Ensayo escrito entre finales de 1939 y principios de 1940, poco antes de el intento de Walter Benjamin de escapar de Francia. Una copia del documento fue enviada a Hannah Arendt quien, a su vez, lo envió a Theodor W. Adorno. Éste último hizo las veces de editor primero del documento. Fue publicado por primera vez en 1942 en Los Ángeles
Es notorio que existió, según se dice, un autómata construido de tal manera que resultaba capaz de replicar a cada jugada de un ajedrecista con otra jugada que, al final, le hacía ganar la partida. Un muñeco trajeado a la turca, con una pipa de narguile en la boca, se sentaba frente al tablero apoyado sobre una mesa espaciosa. Un sistema de espejos provocaba la ilusión de que esta mesa era transparente por todos sus lados. En realidad, dentro había un enano jorobado que era un maestro en el juego del ajedrez y que guiaba, mediante hilos, la mano del muñeco. Podemos imaginarnos un equivalente de este aparato en la filosofía. Siempre debe ganar el muñeco que llamamos «materialismo histórico». Este podrá habérselas con cualquiera, si toma a su servicio la teología, la cual, como es sabido, es hoy pequeña y fea y no debe dejarse ver de ningún modo.
«Entre las peculiaridades más dignas de mención del temple humano —dice Lotze—, cuenta, además de tanto egoísmo particular, la general falta de envidia del presente con respecto a su futuro.» Esta reflexión nos lleva a pensar que la imagen de felicidad que albergamos se halla enteramente teñida por el tiempo en el que, de una vez por todas, nos ha relegado el transcurso de la existencia. La felicidad que podría despertar nuestra envidia existe solo en el aire que hemos respirado, entre los hombres con los que hubiésemos podido hablar, entre las mujeres que hubiesen podido entregársenos. En otras palabras, en la representación de la felicidad vibra, sin que se la pueda sustraer de ella, la de la redención. Y lo mismo ocurre con la representación de pasado, del cual hace la historia un asunto suyo. El pasado lleva consigo un índice secreto mediante el cual queda remitido a la redención. ¿Acaso no nos roza también un aliento del mismo aire que respiraron las generaciones pasadas? ¿No resuena en las voces a las que prestamos oído un eco de las que enmudecieron? ¿No tienen las mujeres que cortejamos hermanas a las que no llegaron a conocer? Si esto es así, entonces existe una cita secreta entre las generaciones que ya fueron y la nuestra. Y, como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una débil fuerza mesiánica sobre la que el pasado tiene sus derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera. Algo sabe de ello el materialismo histórico.
El cronista que narra los acontecimientos sin distinguir entre los grandes y los pequeños da cuenta de una verdad: que nada de lo que una vez haya acontecido ha de darse por perdido para la historia. Pero solo a la humanidad redimida le es dado por completo su pasado. Lo cual quiere decir: solo para la humanidad redimida se ha hecho su pasado citable en cada uno de sus momentos. Cada uno de los instantes vividos se convierte en una citation à l’ordre du jour, pero precisamente para el día del Juicio Final.
Procuraos primero comida y abrigo, y el Reino de Dios se os dará por sí mismo.
HEGEL, 1807
La lucha de clases, que un historiador formado en Marx tendrá siempre a la vista, es una lucha por las cosas ásperas y materiales, sin las cuales no existirían las más refinadas y espirituales. A pesar de ello, estas últimas están presentes en la lucha de clases de una manera muy distinta a como nos representaríamos el botín que le corresponde al vencedor. Están vivas en esta lucha como confianza, coraje, humor, astucia y denuedo, y surten efecto retroactivamente en la lejanía de los tiempos. Acaban por poner en cuestión toda nueva victoria que logren los que dominan. Igual que las flores que orientan al sol su corola, así se empeña lo que ha sido, por virtud de un secreto heliotropismo, en volverse hacia el sol que se levanta en el cielo de la historia. El materialista histórico tiene que saber de esta modificación, la más imperceptible de todas.
