"El conocimiento de las cosas radica en el nombre. Por su parte, el conocimiento de lo bueno y lo malo es una charlatanería, en el sentido profundo en que lo usa Kierkegaard; sólo conoce purificación y elevación y ante las cuales se hizo también comparecer al charlatán, al pecador, es decir, comparecer ante el tribunal. " Walter Benjamin
Texto del Filósofo y crítico alemán Walter Benjamin.
Por Walter Benjamin
Toda expresión de la vida espiritual del hombre puede concebirse como una especie de lenguaje, y este enfoque provoca nuevos interrogantes sobre todo, como corresponde a un método veraz. Puede hablarse de un lenguaje de la música y de la plástica; de un lenguaje de la justicia, que nada tiene que ver. inmediatamente, con esos en que se formulan sentencias de derecho en alemán o inglés; de un lenguaje de la técnica que no es la lengua profesional de los técnicos. En este contexto, el lenguaje significa un principio dedicado a la comunicación de contenidos espirituales relativos a los objetos respectivamente tratados: la técnica, el arte, la justicia o la religión. En una palabra, cada comunicación de contenidos espirituales es lenguaje, y la comunicación por medio de la palabra es sólo un caso particular del lenguaje humano, de su fundamento o de aquello que sobre él se funda, como ser la justicia o la poesía. Pero el ser del lenguaje no sólo se extiende sobre todos los ámbitos de la expresión espiritual del hombre, de alguna manera siempre inmanente en el lenguaje, sino que se extiende sobre todo. No existe evento o cosa, tanto en la naturaleza viva como en la inanimada, que no tenga, de alguna forma, participación en el lenguaje, ya que está en la naturaleza de todas ellas comunicar su contenido espiritual. Así usada, la palabra «lenguaje» no es de modo alguno una metáfora. Resulta un entendimiento lleno de contenido el no poder imaginarse que la entidad espiritual del lenguaje no se comunique en la expresión; el mayor o menor grado de consciencia a que está aparentemente (o verdaderamente) ligada esa comunicación no afecta en nada el hecho de que no podamos imaginarnos una total ausencia de lenguaje en cosa alguna. Una manifestación del ser completamente desvinculada del lenguaje es una idea, pero tal idea no llega a fructificar ni en el dominio de las ideas, cuyo contorno designa la idea de Dios.
Lo único cierto es que toda expresión contenida en esta terminología cuenta como lenguaje, siempre y cuando se trate de una comunicación de contenido espiritual. Empero, la expresión. de acuerdo al sentido más íntimo y completo de su naturaleza, sólo puede entenderse como lenguaje. Por otra parte, cada vez que queramos comprender una entidad lingüística habrá que preguntarse, a cuál entidad espiritual sirve de expresión inmediata. Esto significa que, por ejemplo, la lengua alemana no es de modo alguno la expresión de todo aquello que nosotros somos presuntamente capaces de expresar por medio de ella, sino que es la expresión inmediata de aquello que se comunica por su intermedio. Este «se» reflexivo es una entidad espiritual. Por lo pronto, resulta obvio que la entidad espiritual que se comunica en el lenguaje no es el lenguaje mismo sino algo distinto de él. La posición, asumida como hipótesis, según la cual la entidad espiritual constituye un objeto en su lenguaje, revela al gran abismo que amenaza a las teorías del lenguaje1. Se trata, precisamente, de lograr mantenerse suspendidos sobre él. La distinción entre entidad espiritual y la lingüística en que se comunica, es lo más fundamental de una investigación teórica del lenguaje. Y esta distinción parece tan indudable que, en comparación, la identidad tan frecuentemente formulada entre ambas entidades, constituye una paradoja profunda e inconcebible, expresada en el doble sentido de la palabra «Logos». No obstante, esta paradoja sigue ocupando el puesto de solución en el centro de la teoría del lenguaje, aunque no deja de ser una paradoja y por ello tan irresoluble como al principio.
¿Qué comunica el lenguaje? Comunica su correspondiente entidad o naturaleza espiritual. Es fundamental entender que dicha entidad espiritual se comunica en el lenguaje y no por medio del lenguaje. No hay, por tanto, un portavoz del lenguaje, es decir, alguien que se exprese por su intermedio. La entidad espiritual se comunica en un lenguaje y no a través de él. Esto indica que no es. desde afuera, lo mismo que la entidad lingüística. La entidad espiritual es idéntica a la lingüística sólo en la medida de su comunicabilidad; lo comunicable de la entidad espiritual es su entidad lingüística. Por lo tanto, el lenguaje comunica la entidad respectivamente lingüística de las cosas, mientras que su entidad espiritual sólo trasluce cuando está directamente resuelta en el ámbito lingüístico, cuando es comunicable.
