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Emil Cioran: Heidegger era realmente demasiado ingenuo








"Siempre he vivido entre contradicciones y nunca sufrí por ello. Si hubiera sido un ser sistemático, hubiera debido mentir para encontrar una solución." - Emil Cioran     

Entrevista publicada en la revista Magazine Littéraire, París, No. 373, febrero de 1999, con el título “Cioran. Je ne suis pas un nihiliste: le rien est encore un programme”




Por: Emil Cioran

París

Cuando llegué a París comprendí de inmediato mi interés por la gente ociosa. Yo mismo soy un ejemplo de lo improductivo: nunca he trabajado, nunca he tenido una profesión, salvo una vez, durante todo un año en Rumanía, cundo enseñé filosofía en Brasov. Era insoportable. Y al mismo tiempo aquella fue la razón que me trajo a París. En su propio más, uno debe hacer algo, pero no necesariamente cuando uno vive en el extranjero. He tenido la dicha de vivir más de cuarenta años como ocioso y, cómo pudiera decirlo sin Estado. Creo que lo interesante de vivir en París es que uno puede, uno debe vivir aquí como un extranjero radical, de modo que uno no pertenezca a una nación sino sólo a una ciudad. En cierta medida me siento parisino, pero no francés –sobre todo no francés. (…)

Hay dos libros que para mí representan, expresan París. Primero aquel libro de Rilke, Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, y luego el primer libro de Henry Miller, Trópico de Cáncer, que muestra otro París que no es el de Rilke, sino incluso su contrario, el París de los burdeles, de las prostitutas y de los chulos, el París del lodo. Y ese es el París que yo conocí: (…) el París de los hombres solos y de las prostitutas.

En realidad, ya antes lo había vivido en Rumanía: la vida del burdel era muy intensa en los Balcanes; igual que en París, al menos antes de la guerra (…) cuando llegué aquí sostenía largas charlas con muchas mujeres. Al inicio de la guerra vivía en un hotel, no lejos del bulevard Saint-Michel, y allí trabé amistad con una prostituta, una señora ya canosa. Nos hicimos muy buenos amigos; es decir, era muy vieja para mí. Pero era una actriz increíble, con un talento enorme para la tragedia. Casi todas las noches me la encontraba hacia las dos o las tres de la madrugada, pues siempre regresaba tarde al hotel. Era al inicio de la guerra, en 1940 –o no, fue antes, pues durante la guerra nadie podía salir después de medianoche. Caminábamos juntos y ella me contaba su vida, toda su vida, y el modo de que hablaba de todo aquello, las palabras que utilizaba, me fascinaban. (…) Las experiencias que he tenido en mi vida con ese tipo de personas me han aportado más que la relación con los intelectuales.

La lengua francesa

He mantenido una relación muy compleja con la lengua francesa. Cuando comencé a escribir en francés creí que no era una lengua para mí. Con ella me sentía como dentro de una camisa de fuerza. Pero ahora, unos años más tarde, y desde que el francés se viene abajo, me siendo en cierta medida ligado al destino de esa lengua desfalleciente. Diría que los franceses no son indiferentes a la decadencia de su lengua, pero la aceptan. Yo no. Y mientras más boicoteada es por el mundo, más cercana a mí la siento. La razón de esto quizá radique en que todo lo que se pierde, lo que se desmorona, lo que flaquea, ejerce sobre mí un gran poder de atracción. Por eso el aislamiento de esa lengua me fascina. Mi contacto con el francés fue al inicio infinitamente duro. (….) Todos en Rumanía hablaban el francés y otros idiomas, pero yo venía de Transilvania, donde sólo se hablaba alemán o húngaro. Asumí muy seriamente el cambio de lengua; todo lo que he escrito en francés fue reescrito varias veces, como el caso de Las cimas de la desesperación, que retomé cuatro veces. Para mí era verdaderamente un desafío la idea de que debía llegar a escribir como un francés, hacerle la competencia en el manejo de la lengua: una idea tal vez algo loca. (…) De guiarme por mi temperamento, debería haber escrito más bien en español, en húngaro o en ruso. El rigor del francés es incompatible con mi temperamento. Pero esto es también precisamente lo que me atrae de él…

