El camino a la felicidad | por Bertrand Russell ~ Bloghemia El camino a la felicidad | por Bertrand Russell

El camino a la felicidad | por Bertrand Russell







"Entre los moralistas, es un lugar común que no se puede alcanzar la felicidad si se la busca. Esto es verdad únicamente cuando se la busca incesantemente. Los tahúres de Montecarlo persiguen el dinero, y la mayoría de ellos lo que consiguen es perderlo; pero hay otros modos de buscar dinero que, a menudo, tienen éxito. Lo mismo sucede con la felicidad." Bertrand Russell

                                 


Artículo del filósofo, matemático y premio nobel de Literatura, Bertrand Russell, publicado en su libro "Retratos de memoria y otros ensayos" 




Por: Bertrand Russell

Durante dos mil años, los más serios de los moralistas han tenido la costumbre de desacreditar la felicidad como algo degradante y sin valor. Los estoicos, durante siglos, atacaron a Epicuro, que predicaba la felicidad; decían que su filosofía era una filosofía de cerdos, y demostraban su virtud superior inventando mentiras escandalosas sobre él. Uno de ellos, Cleanto, quiso perseguir a Aristarco por defender el sistema astronómico de Copérnico; otro, Marco Aurelio, persiguió a los cristianos; uno de los más famosos, Séneca, apoyó las abominaciones de Nerón, amasó una inmensa fortuna y prestó dinero a Boadicea a un tanto por ciento tan exorbitante de interés que la obligó a lanzarse a la rebelión. Esto por lo que se refiere a la antigüedad. Saltándonos los dos mil años siguientes, llegamos a los profesores alemanes que inventaron las desastrosas teorías que han llevado a Alemania a la bancarrota y al resto del mundo a su peligroso estado actual; todos esos sabios despreciaron la felicidad, como hizo su imitador británico, Carlyle, que no se cansó nunca de decirnos que debemos renunciar a la felicidad en aras de la beatitud. Encontraba beatitud en casos bastante extraños: en las matanzas irlandesas de Cromwell, en la sed de sangre de Federico el Grande y en la brutalidad jamaicana del gobernador Eyre. De hecho, la hostilidad hacia la felicidad es, por lo general, hostilidad hacia la felicidad de los demás, y constituye un elegante disfraz del odio a la raza humana. Incluso cuando un hombre sacrifica sinceramente su propia felicidad, en aras de algo que considera más noble, propende a envidiar a los que gozan de un menor grado de nobleza, y esta envidia hace, con demasiada frecuencia, a los que se creen santos, crueles y destructores. Hoy, los ejemplos más importantes de esa mentalidad nos los dan los comunistas. 

La gente que profesa teorías referentes a cómo se debería vivir tiende a olvidar las limitaciones de la naturaleza. Si su modo de vida implica una restricción constante del instinto, en aras de algún objetivo supremo que usted mismo se ha propuesto, es posible que él objetivo se vaya haciendo cada vez más fastidioso, debido a los esfuerzos que exige; el instinto, al que se le niegan sus satisfacciones normales, buscará otras, probablemente negativas; el placer, si usted no se permite ninguno en absoluto, se disociará de la corriente principal de su vida y se hará algo báquico y frivolo. Semejante placer no proporciona ninguna felicidad, sino sólo una desesperación más profunda. 

