¿El hombre es malo por naturaleza? | por Immanuel Kant ~ Bloghemia ¿El hombre es malo por naturaleza? | por Immanuel Kant

¿El hombre es malo por naturaleza? | por Immanuel Kant






Texto del filósofo alemán, Immanuel Kant, publicado por primera vez en el año 1793. 

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La tesis «el hombre es malo» no puede querer decir, según lo que precede, otra cosa que: el hombre se da cuenta de la ley moral y, sin embargo, ha admitido en su máxima la desviación ocasional respecto a ella. «El hombre es malo por naturaleza» significa tanto como: esto vale del hombre considerado en su especie; no como si tal cualidad pudiese ser deducida de su concepto específico (el concepto de un hombre en general) (pues entonces sería necesaria), sino: el hombre, según se lo conoce por experiencia, no puede ser juzgado de otro modo, o bien: ello puede suponerse como subjetivamente necesario en todo hombre, incluso en el mejor. 

Ahora bien, puesto que esta propensión misma tiene que ser considerada como moralmente mala, por lo tanto no como disposición natural sino como algo que puede ser imputado al hombre, y, consecuentemente, tiene que consistir en máximas del albedrío contrarias a la ley; dado, por otra parte, que a causa de la libertad estas máximas por sí han de ser consideradas como contingentes, lo cual a su vez no se compagina con la universalidad de este mal si el supremo fundamento subjetivo de todas las máximas no está —sea ello como quiera— entretejido en la naturaleza humana misma y enraizado en cierto modo en ella: podremos, pues, llamar a esta propensión una propensión natural al mal, y, puesto que, sin embargo, ha de ser siempre de suyo culpable, podremos llamarla a ella misma un mal radical innato (pero no por ello menos contraído por nosotros mismos) en la naturaleza humana. 

Ahora bien, la prueba protocolaria de que tal propensión corrupta  tenga que estar enraizada en el hombre podemos ahorrárnosla en vista de la multitud de estridentes ejemplos que la experiencia nos pone ante los ojos en los actos de los hombres. Si se los quiere obtener de aquel estado en el que algunos filósofos esperaban encontrar de modo excelente la bondad natural de la naturaleza humana, a saber: del llamado estado de naturaleza, pueden compararse con esta hipótesis las escenas de crueldad no provocada en las ceremonias sangrientas de Tofoa, Nueva Zelanda, Islas de los Navegantes, y las que no cesan nunca en los amplios desiertos de la América noroccidental (citadas por el capitán Hearne), de las que ni siquiera obtiene hombre alguno la menor ventaja  , y se tendrán vicios de barbarie en mayor medida de lo que es necesario para apartarse de aquella opinión. Pero si uno se ha decidido por la opinión de que la naturaleza humana se deja conocer mejor en el estado civilizado (en el que sus disposiciones pueden desarrollarse de un modo más completo), entonces habrá que oír una larga letanía melancólica de acusaciones a la humanidad; acusaciones de secreta falsedad, incluso en la amistad más íntima, de modo que la moderación de la confianza en las revelaciones recíprocas, incluso de los mejores amigos, es contada como máxima general de prudencia en el trato; de una propensión a odiar a aquel a quien se está obligado, para lo cual ha de estar siempre preparado el bienhechor; de una benevolencia cordial que, sin embargo, permite observar que «hay en la desdicha de nuestros mejores amigos algo que no nos desagrada del todo», y de muchos otros vicios escondidos bajo la apariencia de virtud, sin hablar de aquellos que no se disimulan en absoluto porque para nosotros se llama bueno aquel que es un hombre malo de la clase general; y se tendrá bastante con los vicios de la cultura y civilización (los más hirientes entre todos) para preferir apartar los ojos de la conducta de los hombres a fin de no contraer uno mismo otro vicio, el de la misantropía. Pero si aún no se está satisfecho se puede ahora tomar en consideración el estado de los pueblos en sus relaciones exteriores, extrañamente compuesto de ambos, pues pueblos civilizados están unos frente a otros en la relación del rudo estado de naturaleza (un estado de constante disposición de guerra) y además se han fijado el designio de no salir jamás de ahí; y se echará de ver los principios de las grandes sociedades llamadas Estados, principios directamente contradictorios con lo que públicamente se alega y, sin embargo, jamás a desechar, los cuales aún ningún filósofo ha podido poner en consonancia con la Moral, ni tampoco (lo que es grave) proponer otros mejores que se dejasen unir con la naturaleza humana; de modo que el quiliasmo filosófico, que espera en un estado de paz perpetua fundada en una liga de pueblos como república mundial, tanto como el teológico, que espera el completo mejoramiento moral de todo el género humano, es universalmente objeto de burla como fanatismo. 

