La tolerancia represiva | por Herbert Marcuse ~ Bloghemia La tolerancia represiva | por Herbert Marcuse

La tolerancia represiva | por Herbert Marcuse





Por Herbert Marcuse 

Este ensayo investiga la idea de tolerancia en la sociedad industrial avanzada. La conclusión a que llega es que la realización de la tolerancia exigiría intolerancia frente a las prácticas, credos y opiniones políticas dominantes —así como también la extensión de la tolerancia a prácticas, credos y opiniones políticas que se desprecian o se reprimen—. En otras palabras: la idea de la tolerancia aparece de nuevo como lo que era en su origen, al comienzo de la época moderna: una meta partidista, un concepto subversivo y liberador, y en cuanto tal, praxis. Y viceversa, lo que hoy se anuncia bajo el nombre de tolerancia sirve, en muchas de sus más eficientes manifestaciones, a los intereses de la represión. El autor es completamente consciente de que en la actualidad no existe ningún poder, autoridad o Gobierno que traduciría a praxis una tolerancia liberadora; pero cree que es tarea y deber del intelectual recordar y poner a salvo las posibilidades históricas que parecen haberse vuelto utópicas, y que su misión consiste en romper la inmediata concreción de la represión, a fin de reconocer a la sociedad tal como es y como actúa. La tolerancia es un fin en sí mismo. Suprimir la violencia y reducir la opresión cuanto sea preciso para proteger a hombres y animales de la crueldad y de la agresión: he ahí las con diciones previas para una sociedad humana. Esta sociedad no existe aún; el avance hacia ella está hoy día contenido más que nunca por la violencia y la represión. A modo de intimidación frente a una guerra nuclear; como acción policial contra el movimiento revolucionario; como refuerzo técnico en la lucha contra el imperialismo y el comunismo y como método de pacificación en las matanzas neocolon¡alistas, la violencia y la represión son proclamadas, practicadas y defendidas igualmente por Gobiernos democráticos y autoritarios; y a la población sometida a esos Gobiernos se le imbuye la necesidad de tales prácticas para mantener el statu quo. 

La tolerancia es extendida a medidas, condiciones y comportamientos políticos que no deberían tolerarse, porque evitan, cuando no destruyen, las oportunidades de conjurar una existencia sin miedo y sin miseria. Este tipo de tolerancia robustece la tiranía de la mayoría, contra la cual se alzan los auténticos liberales. El plano político de la tolerancia ha cambiado: mientras que se le niega, más o menos callada y legalmente, a la oposición, se va convirtiendo en conducta obligatoria con respecto a la política establecida. La tolerancia es desplazada de un estado activo a otro pasivo, de la praxis a una no -praxis: al laissez-faire de las autoridades legales. Precisamente es el pueblo quien tolera al Gobierno, el cual a su vez tolera a la oposición dentro del marco de las autoridades legales. La tolerancia frente al mal radical aparece ahora como buena, porque contribuye a la coherencia del conjunto, en ruta hacia la abundancia o a una mayor superabundancia. La indulgencia frente al embrutecimiento sistemático de los niños y de los adultos mediante la publicidad y la propaganda; la liberación de una inhumana violencia destructiva en Vietnam; el reclutamiento e instrucción de tropas especiales; la impotente y benevolente tolerancia frente al fraude descarado en la venta de mercancías, frente al derroche y planificado envejecimiento de las mismas, no son desfiguraciones o excepciones, sino la esencia misma de un sistema que fomenta la tolerancia como un medio de eternizar la lucha por la existencia y reprimir toda alternativa. En nombre de la educación, la moral y la psicología se escandalizan ruidosamente del aumento de la delincuencia juvenil, pero con menos ruido de la criminalidad de balas, cohetes y bombas cada vez más potentes, crimen ya maduro de toda una civilización. Según un principio dialéctico, el conjunto determina la verdad —no en el sentido de que el lodo esté antes o por encima de sus partes, sino de modo que su estructura y su función determinan cualquier condición y relación particular—. Así, en una sociedad represiva incluso los movimientos progresistas amenazan con transformarse en su contrario en la misma medida en que adoptan las reglas del juego. 

Citemos un caso muy discutido: el ejercicio de los derechos políticos (como el de voto, el de escribir cartas a la prensa, a los senadores, etc., las manifestaciones de protesta que renuncian desde un principio a la contraviolencia) en una sociedad totalmente administrada, sirve para reforzar esa administración testificándole la existencia de libertades democráticas que en realidad hace tiempo, sin embargo, que perdieron su contenido y su eficacia. En tal caso, la libertad (de opinión, asociación y expresión) se convierte en un instrumento absolutorio de la esclavitud. Y no obstante (y sólo aquí revela el principio toda su intención), la existencia y el ejercicio de esas libertades siguen constituyendo una condición previa para el restablecimiento de su originaria función oposicional, con tal que el esfuerzo por superar sus limitaciones (autoimpuestas, a veces) sea intensificado. En general, la función y el valor de la tolerancia dependen de la igualdad que reine en la sociedad en que se ejerce la tolerancia. La tolerancia misma queda sometida a criterios más amplios: su alcance y límites no pueden definirse en función de la sociedad de cada caso. En otras palabras: la tolerancia es sólo fin en sí mismo cuando resulta verdaderamente multilateral y es practicada tanto por los que dominan como por los dominados, por los señores como por los esclavos, por los esbirros y por sus víctimas. Semejante tolerancia multilateral sólo es posible cuando ningún enemigo real o supuesto hace necesaria la educación e instrucción del pueblo para la agresividad y la brutalidad. Mientras no se den tales condiciones, las condiciones de la tolerancia se hallarán «hipotecadas»: serán caracterizadas y condicionadas por la desigualdad institucionalizada (que seguramente resulta compatible con la igualdad constitucional), es decir: por la estructura clasista de la sociedad. En semejante sociedad, la tolerancia queda «de tacto» reducida al plano de la violencia o represión legalizadas (policía, ejército, vigilantes de todas clases) y a la posición clave ocupada por los intereses dominantes y sus «conexiones». Estas limitaciones de la tolerancia, que actúan en el trasfondo, preceden normalmente a las limitaciones explícitas y jurídicas, tal como se fijan por los tribunales, costumbres, Gobiernos, etc. (por ejemplo, estado de emergencia, amenaza de la seguridad del estado, herejía). Dentro del marco de una estructura social de este tipo se puede ejercer y proclamar la tolerancia: 1°, como consentimiento pasivo de actitudes e ideas afianzadas y establecidas, incluso cuando su pernicioso efecto sobre el hombre y la naturaleza resulta evidente; y 2°, como tolerancia activa y oficial que se garantiza tanto a las derechas como a las izquierdas, a los movimientos agresivos y a los pacifistas, al partido del odio como al de la humanidad. Yo denomino «abstracta» y «pura» a esta tolerancia imparcial en cuanto que omite el decidirse por una parte —pues con ello protege de hecho la ya establecida maquinaria de la discriminación—. La tolerancia que ampliaba el ámbito y el contenido de la libertad fue siempre parcial e intolerante frente a los portavoces del statu quo de la represión. De lo que se trataba era solamente del grado y de las proporciones de la intolerancia. En la libre sociedad liberal de Inglaterra y de Estados Unidos se garantizaban libertad de expresión y asociación incluso a los (‘enemigos radicales de la sociedad, siempre que no pasaran de las palabras a los hechos, del discurso a la acción. Al abandonarse a las eficaces limitaciones del trasfondo, la sociedad pareció ejercer una tolerancia general. Pero ya la teoría liberal había puesto a la tolerancia una importante condición: sólo debería «aplicarse a personas en la madurez de sus capacidades». John Stuart Mili habla no sólo de niños y menores de edad, sino que precisa aún más: «Como principio, la libertad no es aplicable a un estado anterior a la época en que la humanidad logra la capacidad de desarrollarse median-, le una discusión libre y homogénea». Antes de esa época, los hombres pueden ser aún bárbaros y el «despotismo es una forma de gobierno legítima en el trato con los bárbaros, con tal que apunte a desarrollar más a éstos y que los medios queden justificados por el hecho de que conducen a tal fin». Las palabras de Mili, frecuentemente citadas, contienen una implicación menos conocida, de la cual depende su sentido: la íntima relación entre libertad y verdad. Hay un sentido en el que la verdad es el fin de la libertad y ésta debe ser determinada y delimitada por la verdad. 

