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Defender la sociedad | por Michel Foucault

 








"Un discurso histórico político —muy diferente del discurso filosófico-jurídico organizado en torno al problema de la soberanía— hace de la guerra el fondo permanente de todas las instituciones de poder" - Michel Foucault


  Curso dictado por el filósofo francés, Michel Foucault, entre 1975-1976. 



Por: Michel Foucault


Para hacer el análisis concreto de las relaciones de poder hay que abandonar el modelo jurídico de la soberanía . Este presupone, en efecto, el individuo como sujeto de derechos naturales o de poderes primitivos; se propone como objetivo dar cuenta de la génesis ideal del Estado; hace, en fin, de la ley la manifestación fundamental del poder. Sería preciso tratar de estudiar el poder no a partir de los términos primitivos de la relación, sino a partir de la relación misma en tanto que es ella la que determina los elementos a los que afecta; más que preguntar a los sujetos ideales por lo que han podido ceder de sí mismos o de sus poderes para dejarse someter [assujettir] hay que buscar cómo las relaciones de sometimiento [assujettissement] pueden fabricar sujetos . Igualmente, más que buscar la forma única, el punto central del que todas las formas de poder derivarían por vía de consecuencia o de desarrollo, es necesario dejarlas valer en su multiplicidad, sus diferencias, su especificidad, su reversibilidad; estudiarlas, pues, como relaciones de fuerza que se entrecruzan, se reenvían las unas a las otras, convergen o por el contrario se oponen y tienden a anularse. En fin, más que otorgar un privilegio a la ley como manifestación del poder, es mejor intentar localizar las diferentes técnicas de constricción que él pone en práctica.


Si hay que evitar plegar el análisis del poder al esquema propuesto por la constitución jurídica de la soberanía, si hay que pensar el poder en términos de relaciones de fuerza, ¿hay, por eso, que descifrarlo según la forma general de la guerra? ¿Puede la guerra valer como analizador de las relaciones de poder?


Esta cuestión recubre muchas otras:


- ¿Debe la guerra ser considerada como un estado de cosas primero y fundamental en relación al cual todos los fenómenos sociales de dominación, de diferenciación, de jerarquización deben ser considerados como derivados?.


- ¿Los procesos de antagonismos, de enfrentamientos y de luchas entre individuos, grupos o clases dependen en última instancia de los procesos generales de la guerra?.


- ¿El conjunto de las nociones derivadas de la estrategia o de la táctica puede constituir un instrumento válido y suficiente para analizar las relaciones de poder?.


- ¿Las instituciones militares y guerreras, de una manera general los procedimientos puestos en práctica para llevar la guerra, constituyen de cerca o de lejos, directa o indirectamente el núcleo de las instituciones políticas?.


Pero la cuestión que habría, quizá, que plantear en primer lugar sería esta: ¿Desde cuándo y cómo se empezó a imaginar que es la guerra la que funciona en las relaciones de poder, que un combate ininterrumpido trabaja la paz y que el orden civil es fundamentalmente un orden de batalla?.


 Esta es la cuestión que ha sido planteada en el curso de este año. ¿Cómo fue percibida la guerra en la filigrana de la paz? ¿Quién buscó en el ruido y la confusión de la guerra, en el lodo de las batallas el principio de inteligibilidad del orden, de las instituciones y de la historia? ¿Quién fue el primero en pensar que la política era la guerra continuada por otros medios?.

Una paradoja aparece a primera vista. Con la evolución de los Estados desde el comienzo de la Edad Media, parece que las prácticas y las instituciones de la guerra hayan seguido una evolución visible. Por una parte, han tendido a concentrarse en las manos de un poder central que era el único que tenía el derecho y los medios de la guerra; por eso mismo desaparecieron no sin lentitud de la relación de hombre a hombre, de grupo a grupo, y una línea de evolución las llevó a ser cada vez más un privilegio del Estado. Por otra parte, y en consecuencia, la guerra tiende a convertirse en patrimonio profesional y técnico de un aparato militar cuidadosamente definido y controlado. En una palabra: una sociedad enteramente atravesada por relaciones guerreras fue poco a poco sustituida por un Estado dotado de instituciones militares. 