La verdadera imagen del pasado se escabulle con presteza. Al pasado solo puede retenérselo como imagen que relampaguea, para no ser vista nunca más, en el instante mismo en que se vuelve cognoscible. «La verdad no se nos escapará.» Esta frase, que procede de Gottfried Keller, designa el lugar preciso que el materialismo histórico atraviesa en la imagen que el historicismo se hace del pasado. Pues es una imagen irrecuperable del pasado que amenaza con desaparecer con cada presente, que no se reconocía como lo dicho en ella. (La buena nueva que el historiador, con el pulso acelerado, le lleva al pasado proviene de una boca que quizá, en el mismo instante de abrirse, ya le habla al vacío.)
Articular históricamente el pasado no significa conocerlo «tal y como verdaderamente fue». Significa apoderarse de un recuerdo tal y como relumbra en el instante de un peligro. Al materialismo histórico le incumbe fijar una imagen del pasado tal y como se le presenta de improviso al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto al contenido de la tradición como a sus receptores. En ambos casos, es uno y el mismo: prestarse a ser instrumento de la clase dominante. En cada época debe intentarse recuperar la tradición del conformismo que se dispone a someterla. Porque el Mesías no viene únicamente como redentor; viene como vencedor del Anticristo. El don de encender en el pasado la chispa de la esperanza solo le ha sido concedido al historiador íntimamente convencido de que tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer.
Pensad qué oscuro y gélido es este valle en el que retumba el dolor.
BRECHT, La ópera de cuatro cuartos
Fustel de Coulanges recomienda al historiador que quiera revivir una época que se quite de la cabeza todo lo que sepa del decurso posterior de la historia. No se puede caracterizar mejor el procedimiento con el que ha roto el materialismo histórico. Es un procedimiento que empatiza, sí. Pero su origen está en la desidia del corazón, en la acedia que desespera de adueñarse de la auténtica imagen histórica cuando relumbra fugazmente. Entre los teólogos de la Edad Media esta desidia pasaba por ser la razón fundamental de la tristeza. Flaubert, que la conoció bien, escribe: «Peu de gens devineront combien il a fallu être triste pour ressusciter Carthage». La naturaleza de esa tristeza se hace patente al plantear la cuestión de con quién entra en empatía el historiador historicista. La respuesta es innegable que reza así: con el vencedor. Pero los que en cada época mandan son los herederos de los que siempre han vencido. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los mandamases de cada momento. Con ello ya se le dice bastante al materialista histórico. Quienes hasta el día de hoy han salido siempre vencedores de sus contiendas marchan en el desfile triunfal de los dueños del momento, que pasa por encima de los vencidos que yacen postrados en el suelo. Y, como es costumbre, en el desfile triunfal llevan consigo el botín, al que se da el nombre de «bienes culturales». Estos deberán contar con que tienen en el materialista histórico a un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que este abarca con la mirada tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no solo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea también de barbarie. Y como él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión por el que ha pasado de unas manos a otras. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera que es su cometido pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.
La tradición de los oprimidos nos enseña que el «estado de excepción» en que vivimos es la regla. Hemos de llegar a un concepto de la historia que le corresponda. Entonces tendremos bien claro que nuestra tarea es provocar el verdadero estado de excepción; con ello mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. No en último término consiste la fortuna de este en que sus enemigos se enfrentan a él en nombre del progreso, como si este fuese una norma histórica. Nada hay menos filosófico que el asombro por que las cosas que estamos viviendo sean «todavía» posibles en el siglo XX. No está al comienzo de ningún conocimiento, a no ser de este: que la concepción de la historia de la que procede no se sostiene.
Tengo prontas las alas para alzarme,
con gusto volvería hacia atrás,
porque, si sigo siendo tiempo vivo,
la desgracia me atrapará.