Ahora bien, ¿en qué sentido puede la libertad estar condicionada por la verdad? Libertad es autodeterminación, autonomía —esto resulta casi una tautología, pero una tautología que surge de toda una serie de juicios sintéticos— . Da por supuesta la capacidad de poder determinar la propia vida: de hallarse uno en condiciones de decidir lo que quiere hacer y omitir, aguantar y no aguantar. Pero el sujeto de esa autonomía no es nunca el aleatorio individuo privado en cuanto eso que es actualmente o por azar; más bien el individuo en cuanto ser humano capaz de ser libre con los demás. Y el problema de posibilitar semejante armonía entre la libertad individual y propia y la del otro no consiste en hallar un compromiso entre contrincantes o entre la libertad y la ley, entre los intereses generales y los particulares, entre la beneficencia pública y la privada en una sociedad establecida, sino en promover una sociedad en que el hombre no sea esclavo de instituciones que desde un principio aminoran ya la autodeterminación. En otras palabras: la libertad, incluso para las sociedades más libres entre las existentes, está aún por realizarse. Y la dirección en que ha de buscarse, y las transformaciones institucionales y culturales que han de contribuir a alcanzar esa meta son —al menos en la civilización desarrollada— comprensibles por la razón, es decir, se pueden identificar y proyectar sobre la base de la experiencia. En el cambiante juego de teoría y praxis, las soluciones verdaderas y las falsas resultan diferenciables —pero nunca en el sentido de una necesidad demostrada, nunca como algo positivo, sino sólo con la certeza de una posibilidad bien ponderada y racional y con la fuerza de convicción de lo negativo—. Porque lo verdaderamente positivo es la sociedad del futuro (por eso escapa a la definición y determinación), mientras que lo positivo existente es aquello que es menester superar. Sin embargo, la experiencia y la comprensión de la sociedad existente pueden muy bien identificar lo que no conduce a una sociedad libre y racional, lo que evita o desfigura las posibilidades do su promoción. Libertad es liberación, un específico proceso histórico en la teoría y en la praxis, y tiene como tal su justicia, su verdad y su falsedad. La incertidumbre de la probabilidad de éxito en esa distinción no suprime la objetividad histórica, pero exige libertad de pensamiento y de expresión como condiciones previas para hallar el camino hacia la libertad —exige tolerancia—. Esta tolerancia, sin embargo, no puede ser indiferenciada y homogénea frente a los contenidos de la expresión de las palabras y de los hechos; no puede proteger palabras falsas ni hechos injustos que contradigan y se opongan demostrablemente a las posibilidades de la liberación. Tal tolerancia indiferenciada está justificada en debates sin importancia, en la conversación, en la discusión académica; es imprescindible en la labor científica y en la religión privada. Pero la sociedad no puede proceder sin diferenciar allí donde se hallan en juego la paz de la existencia y la misma libertad y felicidad: aquí no se pueden decir ciertas cosas, ni expresarse determinadas ideas, ni imponerse ciertas medidas políticas, ni permitirse un determinado comportamiento, sin convertir la tolerancia en un instrumento de la prosecución de la esclavitud. El peligro de una «tolerancia destructiva» (Baudelaire) «de mí benevolente neutralidad» frente al arte, ha sido reconocido:  que (si bien a veces con súbitas oscilaciones) recoge, lo mismo que el arte, el antiarte y el no-arte, todos los posibles estilos, escuelas y formas que luchan unos contra otros, ofrece un «cómodo recipiente, un amable abismo» (Edgar Wind: Arte y anarquía, Nueva York, Knopf, 1964, p. 101) en el cual desaparece el impulso radical del arte, su protesta contra la realidad establecida. No obstante, la censura del arte y de la literatura es reaccionaria en todo caso. La auténtica obra de arte no es ningún apoyo de la represión ni puede serlo, y el pseudo- arte (que podría constituir tal apoyo) no es arte. El arte está en contra de la historia, hace resistencia a una historia que fue siempre la historia de la represión, pues el arte somete la realidad a leyes distintas de las establecidas: a leyes de la forma, la cual engendra una realidad distinta —la negación de lo establecido, incluso allí donde el arte escuda a la realidad establecida ^ Naturalmente, en su lucha con la historia, el arte se somete a la historia misma: la historia entra a formar parte de la definición del arte, lo mismo que de la distinción entre arte y pseudoarte. Así se explica que llegue a ser pseudoarte lo que una vez fue arte. 

Antiguas formas, estilos y calidades, viejos modos de protesta y’negativa no se pueden reasumir en una nueva sociedad o contra ella. May casos en que una obra auténtica contiene una afirmación política reaccionaria —por ejemplo: Dostoievski—. Pero luego esa afirmación queda retractada por la obra misma: el reaccionario contenido político es absorbido, superado en la forma artística: en la obra como literatura. La tolerancia de la libre expresión es el camino de la preparación y avance de la liberación, no porque no haya verdad objetiva y la liberación haya de ser necesariamente un compromiso entre una gran variedad de opiniones, sino porque hay una verdad objetiva, que sólo puede ser descubierta y averiguada si se llega a saber y comprender lo que es y puede ser y lo que debería hacerse para mejorar la suerte de la humanidad. Este público e histórico «debe» no es inmediatamente evidente, no resulta palmario: ha de ser revelado «dividiendo», «seccionando» y «desmenuzando» el material diado [discutido), con la cual se separarán lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, lo verdadero y lo falso. El sujeto, cuyo «perfeccionamiento» depende de una praxis histórica progresiva, es todo hombre en cuanto ser humano; y esta universalidad se refleja en la discusión, que a priori no excluye a ningún grupo ni a ningún individuo. Pero hasta el carácter paninclusivo de la tolerancia liberal se basaba, al menos en teoría, en el principio de que todos los hombres eran individuos (en potencia) que podrían aprender a oír, ver y sentir por sí mismos, a desarrollar sus propias ¡deas, sus intereses auténticos, a hacerse cargo de sus derechos capacidades, incluso contra la autoridad y la opinión instaladas. Tal era el fundamento racional de la libertad de expresión y asociación. La tolerancia omnidireccional es problemática si su fundamento racional desaparece, si la tolerancia se prescribe a individuos manipulados y amaestrados que repiten la opinión de sus señores como la suya propia y para los cuales la heteronimía se ha convertido en autonomía. El tofos de la tolerancia es la verdad. 