Ahora bien, el fundamento de este mal: 1) No puede ser puesto, como se suele declarar comúnmente, en la sensibilidad del hombre y en las inclinaciones naturales que proceden de ella. Pues, además de que éstas no tienen ninguna relación directa con el mal (más bien dan la ocasión para aquello que puede mostrar la intención moral en su fuerza, para la virtud), nosotros no tenemos que responder de su existencia (ni podemos; porque, en cuanto que son congénitas, no nos tienen a nosotros por autores), y sí, en cambio, de la propensión al mal, la cual, en tanto que concierne a la moralidad del sujeto, y por consiguiente se encuentra en él como ser libremente operante, tiene que poder serle imputada como algo de lo que él tiene la culpa, no obstante el profundo enraizamiento de esa propensión en el albedrío, a causa del cual se puede decir que se encuentra en el hombre por naturaleza.—2) El fundamento de este mal tampoco puede ser puesto en una corrupción de la Razón moralmente legisladora, como si ésta pudiese extinguir en sí la autoridad de la ley misma y negar la obligación que emana de ella; pues esto es absolutamente  imposible. Pensarse como un ser que obra libremente y, sin embargo, desligado de la ley adecuada a un ser tal (la ley moral) sería tanto como pensar una causa que actúa sin ley alguna (pues la determinación según leyes naturales queda excluida a causa de la libertad); lo cual se contradice.— Así pues, para dar un fundamento del mal moral en el hombre, la sensibilidad contiene demasiado poco; pues hace al hombre, en cuanto que quita los motivos impulsores que pueden proceder de la libertad, un ser meramente bestial; pero, al contrario, una Razón que libera de la ley moral, una Razón en cierto modo maliciosa (una voluntad absolutamente mala), contiene demasiado, pues por ello el antagonismo frente a la ley sería incluso elevado al rango de motivo impulsor (ya que sin ningún motivo impulsor no puede el albedrío ser determinado) y así se haría del sujeto un ser diabólico.—Pero ninguna de las dos cosas es aplicable al hombre.

Aunque la existencia de esta propensión al mal en la naturaleza humana puede hacerse presente mediante pruebas empíricas del antagonismo, efectivamente real en el tiempo, del albedrío humano con la ley moral, sin embargo estas pruebas no nos enseñan la auténtica calidad de tal propensión y el fundamento de este antagonismo; por el contrario, esta calidad, puesto que concierne a una relación del libre albedrío (por lo tanto de un albedrío cuyo concepto no es empírico) a la ley moral como motivo impulsor (cuyo concepto es también puramente intelectual), tiene que ser conocida a prior i a partir del concepto del mal en cuanto éste es posible según leyes de la libertad (de la obligación y la susceptibilidad de imputación). Lo que sigue es el desarrollo de este concepto. 

El hombre (incluso el peor), en cualesquiera máximas de que se trate, no renuncia a la ley moral en cierto modo como rebelándose (con denuncia de la obediencia). Más bien, la ley moral se le impone irresistiblemente en virtud de su disposición moral; y, si ningún otro motivo obrase en contra, él la admitiría en su máxima suprema como móvil suficiente del albedrío, es decir: sería moralmente bueno. Pero él depende también, por disposición natural suya igualmente inocente, de motivos impulsores de la sensibilidad y los admite también en su máxima (según el principio subjetivo del amor a sí mismo). Sin embargo, si acogiese estos motivos en su máxima como suficientes por sí solos para la determinación del albedrío, sin volverse a la ley moral (que él tiene en sí mismo), entonces sería moralmente malo. Ahora bien, dado que de modo natural acoge ambas cosas en su máxima, dado que además encontraría cada una de ellas —si estuviese sola— suficiente para la determinación de la voluntad, así, si la diferencia de las máximas dependiese meramente de la diferencia de los motivos impulsores (la materia de las máximas), a saber: de si es la ley o el impulso de los sentidos lo que proporciona el motivo impulsor, entonces el hombre sería a la vez moralmente bueno y moralmente malo; lo cual se contradice (según la introducción). Por lo tanto, la diferencia —esto es: si el hombre es bueno o malo— tiene que residir no en la diferencia de los motivos que él acoge en su máxima (no en la materia de la máxima) sino en la subordinación (la forma de la máxima): de cuál de los dos motivos hace el hombre la condición del otro. Consiguientemente, el hombre (incluso el mejor) es malo solamente por cuanto invierte el orden moral de los motivos al acogerlos en su máxima: ciertamente acoge en ella la ley moral junto a la del amor a sí mismo; pero dado que echa de ver que no pueden mantenerse una al lado de la otra, sino que una tiene que ser subordinada a la otra como a su condición suprema, hace de los motivos del amor a sí mismo y de las inclinaciones de éste la condición del seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que, como condición suprema de la satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima universal del albedrío. 

Aun con esta inversión de los motivos mediante la máxima propia, en contra del orden moral, pueden, sin embargo, las acciones ocurrir de modo tan conforme a la ley como si hubiesen surgido de principios legítimos; así ocurre cuando la Razón usa de la unidad de las máximas en general, que es propia de la ley moral, sólo para introducir en los motivos de la inclinación, bajo el nombre de felicidad, una unidad de las máximas que de otro modo no puede corresponderles (por ejemplo: la veracidad, si se la adopta como principio, nos dispensa de la inquietud de mantener la concordancia de nuestras mentiras y no enredarnos nosotros mismos en las sinuosidades de ellas), pues entonces el carácter empírico es bueno, pero el carácter inteligible sigue siendo malo. 

