La enseñanza de la Moral | por Walter Benjamín ~ Bloghemia La enseñanza de la Moral | por Walter Benjamín

La enseñanza de la Moral | por Walter Benjamín




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“Para las masas en su existencia más honda, inconsciente, las fiestas de alegría y los incendios son sólo un juego en el que se preparan para el instante enorme de la llegada de la madurez, para la hora en la que el pánico y la fiesta, reconociéndose como hermanos, tras una larga separación, se abracen en un levantamiento revolucionario.” -Walter Benjamín 
                                    




Texto del filósofo alemán Walter Benjamin escrito en 1913 y publicado en el libro "Über Kinder, Jugend und Erziehung"  en 1969. 


Por: Walter Benjamin 

Quizá nos tiente la idea de cortar de raíz cualquier disquisición teórica acerca de la asignatura “Moral”, con la afirmación de que las influencias sobre la moral son un asunto puramente personal, que se sustrae a toda esquematización y normalización. Estemos o no en lo cierto, hay un hecho concreto que para nada tiene en cuenta ese principio: la enseñanza de la moral es fomentada, porque se la considera necesaria. Y si se fomenta teóricamente la enseñanza de la moral, también es preciso analizar teóricamente esta exigencia.

Intentaremos a continuación contemplar la enseñanza de la moral de manera aislada e independiente. No preguntaremos en qué medida es posible lograr un relativo mejoramiento con respecto a una deficiente enseñanza religiosa, sino cuál será la situación de la enseñanza de la moral frente a exigencias pedagógicas absolutas.

Partimos de la ética kantiana, pues en esta cuestión es imprescindible un anclaje en lo filosófico; Kant distingue entre legalidad y moralidad y a veces expresa tal diferencia de este modo:

“Para que algo sea considerado moralmente bueno, no es suficiente que esté de acuerdo con la ley ética; es preciso que se haga por amor a ella”

Eso marca otra determinación más de la voluntad ética: es “inmotivada”, está condicionada únicamente por la ley moral, por una norma: ¡obra bien!

Dos sentencias paradójicas de Fichte y Confucio arrojan una clara luz sobre ese pensamiento. 

Fichte niega la significación ética del “conflicto de deberes”. Evidentemente, al hacerlo sólo brinda una interpretación de nuestra conciencia moral; si para cumplir un deber tuviéramos que descuidar otro, nos hallaríamos en un aprieto, por decirlo así, técnico; pero íntimamente no nos sentiríamos culpables, porque la ley moral no exige que se haga concretamente esto o aquello, sino que se haga lo ético. La ley moral es la norma del obrar, no su contenido. 

Según Confucio, la ley moral implica el doble peligro de parecerle demasiado alta al sabio y demasiado baja al necio. Con ello quiere decir que la realización empírica de la ética nunca está contenida en la norma ética; que sería sobrestimarla creer que dentro de ella están dados todos los mandamientos empíricos. 

Confucio se dirige contra el necio, pues opina que toda acción, por legal que sea, sólo adquiere valor ético si surge de una intención ética. Con esto volvemos a Kant y a su célebre formulación: 

No es posible nada en el mundo, ni fuera de él, que pueda considerarse sin restricción como bueno, excepto una buena voluntad. 

Esta sentencia contiene el credo básico de la ética kantiana, la única que aquí nos interesa. En ese contexto, la “voluntad” no tiene un significado psicológico. La psicología reconstruye mecanismos de acción psicológica, en cuya realización la voluntad es, en tanto causa, a lo sumo uno de los factores. Lo que le importa al ético es el carácter ético de la acción, y ésta tiene tal carácter no por haber nacido de numerosas causas, sino de la sola y única intención ética. La voluntad del hombre concibe su obligación frente a la ley moral, y en esto agota su significación ética. 

Nos hallamos aquí ante una idea que parece apta para constituirse en punto de partida de todas las reflexiones concernientes a la educación moral. Tenemos frente a nosotros la evidencia de una antinomia en la educación moral, que tal vez sea tan sólo un aspecto aislado de una antinomia más general.

La meta de la educación moral es la formación de la voluntad ética; y, sin embargo, no hay nada más inaccesible que esa voluntad ética, puesto que, como tal, no constituye una dimensión psicológica tratable con determinados medios. Ninguna influencia empírica nos da la garantía de tener realmente repercusión en la voluntad ética. Falta la palanca con la que se pueda manejar la educación moral. La ley pura y única es tan inaccesible como inabordable es la voluntad pura para el educador. Comprender este hecho en toda su gravedad constituye un requisito previo a toda teoría de la educación moral. Inmediatamente se impone una conclusión: dado que el proceso de educación moral se opone, por principio, a toda racionalización o esquematización, no tiene nada que ver con ningún tipo de enseñanza, pues la enseñanza es para nosotros, y por principio, el medio racionalizado de educación. Nos conformamos aquí con esta deducción, para analizar esa proposición más adelante, cuando consideremos la enseñanza actual de la moral.