Es un evidente hecho histórico que los auténticos prodamadores de la tolerancia aspiraban a una mayor verdad y a una verdad distinta de la de la lógica proposicional y de la teoría académica. John Stuart Mili habla de la verdad que es perseguida en la historia, que no triunfa sobre la persecución por su «propia fuerza» y que realmente no tiene poder alguno «frente a la cárcel y el palo». Y pasa revista a las «verdades» que fueron liquidadas cruelmente y con éxito en las cárceles y patíbulos: las de Amoldo de Brescia, Fra Dolcino, Savonarola, los albigenses, los valdenses, los lardos y los husitas. La tolerancia es necesaria en primer jugar y sobre todo a causa de los herejes —el camino histórico hacia la humanitas aparece como herejía: meta de la persecución por parte río los poderes establecidos—. Y sin embargo, la herejía en cuanto tal no es todavía un signo de verdad.


El criterio del progreso en la libertad según el cual Mili enjuicia esos movimientos es la reforma. Se trata de una valoración ex post, y su lista contiene contradicciones (también Savonarola habría quemado a Fra Dolcino). Incluso la valoración ex post, es impugnable en su verdad: la historia corrige el juicio… demasiado tarde. La corrección no aprovecha a las víctimas ni absuelve a sus verdugos. La moraleja es clara, sin embargo. La intolerancia ha detenido el progreso, prosiguiendo durante siglos las matanzas y el tormento de muchos inocentes. ¿Hablará esto, pues, en pro de una tolerancia indiferenciada, «pura»? ¿Hay condiciones históricas bajo las cuales una tal tolerancia obstaculiza la liberación y aumenta las víctimas del statu quo? ¿Puede ser reaccionaria la indiferenciada garantía de los derechos y libertades políticas? ¿Puede servir semejante tolerancia a escamotear una transformación social cualitativa? Sólo examinaré esta cuestión en relación con los movimientos, actitudes, direcciones y filosofías políticas que son «políticas» en sentido lato. Además, desplazaré el punto candente de la discusión: Ésta no se ocupará solamente ni tampoco en primer término de la tolerancia frente a extremos radicales, minorías, revolucionarios, etc., sino más bien de la tolerancia frente a las mayorías, a la opinión oficial y pública, a los establecidos protectores de la libertad. Ahí, la discusión sólo puede tener una sociedad democrática como marco de relación, en la cual el pueblo participa, en forma de individuos y miembros de organizaciones políticas, en la ejecución, conservación y modificación de la política. En un sistema autoritario, el pueblo no tolera la política establecida — la padece—. Bajo un sistema de derechos y libertades ciudadanas garantizadas constitucionalmente (y ejercidas en general y sin muchas ni llamativas excepciones), la oposición y las concepciones divergentes son toleradas siempre que no lleven al empleo de la violencia ni se proclame o se organice la subversión violenta. Se parte de la hipótesis de que la sociedad establecida es libre y de que toda mejora, incluso una transformación de la estructura y de los valores sociales, se realizaría con la marcha normal de los acontecimientos, preparada, determinada e investigada en discusión libre y neutral en el foro público de las ideas y las mercancías. 

Al citar antes el pasaje de John Stuart Mili, llamé la atención sobre las premisas ocultas en tal suposición: una discusión libre y neutral sólo puede cumplir la función a ella asignada si es racional —expresión y desarrollo del pensamiento independiente, libre de imposición doctrinal, manipulación, autoridad externa . La noción de pluralismo y de equilibrio de poderes no puede sustituir a esa exigencia. Se puede, teóricamente, construir un estado en el que una serie de distintas coaccionéis, intereses y autoridades se contrabalanceen mutuamente y lleven a un interés verdaderamente general y racional. Tal construcción encaja muy mal, sin embargo, en una sociedad en la cual los poderes son y permanecen desiguales y aumentan aún su desigual poder cuando siguen su propio curso. Peor aún encaja cuando la variedad de coacciones se funde y afianza en un todo imponente, integrando así a los aislados poderes compensadores sobre la base de un creciente nivel de vida y una creciente concentración de poder. Los trabajadores, cuyo interés real se opone al de la dirección de la empresa; el consumidor medio, cuyo interés real se opone al del fabricante; el intelectual, cuya profesión entra en conflicto con la de su patrono, ven luego que se están sometiendo a un sistema frente al cual resultan impotentes y aparecen como irracionales. La idea de las alternativas disponibles se disipa en una dimensión excesivamente utópica, en la cual se encuentra también radicada; pues una sociedad libre es de hecho irreal y sustancialmente diversa de todas las sociedades existentes. Sea cual fuere la mejora que se produzca incluso «en la marcha normal de los acontecimientos» y sin revolución, en tales circunstancias será una mejora. 


Con respecto a la discusión que sigue, quisiera subrayar una vez más que la tolerancia no es “de fado” indiferenciada y “pura”, ni siquiera en la sociedad democrática. Las “limitaciones que actúan en el trasfondo”, arriba indicadas, imponen barreras a la tolerancia incluso antes efe que ésta comience a surtir efecto. La estructura antagonista de la sociedad restringe las reglas del juego. Los que están en contra del sistema establecido se hallan a priori en desventaja, la cual no queda suprimida con la tolerancia de sus ideas, discursos y publicaciones.


Por los mismos motivos, a aquellas minorías que se esfuerzan en modificar incluso el todo se les permitirá, en condiciones óptimas (que rara vez se dan), proponer sugerencias, discutir, hablar y asociarse —y frente a la imponente mayoría que se opone a las transformaciones sociales cualitativas, aparecerán como inofensivas y desvalidas—. Esa mayoría está firmemente asentada en la creciente satisfacción de las necesidades y en la unificación tecnológica y doctrinal que acreditan la impotencia general de los grupos radicales en un sistema social que funcione bien. En la sociedad saturada abunda la discusión; y dentro del marco establecido es muy tolerante. Se pueden registrar todos los puntos de vista: el comunista y el fascista, el de izquierda y el de derecha, el blanco y el negro, los cruzados del desarme y los del rearme. Además, en los debates de los medios de masas, la opinión necia es tratada con el mismo respeto que la inteligente, el que no está informado puede hablar tanto tiempo como el que lo está, y la propaganda va acompañada de la educación, la verdad y la falsedad. Esta tolerancia pura de lo sensato y lo insensato es justificada por el democrático argumento de que nadie, sea grupo o individuo, se halla en posesión de la verdad ni se hallaría en condiciones de determinar qué cosa es justa o injusta, buena o mala. De ahí que hayan de presentarse «al pueblo», sometidas a deliberación y elección, todas las opiniones rivales. Ya he indicado, no obstante, que el argumento democrático incluye una condición necesaria, a saber: que el pueblo sea capaz de deliberar y elegir, sobre la base del conocimiento, y que le sea accesible una auténtica información cuya valoración ha de ser producto de un pensamiento autónomo. En el periodo actual, el argumento democrático se está debilitando al debilitarse el proceso democrático mismo. La fuerza liberadora de la democracia estribaba en la oportunidad que brindaba a las opiniones divergentes tanto en el plano individual como en el social y en su apertura frente a formas, cualitativamente diferentes, de gobierno, cultura y trabajo —de la existencia humana en general— . 

