"¿Qué extraña manera es ésa de hacer historia, de enseñar democracia, golpeando a los que son diferentes para continuar gozando, en nombre de la democracia, de la libertad de golpear?. - Paulo Freire
Texto del filósofo y pedagogo Paulo Freire, escrito en Montego Bay, Jamaica, el 9 de mayo de 1992.
Por: Paulo Freire
Parto de ciertas observaciones obvias: Las diferencias interculturales existen y presentan divisiones: de clase, de raza, de género y, como prolongación de éstas, de naciones. Estas diferencias generan ideologías, por un lado discriminatorias, por el otro de resistencia.
Lo que genera la ideología discriminatoria no es la cultura discriminada, sino la cultura hegemónica. La cultura discriminada engendra la ideología de resistencia que, en función de su experiencia de lucha, explica formas de comportamiento ya más o menos pacíficos, ya rebeldes, más o menos indiscriminadamente violentos, o críticamente orientados a la recreación del mundo. Cabe destacar un punto importante: en la medida en que las relaciones entre estas ideologías son dialécticas, se interpenetran. No se dan en estado puro y pueden cambiar de una persona a otra. Por ejemplo, puedo ser hombre, como soy, y no por eso ser machista. Puedo ser negro pero, en defensa de mis intereses económicos, contemporizar con la discriminación blanca.
Es imposible comprender estas ideologías sin analizarlas y sin analizar su relación con los poderosos y con los débiles.
Las ideologías, no importa si son discriminatorias o de resistencia, encarnan en formas especiales de conducta social o individual que varían de tiempo-espacio a tiempo-espacio.
Se expresan en el lenguaje —en la sintaxis y en la semántica—, en las formas concretas de actuar, de escoger, de valorar, de andar, de vestir, hasta de decir hola en la calle. Sus relaciones son dialécticas. Los niveles de estas relaciones, sus contenidos, su mayor dosis de poder revelado en el aire de superioridad, de distancia, de frialdad con que los poderosos tratan a los carentes de poder; el mayor o menor nivel de adaptación o de rebelión con que responden los dominados —todo esto es fundamental para la superación de las ideologías discriminatorias, de modo que podamos vivir la utopía: no más discriminación, no más rebelión o adaptación, sino unidad en la diversidad.
Es imposible pensar, pues, en la superación de la opresión, de la discriminación, de la pasividad o de la pura rebelión que aquéllas generan sin, primero, una comprensión crítica de la historia en la cual, por último, esas relaciones interculturales se den en forma dialéctica, y por eso mismo contradictoria y procesal. Segundo, sin proyectos de naturaleza político-pedagógica en el sentido de la transformación o la re invención del mundo.
Hablemos un poco de la primera cuestión, la comprensión que tenemos de la historia, puesto que, como hombres y mujeres históricos, nuestra acción no sólo es histórica sino que está históricamente condicionada.
A veces al actuar ni siquiera sabemos con claridad, conscientemente, cuál es la concepción de la historia que nos marca. De ahí que dé yo tanta importancia en los cursos de formación de educadores, a las discusiones acerca de las diferentes maneras de entender la historia que nos hace y nos rehace mientras la hacemos.
Hablemos en forma sucinta de algunas de las diferentes maneras de reflexionar sobre nuestra presencia en el mundo en el que y con el que estamos. De acuerdo con una primera versión, mujeres y hombres, seres espirituales dotados de razón, de discernimiento, capaces de distinguir el bien del mal, marcados por el pecado original, necesitan evitar a toda costa caer o recaer en el pecado —pecado precedido siempre por fuertes tentaciones— y buscar el camino de la salvación.
El pecado y su negación se convierten a tal punto, el primero en señal de absoluta debilidad, la segunda en fácil grito de victoria, que la existencia humana, reducida a esa lucha, termina por casi perderse en el miedo a la libertad o en la hipocresía puritana, que es una manera de quedarse con la fealdad y negar la belleza de la pureza.
La historia, en el fondo, es la historia de esa búsqueda. La salvación del alma por la huida del pecado. Las principales armas, los métodos de acción fundamentales de quienes en forma idealista experimentan esa concepción de la historia son las oraciones, las penitencias, las promesas. La teología de la liberación, dicho sea de paso, representa una ruptura radical con esa forma mágico-mítica de religiosidad y, hundiendo sus raíces en la experiencia concreta tiempo-espacial, de los hombres y de las mujeres, del pueblo de Dios, habla de otra comprensión de la historia, en verdad hecha por nosotros. De acuerdo con esa inteligencia de la historia, Dios es una presencia en ella que sin embargo no me impide hacerla. Por el contrario, me empuja a hacerla. Y a hacerla no en el sentido de la negación de los derechos de los demás, sólo porque son diferentes de mí.
