mismo romanticismo que reduce el casto clasicismo cosmopolita de Schiller a una poesía cómoda y apacible en favor del particularismo y la lealtad burguesa. Pero voy a seguir un poco todavía la huella de ese falso romanticismo. Está adherido a nosotros por completo, y sin embargo no se trata de otra cosa que del grasiento traje que un filisteísmo preocupado ha echado sobre nosotros para que no nos conozcamos.

Nuestra escuela está llena de falso romanticismo. Lo que nos da de los dramas, de los héroes históricos, de las victorias de la técnica y de la ciencia, todo eso es falso, ya que nos lo da fuera de su propio contexto espiritual. Estas cosas de las que nos dicen que han de formarnos son hechos individuales, y la cultura es una feliz casualidad. Mas algunas escuelas ni siquiera la consideran «feliz», pues, ¿dónde nos hablan de la historia viva que conduce al espíritu a la victoria, en la que el espíritu consigue sus conquistas, que él mismo se forma? Nos arrullan, y nos arrebatan los pensamientos y acciones al ocultarnos la historia, el devenir de la ciencia, el devenir del arte, el devenir del Estado y del derecho. Así nos han quitado la religión del espíritu, la fe en el espíritu. El falso romanticismo consistía en que debíamos ver lo extraordinario en lo individual, en vez de verlo en el devenir del ser humano, en la historia de la humanidad. Así se crea una juventud apolítica, que se halla eternamente limitada al arte, la literatura y las vivencias amorosas, que carece de espíritu y se muestra diletante. Compañeros, el falso romanticismo, el grotesco aislamiento respecto al devenir en que nos han situado, ha agotado a muchos de nosotros: tuvieron que creer en lo fútil durante tanto tiempo que la propia fe se volvió fútil. La carencia de ideales de nuestra juventud es el último resto de su honestidad.

Compañeros, así se encuentra la formación de una juventud a la que se aísla de lo real, a la que se rodea de un romanticismo objetivo, de un romanticismo ideal, de invisibilidades. No queremos volver a oír hablar de los griegos y los germanos, de Moisés y Jesucristo, de Arminio y Napoleón, de Newton y de Euler, hasta que nos muestren el espíritu en ellos, la realidad activa y fanática en la cual esas épocas y personas vivieron y llevaron sus ideas a la práctica.

Esta es la situación del romanticismo de la formación escolar, que hace que todo sea falso e irreal para nosotros. De ahí, compañeros, que hayamos comenzado a dirigirnos impetuosamente a nosotros mismos. Que nos hayamos convertido en la difamada juventud superhumana e individualista. No es extraño que nos abalanzáramos sobre el primero que nos dijo que fuéramos nosotros mismos, convocándonos al espíritu y a la honestidad. Sin duda, la misión de Friedrich Nietzsche ante la juventud escolar consistió en señalarle algo más allá del ayer, hoy y mañana de los deberes escolares. La juventud escolar ya no podía más. E incluso esta idea se convirtió en una pose, al forzársele siempre a proceder así. Ahora hablo de lo que es más triste. Nosotros, que con Nietzsche pretendíamos ser aristocráticos, o, dicho de otro modo, verdaderos, helios, no teníamos orden en la verdad, no teníamos una escuela de la verdad. Menos aún tenemos lugar en la belleza. 

Ni siquiera podemos tutearnos sin que suene banal. La eterna pose ideal que la escuela nos impone, su solemnidad tan manida, nos ha vuelto inseguros hasta el punto de que no podemos ser nobles y libres al mismo tiempo los unos con los otros, sino: libres e innobles o nobles y esclavos. Necesitamos una comunidad que sea bella y libre para poder decir lo general sin volvernos ordinarios. No tenemos aún esta posibilidad, así que pretendemos conquistarla. No nos asusta decir que todavía deberemos ser triviales cuando hablamos de lo juvenil. (O tenemos que adoptar un gesto irreal, académico o estético.) Estamos todavía tan poco cultivados en nuestra comunidad que la sinceridad resulta banal.

Así pues, sucede lo siguiente en cuanto lo erótico (que, como todos sentimos, necesita muchísimo de la sinceridad) se atreve finalmente a salir de la oscuridad en que se encuentra:

¡Que la juventud escolar se desahoga en los cines (es inútil prohibirlos)! ¡Que representaciones de cabaret sólo adecuadas para reanimar los sobrexcitados sentimientos sexuales de los cincuentones son ofrecidas a jóvenes estudiantes! En lo erótico, que es donde debería mandar la juventud madura de entre veinte y treinta años, esta juventud se deja ahogar y rodear por costumbres seniles y perversas. Estamos habituados hace tiempo a pasar por alto la delicada (ñoña, si queréis) sensibilidad sexual que es propia de los jóvenes. La gran ciudad dirige día y noche su ataque contra ellos. Pero la gente prefiere cerrar los ojos a crear juveniles relaciones sociales: tardes en que los jóvenes puedan reunirse y vivir inmersos en su atmósfera erótica, en vez de conformar una minoría oprimida y ridícula en las fiestas que hacen los adultos. (En la escuela no se lee el Banquete; y se tacha la frase en la que Egmont dice que por la noche visita a su amada.) En todo caso, el consuelo es, por más que esté mal visto hablar de ello, que va surgiendo y va tomando forma, aunque de modo oculto en vez de libre.

Ese es el viejo romanticismo, que no está alimentado por nosotros, no por los mejores de nosotros, sino por quienes quieren educarnos pasivos como imitadores de lo existente. Contra esto os he mostrado, compañeros, un posible nuevo romanticismo de una manera aún indeterminada, lejana. Un romanticismo que en su actitud se caracteriza por la sinceridad, algo que en lo erótico es donde más difícil nos resulta obtener, pero que desde ahí ha de impregnar toda nuestra forma cotidiana de ser. Un romanticismo de la verdad que reconozca nexos espirituales, que reconozca la historia del trabajo, y que convierta tal conocimiento en vivencia para actuar en consonancia con él de manera sobria y arromántica.

Esta es la nueva juventud, una juventud sobria y romántica. Porque no creemos que se pueda prescindir de lo romántico, que se quede anticuado y sea superado alguna vez. Esto es lo insuperable: la voluntad romántica de belleza, la voluntad romántica de verdad, la voluntad romántica de acción. Romántica y juvenil: pues esta voluntad, que para el hombre maduro puede ser necesidad y actividad inculcada, nosotros la experimentamos libremente durante algún tiempo, la experimentamos por primera vez, de forma impetuosa e incondicionada. Esta es la voluntad que marca a la historia de manera ética y le da su páthos, por más que no le dé su contenido. Y si, ahora que hemos llegado al final, echáis un vistazo a vuestro alrededor, quizás veréis, casi sorprendidos, el lugar en donde os encontráis: un lugar en el que el romanticismo ha retrocedido a las raíces de todo lo bueno, bello y verdadero, las cuales son, por cierto, inescrutables. Donde el imperativo narcótico «Vino, mujeres y canciones» ya no es una mera frase sensorial, donde «vino» podría significar abstinencia, así como «mujeres» un nuevo erotismo, y «canciones» no una canción de borrachos, sino un nuevo canto estudiantil.

Y con esto acabo aquí, esperando una acusación que nada temo: la de haber privado de sus ideales a la juventud.




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