Pues bien, si en la naturaleza humana reside una propensión natural a esta inversión de los motivos, entonces hay en el hombre una propensión natural al mal; y esta propensión misma, puesto que ha de ser finalmente buscada en un libre albedrío y, por lo tanto, puede ser imputada, es moralmente mala. Este mal es radical, pues corrompe el fundamento de todas las máximas; a la vez, como propensión natural, no se lo puede exterminar mediante fuerzas humanas, pues esto sólo podría ocurrir mediante máximas buenas, lo cual no puede tener lugar si el supremo fundamento subjetivo de todas las máximas se supone corrompido; sin embargo, ha de ser posible prevalecer sobre esta propensión, pues ella se encuentra en el hombre como ser que obra libremente. 

Por lo tanto, la malignidad de la naturaleza humana no ha de ser llamada maldad si esta palabra se toma en sentido estricto, a saber: como una intención (principio subjetivo de las máximas) de acoger lo malo como malo por motivo impulsor en la máxima propia (pues esta intención es diabólica), sino más bien perversidad del corazón, el cual por consecuencia se llama también mal corazón. Éste puede darse junto con una voluntad buena en general y procede de la fragilidad de la naturaleza humana —no ser esta naturaleza lo bastante fuerte para seguir los principios que ha adoptado—, ligada a la impureza, la cual consiste en no separar unos de otros según una pauta moral los motivos impulsores (incluso de acciones realizadas con una mira buena), y de ahí finalmente mirar —a lo sumo— solamente a la conformidad de las acciones con la ley, no a que deriven de ella, es decir: no a ésta como motivo impulsor único. Si con todo no siempre resulta de aquí una acción contraria a la ley y una propensión a ello, esto es: el vicio, sin embargo el modo de pensar consistente en que la ausencia de esto se interprete ya como adecuación de la intención a la ley del deber (como virtud) (pues entonces no se mira en absoluto a los motivos impulsores de la máxima, sino sólo al seguimiento de la ley según la letra) ha de ser designado él mismo como una radical perversidad del corazón humano. 

Esta culpa innata (reatus) —llamada así porque se deja percibir tan pronto como se manifiesta en el hombre el uso de la libertad y con todo tiene que haber surgido de la libertad y por ello puede ser imputada— puede en sus dos primeros grados (el de la fragilidad y el de la impureza) ser juzgada como culpa impremeditada, pero en el tercero ha de ser juzgada como culpa premeditada (dolus), y tiene por carácter una cierta perfidia del corazón humano (dolus malus), consistente en engañarse a sí mismo acerca de las intenciones propias buenas o malas y, con tal que las acciones no tengan por consecuencia el mal que conforme a sus máximas sí podrían tener, no inquietarse por la intención propia, sino más bien tenerse por justificado ante la ley. De aquí procede la tranquilidad de conciencia de tantos hombres (de conciencia escrupulosa según su opinión) siempre que en medio de acciones en las cuales la ley no fue consultada, o al menos no fue lo que más valió, hayan esquivado felizmente las consecuencias malas; e incluso la imaginación de mérito consistente en no sentirse culpables de ninguno de los delitos de los cuales ven afectados a otros, sin indagar si ello no es acaso mérito de la suerte y si, según el modo de pensar que ellos podrían descubrir en su interior con tal que quisieran, no habrían sido ejercidos por ellos los mismos vicios en el caso de que impotencia, temperamento, educación, circunstancias de tiempo y de lugar que conducen a tentación (puramente cosas que no pueden sernos imputadas) no los hubiesen mantenido alejados de ello. Esta deshonestidad consistente en mostrarse a sí mismo fantasmagorías, que impide el establecimiento de una genuina intención moral en nosotros, se amplía al exterior en falsedad y engaño de otros; lo cual, si no debe ser llamado maldad, merece al menos llamarse indignidad, y reside en el mal de la naturaleza humana, el cual (en tanto que perturba el Juicio moral respecto a aquello por lo que se debe tener a un hombre y hace del todo incierta interior y exteriormente la imputación) constituye la mancha pútrida de nuestra especie, mancha que, en tanto no la apartamos, impide que el germen del bien se desarrolle, como sin duda haría en otro caso. 

Un miembro del Parlamento inglés  profirió en el calor de un debate esta afirmación: «Cada hombre tiene su precio, por el cual se entrega». Si esto es cierto (cosa que cada uno puede decidir por su cuenta), si no se da en ninguna parte una virtud para la cual no pueda encontrarse un grado de tentación capaz de derribarla, si el que nos gane para su partido el espíritu bueno o el malo depende sólo de quién ofrezca más y efectúe el más pronto pago, entonces podría ser universalmente verdadero del hombre lo que dice el Apóstol: «No hay aquí diferencia alguna, todos sin excepción son pecadores, —no hay ninguno que haga el bien (según el espíritu de la ley), ni siquiera uno»

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