Ahora bien, ¿traerán estas reflexiones como consecuencia la bancarrota de la educación moral? Así sería si el irracionalismo significara la bancarrota de la educación. Pero el irracionalismo sólo significa la bancarrota de una ciencia exacta de la educación: la renuncia a una teoría científicamente acabada de la educación moral parece ser la consecuencia real de lo dicho. Sin embargo, a continuación procuraremos esbozar la posibilidad de una educación moral concebida como un todo, aunque carente de unidad sistemática en cuanto a sus partes. Desde este punto de vista, el principio de la comunidad escolar libre, de la comunidad ética, parecería ser fundamental. La forma en que se concreta la educación ética en esta comunidad es la religiosidad, porque tal comunidad experimenta una y otra vez, en su interior, un proceso que engendra la religión y despierta la contemplación religiosa, proceso que quisiéramos llamar “plasmación de lo ético”. Como ya hemos visto, la ley moral carece de toda relación con lo empíricamente ético (en cuanto empírico). No obstante, la comunidad ética vivencia una y otra vez la transmutación de la norma en un orden empírico legal. Tal modo de vida exige una libertad que permita a lo legal ajustarse a la norma. Mas sólo a través de esa norma se obtiene el concepto de comunidad. La esencia de la constitución ética de comunidades parecería estar representada por una íntima fusión entre rigor ético en la conciencia de la obligación común y confirmación de la ética en el orden de la comunidad. Empero, como proceso religioso se opone a todo análisis.

Con esto nos hallamos frente a una peculiar inversión de aserciones muy actuales. Mientras que hoy en día se multiplican por doquier las voces que consideran la moral y la religión como independientes entre sí, a nosotros nos parece que sólo en la religión, y sólo en ella, puede hallar su contenido la voluntad pura. La vida cotidiana de una comunidad ética lleva la impronta de la religión.

Esto es lo que cabe afirmar, teórica y positivamente, con respecto a la educación moral, antes de poder formular una crítica de la educación moral en vigencia. Incluso al formular esa crítica siempre debemos tener presente el pensamiento señalado.

Dicho en forma puramente dogmática, el peligro más profundo de la enseñanza de la moral yace en la motivación y legalización de la voluntad pura, es decir en la supresión de la libertad. Si la educación moral se propone realmente la formación ética del alumno, podemos afirmar que se ésta abocado a una tarea irrealizable. Si quisiera detenerse en lo universalmente válido, no iría más allá de lo dicho aquí o de ciertas doctrinas kantianas. Los medios del intelecto, es decir los de validez universal, no permiten aprehender más exactamente la ley moral, porque ésta es determinada por la religiosidad del individuo allí donde recibe sus contenidos concretos. Las palabras de Goethe nos demuestran la imposibilidad de penetrar en la relación, todavía amorfa, del individuo con la moral:

En el hombre, lo supremo carece de forma, y debemos guardarnos de dársela de otro modo que mediante la acción noble.

¿Quién se arroga todavía, en el día de hoy (fuera de la Iglesia), el papel de intermediario entre el hombre y Dios? ¿Quién quisiera introducirlo en la educación, cuando esperamos que toda ética y religiosidad emanen del estar a solas con Dios?

La educación moral carece de sistema; la educación moral se ha propuesto una tarea irremplazable: he aquí la doble expresión de un mismo hecho fundamental. A esta asignatura sólo le resta impartir —en lugar de educación moral— una rara especie de educación cívica, según la cual todo lo necesario ha de ser espontáneo y todo lo que en el fondo es espontáneo debe ser necesario. Se cree poder sustituir la motivación ética por ejemplos racionalistas y no se admite que en ellos la ética se halla a su vez ya presupuesta.1 Por ejemplo, cuando en la mesa de desayuno se quiere introducir en el niño la idea del amor al prójimo describiéndole el trabajo de todos aquellos a quienes les debe los goces que experimenta. Quizá sea triste que tales perspectivas sobre la vida muchas veces se le abran al niño sólo a través de la enseñanza de la moral. Por otro lado, ese tipo de explicaciones sólo puede hacer impresión en un niño que ya conozca la simpatía y el altruismo, y estos sentimientos no son vivenciados en clases de moral, sino en la comunidad.

Sea dicho de paso, la “energía específica” del sentido moral, la capacidad de empatía moral, no aumentará por la incorporación de motivaciones, de material, sino únicamente por su aplicación. Existe el peligro de que el material supere en mucho a la excitabilidad moral y la embote.

