Escrito de la Filósofa y activista política francesa, Simone Weil, publicado por Albert Camus en 1955.
Por: Simone Weil
Se trata, en definitiva, de conocer lo que une la opresión, en general, y cada forma de opresión, en particular, al régimen de producción; dicho de otro modo, se trata de llegar a captar el mecanismo de la opresión, de llegar a comprender en virtud de qué surge, subsiste y se transforma, en virtud de qué quizá podría, teóricamente, desaparecer. Ésta es, prácticamente, una cuestión nueva. Durante siglos las almas generosas han considerado que el poder de los opresores constituía una pura y simple usurpación a la que había que intentar oponerse, bien con la simple expresión de una reprobación radical, bien con la fuerza armada, al servicio de la justicia. En las dos formas, el fracaso ha sido siempre completo; y nunca tan significativamente como cuando ha presentado apariencia de victoria, como fue el caso de la Revolución francesa, cuando, después de haber conseguido hacer desaparecer, en efecto, una cierta forma de opresión, se asistió con impotencia a la inmediata instalación de una opresión nueva.
La reflexión sobre este estrepitoso fracaso, que coronaba todos los demás, indujo a Marx a comprender que no se puede suprimir la opresión si subsisten las causas que la hacen inevitable y que estas causas residen en condiciones objetivas, es decir, materiales, de la organización social. Elaboró así una concepción de la opresión completamente nueva, no ya como usurpación de un privilegio sino como órgano de una función social. Esta función es la que consiste en desarrollar las fuerzas productivas, en la medida en que este desarrollo exige duros esfuerzos y pesadas privaciones; entre este desarrollo y la opresión social, Marx y Engels percibieron relaciones recíprocas. En primer lugar, según ellos, la opresión se establece sólo cuando el progreso de la producción ha suscitado una división del trabajo suficiente como para que el intercambio, el mando militar y el gobierno constituyan funciones distintas; por otra parte, la opresión, una vez establecida, provoca ulteriores desarrollos de las fuerzas productivas, cambiando de forma a medida que este desarrollo lo exige, hasta el momento en el que, al llegar a ser una traba más que una ayuda, simplemente desaparece. Por brillantes que sean los análisis concretos con los que los marxistas han ilustrado este esquema y a pesar de constituir un progreso sobre las indignaciones ingenuas que han reemplazado, no se puede decir que saquen a la luz el mecanismo de la opresión. Sólo describen de ésta, y parcialmente, su nacimiento; ya que ¿por qué la división del trabajo se habrá de convertir necesariamente en opresión? No permiten esperar, en absoluto, razonablemente su fin; porque, si Marx creyó mostrar cómo el régimen capitalista acaba dificultando la producción, ni siquiera intentó probar que, actualmente, cualquier otro régimen opresivo la dificultaría de igual modo; además se ignora por qué la opresión no podría conseguir mantenerse, incluso después de haberse convertido en factor de regresión económica. Marx omite explicar, sobre todo, por qué la opresión es invencible mientras es útil, por qué los oprimidos rebeldes nunca han conseguido fundar una sociedad no opresiva, bien sobre la base de las fuerzas productivas de su época, bien a costa de una regresión económica que difícilmente habría acrecentado su miseria; en fin, deja por completo en la sombra los principios generales del mecanismo por el que una forma de opresión es sustituida por otra.
Es más, los marxistas no sólo no han resuelto ninguno de estos problemas, ni siquiera han creído que fuera su deber formularlos. Les ha parecido que daban cuenta de la opresión social suficientemente planteando que corresponde a una función en la lucha contra la naturaleza. Además, esta correspondencia sólo la han aclarado, verdaderamente, en el régimen capitalista; en todo caso, suponer que una correspondencia tal constituye una explicación del fenómeno es aplicar, inconscientemente, a los organismos sociales el famoso principio de Lamarck, tan ininteligible como cómodo, «la función crea el órgano». La biología no comenzó a ser una ciencia hasta el momento en que Darwin sustituyó este principio por la noción de condiciones de existencia. El progreso consiste en que la función no se considera ya como causa sino como efecto del órgano, único orden inteligible; desde entonces el papel de causa sólo se atribuye a un mecanismo ciego, el de la herencia combinada con las variaciones accidentales. En realidad, por sí mismo, este mecanismo ciego produciría al azar cualquier cosa; la adaptación del órgano a la función entra aquí en juego para limitar el azar eliminando estructuras no viables, no ya a título de tendencia misteriosa, sino en cuanto condición de existencia; y esta condición se define por la relación del organismo considerado al medio, en parte inerte y en parte vivo, que lo rodea y, muy particularmente, a los organismos semejantes que compiten con él. La adaptación, desde entonces, se concibe por relación a los seres vivos como una necesidad exterior, y ya no interna. Está claro que este esclarecedor método no sólo es válido en biología, sino siempre que nos encontremos en presencia de estructuras organizadas que no han sido organizadas por nadie. Para poder apelar a la ciencia en materia social sería necesario haber realizado, respecto al marxismo, un progreso análogo al que Darwin realizó respecto a Lamarck. Las causas de la evolución social no deben buscarse ya en otra parte sino en los esfuerzos cotidianos de los hombres considerados como individuos. Desde luego, estos esfuerzos no se dirigen a cualquier punto; dependen, en cada caso, del temperamento, de la educación, de la rutina, de las costumbres, de los prejuicios, de las necesidades naturales o adquiridas, del entorno, y, sobre todo, de la naturaleza humana en general, término cuya difícil definición, probablemente, no significa que carezca de sentido. Pero, dada la casi indefinida variedad de individuos, dado, sobre todo, que la naturaleza humana comporta, entre otras cosas, el poder de innovar, de crear y de superarse a uno mismo, este tejido de esfuerzos incoherentes produciría, en materia de organización social, cualquier cosa si, en este ámbito, el azar no se encontrase limitado por las condiciones de existencia a las que toda sociedad debe conformarse, so pena de ser sojuzgada o aniquilada. Los hombres que están sometidos a ellas ignoran, muy frecuentemente, estas condiciones de existencia que actúan, no imponiendo al esfuerzo de cada uno una determinada dirección, sino condenando a la ineficacia cualquier esfuerzo en la dirección vetada por ellas.
