El sufrimiento en el mundo | por Arthur Schopenhauer ~ Bloghemia El sufrimiento en el mundo | por Arthur Schopenhauer

El sufrimiento en el mundo | por Arthur Schopenhauer










«Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo. Porque es absurdo admitir que el dolor sin término que nace de la miseria inherente a la vida y que llena el mundo, no sea más que un puro accidente y no su misma finalidad. Cierto es que cada desdicha particular parece una excepción, pero la desdicha general es la regla». A. Schopenhauer 

                                 


Texto del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, publicado por primera vez en su libro  "Die Schmerzen der Welt".

Por: Arthur Schopenhauer

Si nuestra existencia no tiene por fin inmediato el dolor, puede afirmarse que no tiene ninguna razón de ser en el mundo. Porque es absurdo admitir que el dolor sin término que nace de la miseria inherente a la vida y que llena el mundo, no sea más que un puro accidente y no su misma finalidad. Cierto es que cada desdicha particular parece una excepción, pero la desdicha general es la regla. Así como un arroyo corre sin remolino mientras no encuentra obstáculos ningunos, de igual modo, en la naturaleza humana, como en la naturaleza animal, la vida se desliza inconsciente y distraída cuando nada se opone a la voluntad. Si la atención está despierta, es que se han puesto trabas a la voluntad y se ha producido algún choque. 

Todo lo que se alza frente a nuestra voluntad, todo lo que atraviesa o se le resiste, es decir, todo lo que hay desagradable o doloroso, lo sentimos en seguida con suma claridad. No advertimos la salud general de nuestro cuerpo, sino tan sólo el ligero sitio donde nos hace daño el calzado; no apreciamos el conjunto próspero de nuestros negocios, pues sólo nos preocupa alguna insignificante pequeñez que nos apesadumbra. Así, pues, el bienestar y la dicha son enteramente negativos; sólo el dolor es positivo. 

No conozco nada más absurdo que la mayoría de los sistemas metafísicos que explican el mal como algo negativo. Por el contrario, sólo el mal es positivo, puesto que se hace sentir… Todo bien, toda felicidad, toda satisfacción son cosas negativas, porque no hacen más que suprimir un deseo y terminar una pena. Añádase a esto que, en general, encontramos las alegrías muy por debajo de nuestra esperanza, al paso que los dolores la superan con mucho. Si queréis en un abrir y cerrar de ojos ilustraros acerca de este asunto y saber si el placer puede más que la pena, o solamente si son iguales, comparad la impresión del animal que devora a otro con la impresión del que es devorado. 

El consuelo más eficaz en toda desgracia, en todo sufrimiento, es volver los ojos hacia los que son más desventurados que nosotros. Este remedio está al alcance de cada uno. Pero ¿qué resulta de ello para el conjunto? Semejantes a los carneros que triscan en la pradera mientras el matarife hace su elección con la mirada en medio del rebaño, no sabemos en nuestros días felices que desastre nos prepara el destino precisamente en aquella hora: la enfermedad, persecución, ruina, mutilación, ceguera, locura, etc. Todo lo que apetecemos coger se nos resiste; todo tiene una voluntad hostil, que es preciso vencer. 

En la vida de los pueblos no nos muestra la historia sino guerras y sediciones: los años de paz sólo parecen cortas pausas, entreactos que surgen una vez por casualidad. Y asimismo, la vida del hombre es un perpetuo combate, no sólo contra males abstractos, la miseria o el hastío, sino contra los demás hombres. En todas partes se encuentra un adversario. La vida es una guerra sin tregua, y se muere con las armas en la mano. Al tormento de la existencia viene a agregarse también la rapidez del tiempo, que nos apremia, que no nos deja tomar aliento, y se mantiene en pie detrás de cada uno de nosotros como un capataz de la chusma con el látigo. Sólo perdona a los que se han entregado al tedio. No obstante, así como nuestro cuerpo estallaría si se le sustrajese de la presión de la atmósfera, así también si se quitase en la vida el peso de la miseria, de la pena, de los reveses y de los vanos esfuerzos, sería tan desmedido en el hombre el exceso de su arrogancia que le destrozaría, o por lo menos le impelería a la insensatez más desordenada y hasta a la locura furiosa. 

En todo tiempo necesita cada cual cierta cantidad de cuidados, de dolores o de miseria, como necesita lastre el buque para tenerse a plomo y navegar derecho. Trabajo, tormento, pena y miseria; tal es durante la vida entera el lote de casi todos los hombres. Pero si todos los deseos se viesen colmados apenas se formulan, ¿con qué se llenaría la vida humana? ¿en qué se emplearía el tiempo? Poned a la humanidad en el país de Jauja, donde todo creciera por sí mismo, donde volasen asadas las alondras al alcance de las bocas, donde cada uno encontrara al momento a su amada y la consiguiese sin dificultad, y entonces se vería a los hombres morir de aburrimiento o ahorcarse; a otros reñir, degollarse, asesinarse y causarse mayores sufrimientos de los que ahora les impone la Naturaleza. Así, no puede convenir a los hombres ningún otro teatro, ninguna otra existencia… En la primera juventud nos vemos colocados ante el destino que va a abrírsenos, como los niños delante del telón de un teatro, con la espera alegre e impaciente de las cosas que van a pasar en el escenario. Es una dicha que nada podamos saber de antemano. 