La tolerancia de la discusión libre y el mismo derecho para posiciones opuestas tenían la misión de determinar y aclarar las diversas formas de opiniones divergentes: su dirección, su contenido, sus perspectivas. Pero con la concentración del poder económico y político y con la integración de puntos de vista contrapuestos en una sociedad que utiliza la técnica como instrumento de dominio, la divergencia efectiva queda sofocada allí donde podía alzarse sin trabas: en la creación de opinión, en el campo de la información y la comunicación, en la expresión y en la asociación. Bajo el dominio de los medios monopolísticos meros instrumentos, a su vez, del poder económico y político— se engendra una mentalidad para la que lo justo y lo injusto, lo verdadero y lo falso, están ya determinados de antemano en aquellos casos en que atañen a los intereses vitales de la sociedad. Esto, antes de toda expresión y comunicación, constituye un hecho semántico: queda bloqueada la divergencia efectiva, el reconocimiento de lo que no forma parte del establishment; esto comienza con el lenguaje que se publica y se prescribe. El sentido de las palabras queda rigurosamente fijado. La discusión racional o la convicción de lo contrario quedan casi excluidas. El acceso al lenguaje queda interceptado para aquellas palabras e ideas que tienen un sentido distinto de las establecidas —establecidas por la propaganda de los poderes instalados y verificadas en sus prácticas—. Otras palabras pueden, desde luego, ser pronunciadas y escuchadas y expresados otros pensamientos, pero son inmediatamente «valorados» (es decir: automáticamente comprendidos), con la escala masiva de la mayoría conservadora (fuera de algunos enclaves, como el de la inteligencia), en el sentido del lenguaje oficial —un lenguaje que fija a priori la dirección en que se mueve el proceso del pensamiento. Así, el proceso de la reflexión concluye donde había empezado: en las condiciones y relaciones dadas. Confirmándose a sí mismo, el objeto de la discusión rechaza la contradicción, puesto que la antítesis es redeterminada en el sentido de la tesis. Por ejemplo, tesis: nosotros trabajamos por la paz; antítesis: nosotros preparamos la guerra (o incluso: nosotros hacemos la guerra); unificación de los contrarios: preparar la guerra as’ trabajar por la paz. La paz se redetermina en el sentido de que, dada la situación reinante, implica necesariamente la preparación de la guerra (o incluso la guerra misma), y en esta forma orwelliana se fija el sentido de la palabra «paz». De este modo actúa el vocabulario básico del lenguaje de Orvvell en el sentido de las categorías apriorísticas del entendimiento: todo contenido es preformado. Estas condiciones desvirtúan la lógica de la tolerancia, que incluye el desarrollo racional del sentido y prohíbe su obstrucción. Por consiguiente, la convicción por medio de la discusión y de la equitativa exposición de posiciones contrapuestas (incluso allí donde es verdaderamente equitativa) pierden fácilmente su fuerza liberadora como factores del entendimiento y de la experiencia; mucho más probable, sin embargo, es que refuercen la tesis establecida y eliminen las alternativas. La imparcialidad hasta el extremo, el mismo trato a opiniones rivales y en conflicto mutuo es de hecho un requisito básico para poder tomar decisiones en el proceso democrático y es también una exigencia fundamental para determinar los límites de la tolerancia. Pero en una democracia de organización totalitaria, la objetividad puede cumplir una función completamente diferente, a saber: la de fomentar una actitud espiritual que tienda a borrar la diferencia entre lo verdadero y lo falso, la información y la propaganda, lo justo y lo injusto. De hecho, la decisión entre opiniones contrapuestas está ya tomada antes de llegar a exponerlas y discutirlas —tomada no mediante una conjuración, un guía o un propagandista, no por una dictadura cualquiera, sino más bien por la «marcha normal de los acontecimientos», que es la marcha de los acontecimientos administrados, así como también por la mentalidad formada en ellos. También aquí es el conjunto lo que determina la verdad, pues sin que la objetividad resulte abiertamente lesionada se impone la decisión en asuntos como la presentación de un periódico (al desmenuzar una información importante, al mezclarla con material que nada tiene que ver con ella, al dotarla de detalles sin importancia, con lo cual otras noticias, desfavorablemente negativas, han de pasar a otros lugares más escondidos), en la yuxtaposición de espléndidos anuncios y horrores sin paliativos o en el hecho de que las emisiones radiofónicas que transmiten hechos reales son iniciadas e interrumpidas por enormes reclamos publicitarios. Fl resultado es una neutralización de los contrarios, una neutralización, desde luego, que tiene lugar en el firme terreno de la limitación estructural de la tolerancia y dentro del marco de una mentalidad prefabricada. 

Una revista que publica,  un reportaje negativo y otro positivo sobre el FBI, cumple honradamente las exigencias de la objetividad: hay que suponer, sin embargo, que el positivo ganará la partida, porque el «/mago» de la institución se halla profundamente grabado en la conciencia popular. O cuando un locutor habla de las torturas y asesinatos de personas que trabajaban por los derechos civiles en el mismo tono comercial que emplea para hablar del mercado bolsístico o del parte meteorológico, o con la misma gran emoción con que declama la guía comercial, entonces tal objetividad es inauténtica; más aún: va contra la humanidad y la verdad, porque es serena cuando debería ser furiosa y se abstiene de acusar donde la acusación va contenida en los hechos mismos. La tolerancia expresada en tal imparcialidad sirve para hacer aparecer lo más pequeña posible, o incluso para absolver, la intolerancia y represión dominantes. Sin embargo, si la objetividad tiene algo que ver con la verdad y si la verdad es algo más que una cosa de la lógica y de la ciencia, entonces tal tipo de objetividad es falso e inhumana esa especie de tolerancia. Y si es necesario abrir brecha en el establecido universo de la significación (y de la praxis contenida en ese universo) para poner al hombre en condiciones de averiguar lo verdadero y lo falso, entonces habrá que abandonar esa engañosa imparcialidad. Los hombres expuestos a tal imparcialidad no son ninguna tabula rasa, sino que son amaestrados por las condiciones en que viven y piensan y de las que no escapan. Para ayudarles a convertirse en autónomos y hallar por sí mismos que es verdadero y qué es falso para el hombre en la sociedad existente, habría que liberarles de la instrucción reinante (que ya no es captada como tal instrucción). Ahora bien, esto significa que habría que invertir la tendencia: tendrían que recibir información preformada en la dirección contraria. Pues los hechos no se dan jamás inmediatamente ni son inmediatamente accesibles; son establecidos y «facilitados» por aquellos que los proporcionan; la verdad, «toda la verdad», rebasa los hechos y exige la ruptura con su apariencia. Esta ruptura —condición previa y signo de toda libertad de pensamiento y de expresión— no puede consumarse en el marco establecido de la tolerancia abstracta y de la objetividad inauténtica, porque éstos son precisamente factores que preforman el espíritu contra la ruptura. Las barreras efectivas que la democracia totalitaria erige contra la eficiencia de opiniones cualitativamente divergentes son, comparadas con las prácticas de una dictadura, que pretende educar al pueblo en la verdad, suficientemente débiles y agradables. A pesar de todas sus limitaciones y desfiguraciones, la tolerancia democrática es de todos modos más humana que una intolerancia institucionalizada, que sacrifica los derechos y libertades de las generaciones presentes por amor a las futuras. Se pregunta si es ésta la única alternativa. 