Ahora bien, apenas se había completado esta transformación cuando apareció un cierto tipo de discurso sobre las relaciones de la sociedad y de la guerra. Se formó un discurso sobre las relaciones de la sociedad y de la guerra. Un discurso histórico político —muy diferente del discurso filosófico-jurídico organizado en torno al problema de la soberanía— hace de la guerra el fondo permanente de todas las instituciones de poder. Ese discurso apareció poco tiempo después del fin de las guerras de religión y al comienzo de las grandes luchas políticas inglesas del siglo XVII. Según este discurso, que fue ilustrado en Inglaterra por Coke [ o Lilburne, en Francia por Boulainvilliers  y más tarde por De BuatNançay, es la guerra la que ha presidido el nacimiento de los Estados: pero no la guerra ideal —la que imaginan los filósofos del estado de naturaleza—, sino guerras reales y batallas efectivas; las leyes nacieron en medio de las expediciones, de las conquistas y de las ciudades incendiadas; pero continúa también desenvolviéndose con furia en el interior de los mecanismos del poder, o al menos constituyendo el motor secreto de las instituciones, de las leyes y del orden. Bajo los olvidos, las ilusiones o las mentiras que nos hacen creer en necesidades de la naturaleza o en las exigencias funcionales del orden, hay que reconocer la guerra: es la cifra de la paz. Divide el cuerpo social en su totalidad y permanentemente; sitúa a cada uno de nosotros en un campo o en el otro. Y no basta con reconocer esta guerra como un principio de explicación; hay que reactivarla, hacerla abandonar las formas larvadas y sordas en las que sigue su curso sin que nos demos bien cuenta y conducirla a una batalla decisiva para la que debemos prepararnos si queremos ser los vencedores.


A través de esta temática caracterizada de una manera todavía muy borrosa, se puede comprender la importancia de esta forma de análisis.


El sujeto que habla en este discurso no puede ocupar la posición del jurista o del filósofo, es decir la posición del sujeto universal. En esta lucha general de la que habla está forzosamente de un lado o del otro; está en la batalla, tiene adversarios, se bate por una victoria. Sin duda busca hacer valer el derecho; pero se trata de su derecho —derecho singular marcado por una relación de conquista, de dominación o de antigüedad: derechos de la raza, derechos de las invasiones triunfantes o de las ocupaciones milenarias. Y, aunque también habla de la verdad, es de esta verdad perspectivista y estratégica que le permite conseguir la victoria. Tenemos, pues, ahí un discurso político e histórico que aspira a la verdad y al derecho, pero excluyéndose él mismo y explícitamente de la universalidad jurídico-filosófica. Su papel no es el que los legisladores y los filósofos han soñado, de Solón a Kant: situarse entre los adversarios, en el centro y por encima de la pelea, imponer un armisticio, fundar un orden que reconcilia. Se trata de sentar un derecho aquejado de disimetría y que funcione como privilegio a mantener o a restablecer, se trata de hacer valer una verdad que funcione como un arma. Para el sujeto que sostiene un tal discurso, la verdad universal y el derecho general son ilusiones o trampas.


Se trata además de un discurso que da la vuelta a los valores tradicionales de la inteligibilidad. Explicación por lo bajo, que no es la explicación por lo más simple, lo más elemental y lo más claro, sino lo más confuso, lo más oscuro, lo más desordenado, lo más condenado al azar. Lo que ha de valer como principio de desciframiento es la confusión de la violencia, de las pasiones, de los odios, de las revanchas; es también el tejido de las circunstancias menudas que hacen las derrotas y las victorias. El dios elíptico y sombrío de las batallas debe iluminar las largas jornadas del orden, del trabajo y de la paz. El furor debe dar cuenta de las armonías. Es así como en el principio de la historia y del derecho se hará valer una serie de hechos brutos (vigor físico, fuerza, rasgos de carácter), una serie de azares (derrotas, victorias, éxitos o fracasos de las conjuras, de las revueltas o de las alianzas). Y sólo por encima de este encabalgamiento se dibujará una racionalidad creciente, la de los cálculos y estrategias —racionalidad que, a medida que se asciende y que ella se desarrolla, deviene cada vez más frágil, cada vez más mezquina, cada vez más ligada a la ilusión, a la quimera, a la mistificación. Tenemos, pues, ahí todo lo contrario de esos análisis tradicionales que intentan encontrar bajo el azar de apariencia y de superficie, bajo la brutalidad visible de los cuerpos y de las pasiones una racionalidad fundamental, permanente, ligada por esencia a lo justo y al bien.