Para aquel que sabe lo que ha de pasar en realidad, los niños son inocentes condenados, no a muerte, sino a la vida, y que, sin embargo, no conocen aún el contenido de su sentencia. Pero no por eso desea menos cada cual una edad avanzada para sí, es decir, un estado que pudiera expresarse de este modo: «El día de hoy es malo, y cada día será más malo, hasta que llegue el peor». Cuando se representa uno (en cuanto es posible hacerlo de una manera aproximada) la suma de miseria, de dolor y sufrimientos de todas clases que alumbra el sol en su carrera, se está conforme en que valiera mucho más que este astro no tuviese otro poder sobre la tierra que el de hacer surgir el fenómeno de vida que tiene en la luna. Sería preferible que la superficie de la tierra, como la de la luna, se encontrase ya en el estado de cristal cuajado y frío. 

Puede también considerarse nuestra vida como un episodio que turba inútilmente la beatitud y el sosiego de la nada. Sea como fuere, todo hombre para quien apenas es soportable la existencia, a medida que avanza en edad, tiene una conciencia cada vez más clara de que la vida es en todas las cosas una gran mixtificación, por no decir engaño… Cualquiera que ha sobrevivido a dos o tres generaciones se encuentra, en idéntica situación de ánimo que un espectador sentado dentro de una barraca de titiriteros en la feria, cuando ve las mismas farsas repetidas dos o tres veces sin interrupción. 

La miseria que llena este mundo protesta a gritos contra la hipótesis de una obra perfecta debida a un ser infinitamente sabio, bueno y poderoso. Por otra parte, la imperfección evidente y hasta la caricatura burlesca del más acabado de los fenómenos de la creación, el hombre, es de una evidencia demasiado visible. Hay en esto una antinomia que no se puede resolver. Por el contrario, dolores y miserias son otras tantas pruebas en pro, cuando consideramos el mundo como obra de nuestra propia falta, y por consiguiente, como una cosa que no podría ser mejor. 

Al paso que en la primera hipótesis la miseria del mundo se trueca en una acusación amarga contra el Creador y da margen a sarcasmos, en el segundo caso aparece como una acusación contra nuestro ser y nuestra voluntad misma, muy propia para humillarnos. Nos conduce al pensamiento profundo de que hemos venido al mundo viciados ya como hijos de padres gastados por el libertinaje, y que si nuestra existencia es tan mísera y tiene la muerte por desenlace, es porque continuamente tenemos que expiar esta falta. De un modo general, nada hay más cierto: la abrumadora falta del mundo es lo que trae los grandes e innumerables sufrimientos del mundo, y entendemos esta relación en el sentido metafísico, y no en el físico y empírico. Por eso la historia del pecado original me reconcilia con el Antiguo Testamento; a mis ojos es la única verdad metafísica de todo el libro, aun cuando se presenta allí bajo el velo de la alegoría. Porque nuestra existencia a nada se parece tanto como a la consecuencia de una falta y de un deseo culpable. 

Si queréis tener siempre a mano una brújula segura a fin de orientaros en la vida y considerarla sin cesar en su verdadero aspecto, habituaos a considerar este mundo como un lugar de penitencia, como una colonia penitenciaria. Así lo habían llamado ya los más antiguos filósofos y ciertos Padres de la Iglesia. La sabiduría de todos los tiempos, el brahmanismo, el budismo, Empédocles y Pitágoras, confirman esta manera de ver. Cicerón refiere que los antiguos sabios enseñaban en la iniciación en los misterios: nos ob aliqua seelera suscepta in vita superiore, pœnarum luendarum causa natos esse. Vanini expresa esta idea del modo más enérgico (Vanini, a quien se encontró más cómodo quemar que refutar) cuando dice: Tot, tantisque homo repletus miseriis, ut si christianœ religioni non repugnaret, dicere auderem: si dœmones dantur, ipsi, in hominum corpora transmigrantes, sceleris pœnas luunt. (De admirandis naturœ arcanis, diálogo L, pág. 353). Pero hasta en el puro cristianismo bien comprendido se considera nuestra existencia como efecto de una falta, de una caída. Si nos familiarizamos con esta idea, no se esperará de la vida sino lo que puede dar, y lejos de considerar como algo inesperado y contrario a las reglas sus contradicciones, sufrimientos, suplicios y miserias grandes y pequeñas, se hallarán muy en el orden, sabiendo, en efecto, que aquí abajo cada cual lleva la pena de su existencia y cada uno a su modo. Entre los males de un establecimiento penitenciario, no es el menor la sociedad que en él se encuentra. Sin que necesite y o decirlo, saben lo que vale la sociedad de los hombres los que merecerían otra mejor. 

Un alma grande, un genio, experimenta en el mundo los mismos sentimientos de un noble prisionero por razones de Estado que se viera en presidio con vulgares malhechores en torno suyo. A semejanza de éste, hay que aislarse. Pero en general, esta idea acerca del mundo nos hace capaces de ver sin sorpresa, y con mayor motivo sin indignación, lo que se llama imperfecciones, es decir, la mísera constitución intelectual y moral de la mayor parte de los hombres, miseria que hasta su misma fisonomía nos revela… 

El convencimiento de que el mundo, y por consiguiente, el hombre, son tales que no debieran existir, es de naturaleza a propósito para llenarnos de indulgencia unos para otros. ¿Qué puede esperarse, en efecto, de tal especie de seres? A veces paréceme que la manera conveniente de saludarse de hombre a hombre, en vez de decir señor, sir, etc., pudiera ser: «Compañero de sufrimientos o compañero de miserias». Por extraño que parezca esto, la expresión es justa y recuerda la necesidad de la tolerancia, de la paciencia, de la indulgencia, del amor al prójimo, sin el cual ninguno podría pasar, y del que, por consiguiente, cada uno es deudor de algo. 

Artículo Anterior Artículo Siguiente