Voy a intentar ahora insinuar la dirección en que se puede buscar una respuesta. En todo caso, no se trata del contraste entre democracia ¡n abstracto y dictadura in abstracto. Democracia es una forma de gobierno que resulta apropiada para muy diversos tipos de sociedad (esto se aplica incluso a una democracia con sufragio general e igualdad ante la ley), y los costes humanos de una democracia son siempre y en todas partes los que pida la sociedad de la cual es aquélla el gobierno. F.I volumen de esos costes se extiende desde la normal explotación, pobreza e inseguridad hasta las víctimas de guerras, acciones policiales, ayuda militar, etc., con las que la sociedad se ha comprometido —y no sólo a las víctimas dentro del propio país—. Tales consideraciones no pueden, desde luego, justificar jamás que se exijan sacrificios materiales y humanos en nombre de una futura sociedad mejor, pero sí permiten, sin embargo, compensar los costes vinculados a la conservación de una sociedad existente contra el riesgo de promover alternativas que ofrecen una posibilidad racional para la pacificación y la liberación. Cierto que no hay que esperar de ningún Gobierno que favorezca su propia eliminación violenta; pero en la democracia tal derecho se halla cimentado en el pueblo (es decir, en la mayoría del pueblo). Esto significa que no deben ser obstruidos los caminos por los que podría desarrollarse una mayoría revolucionaria, y si son obstruidos por una organizada represión e indoctrinación, entonces su reapertura exigirá evidentemente medios no democráticos. Esto incluiría que se retiraría la libertad de expresión y asociación a grupos y movimientos partidarios de una política de agresión, rearme, chauvinismo y discriminación por motivos raciales o religiosos o que se oponen a la difusión de los servicios públicos, la seguridad social, la asistencia médica, etc. Aparte de eso, el restablecimiento de la libertad de pensamiento puede exigir nuevas y rigurosas limitaciones de las doctrinas y prácticas de las instituciones pedagógicas que, según todos sus métodos y concepciones, sirven para encerrar (‘I espírifu en el universo establecido de expresión y comportamiento y con ello prevenir a priori una racional estimación de las alternativas—. Y en la misma medida en que la libertad de pensamiento trae consigo la lucha contra la inhumanidad, el restablecimiento de esa libertad implicaría también intolerancia frente a la investigación científica que se realiza en interés de mortíferos «medios de intimidación», del aguante de condiciones inhumanas y anormales, etc. Discutiré ahora la cuestión de quién debe decidir sobre la distinción entre doctrinas y prácticas liberadoras y represivas, humanas e inhumanas; ya he insinuado que tal distinción no es asunto de una mera preferencia subjetiva de valores, sino de criterios racionales. Mientras que cabe pensar que la inversión de la tendencia se podría imponer, al menos en el sector de la educación, por los estudiantes y maestros y así sería autoimpuesta, la sistemática supresión de la tolerancia para con las opiniones y movimientos reaccionarios y represivos sólo puede concebirse como resultado de una presión masiva, lo cual desembocaría en la subversión. Ello supondría lo que aún está por realizarse: la inversión de la tendencia. No obstante, la resistencia en circunstancias determinadas puede preparar el terreno. El carácter revolucionario del restablecimiento de la libertad aparece del modo más claro en aquella dimensión de la sociedad en la cual la falsa tolerancia acarrea seguramente los mayores daños: en los negocios y en la publicidad. Insisto en que prácticas como el planeado envejecimiento de mercancías, las complicidades entre los sindicatos y los políticos del establecimiento, la engañosa publicidad, no se imponen sencillamente desde arriba a una vasta masa impotente, sino que son aguantadas por ésta —y por los consumidores en común— Sería, no obstante, ridículo pretender, a la vista de tales prácticas y de las ideologías por ellas fomentadas, hablar de una posible suspensión de la tolerancia, pues forman parte de la base sobre la cual descansa la sociedad represiva y se reproduce a sí misma y sus defensivas posiciones de importancia vital —su eliminación sería, sin embargo, aquella revolución total tan eficazmente estorbada por esa sociedad—. Discutir la tolerancia en semejante sociedad significa examinar de nuevo el hecho de la violencia y de la tradicional distinción entre reacción violenta y acción sin violencia. La discusión no debería estar velada desde el principio por ideologías que sirven a eternizar la violencia. Hasta en los más progresistas centros de la civilización domina de hecho la violencia: es ejercida por la policía, en las cárceles y’manicomios, en lucha contra las minorías raciales y llevada por los defensores del «mundo libre» a las zonas atrasadas, si bien es cierto que esa violencia engendra una nueva. Pero una cosa es renunciar a esa violencia en vista de otra violencia mayor y otra cosa distinta renunciar a la violencia contra la violencia a priori por motivos éticos o psicológicos (porque puede asustar a los simpatizantes). La renuncia a la violencia no sólo se inculca, sino que se impone normalmente a los débiles —es más una necesidad que una virtud—, y por lo general no pone seriamente en peligro los intereses de los fuertes. (¿Será una excepción el caso de la India? Allí se ejerció en gran medida la resistencia pasiva, que disolvió o amenazó con disolver la vida económica del país. La cantidad se transforma en calidad: en tales proporciones, la resistencia pasiva ya no es pasiva —deja de ser no-violenta— . Lo mismo vale decir de la huelga general.) La distinción de Robespierre entre el terror de la libertad y (‘I del despotismo y su exaltación normal del primero es una de las equ¡vocaciones más convincentemente condenadas, incluso aunque el terror blanco era más sangriento que el rojo. El enjuiciamiento comparativo de los diversos sistemas según la cifra de sus víctimas sería el procedimiento cuantificacional que revela el terror causado por los hombres y que convirtió a la violencia en una necesidad. En cuanto a la función histórica, ¿existe diferencia entre la violencia revolucionaria y la reaccionaria, entre la violencia ejercida por los oprimidos y la de los opresores? Visto éticamente: ambas formas de violencia son inhumanas y nocivas —pero ¿desde cuándo se hace historia con módulos éticos?—. Comenzar a aplicarlos en el momento en que los oprimidos se alzan contra los opresores, los pobres contra los que poseen, significa servir a sus intereses de la violencia efectiva, debilitando la protesta contra ella. «Comprender esto al fin: si la violencia hubiera comenzado esta noche, si ni la explotación ni la opresión hubieran existido en la Tierra, quizá la no-violencia esgrimida hubiera podido aplacar la querella. Pero si el régimen entero y hasta vuestros pensamientos no-violentos están condicionados por una opresión milenaria, vuestra pasividad sólo sirve para colocaros del lado de los opresores»

Pero si todo el régimen y hasta vuestras ideas de no-violencia vienen condicionadas por una opresión milenaria, en tal caso vuestra pasividad no sirve más que para integraros en las filas de los opresores.