Entre los moralistas, es un lugar común que no se puede alcanzar la felicidad si se la busca. Esto es verdad únicamente cuando se la busca incesantemente. Los tahúres de Montecarlo persiguen el dinero, y la mayoría de ellos lo que consiguen es perderlo; pero hay otros modos de buscar dinero que, a menudo, tienen éxito. Lo mismo sucede con la felicidad. Si se la persigue por medio de la bebida, es porque uno se olvida de los desagradables efectos de la postembriaguez. Epicuro la buscaba viviendo en medio de una sociedad simpática y comiendo únicamente pan seco, acompañado, los días de fiesta, con un poco de queso. En su caso, este método resultó bien; pero hay que tener en cuenta que era un valetudinario y que la mayoría de las personas necesitarían algo más sustancioso. Para la mayoría de la gente, la búsqueda de la felicidad, a no ser que se complemente de diversas maneras, es demasiado abstracta y teórica para ser adecuada como norma personal de vida. Pero creo que, cualquiera que sea la norma personal de vida que se pueda elegir, no debería ser incompatible, excepto en algún raro caso de heroísmo, con la felicidad. Hay muchísimas personas en las que se dan las condiciones materiales para la felicidad, como, por ejemplo, salud y medios económicos suficientes, y que, sin embargo, son profundamente desgraciados. Esto es especialmente cierto en América. En casos semejantes, parece que la responsabilidad debería recaer en alguna teoría incorrecta acerca de cómo vivir. En cierto sentido, podemos decir que cualquier teoría que se refiera a cómo se debe vivir es equivocada. Nos imaginamos más diferentes de los animales de lo que lo somos en realidad. Los animales viven de acuerdo con sus instintos y son felices, en la medida en que las condiciones externas son favorables. Si usted tiene un gato, éste gozará de la vida si tiene alimento, calorcillo y oportunidades para pasar, ocasionalmente, una noche en los tejados. Las necesidades de usted son más complicadas que las de su gato, pero están basadas, aun así, en el instinto. En las sociedades civilizadas, especialmente en las sociedades de habla inglesa, esto se olvida con facilidad. La gente se propone algún objetivo supremo, y reprime todos los instintos que no se encaminen a él. Un hombre de negocios puede estar tan ávido por llegar a ser rico que sacrifique, con ese fin, su salud y sus efectos personales. Cuando por fin llega a ser rico, el único placer de que puede gozar es del de incitar a otras personas para que imiten su noble ejemplo. Muchas señoras ricas, aunque no hayan sido dotadas por la naturaleza de la facultad de gozar espontáneamente de la literatura o el arte, deciden ser tenidas por cultas y malgastan horas, mortal-mente aburridas, para aprender lo que hay que decir acerca de los últimos libros de moda. No se les ocurre pensar que los libros se escriben para proporcionar placer, y no para ofrecer oportunidades a un esnobismo fastidioso. 

Si usted observa a los hombres y a las mujeres que, en torno suyo, merecen el nombre de felices, comprobará que todos ellos presentan ciertas características comunes. La más importante de ellas es una actividad que, la mayoría de las veces, proporciona un placer por sí misma y que, además, va creando gradualmente algo cuyo nacimiento y desarrollo resulta agradable de ver. Las mujeres que experimentan un placer instintivo con sus niños (placer que no experimentan muchas mujeres, especialmente las educadas intelectualmente) pueden obtener este tipo de satisfacción formando una familia. Los artistas, escritores y hombres de ciencia consiguen ser felices de esta forma, si están satisfechos de su obra respectiva. Pero, además de éstas, existen muchas otras variantes, más humildes, de esta clase de placer. Muchos hombres que pasan su vida laboriosa en la City consagran sus fines de semana a un trabajo abrumador, voluntario y no remunerado en sus jardines y, a la llegada de la primavera, experimentan todas Jas alegrías de los creadores de belleza. 

Es imposible ser feliz sin tener ninguna actividad; pero, asimismo, es imposible ser feliz si la actividad es excesiva o repelente. La actividad resulta agradable cuando está encaminada, con toda evidencia, al fin que se desea y no es contraria, en sí, al instinto. Un perro perseguirá a los conejos, hasta el extremo del agotamiento, y será feliz durante todo el tiempo; pero, si se le pone en un molino sin fin y, después de media hora, se le da una buena comida, no será feliz hasta que consiga la comida, pues hasta entonces no habrá estado dedicado a una actividad natural. Uno de los defectos de nuestro tiempo es que, en la compleja sociedad moderna, pocas de las actividades que es necesario hacer poseen la naturalidad de la caza. Como consecuencia, la mayoría de las personas, en las comunidades técnicamente avanzadas, tienen que buscar su felicidad al margen del trabajo con el que se ganan la vida. Y, si su trabajo es agotador, sus placeres tenderán a ser pasivos. Contemplar un partido de fútbol o ir al cine produce después poca satisfacción y no fomenta, de ninguna manera, los instintos creadores. La satisfacción de los jugadores, que son activos, es de una especie completamente diferente. 