El lenguaje transmite la entidad lingüística de las cosas, y la más clara manifestación de ello es el lenguaje mismo. La respuesta a la pregunta: ¿qué comunica el lenguaje?, sería: cada lenguaje se comunica a sí mismo. Por ejemplo, el lenguaje de esta lámpara no comunica esta lámpara (la entidad espiritual de la lámpara, en la medida en que es comunicable, no es de modo alguno la lámpara), sino la lámpara lingüística, la lámpara de la comunicación. la lámpara en la expresión. El comportamiento del lenguaje nos lleva a concluir que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje. El entendimiento promovido por la teoría lingüística, depende de su capacidad de esclarecer la proposición anterior de modo que borre todo vestigio de tautología. Esta sentencia no es tautológica pues significa que aquello que en la entidad espiritual es comunicable es un lenguaje. Todo se basa en este «ser» o «ser inmediato». Lo comunicable de una entidad espiritual no es lo que más claramente se manifiesta en su lenguaje, sino que lo comunicable es, inmediatamente, el lenguaje mismo. O bien, el lenguaje de una entidad espiritual es inmediatamente aquello que de él puede comunicarse. Lo comunicable de una entidad espiritual, en el lenguaje se comunica. Esto reafirma que cada lenguaje se comunica a sí mismo. Y para ser más precisos: cada lenguaje se comunica a si mismo en sí mismo; es. en el sentido más estricto, el «médium» de la comunicación. Lo medial refleja la inmediatez de toda comunicación espiritual y constituye el problema de base de la teoría del lenguaje. Si esta inmediatez nos parece mágica, el problema fundacional del lenguaje seria entonces su magia. La palabra magia nos refiere, en lo que respecta al lenguaje, a otra, a saber, la infinitud. Está condicionada por la inmediatez. En efecto, dado que nada se comunica por medio del lenguaje, resulta imposible limitarlo o medirlo desde afuera. Por ello cada lenguaje alberga en su interior a su infinitud inconmensurable y única. El borde está marcado por su entidad lingüística y no por sus contenidos verbales.
Aplicada a los seres humanos, la frase que afirma que la entidad lingüística de las cosas es su lenguaje, se transforma en «la entidad lingüística de los hombres es su lenguaje». Y esto significa que el ser humano comunica su propia entidad espiritual en su lenguaje. Pero el lenguaje de los humanos habla en palabras. Por lo tanto el hombre comunica su propia entidad espiritual, en la medida en que es comunicable, al nombrar a las otras cosas. Pero, ¿no conocemos acaso otros lenguajes que nombran cosas? Sería incierto afirmar que no existen otros lenguajes fuera del humano. Pero igualmente seguro es que no conocemos otros lenguajes nombradores como lo es el de los hombres. Inútil sería identificar el lenguaje nombrador con el concepto general de lenguaje; la teoría del lenguaje perdería así a sus más profundas intuiciones. En consecuencia, la naturaleza lingüística de los hombres radica en su nombrar de las cosas.
¿Para qué nombradas? ¿A quién se dirige lo que el hombre comunica? —¿Es acaso esta comunicación del ser humano diferente a otras comunicaciones, lenguajes? ¿A quién se dirigen la lámpara, la montaña o el zorro? La respuesta reza: a los hombres. Y no se trata de antropomorfismo. La verdad de esta respuesta se demuestra en el entendimiento y quizá también en el arte. Además, de no comunicarse la lámpara, montaña o el zorro con el hombre, ¿cómo podría éste nombrarlos? Pero él los nombra, se comunica a sí mismo al nombrarlos a ellos. ¿A quién dirige su comunicación?
Antes de dar respuesta a esta pregunta vale la pena volver a comprobar cómo se comunica el hombre. Hay que establecer una profunda distinción, una alternativa, ante la cual, la opinión esencialmente falsa respecto al lenguaje quedará al descubierto. ¿Comunica acaso el hombre su naturaleza espiritual por medio de los nombres que da a las cosas? ¿O lo hace en ellas? La respuesta reside en la paradójica formulación de la pregunta. El que crea que el hombre comunica su naturaleza espiritual por medio de los nombres, estará impedido de asumir que es, efectivamente, su entidad espiritual lo que comunica, ya que esto no ocurre por medio de los nombres de las cosas, de las palabras. Por medio de las palabras señala a las cosas. A lo sumo, podrá asumir que comunica algo a otros hombres, pues eso es lo que la palabra facilita, la palabra con que señalo una cosa. He aquí el enfoque burgués del lenguaje y cuyo insostenible vacío se irá aclarando a continuación. Dice: la palabra es el medio de la comunicación, su objeto es la cosa, su destinatario, el hombre. Contrariamente, la posición que planteáramos anteriormente no sabe de medio, objeto o depositario de la comunicación. Enuncia que en el nombre, la entidad espiritual de los hombres comunica a Dios a si misma.