Precisamente ese concepto de falsa tolerancia y la distinción entre los límites justificados y los injustificados de la tolerancia, entre el amaestramiento progresista y el regresivo, entre la violencia revolucionaria y la reaccionaria, exigen establecer los criterios de su validez. Esos criterios deben preceder a todos los criterios constitucionales legales (como «estado de emergencia» y otras definiciones establecidas de los derechos y libertades burguesas), que se proclaman y aplican en una sociedad existente, pues tales definiciones dan por sí mismas criterios de libertad y represión como aplicables o no aplicables en la sociedad en cuestión: son especificaciones de conceptos generales. —¿Quien y con qué módulos decidirá la diferencia entre verdadero y falso, progresivo y regresivo (pues en este sector hay una ecuación entre estas dicotomías) justificaría su validez? Yo opino que la cuestión no se puede resolver a base de la alternativa entre democracia y dictadura, según la cual en la dictadura un individuo o un grupo se arrogan la decisión sin un eficiente control desde abajo. Históricamente, incluso en las democracias más democráticas, las decisiones de importancia vital, que afectan a la sociedad en conjunto, han sido tomadas constitucionalmente o, de hecho, por uno o varios grupos sin que el pueblo mismo haya ejercido un control eficiente. La irónica pregunta: ¿quién educa a los educadores? (es decir, a los dirigentes políticos) vale también para la democracia. La cínica alternativa auténtica frente a la dictadura y su negación sería (con respecto a esa cuestión) una sociedad en la que «el pueblo» se haya convertido en individuos autónomos que estén liberados de las represivas exigencias de una lucha por la vida en interés del poder y en cuanto tales hombres libres elijan a su Gobierno y determinen su propia vida. Tal sociedad no existe en parte alguna. Entretanto, hay que estudiar la cuestión in abstracto —una abstracción no de las posibilidades históricas, sino de las realidades de las sociedades dominantes— .  le es dado a entender que la diferencia entre tolerancia verdadera y falsa, entre progreso y regresión, se puede localizar racionalmente en el terreno empírico. Las posibilidades reales de la libertad humana son proporcionales al nivel de civilización conseguido. Dependen de los recursos materiales y espirituales disponibles en cada fase y se puede cuantificar y calcular en gran escala. Esto vale, en el estadio de la sociedad industrial desarrollada, para los modos más racionales de aprovechar esas reservas y de distribuir el producto social con la preferente satisfacción de las necesidades vitales y con un mínimo de trabajo duro y de injusticia. En otras palabras: es posible determinar la dirección en la cual las instituciones dominantes, las prácticas y opiniones políticas habrían de ser modificadas para aumentar la oportunidad de una paz que no se identifica con guerra fría, así como también una satisfacción de las necesidades que vive de la pobreza, la opresión y la explotación. Es posible también, según eso, determinar las prácticas, opiniones y movimientos políticos que fomentarían esa oportunidad, o bien aquellas otras que harían exactamente lo contrario; la represión de las regresivas es una condición previa para reforzar las progresistas. l a cuestión de quien está capacitado para emprender todas esas distinciones, definiciones y averiguaciones para toda la sociedad tiene ahora una respuesta lógica: todo el mundo «en la madurez de sus capacidades», todo el que haya aprendido a pensar de un modo racional y autónomo. La respuesta a la dictadura pedagógica de Platón es la dictadura democrática pedagógica de los hombres libres. La concepción de John Stuart Mili de la res publica no es lo contrario de la platónica: también el liberal exige la autoridad de la razón como poder no sólo espiritual, sino también político. En Platón, la racionalidad se halla reservada al pequeño número de los reyes filósofos; en Mili, todos los hombres participan en la discusión y en la decisión —pero sólo en cuanto seres racionales— . 
Ahora bien, allí donde la sociedad ha entrado en la fase de la administración y adoctrinamiento absolutos, se trataría de un escaso número y no necesariamente de los representantes del pueblo. No se trata del problema de una dictadura educativa, sino de quebrantar la tiranía de la opinión pública y de sus creadores en la sociedad cerrada.