La enseñanza de la moral se caracteriza por cierta inescrupulosidad de los medios; al no disponer de la motivación ética propiamente dicha, debe servirse no sólo de reflexiones racionalistas, sino también preferentemente de estímulos psicológicos. Pocas veces se llegará al extremo del orador que en el Congreso de Enseñanza de la Moral, de Berlín, aconsejó entre otras cosas apelar incluso al egoísmo de los alumnos (en este caso sólo puede tratarse de un medio de lograr la legalidad, no ya la educación moral). Pero tampoco la invocación de la heroicidad, la exigencia o el elogio de lo extraordinario, en cuanto desembocan en una exaltación emocional, tienen nada que ver con la continuidad de la actitud moral interior. Kant no se cansa de condenar semejantes prácticas.

Lo psicológico implica aun el peligro especial de un autoanálisis sofisticado, en el cual todo parece necesario, adquiere un interés genético y no moral. ¿A dónde llegaríamos si, por ejemplo, analizáramos y enumeráramos los distintos tipos de mentiras, tal como lo propuso un pedagogo de la moral?

Como ya lo dijimos, lo específicamente ético forzosamente se pierde. He aquí otro ejemplo característico de ello, tomado, al igual que los anteriores, de la Jugenlehre de Foerster. Un muchacho es golpeado por sus compañeros, y Foerster argumenta: tú devuelves los golpes para satisfacer tu impulso de autoafirmación, pero ¿quién es tu enemigo más constante, aquél contra el cual necesitas defenderte más? Tu pasión, tu sed de venganza. Entonces, en el fondo, tu autoafirmación consistiría en no devolver los golpes, en suprimir el impulso íntimo. Es éste un ejemplo de transformación mediante la interpretación psicológica. En otro caso similar, se le promete al muchacho golpeado por sus compañeros que al final vencerá y que, a pesar de todo, si no se defiende los otros lo dejarán en paz. Pero un alegato basado en el resultado nada tiene que ver con una motivación ética. La atmósfera de lo ético no es la motivación utilitaria, la utilidad propia o ajena, sino la conversión.

Nos excederíamos en el espacio si ofreciéramos otros ejemplos de una práctica a menudo peligrosa desde el punto de vista de la moral. No mencionaremos las analogías técnicas de la moral, ni el manejo moralista de las cosas más triviales. Referiremos solamente la siguiente escena de una clase de caligrafía. El maestro pregunta:


¿Qué faltas será capaz de cometer quien, no obligándose a observar con toda precisión las líneas, siempre las sobrepasa con sus letras?

La variedad de respuestas de los alumnos fue sorprendente. ¿No es esto casuística de la peor especie? No existe relación alguna entre tales ocupaciones caligráficas y el sentimiento moral. 

Por lo demás, ese tipo de enseñanza de la moral de ninguna manera es independiente —como suele afirmarse— de las concepciones morales vigentes, o sea de la legalidad. Al contrario: el peligro de sobreestimar la convención legal está presente, puesto que la enseñanza, con su fundamentación racionalista y psicológica, nunca puede alcanzar la actitud ética, sino únicamente lo empírico, lo prescrito. Tales reflexiones harán que a menudo al alumno le parezca que la buena conducta (que debería sobrentenderse) es algo extraordinario. El simple concepto del deber está a punto de perderse. 

Pero si, a pesar de todo, se insiste en enseñar moral, es necesario aceptar los peligros. Hoy en día ya no son peligrosas las antinomias de los primeros cristianos: ‘‘bien–mal” igual a “espiritual-sensual”. Peligrosos son lo “sensualmente bueno” y lo “espiritualmente malo”, ambas formas del snobismo. En este sentido, el Dorian Gray de Wilde podría ser la base de una enseñanza de la moral. 

Según lo dicho, la enseñanza de la moral está muy lejos de satisfacer una exigencia pedagógica absoluta; sin embargo, puede tener y tendrá su importancia como etapa de transición. No por constituir un eslabón —como hemos visto, muy imperfecto— en la evolución de la enseñanza religiosa, sino por poner en relieve la deficiencia de la cultura actual. La enseñanza de la moral se orienta hacia lo periférico, lo carente de convicción en nuestro saber, el aislamiento intelectual de la formación escolar. Pero lo importante no es aprehender el material informativo desde lo exterior, a través de la tendencia de la enseñanza ética, sino captar la historia de ese material, del espíritu objetivo en sí. En este sentido hemos de esperar que la enseñanza de la moral constituya la transición hacia una nueva didáctica de la historia, en la cual también el presente ha de encontrar el lugar histórico–cultural que le corresponde.

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