En el dominio del lenguaje, el nombre tiene el sentido único y la significación incomparable de constituir de por sí el ser más profundo del lenguaje. El nombre es aquello por medio de lo cual ya nada se comunica, mientras que en él, el lenguaje se comunica absolutamente a sí mismo. En el nombre está la naturaleza espiritual que se comunica: el lenguaje. Donde la entidad espiritual en su comunicación es el propio lenguaje en su absoluta totalidad» solamente allí existe el nombre, allí sólo el nombre existe. El nombre, como patrimonio del lenguaje humano, asegura entonces que el lenguaje es la entidad espiritual por excelencia del hombre. Sólo por ello la entidad espiritual de los hombres es la única íntegramente comunicable de entre todas las formas espirituales de ser. Esto fundamenta asimismo, la distinción entre el lenguaje humano y el de las cosas. Dado que la entidad espiritual del hombre es el lenguaje mismo, no puede comunicarse a través de éste sino sólo en él. El nombre es la esencia de esa intensiva totalidad del lenguaje en tanto entidad espiritual del hombre. El hombre es el nombrador. en eso reconocemos que desde él habla el lenguaje puro. Toda naturaleza, en la medida en que se comunica, se comunica en el lenguaje y por ende, en última instancia, en el hombre. Por ello es el señor de la naturaleza y puede nombrar a las cosas. Sólo merced a la entidad lingüística de las cosas accede desde sí mismo al conocimiento de ellas, en el nombre. La creación divina se completa con la asignación de nombres a las cosas por parte del hombre y de cuyos nombres sólo el lenguaje habla. El nombre puede ser considerado el lenguaje del lenguaje, siempre y cuando el genitivo no indique una relación de medio instrumental sino una de médium. En este sentido, el hombre es el portavoz del lenguaje, el único, porque habla en el nombre. Muchas lenguas comparten este reconocimiento metafísico del hombre como hablador o vocero; en la Biblia, por ejemplo, aparece como «el que da nombres»: «tal como el hombre nombrare a toda suerte de animales, así se llamarán».
El nombre no sólo es la proclamación última, es además la llamada propia del lenguaje. Es así que en el nombre aparece la ley del ser del lenguaje, según la cual resulta igual hablarse a si mismo como dirigirse con el habla a todo lo demás. El lenguaje, y en él una entidad espiritual, sólo se expresa puramente cuando habla en el nombre, es decir, en el nombramiento universal. De esta manera, la totalidad intensiva del lenguaje como entidad espiritual absolutamente comunicable, y la totalidad extensiva del lenguaje como entidad comunicativa (nombradora), llegan a su culminación. El lenguaje en su entidad comunicativa es imperfecto desde el punto de vista de su universalidad, cuando la entidad espiritual que habla desde él no es lingüística, es decir, comunicable, en la totalidad de su estructura. Sólo el hombre posee el lenguaje perfecto en universalidad e intensidad.
En base a este entendimiento, una nueva pregunta de superlativa importancia metafísica se hace posible sin riesgo de confusión, pero que a estas alturas y en aras de una mayor claridad, puede ser planteada en términos metodológicos. Se trata de si, desde la perspectiva del lenguaje, la entidad espiritual debe o no ser considerada lingüística, y no sólo la del ser humano para lo cual es necesario que así sea, sino también la de las cosas. Si la entidad espiritual y la lingüística fuesen idénticas, entonces la cosa sería médium de la comunicación según su entidad espiritual, y lo que en ella se comunicaría, en conformidad con la relación establecida por el médium, sería precisamente este médium, el lenguaje mismo. El lenguaje seria entonces la entidad espiritual de las cosas. De antemano se establecería la comunicabilidad de la entidad espiritual; más bien se ubicaría a ésta en la comunicabilidad. La tesis resultante sería que la entidad lingüística de las cosas es idéntica a su entidad espiritual, con tal que esta última sea completamente comunicable. Pero dicho «con tal que», convierte al enunciado en una tautología. El lenguaje carece de contenido: en tanto comunicación, el lenguaje comunica una entidad espiritual, es decir, una comunicabilidad por antonomasia. Las diferencias entre lenguajes son diferencias entre medios distintos en densidad, y por lo tanto, distintos en graduación. Entiéndase lo antedicho en el doble sentido de la densidad del comunicante (nombrador) y del comunicado (nombre) en la comunicación. Ambas esferas, que sólo en el lenguaje de nombres del hombre se distinguen claramente y aun así están unificadas, se corresponden permanentemente.