Las mujeres

Coincido con Sartre cuando dijo un poco antes de morir que siempre se había entendido mucho mejor con las mujeres que con los hombres. Ese es mi caso: las prefiero a ellas. ¿Sabe usted por qué? Porque la mujer es más desequilibrada que el hombre. Ella presiente cosas que el hombre ni siquiera llega a sentir. Me di cuenta de que las mujeres se hallaban en general más cercanas a mi manera de escribir que los hombres. Me impresionó mucho cuando leí que Sartre también prefería las conversaciones con mujeres.

Cuando un día me preguntaron cómo había podido vivir sin un “oficio”, respondí: “porque siempre he sido un chulo”. Será una ocurrencia, pero algo de cierto hay tras esa afirmación. “Ser chulo” para mí es un concepto muy universal. Cuando un escritor vive con una mujer que lo mantiene, ese escritor es un chulo. Muchos de los escritores respetables que he conocido en París han vivido como parásitos de sus mujeres. En ese sentido, aunque nunca me he casado, yo también he sido un chulo…

Rumanía, lazo con los orígenes

Me alejé de mis orígenes, sin embargo, he permanecido profundamente atraído por los bogomiles, esos maniqueos de Los Balcanes, así como por su idea de que el nacimiento es una catástrofe. Fue casi fatal que yo regresara de ese modo inconsciente a mis orígenes. Siempre me atrajo la idea de que no era Dios, sino Satán, un pequeño Satán, Satanael, el creador del mundo. Por eso escribí Aciago demiurgo, de cierto modo inspirado en la teoría bogomil. Luego me llamó la atención que, en París, después de tantos años, yo haya regresado a mi patria fundamental, al mundo espiritual del Danubio, de Los Cárpatos. La idea de una mística del pre-nacimiento viene de ese mundo, del Oriente. Por mucho que haya querido liberarme de mis orígenes, en realidad mis esfuerzos nunca lo lograron. Todas esas ideas, el maniqueísmo, también la gnosis, o al menos una gnosis algo degenerada, nos llegan en parte de Los Balcanes. Nunca nos liberamos de nuestro origen, de nuestro comienzo. He escrito mucho contra mi país natal; por ejemplo, he afirmado que ser rumano era irrisorio, pero debo al mismo tiempo reconocer que he sido muy fatalista en la vida. El fatalismo es la religión nacional rumana, allí todos son fatalistas en la vida cotidiana y con relación a todo. Entonces uno nunca logra liberarse de sí mismo…

Las contradicciones

Siempre he vivido entre contradicciones y nunca sufrí por ello. Si hubiera sido un ser sistemático, hubiera debido mentir para encontrar una solución. Ahora, no sólo acepté este carácter insoluble de las cosas, sino que en él hallé, debo reconocerlo, cierta voluptuosidad de lo insoluble. Nunca pretendí allanar, reunir o, como dicen los franceses, conciliar lo irreconciliable. Siempre acaté las contradicciones tal como ante mí se presentaban, tanto en mi vida privada como en la teoría. Nunca tuve un objetivo, nunca insistí en lograr un resultado. Creo que no puede haber ni objetivo, ni resultado, tanto en lo general como en lo individual. Todo lo que existe carece no de sentido –esa palabra me repugna un poco-, sino de necesidad. (…)