Suponiendo incluso que la distinción entre progreso y regresión pueda demostrarse empíricamente como racional y aplicarse a la tolerancia, y que por motivos políticos pueda justificar una praxis rigurosamente diferenciada (supresión de la fe liberal en la discusión libre e igualitaria), todavía deriva de ahí una consecuencia imposible. Ya he dicho que, por fuerza de lógica interna, la supresión de la tolerancia frente a los movimientos represivos y una tolerancia diferenciada en favor de tendencias progresistas equivaldría a fomentar «oficialmente» la revolución. El cálculo del progreso histórico (que actualmente es el cálculo de la previsible reducción de crueldad, miseria y opresión) parece incluir la bien pensada elección entre dos formas de violencia política: una por parte de los poderes legalmente establecidos (mediante su acción legítima, su tácita anuencia o su incapacidad de evitar la violencia) y otra por parte de movimientos en potencia revolucionarios. Además, en cuanto a éstos, una política de distinto tratamiento protegería al radicalismo de la izquierda contra el de la derecha. ¿Puede, razonablemente, extenderse el cálculo histórico a la justificación de una forma de violencia contra la otra? O mejor aún (puesto que «justificación» tiene un regusto moral), ¿hay una prueba histórica que apunte al hecho de que el origen e impulso social de la violencia (ya parta de las clases dominadas o de las dominantes, de los ricos o de los pobres, de la izquierda o de la derecha) se halla en una relación demostrable con el progreso (tal como se definió arriba)? Con todas las limitaciones inherentes a una hipótesis que descansa sobre un pasado histórico inacabado, parece como si la violencia, surgida de la rebelión de las clases oprimidas, haya roto el continuo histórico de injusticia, crueldad y silencio por un momento breve pero suficientemente explosivo como para alcanzar una amplificación del margen de libertad y justicia, una mejor y más uniforme distribución de miseria y opresión en un sistema social —en una palabra: un proceso de civilización—. Las guerras civiles inglesas, la revolución francesa, las revoluciones china y cubana pueden ilustrar esta hipótesis. Frente a esto, el cambio histórico de un sistema social a otro, que marcó el comienzo de una nueva época en la civilización, no fue inspirado ni impuesto por un eficaz movimiento «desde abajo», a saber: el derrumbamiento del imperio romano de Occidente, que llevó a un largo periodo de decadencia que duró siglos, hasta que surgió un nuevo y mas elevado periodo de la civilización en la violencia de las revueltas de los herejes del siglo XIII y en los alzamientos de campesinos y obreros del siglo XIV. En cuanto a la violencia histórica que partió de las clases dominantes, parece no poder demostrarse ninguna relación de ese tipo con (‘I progreso. La larga serie de guerras dinásticas e imperialistas, la liquidación de la federación de Espartaco en Alemania en 1919, el fascismo y el nacionalsocialismo no rompieron la continuidad de la opresión, antes bien la afianzaron y modernizaron. Digo «partiendo de las clases dominantes»: naturalmente, apenas existe una violencia organizada desde arriba que no movilice y active el apoyo de las masas; la cuestión decisiva es averiguar en nombre y en interés de qué grupos e instituciones se pone en acción tal violencia. V la respuesta no es necesariamente una respuesta ex post: en los ejemplos históricos recien citados se pudo anticipar y se anticipó de hecho la cuestión de si el movimiento serviría para fortalecer el viejo orden o para traer uno nuevo. La tolerancia liberadora significaría, pues, intolerancia frente a los movimientos de derechas y resignación frente a los de izquierdas. En cuanto al ámbito de esta tolerancia, debería extenderse al plano del comercio lo mismo que al de la discusión y propaganda, tanto a las palabras como a los hechos. El criterio tradicional «de peligro evidente e inminente» no parece ya aplicable a un estadio en el que toda la sociedad se halla en la situación del público teatral cuando una voz grita «¡fuego!». Es una situación en la que en cualquier instante podría producirse la catástrofe total, no sólo por fallo técnico, sino también por un falso cálculo racional de los riesgos o por un discurso imprudente de uno de los jefes. En las pasadas circunstancias fueron los discursos de los jefes fascistas el preludio inmediato a la masacre. La distancia entre la propaganda y la acción, entre la organización y su desencadenamiento contra los hombres se había vuelto demasiado pequeña. Pero la difusión de la palabra podría haberse impedido antes de que fuera excesivamente tarde: si se hubiese abandonado la tolerancia democrática cuando los futuros jefes comenzaron con sus campañas, entonces habría tenido la humanidad una posibilidad de evitar Auschwitz y una guerra mundial. Todo el periodo posfascista es un periodo de peligro evidente e inminente. De ahí que una verdadera pacificación exija que la tolerancia sea retirada antes del hecho consumado: en el estadio de la comunicación oral, impresa y óptica. Ahora bien, una tan radical supresión del derecho de libre expresión y libre reunión sólo está justificada cuando la sociedad en conjunto se halla en sumo peligro. Yo afirmo que nuestra sociedad se encuentra en semejante situación de emergencia y que ésta se ha convertido en estado normal. Diversas opiniones y «filosofías» no pueden ya competir pacíficamente para lograr partidarios y convicción por motivos racionales: el «foro» de las ideas queda organizado y limitado por aquellos que disponen de los intereses nacionales e individuales. En esta sociedad, para la cual los ideólogos han proclamado el «fin de la ideología», la falsa conciencia se ha convertido en conciencia general —desde el Gobierno hasta sus últimos objetos— . Es menester ayudar a los reducidos e impotentes grupos que luchan contra la falsa conciencia: su conservación es más importante que el mantenimiento de derechos y libertades de que se abusa y que permiten que surja aquella violencia legal que oprime a tales minorías. Entretanto, debería resultar claro que el ejercicio de los derechos cívicos por los que no los tienen exige como condición previa que se retiren esos mismos derechos a quienes impiden su ejercicio, y que la liberación de los condenados de este mundo exige la opresión no sólo de sus viejos, sino también de sus nuevos amos.