Respecto a la metafísica del lenguaje, la identificación de la entidad espiritual con la lingüística que sólo conoce diferencias de graduación, trae aparejada un escalonamiento graduado de toda forma de ser espiritual. Este escalonamiento, que tiene lugar en lo mismísima interioridad de la entidad espiritual, no se deja ya concebir desde ninguna categoría superior. Cosa que induce, como harto sabían ya los pensadores escolásticos, al escalonamiento de todas las entidades espirituales y lingüísticas según grados de existencia o de ser. Sin embargo, la equiparación de la entidad espiritual y la lingüística tiene tanto alcance metafísico en el contexto de la teoría del lenguaje, porque conduce al concepto que siempre vuelve a erigirse, como por designio propio, en centro de la teoría del lenguaje, acordando su intima relación con la filosofía de la religión. Y dicho concepto es el de revelación. En toda forma lingüística reina el conflicto entre lo pronunciado y pronunciable con lo no pronunciado e impronunciable. Al considerar esta oposición adscribimos a lo impronunciable la entidad espiritual última. Pero nos consta que, al equiparar la entidad espiritual con la lingüística, la mencionada relación de inversa proporcionalidad entre ellas es puesta en discusión. Es que aquí la tesis enuncia que cuanto más profundo, es decir, cuanto más existente y real es el espíritu, tanto más pronunciable y pronunciado resultará, como se deduce del sentido de la equiparación, la relación entre espíritu y lenguaje, hasta ser unívoca. De este modo, lo más lingüísticamente existente, la expresión más perdurable, la más cargada y definitivamente lingüístico, en suma, lo más pronunciable constituye lo puramente espiritual. Eso es precisamente lo que indica el concepto de revelación, cuando asume la intangibilidad de la palabra, como condición única y suficiente de la caracterización de la divinidad de la entidad espiritual manifiesta en aquélla. El más elevado dominio espiritual de la religión, en el sentido de la revelación, es por añadidura también el único que no sabe de impronunciabilidad ya que es abordado por el nombre y se pronuncia como revelación. Pero aquí se anuncia que sólo en el hombre y su lenguaje reside la más elevada entidad espiritual, como la presente en la religión, mientras que todo arte, incluida la poesía, se basa, no en el concepto fundamental y definitivo del espíritu lingüístico, sino en el espíritu lingüístico de las cosas, aunque éste aparezca en su más consumada belleza. «El lenguaje, madre de razón y revelación, su Alfa y su Omega», dice Hamann.
El lenguaje mismo no llega a pronunciarse completamente en las cosas. Y esta frase tiene un doble sentido según se trate del significado transmitido o sensible: los lenguajes de las cosas son imperfectos y mudos además. A las cosas les esta vedado el principio puro de la forma lingüística, el sonido o voz fonética. Sólo pueden intercomunicarse a través de una comunidad más o menos material. Dicha comunidad es tan inmediata e infinita como toda otra comunicación lingüística y es mágica pues también existe la magia de la materia. Lo incomparable del lenguaje humano radica en la inmaterialidad y pureza espiritual de su comunidad con las cojas, y cuyo símbolo es la voz fonética. La Biblia expresa este hecho simbólico cuando afirma que Dios insufló el aliento en el hombre; este soplo significa vida, espíritu y lenguaje.
Si a continuación consideramos la naturaleza del lenguaje en base al primer capítulo de Génesis, no significa que estemos abocados a la interpretación de la Biblia o que la tomemos por revelación objetiva de la verdad como fundamento de nuestra reflexión. Se trata de recoger lo que el texto bíblico de por sí revela respecto a la naturaleza del lenguaje. Por lo pronto, la Biblia es en este sentido irremplazable, porque sus exposiciones se ajustan en principio al lenguaje asumido como realidad inexplicable y mística, sólo analizable en su posterior despliegue. Puesto que la Biblia se considera a sí misma revelación, debe necesariamente desarrollar los hechos lingüísticos fundamentales. La segunda versión de la historia de la Creación, que relata la insuflación del aliento, también cuenta que el hombre fue hecho de barro. En toda la historia de la Creación, ésta es la única ocasión en la cual se habla de un material empleado por el Creador para hacer cristalizar su voluntad; en todos los demás casos ésta es directamente creadora. En esta segunda versión de la Creación la formación del hombre no se produce por medio de la palabra —Dios habló y ocurrió—, sino que a este hombre no nacido de la palabra se le otorga el don del lenguaje, y es así elevado por encima de la naturaleza.
Esta singular revolución del acto de creación referido a los hombres, no es menos evidente en la primera versión de la historia de la Creación. En un contexto totalmente diferente, pero con la misma precisión, se asegura ahí la relación entre hombre y lenguaje surgida del acto de creación. El ritmo plural del acta de creación del primer capítulo hace no obstante entrever una especie de forma básica, de la que exclusivamente el acto de creación del hombre se aparta significativamente. Aquí no se encuentran referencias expresas al material de formación de hombre o naturaleza, a pesar de que las palabras «él hizo» permiten pensar en una producción material, por lo que nos abstendremos de juzgar. Pero la rítmica del proceso de creación de la naturaleza según Génesis I, es: Se hizo —Él hizo (creó)— Él nombró. En algunas entradas del acta (1,3; 1,14) sólo aparece «Se hizo». En el «Se hizo» y «Él nombró» al comienzo y fin del acta, se hace patente la profunda y clara referencia del acto de creación al lenguaje. Mediante la omnipotencia formadora del lenguaje, se implanta, y al final se encama a la vez, lo hecho en el lenguaje que lo nombra. El lenguaje es, por lo tanto, hacedor y culminador: es palabra y nombre. En Dios el nombre es creador por ser palabra, y la Palabra de Dios es conocedora porque es nombre. «Y vio que era bueno», lo entendió en el nombre. Sólo en Dios se da la relación absoluta entre nombre y entendimiento; sólo allí está el nombre, por ser íntimamente idéntico a la palabra hacedora, médium puro del entendimiento. Significa que Dios hizo cognoscibles a las cosas en sus nombres. Por su parte, el hombre las ha nombrado medidas del conocimiento.