GERHARD SCHOLEM, «Saludo del Angelus»
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo en lo que fija su mirada. Los ojos como platos, la boca, muy abierta, las alas, totalmente extendidas. Este debe de ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Allí donde nosotros vemos un encadenamiento de hechos, él ve una única catástrofe que acumula incesantemente una ruina tras otra, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer tanta destrucción. Pero, desde el Paraíso, sopla una tempestad que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Esta tempestad lo empuja hacia el futuro, al que él da la espalda, mientras que los montones de ruinas van creciendo ante él hasta llegar al cielo. Esta tempestad es lo que nosotros llamamos «progreso».
Los temas de meditación que la regla monástica señalaba a los hermanos tenían por objeto prevenirlos contra el mundo y su trajín. La concatenación de ideas que ahora seguimos surge de una determinación parecida. En un momento en que los políticos, en los cuales los enemigos del fascismo habían puesto sus esperanzas, están hundidos y corroboran su derrota traicionando su propia causa, dichas ideas pretenden liberar de las redes con que lo han embaucado al hijo político del mundo. Tal consideración parte de que la testaruda fe de estos políticos en el progreso, la confianza que tienen en las «masas de la base» y, finalmente, su entrega servil a un aparato incontrolable son los tres lados de una misma cosa. También procura darnos una idea de lo cara que le saldrá a nuestro pensamiento habitual una concepción de la historia que evite toda complicidad con aquella a la que los susodichos políticos siguen aferrándose.
El conformismo que, desde el principio, se ha sentido en la socialdemocracia como en casa no se apega solo a su táctica política, sino también a sus concepciones económicas. Él es una de las causas del derrumbamiento ulterior. Nada ha corrompido más a los obreros alemanes que la opinión de que estaban nadando con la corriente. El desarrollo técnico era para ellos la pendiente de esa corriente en favor de la cual pensaron que nadaban. Punto este desde el que no había más que un paso hasta la ilusión de que el trabajo en la fábrica, montado en el tren del progreso técnico, representaba ya un logro político. La antigua moral protestante del trabajo celebra su resurrección secularizada entre los obreros alemanes. Ya el programa de Gotha lleva consigo las huellas de este embrollo. Define el trabajo como «la fuente de toda riqueza y de toda cultura». Barruntando algo malo, Marx objetó que el hombre que no posee otra propiedad que su fuerza de trabajo «tiene que ser esclavo de otros hombres que se han convertido en propietarios». Impertérrita, la confusión siguió extendiéndose y pronto proclamaría Josef Dietzgen que «el Salvador de los nuevos tiempos se llama trabajo. En la mejora del trabajo consiste la riqueza, que podrá ahora cumplir lo que hasta el momento ningún redentor ha podido llevar a cabo». Este concepto marxista vulgarizado de lo que es el trabajo no se demora en la cuestión del efecto que su propio producto llegue a tener sobre los trabajadores en tanto no puedan disponer de él. Reconoce únicamente los progresos en el dominio de la naturaleza, pero no quiere reconocer los retrocesos en la sociedad. Ostenta ya los rasgos tecnocráticos que encontraremos más tarde en el fascismo. A estos pertenece un concepto de la naturaleza que se diferencia catastróficamente del de las utopías socialistas anteriores a las revoluciones de 1848. El trabajo, tal y como ahora se entiende, desemboca en la explotación de la naturaleza que, con ingenua satisfacción, se opone a la explotación del proletariado. Comparadas con esta concepción positivista, las fantasías que tanto material han suministrado para ridiculizar a un Fourier demuestran un sentido sorprendentemente sano. Según este, un trabajo social bien dispuesto debería tener como consecuencias que cuatro lunas iluminen la noche de la tierra, que los hielos se retiren de los polos, que el agua del mar ya no sea salada y que los animales feroces se pongan al servicio de los hombres. Todo lo cual ilustra un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, parece ponerse en condiciones de ayudarla a alumbrar a las criaturas que dormitan en su seno como meramente posibles. Del concepto corrompido de trabajo forma parte como su complemento la naturaleza que, como ha dicho Dietzgen, «está ahí gratis».