Que la tolerancia sea retirada a los movimientos retrógrados antes de que puedan volverse activos y que también se ejerza intolerancia frente al pensamiento, la opinión y la palabra (intolerancia sobre todo frente a los conservadores y a la derecha política) —tales ideas antidemocráticas corresponden al desarrollo efectivo de la sociedad democrática, que ha destruido la base para una tolerancia omnímoda—. Las condiciones bajo las cuales la tolerancia puede volver a ser una fuerza liberadora y humanizadora están aún por crearse. Si la tolerancia sirve en primer término a la protección y conservación de una sociedad represiva, si se dedica a neutralizar la oposición y a inmunizar al hombre frente’ a otras y mejores formas de vida, entonces la tolerancia se ha pervertido. Y si esta perversión comienza en el espíritu del individuo, en su conciencia, en sus necesidades, cuando intereses heterónornos se apoderan de él antes de que pueda sentir su esclavitud, en tal caso los esfuerzos por contrarrestar su deshumanización comienzan al principio, allí donde la falsa conciencia toma forma (o más bien: es formada sistemáticamente) —han de comenzar a poner fin a los valores e imágenes que alimentan esa conciencia— . listo es, desde luego, censura, incluso censura previa, pero una que se dirige contra una censura más o menos solapada que impregna los medios de comunicación masiva. Donde la falsa conciencia luí llegado a dominar en el comportamiento nacional y masivo se traduce casi instantáneamente en praxis: la tranquilizadora distancia, entre ideología y realidad, entre pensamiento represivo y acción represiva, entre la palabra destructiva y el hecho destructor, se reduce peligrosamente. De este modo, la irrupción de la falsa conciencia puede a aportar el punto arqu¡médico para una vasta emancipación —en un punto desde luego infinitamente pequeño, pero de la ampliación de tales pequeños puntos depende la oportunidad de una modificación. Las fuerzas de la emancipación no se pueden comparar con una clase social que está libre de falsa conciencia debido a sus condiciones materiales. Hoy día se hallan definitivamente esparcidas por la sociedad, y las minorías combativas y los grupos aislados se hallan a menudo en oposición a sus dirigentes. En el conjunto de la sociedad hay que crear aún el espacio espiritual para la negación y la reflexión. Rechazada por la sociedad administrada, la lucha por la emancipación se vuelve «abstracta»; queda reducida a facilitar el reconocimiento de lo que sucede, a liberar el lenguaje de la tiranía de la sintaxis y de la lógica orwellianas, y a desarrollar los conceptos que cantan la realidad. Más que nunca es ahora cuando tiene validez la afirmación de que el progreso en la libertad exige progreso en la conciencia de la libertad. Allí donde el espíritu se ha convertido en sujeto-objeto de la política y de sus prácticas, la autonomía espiritual, el esfuerzo del pensamiento puro, se convierte también en asunto de la educación política (o más bien: contraeducación). Esto significa que los momentos, antes neutrales, sin valoración y formales, del aprender y el enseñar se tornan ahora políticos en su propio terreno y por su propio derecho: aprender, conocer y comprender los hechos y toda la verdad significa en todos los aspectos una crítica radical y una revolución intelectual. En un mundo en el que las capacidades y las necesidades humanas están inhibidas o invertidas, el pensar autónomo lleva a un «mundo al revés»: contradicción y contraimagen del mundo establecido de la represión. Y esta contradicción no es sencillamente imaginada, no es sencillamente un producto del pensamiento confuso o de la fantasía, sino el desarrollo lógico del mundo dado y existente. En la misma medida en que impide la liberación mediante el peso de la sociedad represiva y la necesidad de hallar en ella un arreglo para ir tirando, la represión penetra incluso en las tareas académicas, incluso antes de cualquier limitación de la libertad académica. Que el espíritu sea intervenido de antemano aminora la imparcialidad y la objetividad: si el estudiante no aprende a pensar en dirección contraria, se inclinará a ordenar los hechos en la jerarquía de valores dominante. El saber, es decir, la adquisición y la transmisión de conocimientos, prohíbe limpiar y aislar los hechos de la conexión con toda la verdad. La verdad incluye esencialmente el reconocimiento de las terribles proporciones en que la historia es construida por los vencedores y formada para ellos, o sea, de la proporción en que la historia ha sido una continuada represión. Y esa represión se halla contenida en los hechos mismos por ella realizados; con ello quedan ellos mismos afectados de un valor negativo como parte y aspecto de su posibilidad. Tratar con la misma imparcialidad a los grandes cruzados contra el humanitarismo (como, p. ej., contra los albi- genses) y las desesperadas luchas en pro de las ¡deas humanitarias significa neutralizar su contrapuesta función histórica, reconciliar a los verdugos con sus víctimas y desfigurar la tradición. Semejante engañosa neutralidad sirve a la reproducción de la aceptación del demonio de los vencedores en la conciencia humana. También aquí hay que preparar aún el terreno para una toleranc ia liberadora en la educación de aquellos que no se hallan aún enteramente integrados en la conciencia ele los jóvenes. La educación ofrece aún otro ejemplo de falsa y abstracta tolerancia que se disfraza de concreción y verdad: se resume en el concepto de autorrealización. Desde la tendencia a permitir al niño todo tipo de desenfreno hasta la continua ocupación psicológica con los problemas personales de los estudiantes hay en marcha un movimiento de gran estilo contra el mal de la represión psíquica y en favor de la necesidad de ser uno mismo. A menudo so pasa por alto la cuestión de qué es lo que debe ser reprimido antes de poder llegar a ser sí mismo. Ll potencial del individuo es en primer lugar negativo, parte del de su sociedad: el de la agresión, del sentimiento de culpabilidad, de la ignorancia, del resentimiento, de la crueldad, que aminora sus instintos vitales. Si la identidad propia consigo mismo ha de ser algo más que la inmediata realización de ese potencial (nocivo para el individuo), entonces requiere represión y sublimación, transformación consciente. Este proceso incluye en cada fase (para utilizar los conceptos ridiculizados, que aquí revelan su decisiva concretidad) la negación de la negación, la mediación de lo inmediato; y la identidad no es ni más ni menos que ese proceso. «Alienación» es el elemento constante y esencial de la identidad, la faceta objetiva del sujeto —y no lo que hoy se pretende que sea: una enfermedad, un estado psicológico—. Freud conoció muy bien la diferencia entre la represión progresiva y la regresiva, la liberadora y la destructora. La propaganda de la autorrealización fomenta la eliminación de ambas, la existencia en la inmediatez, que en una sociedad represiva (para usar otro término hegeliano) es una mala inmediatez. Ésta aísla al individuo de aquella dimensión en que podría encontrarse «a sí mismo»: su existencia política, que constituye el núcleo de toda su existencia. En lugar de eso, anima el inconformismo y el desencadenamiento en unas direcciones que dejan totalmente intacta la verdadera maquinaria represiva de la sociedad, que incluso refuerza esa maquinaria, al sustituir la opresión más que privada y personal, y por ello real, mediante las satisfacciones de una rebelión privada y personal. La dcsublimación acompañada de esta suerte de autorrealización es a su vez represiva en cuanto debilita la necesidad y la fuerza del intelecto, el poder catalítico de aquella conciencia desgraciada que no se abandona a la arquetípica y personal liberación de la frustración —desesperada resurrección del Ello, que más tarde o más temprano ha de sucumbir a la del mundo administrado—, sino que reconoce lo terrible del conjunto en el más privado fracaso y se realiza en tal conocimiento. 

He intentado mostrar cómo las transformaciones dentro de las sociedades democráticas avanzadas, que minan los fundamentos del liberalismo económico y político, han transformado también la función liberal de la tolerancia. La tolerancia, que era la gran conquista de la época liberal, está todavía mantenida y (con grandes limitaciones) practicada, mientras que el proceso económico y político se halla sometido a una omnímoda y eficiente administración, de acuerdo con los intereses dominantes. De ahí surge una contradicción objetiva entre la estructura económica y política, por una parte, y la teoría y la praxis de la tolerancia, por la otra. La transformada estructura social tiende a debilitar la eficacia de la tolerancia frente a movimientos divergentes y oposicionales y a reforzar las fuerzas conservadoras y reaccionarias. La identidad de la tolerancia se vuelve abstracta, inauténtica. Con la decadencia fáctica de las fuerzas divergentes en la sociedad, la oposición resulta aislada en pequeños grupos a menudo opuestos entre sí, que incluso allí donde son tolerados dentro de los estrechos límites que les fija la estructura jerárquica de la sociedad son impotentes porque permanecen dentro de tales límites. Pero la tolerancia que se les muestra es engañosa y fomenta la equiparación. Y sobre los robustos fundamentos de una sociedad equiparada, que casi se lia cerrado absolutamente a toda transformación cualitativa, la tolerancia misma sirve más a estorbar que a promover tal transformación. Precisamente esas condiciones convierten en abstracta y académica la crítica de semejante tolerancia, y el principio de que es preciso restablecer el equilibrio entre la tolerancia frente a la derecha y frente a la izquierda para renovar la función liberadora de la tolerancia se revela pronto como una especulación irreal. No obstante, tal transformación parece indicar que se introduce un «derecho a la resistencia» que puede llevar hasta la revolución. No hay tal derecho, ni puede haberlo tampoco para ningún grupo o individuo contra un Gobierno constitucional basado en la mayoría de la población. Pero yo creo que para las minorías oprimidas y subyugadas existe un «derecho natural» de resistencia a emplear medios extralegales una vez que los legales se hayan revelado insuficientes. La ley y el orden son siempre y en todas partes la ley y el orden de quienes protegen a la jerarquía establecida; es absurdo apelar a la absoluta autoridad de esta ley y este orden frente a aquellos que sufren bajo ellos, y contra ellos luchan —no por ventaja personal y por personal venganza, sino porque quieren vivir como personas—. No hay ningún otro juez sobre ellas fuera de las autoridades instituidas, la policía y su propia conciencia. Si aplican la violencia, no comienzan una nueva cadena de actos violentos, sino que rompen la establecida. Como se les ha de golpear, conocen el riesgo, y si están decididos a aceptarlo, ningún tercero, y menos que nadie el educador y el intelectual, tiene derecho a predicarles abstención.


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