El triple compás de la creación de la naturaleza deja paso a un orden totalmente distinto cuando se trata de la creación del hombre. Ahora el lenguaje tiene otro acento, y aunque la trinidad del acto se conserva, esto contribuirá aún más a marcar el distanciamiento entre ambas estructuras paralelas. La referencia es al triple «Él creó» en el verso 1,27. Dios no croó al hombre de la palabra ni lo nombró. No quiso hacerlo subalterno al lenguaje sino que, por el contrario, le legó ese mismo lenguaje que le sirviera como médium de la Creación a Él, libremente de sí mismo. Dios descansó cuando hubo confiado al hombre su mismidad creativa. Esta actualidad creativa, una vez resuelta la divina, se hizo conocimiento. El hombre es conocedor en el mismo lenguaje en el que Dios es creador. Dios lo formó a su imagen*: hizo al conocedor a la imagen del hacedor. De ahí que el lenguaje sea la entidad espiritual del hombre. Su entidad espiritual es el lenguaje empleado en la Creación. En la palabra se hizo la Creación y, por tanto, la palabra es la entidad lingüística de Dios. Todo lenguaje humano es mero reflejo de la palabra en el nombre. Y el nombre se acerca tan poco a la palabra como el conocimiento a la Creación. La infinitud de todo lenguaje humano es incapaz de desbordar su entidad limitada y analítica, en comparación con la absoluta libertad e infinitud creadora de la palabra de Dios.
El nombre humano es la imagen más profunda de la palabra divina y a la vez el punto en que el lenguaje humano accede al más íntimo componente de infinitud divina de la mera palalna. El nombre humano es el punto en que la palabra y el conocimiento chocan con la imposibilidad de ser infinitos. La teoría del nombre propio es igualmente la teoría de la frontera entre el lenguaje finito e infinito. De todos los seres, el humano es el único que nombra a sus semejantes al ser el único que no fuera nombrado por Dios. Puede que parezca extraño, pero no resulta imposible citar en este contexto la segunda parte del verso 2,20: que el hombre nombró a todos los seres, «pero no se le encontró una compañera, que estuviese con él». Y en efecto, apenas hallada su pareja, Adán la nombra: «hembra» en el segundo capitulo y «Heva» (o «Hava») en el tercero. Con la atribución del nombre consagran los padres al niño a Dios. Desde un punto de vista metafísico y no etimológico, el nombre dado carece de toda referencia cognitiva, como lo demuestra el hecho de que también nombra al niño recién nacido. Rigurosamente hablando, el sentido etimológico del nombre no tiene por qué corresponderse con el apelado, ya que el nombre propio es palabra de Dios en voz humana. Con el nombre propio se le anuncia a cada hombre su creación divina y en este sentido él mismo es creador, tal como la sabiduría mitológica lo afirma frecuentemente al igualar el nombre del hombre con su destino. El nombre propio es la comunidad del hombre con la palabra creativa de Dios. (Aunque no es la única; el hombre conoce otra comunidad lingüística con Dios). Por medio de la palabra el hombre está ligado al lenguaje de las cosas. Consecuentemente, se hace ya imposible alegar, de acuerdo con el enfoque burgués del lenguaje, que la palabra está sólo coincidentalmente relacionada con la cosa: que es signo, de alguna manera convenido, de las cosas o de su conocimiento. El lenguaje no ofrece jamás meros signos. Mas no menos errónea es la refutación de la tesis burguesa por parte de la teoría mística del lenguaje. Según esta última, la palabra es la entidad misma de la cosa. Ello es incorrecto porque la cosa no contiene en sí a la palabra: de la palabra de Dios fue creada y es conocida por su nombre de acuerdo con la palabra humana. Pero dicho conocimiento de la cosa no es una creación espontánea. No ocurre del lenguaje absolutamente libre e infinito sino que resulta del nombre que el hombre da a la cosa, así como ésta se le comunica. La palabra de Dios no conserva su creatividad en el nombre. Se hizo en parte receptora, aunque receptora de lenguaje. Tal recepción está dirigida hacia el lenguaje de las cosas, desde las cuales no obstante trasluce la muda magia de la naturaleza de la palabra de Dios.