Si yo hubiera sido del todo consecuente conmigo mismo, hubiera terminado no haciendo nada. Sin embargo, al hacer algo me contradije, viví en la contradicción. Aunque toda la vida, así lo creo, está en el fondo condenada a la contradicción. Quisiera contarte algo un poco idiota: cuando visitamos un cementerio –lo que es un hecho banal- y vemos que un amigo, con el que hacía dos o tres días habíamos reído, ha desaparecido sin dejar huellas, ¡cómo podríamos entonces erigir un sistema? ¡Para mí esto es inconcebible! Así ocurrió con un amigo al que quería mucho, un judío polaco, un hombre muy simpático e interesante con el que yo mismo me había reído de todo –era hasta más nihilista que yo-, pero allí, ante su tumba, todo aquello para mí era, cómo explicarlo… Es un hecho banal, todo el mundo ha experimentado esa sensación. Pero cuando uno lo traduce a la filosofía, ¿cuál es la conclusión? Aquí está: hasta el mismo nihilismo es un dogma. Todo es ridículo, carente de sustancia, pura ficción. Por eso no soy un nihilista, porque hasta la nada misma se convierte en un programa. En la base todo carece de importancia. Todo lo que existe se queda en la superficie, todo es posible, todo es drama.

Por supuesto que existe el amor. A menudo me he preguntado: cuando yo lo hemos comprendido todo, cuando todo ha sido penetrado por nuestra mirada, ¿cómo explicamos entonces que nos enamoremos de cualquier cosa? Y sin embargo esto nos ha ocurrido. (…) He aquí lo que de real e interesante tiene la vida. Quisiera terminar esta reflexión con una pincelada optimista: la vida es realmente interesante y atrayente porque por encima de todo carece de sentido. Uno puede dudar absolutamente de todo, uno puede reafirmarse como nihilista, y sin embargo enamorarse como el más grande de los idiotas. Esta imposibilidad teórica de la pasión que, en la práctica, queda desmentida, hace que la vida posea cierto encanto indiscutible, irresistible. Sufrimos, reímos de nuestros sufrimientos, hacemos lo que nos venga en gana, peor esta contradicción fundamental es tal vez finalmente lo que hace que la vida valga la pena de ser vivida…

El cinismo

Nunca escribí como un autor, créame, nunca he pretendido la gloria, nunca me he creído un autor y no soporto tampoco que los otros también se lo crean. Siempre carecí de prudencia, simplemente he dicho lo que me ha pasado por la cabeza. De cierto modo intenté desenmascarar la existencia, por eso me han considerado como un cínico. Pero si he sido un cínico en mi expresión, por lo general no lo he sido en la vida. Y sin embargo debo reconocer el valor del cinismo como un punto de vista taxonómico. Siempre he dicho que uno debe escribir lo que en ese momento vive como realidad, incluso lo que uno no debería decir, por muy penoso, frívolo o insolente que pueda resultar. Cuando escribo algo o cuando reflexiono, no le pongo límites a la expresión del sentimiento de la verdad. Nunca, nunca he pensado en las consecuencias. Y nadie se ha suicidado por mi culpa. Al contrario, he conocido personas que me han dicho: gracias a usted no me suicidé. Y la gente que sufre de depresión al leerme comprende que puede entregarse aún más a su depresión. Para hablar como Kierkegaard, la depresión es un estadio en el camino de la vida. Tampoco tengo la impresión de que he llevado a cabo, si así puedo llamarla, una carrera “negativa”. Y por lo demás, sepa usted, todo da igual. ¿No es así?…

El pesimismo

Dicen que soy un pesimista. ¡No es cierto! Esas categorías escolares son grotescas. Sé con exactitud qué es el pesimismo. Pero como usted acaba de afirmar, existe una diferencia fundamental entre el pesimismo como sistema y la experiencia cotidiana del pesimismo, que nace simplemente de la experiencia de ser un ser vivo. No se puede ser pesimista de la vida, pues la vivimos, no tiene sentido. Somos como todos, y hablo aquí de cosas vividas. Me dediqué a hacer la apología del escepticismo y también la del pesimismo, pero esto no es lo importante. Lo importante está en lo que vivimos, en lo que experimentamos y en el modo en que lo experimentamos.