Necesitamos de la historia, pero la necesitamos de otra manera a como la necesita el holgazán mimado en los jardines del saber.
NIETZSCHE, Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida
El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida que lucha. En Marx aparece como la última en ser esclavizada, como la clase vengadora que lleva hasta el final la obra de liberación en nombre de todas las generaciones derrotadas. Esta conciencia, que por breve tiempo cobró otra vez vigencia en el espartaquismo, le ha repugnado desde siempre a la socialdemocracia. En el curso de tres decenios ha conseguido apagar casi el nombre de un Blanqui, cuyo timbre broncíneo había hecho temblar al siglo precedente. En cambio, se ha complacido en asignarle a la clase obrera el papel de redentora de generaciones futuras. Con ello ha cortado los nervios de su fuerza mejor. La clase desaprendió en esta escuela tanto el odio como la voluntad de sacrificio, ya que ambos se alimentan de la imagen de los antecesores esclavizados, no del ideal de los nietos liberados.
Nuestra causa se hace más clara cada día
y cada día el pueblo es más sabio.
JOSEF DIETZGEN, La religión de la socialdemocracia
La teoría socialdemócrata, y todavía más su praxis, ha sido determinada por un concepto de progreso que no se atiene a la realidad, sino que tiene pretensiones dogmáticas. El progreso, tal y como se perfilaba en las mentes de los socialdemócratas, fue un progreso, en primer lugar, de la propia humanidad (no solo de sus destrezas y conocimientos). En segundo lugar, era un progreso inacabable (en correspondencia con la infinita perfectibilidad humana). En tercer lugar, pasaba por ser esencialmente imposible de contener (un progreso capaz de avanzar espontáneamente en línea recta o en espiral). Todas estas afirmaciones están sujetas a controversia y cada una de ellas podría someterse a la crítica. Pero, si esta crítica quiere ser rigurosa, deberá remontarse a lo que está detrás de todas ellas y dirigirse a algo que les es común. La representación de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación del avance de esta a lo largo de un tiempo homogéneo y vacío. La crítica a la representación de dicho avance debe constituir la base de la crítica a tal representación del progreso.
La meta es el origen.
KARL KRAUS, Palabras en verso
La historia es objeto de una construcción cuyo lugar no está constituido por el tiempo homogéneo y vacío, sino por un tiempo colmado de presente (Jetztzeit). Así, la antigua Roma fue para Robespierre un pasado cargado de presente (Jetztzeit) que él hizo saltar del continuo de la historia. La Revolución francesa se entendió a sí misma como una Roma que retorna. Citaba a la antigua Roma igual que la moda cita un ropaje del pasado. La moda tiene un olfato por lo actual dondequiera que este se mueva por la jungla de lo que una vez fue. Es un salto de tigre al pasado. Solo que este tiene lugar en una arena de un circo donde manda la clase dominante. El mismo salto bajo el cielo despejado de la historia es el salto dialéctico, y así es como Marx entendió la revolución.
La conciencia de hacer saltar por los aires la continuidad histórica es propia de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario cumple oficio de acelerador histórico del tiempo. Y, en el fondo, es el mismo día que siempre regresa bajo la figura de los días festivos, que son días de conmemoración. Los calendarios no cuentan el tiempo como los relojes. Son monumentos de una conciencia de la historia de la que no parece haber en Europa desde hace cien años la más leve huella. Todavía en la revolución de Julio, en 1830, se registró un incidente en el que dicha conciencia consiguió su derecho. Cuando llegó el anochecer del primer día de lucha, ocurrió que, en varios sitios de París, en acciones independientes y simultáneas, se disparó sobre los relojes de las torres. Un testigo ocular, que quizá deba su adivinación a la rima, escribió entonces:
Qui le croirait! on dit qu’irrités contre l’heure,
De nouveaux Josués, au pied de chaque tour,
Tiraient sur les cadrans pour arrêter le jour.