El lenguaje cuenta con su propia palabra, tanto para la recepción como para la espontaneidad, únicamente ligadas en el ámbito excepcional del lenguaje, y esa palabra sirve también para captar lo innombrado en el nombre. Se trata de la traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres. Es preciso fundamentar el concepto de traducción en el estrato más profundo de la teoría del lenguaje, porque es de demasiado e imponente alcance como para ser tratado a posteriori, tal como se lo concibe habitualmente. Alcanza su plena significación con la comprensión de que cada lenguaje superior, con la excepción de la palabra de Dios, puede ser concebido como traducción de los demás. La traductibilidad de los lenguajes está asegurada por el enfoque antes mencionado según el cual los lenguajes están relacionados por ser medios de diferenciada densidad. La traducción es la transferencia de un lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones. La traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza.
La traducción del lenguaje de las cosas al de los hombres no sólo es la traducción de lo mudo a lo vocal; es la traducción de lo innombrable al nombre. Por lo tanto, se trata de la traducción de un lenguaje imperfecto a uno más perfecto en que se agrega algo: el conocimiento. Sin embargo, la objetividad de esta traducción tiene su garantía en Dios. Es que Dios hizo las cosas, y la palabra hacedora en ellas es el embrión del nombre conocedor, al haber nombrado Dios a cada cosa, una vez hecha. No obstante, este nombramiento es manifiestamente sólo la expresión identificadora de la palabra hacedora y del nombre conocedor en Dios, no la solución predestinada de esta tarea de nombrar las cosas que Dios deja expresamente al hombre. El hombre resuelve este cometido cuando recoge el lenguaje mudo e innombrado de las cosas y lo traduce al nombre vocal. Mas la tarea resultaría imposible de no estar, tanto el lenguaje de nombres del hombre y el innombrado de las cosas, emparentados en Dios, surgidos ambos de la misma palabra hacedora; en las cosas, comunicando a la materia en una comunidad mágica y en el hombre, constituyendo el lenguaje del conocimiento y del nombre en el espíritu bienaventurado. Hamann dice: «Todo aquello que el hombre en el comienzo oyera o viera con sus ojos … o palpara con sus manos fue … palabra viva; porque Dios era la palabra. Con esta palabra en la boca y en el corazón, el surgimiento del lenguaje fue tan natural, tan cercano y ligero como un juego de niños…» En el poema «El primer despertar de Adán y primera noche bienaventurada» del pintor Müller, Dios llama a los hombres a la tarea de poner nombres con las siguientes palabras: «¡Hombre de la tierra, aproxímate, perfecciónate con la mirada, perfecciónate merced a la palabra!» Esta asociación de observación y nombramiento implica la comunicación interior de la mudez de las cosas y animales en el lenguaje de los hombres tal como la recoge el nombre. En el mismo pasaje de la poesía, el conocimiento habla desde el poeta: sólo la palabra con la que fueron hechas las cosas, permite al hombre el nombramiento de ellas, por comunicarse los variados aunque mudos lenguajes de los animales, en la imagen: Dios les concede un signo a los animales según orden, con el que acceden al nombramiento realizado por el hombre. Así, de forma casi sublime, la comunidad lingüística de la creación muda con Dios esta dada en la imagen del signo.
La pluralidad de lenguajes humanos se explica por la inconmensurable inferioridad de la palabra nombradora en comparación con la palabra de Dios, a pesar de estar aquélla, a su vez, infinitamente por encima de la palabra muda del ser de las cosas. El lenguaje de las cosas sólo puede insertarse en el lenguaje del conocimiento y del nombre gracias a la traducción. Habrá tantas traducciones como lenguajes, por haber caído el hombre del estado paradisíaco en el que sólo se conocía un único lenguaje. (Según la Biblia, esta consecuencia de la expulsión del paraíso se hace sentir más tarde.) El lenguaje paradisíaco de los hombres debió haber sido perfectamente conocedor; si, posteriormente, todo conocimiento de la pluralidad del lenguaje se diferencia de nuevo infinitamente, entonces, y en un plano inferior, tuvo que diferenciarse con más razón, en tanto creación en el nombre. La figura del Árbol del Conocimiento tampoco disimula el carácter perfectamente conocedor del lenguaje del paraíso. Sus manzanas ofrecían el conocimiento de lo bueno y de lo malo. Pero Dios, al séptimo día, ya había conocido en las palabras de la creación. Y vio que era muy bueno. El conocimiento con que la serpiente tienta, el saber qué es bueno y qué malo, carece de nombre. Es nulo en el sentido más profundo de la palabra, y por ende, ese saber es lo