Nietzsche

Durante mi juventud, Nietzsche ejerció una enorme influencia sobre mí. Ya hoy me siendo muy lejos de él. ¿Por qué? Porque él construyó su propia teoría. Nietzsche tiene un ideal, una idea del hombre, del valor en función de la cual escribió, trabajó, elaboró, toda su obra. La impresión de que todo esto no era sino algo falso se fue formando en mí progresivamente. Como profeta o analista –aunque haya pretendido ser una analista no dejó de ser un profeta-  Nietzsche quiere “aportar” algo absoluto, pretende crear algo, desempeñar un papel dentro de la cultura, etc. Esto hace que hoy día sólo encuentre placer con la lectura de sus cartas, pues en ellas aparece como lo contrario de lo que él mismo es en sus escritos. En ellas vemos a Nietzsche tal cual fue en realidad: un pobre tipo. Todos esos héroes, aquellos héroes del pensamiento que desempeñan un gran papel en sus libros, toda esa gran ilusión me resulta igualmente falsa. Aunque sea genial, y esto es obvio, en cierta medida Nietzsche no es verídico. Para mí el verdadero Nietzsche están en sus cartas. Por eso me desvié de una gran parte de su obra. Nietzsche se dotó a sí mismo de una Weltanschauung, de una concepción del mundo. No se liberó de sus ideas ni de sus proyectos, sino que permaneció dependiente de ellos y esclavo de sus ideas. Para mí nunca pasó a ser un hombre libre, al menos en sus libros. Quizás exagere un poco, pero tengo la impresión de estar en lo cierto. Nietzsche fue el héroe de mi juventud, pero ya no lo es. Aun siendo genialmente mordaz y cínico, lo hallo cada vez demasiado juvenil para mí, demasiado cándido…

Los alemanes

Nietzsche nunca expresó su experiencia de la vida; sólo tenía una idea en su mente: hay que superar, superar, superar –y esto en el fondo es muy alemán. Quizás este haya sido el error fundamental de los alemanes y del pensamiento alemán. De ahí que la historia alemana sea un naufragio sin igual, una catástrofe, pues los alemanes han querido construido su propia historia. Les falta la sabiduría: han tenido genio, pero ninguna sabiduría. No viven ni la historia, ni ola misma vida; siempre ha querido construir, erigir. Y en filosofía esto no puede llevarse a cabo sin mediante el sistema. Que todo deba ser homogéneo, resulta –diría yo- un pecado idiota, una tara. Los alemanes son demasiado sistemáticos, han experimentado y se han construido una historia sistémica, con sus debidas consecuencias. Los alemanes siempre han estado por fuera de la vida. Hay algo irreal en todo el destino alemán. De hecho, hay sido por lo demás un pueblo trágico que, de tan serio, nunca ha llegado a reírse de sí mismo. No existe la ironía alemana. Han escrito sobre ella, pero nunca la han experimentado o practicado –sólo han hablado y han pensado en ella de un modo abstracto. Ahí está el origen del naufragio alemán. A fin de cuentas, cuando pensamos que la nación alemana era la más genial de Europa, o en todo caso la mejor dotada, concluimos ante el fracaso de una nación que llegó a caer tan bajo, un fracaso sin comparaciones que no es sólo el de la Segunda Guerra Mundial, sino ya antes, tras la Primera. La historia y el espíritu alemán de cierto modo han estado del otro lado, pues ambos fueron pensados de una manera demasiado sistémica, sin sabiduría…