Como para todos los seres vivos, estas condiciones de existencia están determinadas, en primer lugar, por una parte, por el medio natural, por otra, por la actividad y particularmente por la competencia con otros organismos de la misma especie, es decir, al darse otros grupos sociales. Sin embargo, entra en juego también un tercer factor, a saber, la disposición del medio natural, la maquinaria, el armamento, los procedimientos de trabajo y de combate; este factor ocupa un lugar aparte por el hecho de que, si se trata de la forma de organización social, sufre de ella, a su vez, la reacción. Por lo demás, este factor es el único sobre el que los miembros de una sociedad pueden tener algún dominio. Esta ojeada es demasiado abstracta para poder guiarnos; pero si se pudiese, a partir de esta perspectiva general, llegar a análisis concretos, se posibilitaría, finalmente, el planteamiento del problema social. La buena voluntad ilustrada de los hombres de acción en tanto que individuos es el único principio posible del progreso social; si las necesidades sociales, una vez percibidas claramente, se revelasen como fuera del alcance de esta buena voluntad del mismo modo que las que rigen los astros, nadie podría sino mirar el desarrollo de la historia como se mira el de las estaciones, haciendo lo posible por evitar, para uno mismo y para los seres queridos, la desgracia de ser tanto un instrumento como una víctima de la opresión social. De lo contrario, en primer lugar habría que definir como límite ideal las condiciones objetivas que permitirían una organización social absolutamente libre de opresión; después, habría que buscar por qué medios y en qué medida se pueden transformar las condiciones efectivamente dadas, con el fin de aproximarlas a este ideal; encontrar cuál es la forma menos opresiva de organización social para un conjunto de condiciones objetivas determinadas; definir, en fin, en este ámbito, el poder de acción y las responsabilidades de los individuos considerados como tales. Sólo en estas condiciones la acción política podría llegar a ser algo análogo a un trabajo, en lugar de ser, como hasta ahora, bien un juego, bien una rama de la magia.
La reflexión sobre este estrepitoso fracaso, que coronaba todos los demás, indujo a Marx a comprender que no se puede suprimir la opresión si subsisten las causas que la hacen inevitable y que estas causas residen en condiciones objetivas, es decir, materiales, de la organización social. Elaboró así una concepción de la opresión completamente nueva, no ya como usurpación de un privilegio sino como órgano de una función social. Esta función es la que consiste en desarrollar las fuerzas productivas, en la medida en que este desarrollo exige duros esfuerzos y pesadas privaciones; entre este desarrollo y la opresión social, Marx y Engels percibieron relaciones recíprocas. En primer lugar, según ellos, la opresión se establece sólo cuando el progreso de la producción ha suscitado una división del trabajo suficiente como para que el intercambio, el mando militar y el gobierno constituyan funciones distintas; por otra parte, la opresión, una vez establecida, provoca ulteriores desarrollos de las fuerzas productivas, cambiando de forma a medida que este desarrollo lo exige, hasta el momento en el que, al llegar a ser una traba más que una ayuda, simplemente desaparece. Por brillantes que sean los análisis concretos con los que los marxistas han ilustrado este esquema y a pesar de constituir un progreso sobre las indignaciones ingenuas que han reemplazado, no se puede decir que saquen a la luz el mecanismo de la opresión. Sólo describen de ésta, y parcialmente, su nacimiento; ya que ¿por qué la división del trabajo se habrá de convertir necesariamente en opresión? No permiten esperar, en absoluto, razonablemente su fin; porque, si Marx creyó mostrar cómo el régimen capitalista acaba dificultando la producción, ni siquiera intentó probar que, actualmente, cualquier otro régimen opresivo la dificultaría de igual modo; además se ignora por qué la opresión no podría conseguir mantenerse, incluso después de haberse convertido en factor de regresión económica. Marx omite explicar, sobre todo, por qué la opresión es invencible mientras es útil, por qué los oprimidos rebeldes nunca han conseguido fundar una sociedad no opresiva, bien sobre la base de las fuerzas productivas de su época, bien a costa de una regresión económica que difícilmente habría acrecentado su miseria; en fin, deja por completo en la sombra los principios generales del mecanismo por el que una forma de opresión es sustituida por otra.