único malo que conoce el estado paradisiaco. El saber de lo bueno y lo malo abandona al nombre; es un conocimiento desde afuera, una imitación no creativa de la palabra hacedora. Con este conocimiento el nombre sale de sí mismo: el pecado original es la hora de nacimiento de la palabra humana, en cuyo seno el nombre ya no habita indemne. Del lenguaje de nombres, el conocedor, podemos decir que su propia magia inmanente salió de él para ser, expresa y literalmente, mágica desde afuera. Se espera que la palabra comunique algo (fuera de si misma). Éste es el verdadero pecado original del espíritu lingüístico. La palabra como comunicante exterior, esto es simultáneamente una parodia de lo expresamente inmediato, la divina palabra creadora, bajo guisa de lo expresamente mediato y además la decadencia del espíritu lingüístico bienaventurado, el adánico, que se yergue entre ambos. De hecho, se mantiene entre la palabra que, como promete la serpiente, conoce lo bueno y lo malo, y la palabra exteriormente comunicante que, básicamente, es la identidad. El conocimiento de las cosas radica en el nombre. Por su parte, el conocimiento de lo bueno y lo malo es una charlatanería, en el sentido profundo en que lo usa Kierkegaard; sólo conoce purificación y elevación y ante las cuales se hizo también comparecer al charlatán, al pecador, es decir, comparecer ante el tribunal. Para la palabra sentenciadora el conocimiento de lo bueno y lo malo es inmediato. Posee una magia distinta de la del nombre pero es muy magia. Es esta palabra sentenciadora la que expulsa a los primeros hombres del paraíso, habiéndolo provocado ellos mismos. de acuerdo con una ley eterna según la cual la conjuración de ella misma es la única y más profunda culpa que prevé y castiga. Con el pecado original, y dada la mancillación de la pureza eterna del nombre, se elevó la mayor rigurosidad de la palabra sentenciadora: el juicio. El pecado original tiene una triple significación respecto al entramado esencial del lenguaje, al margen de su significación habitual. Dado que el ser humano se extrae de la pureza del lenguaje del nombre, lo transforma en un medio; de hecho en un conocimiento que no le es adecuado, y que, por consiguiente, convierte parcialmente al lenguaje en mero signo. Más tarde, esto se plasma en la mayoría de las lenguas. La segunda significación indica que del pecado original surge, como restitución por la inmediatez mancillada del nombre, una nueva magia del juicio que ya no reside, bienaventurada, en sí misma. Como tercera significación puede aventurarse la suposición de que asimismo el origen de la abstracción no sea más que una facultad del espíritu del lenguaje, resultante del pecado original. Lo bueno y lo malo permanecen innombrables, sin nombre fuera del lenguaje del nombre, por el abandono de éste por parte del hombre, abandono implícito en la interrogación misma que los origina. Desde la perspectiva del lenguaje establecido, el nombre sólo ofrece el fundamento en el que echan raíces sus elementos concretos. Quizá esté permitido sugerir que los elementos lingüísticos abstractos echan a su vez raíz, en palabras sentenciadoras, en el juicio. La inmediatez (la raíz lingüística) de la comunicabilidad de la abstracción está dada en el juicio sentenciador. Dicha inmediatez de la comunicación de la abstracción se erige en sentenciadora, ya que el hombre, con el pecado original, abandona la inmediatez de la comunicación de lo concreto, a saber, el nombre, para caer en el abismo de la mediatez de toda comunicación, la palabra como medio, la palabra vana, el abismo de la charlatanería. Repítase que charlatanería fue preguntarse sobre lo bueno y lo malo en el mundo surgido de la Creación. El árbol del conocimiento no estaba en el jardín de Dios para aclarar sobre lo bueno y lo malo, ya que eso podía habérnoslo ofrecido Dios, sino como indicación de la sentencia aplicable al interrogador. Esta ironía colosal señala el origen mítico del derecho.
Después del pecado original que, por la mediatización del lenguaje fue la base de su pluralidad, se estalla a un solo paso de la confusión lingüística. Una vez mancillada la pureza del nombre por parte del hombre; sólo faltaba que se consumara la retirada de la mirada sobre las cosas, en cuyo seno ingresan sus lenguajes en el del hombre, para robarle a este último la base común de su ya sacudido lenguaje espiritual. Los signos no tienen más remedio que confundirse cuando las cosas se embrollan. Para someter al lenguaje librado a la charlatanería, la consecuencia prácticamente ineludible es el sometimiento de las cosas a la bufonería. El proyecto de construcción de la Torre de Babel y la consiguiente confusión de lenguas, derivó del abandono de las cosas, implícito en el mencionado sometimiento.