¿Qué ética es ésa que sólo vale cuando se aplica en mi favor?
¿Qué extraña manera es ésa de hacer historia, de enseñar democracia, golpeando a los que son diferentes para continuar gozando, en nombre de la democracia, de la libertad de golpear?
Siempre en relación con el futuro, quisiera subrayar otras dos comprensiones de la historia, ambas inmovilizadoras, deterministas. La primera es la que ve en el futuro la pura repetición del presente. En general, así es como piensan los dominadores.
Para ellos y ellas el mañana es siempre su presente de dominadores, que se reproduce con alteraciones adverbiales. En esta concepción no hay lugar para la superación sustantiva de la discriminación racial, sexual, lingüística, cultural, etcétera.
Los negros continúan siendo inferiores, pero ahora pueden sentarse en cualquier lugar del ómnibus… Los latinoamericanos son buena gente, pero no son puntuales… María es una joven excelente. Es negra pero es muy inteligente… En los tres casos la conjunción adversativa pero está cargada de la ideología autoritariamente racista, discriminatoria.
Otra concepción de la historia, por lo menos tan condicionadora de prácticas como las demás —en cualquier campo, en el campo cultural, el educativo, el económico, el de las relaciones entre las naciones, el del medio ambiente, el de la ciencia, el de la tecnología, el de las artes, el de la comunicación—, es la que reduce el mañana a un dato dado. El futuro está determinado de antemano, es una especie de sino, de hado. El futuro no es problemático. Por el contrario, es inexorable. La dialéctica que esa visión de la historia exige, y que tiene su origen en cierto dogmatismo marxista, es una dialéctica domesticada.
Conocemos la síntesis antes de experimentar el choque dialéctico entre la tesis y la antítesis.
Otra manera de entender la historia consiste en verla sometida a los caprichos de la voluntad individual. El individuo, de quien depende lo social, es el sujeto de la historia. Su conciencia es la hacedora arbitraria de la historia. Por eso, cuanto mejor trabaje la educación a los individuos, cuanto mejor haga de su corazón un corazón sano, amoroso, tanto más el individuo, lleno de belleza, hará que el mundo feo se vuelva bonito.
Para esa visión de la historia y del papel de los hombres y las mujeres en el mundo lo fundamental es cuidar de su corazón, dejando sin embargo intactas las estructuras sociales. La salvación de los hombres y las mujeres no pasa por su liberación permanente, ni ésta por la reinvención del mundo.
Yo veo la historia exactamente como los teólogos de la liberación, entre los cuales me siento muy bien, en total discordancia con las demás comprensiones que he descrito antes.
Para mí, la historia es tiempo de posibilidad y no de determinación. Y si es tiempo de posibilidad, la primera consecuencia que surge es que la historia no sólo es libertad, sino que la requiere. Luchar por ella es una forma posible de, insertándonos en la historia posible, volvernos igualmente posibles. En lugar de ser persecución constante del pecado en la que me inscribo para salvarme, la historia es la posibilidad que creamos a lo largo de ella, para liberarnos y así salvarnos.
Sólo en una perspectiva histórica en la que hombres y mujeres sean capaces de asumirse cada vez más como sujetos-objetos de la historia, vale decir, capaces de reinventar el mundo en una dirección ética y estética más allá de los patrones que están ahí, tiene sentido discutir la comunicación en la nueva etapa de la continuidad del cambio y de la innovación.
Esto entonces significa reconocer la naturaleza política de esa lucha.
Naturaleza política que descarta las prácticas puramente asistenciales de quien cree comprar entrada al cielo con lo que recoge en la tierra de su falsa generosidad.
Pensar la historia como posibilidad es reconocer la educación también como posibilidad. Es reconocer que si bien la educación no lo puede todo sí puede algo. Su fuerza, como acostumbro decir, reside en su debilidad. Una de nuestras tareas, como educadores y educadoras, es descubrir lo que históricamente es posible hacer en el sentido de contribuir a la transformación del mundo que dé como resultado un mundo más «redondo», con menos aristas, más humano, y en el que se prepare la materialización de la gran utopía: unidad en la diversidad.
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