El materialista histórico no puede renunciar al concepto de un presente que no es transición, sino que lleva dentro el tiempo detenido, porque dicho concepto define precisamente el presente en el que este escribe historia para sí mismo. El historicismo ofrece la imagen «eterna» del pasado; en cambio, el materialista histórico plantea una experiencia con él que es única. Deja a otros que dilapiden sus fuerzas con la puta del «Érase una vez» en el burdel del historicismo. Él sigue siendo dueño de sus fuerzas y es lo suficientemente valiente y fuerte como para hacer saltar por los aires el continuo de la historia.
El historicismo culmina con pleno derecho en la historia universal. Y de esta se distingue metódicamente, quizá con más claridad que de ninguna otra, la historiografía materialista. La primera no tiene ninguna armadura teórica. Procede por adición: proporciona una masa de hechos para llenar con ellos el tiempo homogéneo y vacío. La historiografía materialista, en cambio, se basa en un principio constructivo. No solo el movimiento de las ideas, también su detención forma parte del pensamiento. Cuando este se detiene de pronto en una constelación saturada de tensiones, le propina a esta un golpe por el cual el propio pensamiento cristaliza en mónada. El materialista histórico aborda un asunto de historia única y exclusivamente cuando dicho asunto se le presenta como mónada. En esta estructura reconoce el signo de una detención mesiánica del acontecer o, dicho de otra manera, de una coyuntura revolucionaria en la lucha en favor del pasado oprimido. La percibe para hacer que una determinada época salte fuera del curso homogéneo de la historia; y, del mismo modo, hace saltar una determinada vida de una época y una obra concreta de la obra de toda una vida. El alcance de su procedimiento consiste en que, en la obra, está conservada y suspendida la obra de toda una vida, en la obra de toda una vida, la época, y en la época, el decurso completo de la historia. El fruto nutricio de lo comprendido históricamente tiene el tiempo en su interior, es cierto que como la semilla más valiosa, pero también como la más insípida.
Dice un biólogo moderno que «los escasos cincuenta mil años del Homo sapiens representan, en relación con la historia de la vida orgánica sobre la tierra, algo así como dos segundos al final de un día de veinticuatro horas. Registrada según esta escala, toda la historia de la humanidad civilizada llenaría un quinto del último segundo de la última hora». El tiempo presente (Jetztzeit), que como modelo del tiempo mesiánico resume en una abreviatura enorme la historia de toda la humanidad, coincide milimétricamente con la figura que dicha historia compone en el universo.
A
El historicismo se contenta con establecer un nexo causal entre diversos momentos históricos. Pero ningún hecho es ya histórico por el mero hecho de ser causa. Llegará a serlo póstumamente a través de datos que muy bien pueden estar separados de él por milenios. El historiador que parta de ello dejará de desgranar la sucesión de datos como un rosario entre sus dedos. Captará la constelación en la que su propia época ha ingresado junto con otra anterior muy determinada. Fundamenta así un concepto de presente (Gegenwart) como «tiempo del ahora» (Jetztzeit) en el que se han clavado las astillas que han salido despedidas del tiempo mesiánico.
B
Seguro que los adivinos que le preguntaban al tiempo lo que ocultaba en su regazo no experimentaban ese tiempo como si fuese homogéneo y vacío. Quien tenga esto presente quizá llegue a comprender cómo se experimentaba el tiempo pasado en la conmemoración, a saber, justamente así, conmemorándolo. Sabido es que a los judíos les estaba prohibido escrutar el futuro. En cambio, la Torá y la plegaria les instruyen en la conmemoración. Esto les desencantaba el futuro, al cual sucumben los que buscan información en los adivinos. Pero no por eso el futuro se convertía para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío. Ya que cada segundo era en él la pequeña puerta por la que podía entrar el Mesías.