Este tipo de discurso se desarrolla enteramente en la dimensión histórica. No se propone juzgar la historia, los gobiernos injustos, los abusos y las violencias por el principio ideal de una razón o de una ley; sino, por el contrario, despertar, bajo la forma de las instituciones o de las legislaciones, el pasado olvidado de las luchas reales, de las victorias o de las derrotas enmascaradas, la sangre seca en los códigos. Se da como campo de referencia el movimiento indefinido de la historia. Pero le es posible al mismo tiempo apoyarse en formas míticas tradicionales (la edad perdida de los grandes ancestros, la inminencia de los tiempos nuevos y de las revanchas milenarias, la venida del nuevo reino que borrará las antiguas derrotas): es un discurso que será capaz de contener tanto la nostalgia de las aristocracias declinantes como el ardor de las revanchas populares.


En suma, por oposición al discurso filosófico-jurídico que se organiza en torno al problema de la soberanía y de la ley, este discurso que descifra la permanencia de la guerra en la sociedad es un discurso esencialmente histórico-político, un discurso donde la verdad funciona como arma para una victoria partisana, un discurso sombríamente crítico y al mismo tiempo intensamente mítico.


El curso de este año ha sido consagrado a la aparición de esta forma de análisis: ¿Cómo la guerra (y sus diferentes aspectos, invasión, batalla, conquista, victoria, relaciones de los vencedores con los vencidos, pillaje y apropiación, levantamientos) ha sido utilizada como un analizador de la historia y, de una manera general, de las relaciones sociales?.


Es preciso, en primer lugar, desechar algunas falsas paternidades. Y sobre todo la de Hobbes. Lo que Hobbes llama la guerra de todos contra todos  no es de ningún modo una guerra real e histórica, sino un juego de representaciones por el cual cada uno mide el peligro que representa para él, estima la voluntad que los otros tienen de batirse y calibra el riesgo que él mismo asumiría si recurriese a la fuerza. La soberanía —se trate de una «república de institución» o de una «república de adquisición» — se establece, no por un hecho de dominación belicosa, sino, al contrario, por un cálculo que permite evitar la guerra. Es la no-guerra lo que para Hobbes funda el Estado y le da su forma. 


La historia de las guerras como matrices de los Estados fue sin duda esbozada, en el siglo XVI, al final de las guerras de religión (en Francia, por ejemplo, con Hotman ). Pero es sobre todo en el siglo XVII cuando ese tipo de análisis se desarrolló. En Inglaterra, en primer lugar, en la oposición parlamentaria y entre los puritanos, con esa idea de que la sociedad inglesa, desde el siglo XI, es una sociedad de conquista: la monarquía y la aristocracia, con sus instituciones propias, serían de importación normanda, mientras que el pueblo sajón habría, no sin dificultad, conservado algunas huellas de sus libertades primitivas. Sobre ese fondo de dominación guerrera, historiadores ingleses como Coke o Selden restituyen los principales episodios de la historia de Inglaterra; cada uno de ellos es analizado ya como una consecuencia, ya como una recuperación de ese estado de guerra históricamente primero entre dos razas hostiles y que difieren por sus instituciones y sus intereses. La revolución de la que esos historiadores son contemporáneos, testigos y a veces protagonistas sería así la última batalla y la revancha de esta vieja guerra.


Un análisis del mismo tipo se encuentra en Francia, pero más tardíamente, y sobre todo en los medios aristocráticos del fin del reino de Luis XIV. Boulainvilliers le dará la formulación más rigurosa; pero, esta vez, la historia es contada, y los derechos son reivindicados, en nombre del vencedor; la aristocracia francesa dándose un origen germánico se atribuye un derecho de conquista, por tanto de posesión eminente sobre todas las tierras del reino y de dominación absoluta sobre todos sus habitantes galos o romanos; pero se atribuye también prerrogativas en relación con el poder real que no habría sido establecido en el origen más que por su consentimiento, y debería siempre ser mantenido en los límites entonces fijados. La historia así escrita no es ya, como en Inglaterra, la del enfrentamiento perpetuo de los vencidos y de los vencedores, con, por categoría fundamental, el levantamiento y las concesiones arrancadas, será la historia de las usurpaciones o de las traiciones del rey con respecto a la nobleza de la que él ha salido y de sus colusiones contra natura con una burguesía de origen galo-romano. Ese esquema de análisis retomado por Freret  y sobre todo por Buat-Nançay fue el objeto de toda una serie de polémicas y la ocasión de investigaciones históricas considerables hasta la Revolución.


El seminario de este año ha sido consagrado al estudio de la categoría de «individuo peligroso» en la psiquiatría criminal. Hemos comparado las nociones ligadas al tema de la «defensa social» y las nociones ligadas a las nuevas teorías de la responsabilidad civil, tal como aparecieron a finales del siglo XIX.



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