Es más, los marxistas no sólo no han resuelto ninguno de estos problemas, ni siquiera han creído que fuera su deber formularlos. Les ha parecido que daban cuenta de la opresión social suficientemente planteando que corresponde a una función en la lucha contra la naturaleza. Además, esta correspondencia sólo la han aclarado, verdaderamente, en el régimen capitalista; en todo caso, suponer que una correspondencia tal constituye una explicación del fenómeno es aplicar, inconscientemente, a los organismos sociales el famoso principio de Lamarck, tan ininteligible como cómodo, «la función crea el órgano». La biología no comenzó a ser una ciencia hasta el momento en que Darwin sustituyó este principio por la noción de condiciones de existencia. El progreso consiste en que la función no se considera ya como causa sino como efecto del órgano, único orden inteligible; desde entonces el papel de causa sólo se atribuye a un mecanismo ciego, el de la herencia combinada con las variaciones accidentales. En realidad, por sí mismo, este mecanismo ciego produciría al azar cualquier cosa; la adaptación del órgano a la función entra aquí en juego para limitar el azar eliminando estructuras no viables, no ya a título de tendencia misteriosa, sino en cuanto condición de existencia; y esta condición se define por la relación del organismo considerado al medio, en parte inerte y en parte vivo, que lo rodea y, muy particularmente, a los organismos semejantes que compiten con él. La adaptación, desde entonces, se concibe por relación a los seres vivos como una necesidad exterior, y ya no interna. Está claro que este esclarecedor método no sólo es válido en biología, sino siempre que nos encontremos en presencia de estructuras organizadas que no han sido organizadas por nadie. Para poder apelar a la ciencia en materia social sería necesario haber realizado, respecto al marxismo, un progreso análogo al que Darwin realizó respecto a Lamarck. Las causas de la evolución social no deben buscarse ya en otra parte sino en los esfuerzos cotidianos de los hombres considerados como individuos. Desde luego, estos esfuerzos no se dirigen a cualquier punto; dependen, en cada caso, del temperamento, de la educación, de la rutina, de las costumbres, de los prejuicios, de las necesidades naturales o adquiridas, del entorno, y, sobre todo, de la naturaleza humana en general, término cuya difícil definición, probablemente, no significa que carezca de sentido. Pero, dada la casi indefinida variedad de individuos, dado, sobre todo, que la naturaleza humana comporta, entre otras cosas, el poder de innovar, de crear y de superarse a uno mismo, este tejido de esfuerzos incoherentes produciría, en materia de organización social, cualquier cosa si, en este ámbito, el azar no se encontrase limitado por las condiciones de existencia a las que toda sociedad debe conformarse, so pena de ser sojuzgada o aniquilada. Los hombres que están sometidos a ellas ignoran, muy frecuentemente, estas condiciones de existencia que actúan, no imponiendo al esfuerzo de cada uno una determinada dirección, sino condenando a la ineficacia cualquier esfuerzo en la dirección vetada por ellas.
Como para todos los seres vivos, estas condiciones de existencia están determinadas, en primer lugar, por una parte, por el medio natural, por otra, por la actividad y particularmente por la competencia con otros organismos de la misma especie, es decir, al darse otros grupos sociales. Sin embargo, entra en juego también un tercer factor, a saber, la disposición del medio natural, la maquinaria, el armamento, los procedimientos de trabajo y de combate; este factor ocupa un lugar aparte por el hecho de que, si se trata de la forma de organización social, sufre de ella, a su vez, la reacción. Por lo demás, este factor es el único sobre el que los miembros de una sociedad pueden tener algún dominio. Esta ojeada es demasiado abstracta para poder guiarnos; pero si se pudiese, a partir de esta perspectiva general, llegar a análisis concretos, se posibilitaría, finalmente, el planteamiento del problema social. La buena voluntad ilustrada de los hombres de acción en tanto que individuos es el único principio posible del progreso social; si las necesidades sociales, una vez percibidas claramente, se revelasen como fuera del alcance de esta buena voluntad del mismo modo que las que rigen los astros, nadie podría sino mirar el desarrollo de la historia como se mira el de las estaciones, haciendo lo posible por evitar, para uno mismo y para los seres queridos, la desgracia de ser tanto un instrumento como una víctima de la opresión social. De lo contrario, en primer lugar habría que definir como límite ideal las condiciones objetivas que permitirían una organización social absolutamente libre de opresión; después, habría que buscar por qué medios y en qué medida se pueden transformar las condiciones efectivamente dadas, con el fin de aproximarlas a este ideal; encontrar cuál es la forma menos opresiva de organización social para un conjunto de condiciones objetivas determinadas; definir, en fin, en este ámbito, el poder de acción y las responsabilidades de los individuos considerados como tales. Sólo en estas condiciones la acción política podría llegar a ser algo análogo a un trabajo, en lugar de ser, como hasta ahora, bien un juego, bien una rama de la magia.