La vida de los hombres en el espíritu puro del lenguaje era bienaventurada. Pero la naturaleza es muda. En el segundo capítulo del Génesis estaba claro que la mudez nombrada por los hombres se trocó ya en una buenaventura de grado inferior. Müller, el pintor, hace decir a Adán, acerca de los animales que lo abandonan luego de nombrarlos: «Y en toda nobleza, vi cómo se apartaban precipitadamente de mi lado, por haberles dado un nombre el hombre.» Después del pecado original, empero, la concepción de la naturaleza se transforma profundamente con la palabra de Dios que maldice al campo. Comienza así esa otra mudez que entendemos como la tristeza profunda de la naturaleza. Es una verdad metafísica que, con la adjudicación del lenguaje, comenzaron los lamentos de toda naturaleza. (La expresión «adjudicación de lenguaje» es aquí más fuerte que «hacer que pueda hablar».) Esta frase tiene un doble sentido. Significa primero que ella misma se lamentaría por el lenguaje. La carencia del habla: ésta es la gran pena de la naturaleza (y por querer redimirla está la vida y el lenguaje de los hombres en la naturaleza, y no sólo el del poeta, como suele asumirse). En segundo lugar, la frase dice: se lamentaría. Pero el lamento es la expresión más indiferenciada e impotente del lenguaje: casi no contiene más que un hálito sensible. Allí donde susurren las plantas sonará un lamento. La naturaleza se entristece por su mudez. No obstante, la inversión de la frase nos conduce a mayores profundidades de la entidad de la naturaleza: la tristeza de la naturaleza la hace enmudecer. En todo duelo o tristeza, la máxima inclinación es a enmudecer, y esto es mucho más que una mera incapacidad o falta de motivación para comunicar. Es que lo afligido se siente tan íntimamente conocido por lo no conocible. El ser nombrado conserva quizá la huella de la aflicción, aun cuando el nombrador es un bienaventurado, a Dios semejante. Tanto más cierto cuando se es nombrado, no por un lenguaje paradisíaco y bienaventurado del nombre, sino por los centenares de lenguajes humanos, en los cuales el nombre se ha marchitado y que, aun así, conoce las cosas según la palabra de Dios. De no ser en Dios, las cosas carecen de nombre propio. Con su palabra creadora Dios las llamó por su nombre propio. Pero en el lenguaje humano están innombradas. En la relación de los lenguajes humanos con las cosas se interpone algo: esa super-denominación que se aproxima al «apodo»: apodo como fundamento lingüístico más profundo, desde el punto de vista de la cosa, de toda aflicción y enmudecimiento. Y el apodo como entidad lingüística del afligido sugiere aún otra relación notable del lenguaje: la super-determinación que rige trágicamente la relación entre los lenguajes del ser hablante.
Existe un lenguaje de la plástica, de la pintura, de la poesía. Así como el lenguaje de la poesía se funde, aunque no sólo ella, en el lenguaje de nombres del hombre, es también muy concebible que el lenguaje de la plástica o de la pintura se funde con ciertas formas del lenguaje de las cosas; que en ellas se traduzca un lenguaje de las cosas en una esfera infinitamente más elevada, o bien quizá la misma esfera. Aquí se trata de lenguajes sin nombre y sin acústica: lenguajes del material, por lo que lo referido es la comunicación de la comunidad material de las cosas.
La comunicación de las cosas es además de una comunidad tal que concibe al mundo como totalidad individida.
Para acceder al conocimiento de las formas artísticas, basta intentar concebirlas como lenguajes y buscar su relación con los lenguajes de la naturaleza. Un ejemplo que nos es cercano por pertenecer a la esfera de lo acústico, es el parentesco entre el canto y el lenguaje de los pájaros. Por otra parte, no es menos cierto que el lenguaje del arte es sólo comprensible, en sus alusiones más profundas, por la enseñanza de los signos. Sin ella, toda filosofía del lenguaje es fragmentaría porque la relación entre lenguaje y signo es primaria y fundamental, la del lenguaje humano y la escritura siendo sólo un caso muy particular.
Ésta es la ocasión de señalar otro contraste que impera en la totalidad del ámbito del lenguaje, y que mantiene estrechas aunque complejas conexiones con lo dicho anteriormente sobre lenguaje y signo en el sentido más estricto. Lenguaje no sólo significa comunicación de lo comunicable, sino que constituye a la vez el símbolo de lo incomunicable. El aspecto simbólico del lenguaje tiene que ver con su relación con el signo aunque se extiende también, de cierta manera, sobre nombre y juicio. Muy probablemente, éstos tienen asimismo una función simbólica íntimamente ligada a ellos y que aquí no fue señalada, por lo menos expresamente.
Así pues, tras estas observaciones nos queda un concepto depurado, aunque todavía incompleto, del lenguaje. El lenguaje de una entidad es el médium en que se comunica su entidad espiritual. La corriente continua de tal comunicación huye por toda la naturaleza, desde la más baja forma de existencia hasta el ser humano. y del ser humano hasta Dios. Por el nombre que adjudica a la naturaleza y a sus semejantes (en el nombre propio), el ser humano comunica a Dios a sí mismo. A la naturaleza la nombra de acuerdo a la comunicación que de ella capta: es que toda la naturaleza está atravesada por un lenguaje mudo, también residuo de la palabra creadora divina conservada en vilo, asi como en el hombre es nombre conocedor, y sobre el hombre es juicio.
El lenguaje de la naturaleza puede compararse a una solución secreta que cada puesto transmite en su propio lenguaje al puesto próximo; el contenido de la solución siendo el propio lenguaje del puesto. Cada lenguaje relativamente más elevado es una traducción del inferior, hasta que la palabra de Dios se despliega en la última claridad, la unidad de este movimiento lingüístico.