El deseo de ser respetado por sus vecinos y el temor a su repulsa lleva a los hombres y a las mujeres (sobre todo a las mujeres) a estilos de conducta que no están dictados por impulsos espontáneos. La persona que es siempre «correcta» es siempre aburrida o casi siempre. Destroza el corazón ver cómo las madres enseñan a sus hijos a refrenar su alegría de vivir y a convertirse en títeres formalitos, por temor a que se piense que pertenecen a una clase social inferior a la que sus padres aspiran. 

La persecución del éxito social, en forma de prestigio o de poder o de ambos, es el obstáculo más importante para la felicidad en una sociedad de competencia. No niego que el éxito constituya un ingrediente de la felicidad —para algunos, un ingrediente de gran importancia—. Pero, por sí sólo, no es suficiente para satisfacer a la mayoría de la gente. Se puede ser rico y admirado; pero, si no se tiene amigos, ni intereses, ni placeres superfluos espontáneos, se es un miserable. Vivir para el éxito social es una de las formas de vivir para una teoría, y vivir para una teoría es algo fastidioso y deprimente. 

Si un hombre —o una mujer— con salud y lo suficiente para comer quiere ser feliz, le son necesarias dos cosas que, a primera vista, podrían parecer antagónicas. Necesita, primero, una estructura estable construida alrededor de un propósito central y, después, lo que se podría llamar «juego», es decir, lo que se hace meramente porque es divertido y no porque sirva para ninguna finalidad seria. La estructura estable debe ser la encarnación de impulsos bastante constantes, como, por ejemplo, los relacionados con la familia o el trabajo. Si la familia se ha convertido en algo constantemente detestado o el trabajo es algo uniformemente tedioso, ya no pueden proporcionar felicidad; pero merece la pena sufrir su disgusto o su tedio ocasionales, si no se experimentan de continuo. Y esa posibilidad de experimentarlos de continuo disminuye, grandemente, si se incrementan las oportunidades para «jugar». 

El tema global de la feHcidad ha sido tratado, en mi opinión, con demasiada solemnidad. Se ha creído que los hombres no pueden ser felices sin una teoría de la vida o sin religión. Es posible que los que han llegado a ser desgraciados por culpa de una mala teoría, necesiten una teoría mejor, que les ayude a reponerse lo mismo que se necesita un tónico cuando se está enfermo. Pero, en circunstancias normales, un hombre puede estar sano sin necesidad de tónicos, y ser feliz sin necesidad de teorías. Lo realmente importante son las cosas sencillas. Si un hombre es feliz con su mujer y sus hijos, tiene éxito en el trabajo, y encuentra un placer en el cambio del día a la noche, de la primavera al otoño, será feliz, sea cual fuere su filosofía. Si, por el contrario, considera a su mujer odiosa, insoportable el ruido que hacen sus hijos y su trabajo como una pesadilla; si, durante el día, anhela la noche y, por la noche, suspira por la luz del día; entonces lo que necesita no es una nueva filosofía, sino un nuevo régimen, una dieta diferente o más ejercicio o lo que le sea preciso. El hombre es un animal y su felicidad depende de su fisiología más de lo que le gusta creer. La conclusión es humilde, pero no tengo más remedio que creer en ella. Los hombres de negocios desgraciados incrementarían más su felicidad, estoy convencido de ello, caminando seis millas todos los días, que por medio del cambio de filosofía más radical que se pueda concebir. De paso, digamos que ésta era la opinión de Jefferson que, a ese respecto, lamentaba la existencia de los caballos. Si hubiera podido prever el automóvil, se hubiera quedado sin habla. 
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