La ventaja de la inseguridad

Al distribuir toda su fortuna, Wittgenstein se liberó de ella espiritualmente. Sepa una cosa, desde un punto de vista espiritual me iba mucho mejor y vivía de un modo más intenso, cuando sólo poseía un pequeño baúl y dos trajes, o incluso uno solo, durante todo un año. Actualmente no soy rico, pago pocos impuestos, gasto poco, pero vivo bastante bien, puedo comer lo que desee, puedo viajar, etc., en fin, mi vida ha pasado a ser de cierto modo más segura, y esto ha proyectado grandes sombras espirituales sobre mí. Antes, en París, vivía al día, pero era espiritualmente más fresco, más joven también, y –como es obvio- era otro hombre. Nunca sabía qué sería de mí al otro día. Viví veinticinco años en hoteles, siempre fui como un animal, como una bestia salvaje. La seguridad representa un peligro increíble sobre el plano espiritual, como mismo una salud perfecta es una catástrofe para el espíritu. El intelectual, o digamos, el escritor, debe conservar la sensación de que sólo tiene el suelo para poner los pies. Si comienza a instalarse, como diría, si llega a establecerse, está perdido. Hacemos una obra, nos convertimos en un gran escritor, somos “alguien”… Todo eso es deplorable. La inseguridad es una absoluta necesidad. Un escritor cuya vida llega a ser segura es un escritor perdido.

España

Debo decirle que siento un profundo amor por España, el único país literalmente poseído por la obsesión de la decadencia. Algo que le llegó muy temprano, tras la Conquista, tras la gran época y el fin de las conquistas. Luego vinieron dos, tres siglos dominados por la idea de la decadencia, lo que llegó a ser el concepto central de la historiografía española. Por eso siento una enorme debilidad por España y por eso ella ejerce sobre mí tanta fuerza de atracción. Antes de la guerra quería ir a España para escuchar los cursos de Ortega y Gasset, y quizás también para establecerme. Solicité una beca en España y esperé la llegada de alguna respuesta. Luego estalló la guerra y mi vida tomó otro sentido. De no haber ocurrido la guerra tal vez me hubiera convertido en un español y hubiera permanecido allí por el resto de mis días. El hecho de que un pueblo tan extraordinario como el español experimente a tal punto la conciencia de la decadencia ha repercutido en mí. Siempre me llamaron prodigiosamente la atención los pueblos que han dejado escapar su destino. Ocurre también con los alemanes, quienes nunca tuvieron la historia que creyeron haber merecido. Con un Bach, un Hegel, un Kant, e incluso un Holderlin, Alemania debería haber poseído otra historia. Nunca llegó a ser lo que debía ser. Me gusta esa dimensión patética de la historia. Nunca me ha interesado Inglaterra como destino: es un país que no tiene destino, lo mismo que en el fondo le ocurre a Francia. Pero Alemania sí tuvo ese destino, algo así como un genio que nunca llegó a realizar.

Heidegger

Heidegger creyó demasiado en las palabras. No resolvió las dificultades, simplemente pasó por encima de ellas con la ayuda de las palabras. Considero esto altamente deshonesto. No niego que Heidegger haya sido un genio, pero también lo considero como un estafador. En lugar de darle solución a los problemas, se conformó con mostrarlos, creó palabras, desplazó los conflictos y les dio respuesta –como diría- con una producción de vocabulario. Para mí, Heidegger era realmente demasiado ingenuo, aunque al mismo tiempo haya sido astuto como un campesino. Era un hombre, me atreveré a decirlo, inconscientemente taimado.

Los aforismos y la novela

Todo lo que he escrito es un resultado –los aforismos no los escribí de inicio como aforismos: escribo una página, luego lo desecho todo y comienzo nuevamente. Para escribir una novela se necesita escoger detalles. Pero a mí no me interesan los detalles, siempre voy directo a la conclusión. Si hubiera escrito una obra de teatro, comenzaría en el quinto acto, pues ya en el inicio comienzo a descubrir el final. Con esta concepción de las cosas uno no puede escribir un libro, ni practicar las Bellas Letras, ni ningún género literario. Es por esto que no soy un escritor, soy un…, no sé, un hombre del fragmento.


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