Texto del filósofo, matemático, y escritor británico Bertrand Russell, publicado en su libro "Retratos de memoria y otros ensayos".
Por: Bertrand Russell
En esta ocasión, no voy a hablar como británico, ni como europeo, ni como miembro de la democracia occidental; sino como ser humano, como miembro de la especie Hombre, especie de cuya supervivencia cabe dudar. El mundo está lleno de conflictos: judíos contra árabes; indios contra paquistaníes; blancos contra negros, en África; y, oscureciendo todos los conflictos menores, la lucha titánica entre el comunismo y el anticomunismo.
Casi todo el mundo, si es políticamente consciente, tiene decididas preferencias por una, o por más, de esas partes en lucha; pero quisiera, si pueden ustedes, que dejaran a un lado tales sentimientos, de momento, y se consideraran sólo miembros de una especie biológica que ha tenido una historia remarcable y cuya desaparición ninguno de nosotros puede desear.
Intentaré no decir ni una sola palabra que afecte a un grupo más que a otro. Todos están igualmente en peligro y, si se comprende el peligro, es posible que todos ellos puedan, colectivamente, alejarlo. Tenemos que aprender a pensar de una manera nueva. Debemos dejar de preguntarnos las medidas que sería necesario adoptar para que obtuviera la victoria militar el grupo de nuestras preferencias, sea el que fuere, pues ya no existen tales medidas.
Lo que debemos preguntarnos es lo siguiente: ¿Qué medidas se deben tomar para impedir una contienda militar cuyas consecuencias tienen que ser desastrosas para todos? La gente, en general, e incluso muchos hombres que ocupan puestos de responsabilidad, no ha comprendido las consecuencias inevitables que ocasionaría una guerra con bombas de hidrógeno. La gente, en general, todavía piensa en ello como algo que aniquila ciudades. Se sabe que las nuevas bombas son más poderosas que las viejas y que, en tanto que una bomba atómica pudo aniquilar Hiroshima, una bomba de hidrógeno podría hacer desaparecer las más grandes ciudades, como Londres, Nueva York y Moscú. Sin duda, en una guerra con bombas de hidrógeno, las grandes ciudades desaparecerían. Pero esto es uno de los desastres menos importantes; comparado con los que tendríamos que soportar. Si, en Londres, en Nueva York y en Moscú, todos fueran exterminados, el mundo podría, en el transcurso de unos pocos siglos, recobrarse del golpe. Pero ahora sabemos, especialmente desde la prueba de Bikini, que las bombas de hidrógeno pueden propagar, gradualmente, la destrucción por una superficie mucho mayor de lo que se había supuesto. Se ha establecido, sobre bases muy firmes, que hoy puede ser fabricada una bomba 25.000 veces más potente que la que destruyó Hiroshima. Tal bomba, al estallar cerca del suelo o bajo el agua, envía partículas radiactivas a la atmósfera. Después, éstas van cayendo lentamente y alcanzan la superficie de la Tierra en forma de terrible polvo o lluvia mortal. Fue este polvo radiactivo el que contaminó a los pescadores japoneses y a su pesca, a pesar de que estaban fuera de lo que los técnicos americanos creían ser la zona de peligro. Nadie sabe hasta dónde se pueden propagar semejantes partículas radiactivas y letales; pero las mejores autoridades en la materia afirman unánimemente que una guerra con bombas de hidrógeno es muy posible que terminase con la raza humana. Se teme que, si se emplearan muchas bombas de hidrógeno, sobrevendría la muerte universal (repentina, solamente para una afortunada minoría, puesto que la mayoría sufriría la lenta tortura de la enfermedad y la desintegración).
Ofreceré unos pocos ejemplos, entre muchos. Sir John Slessor, que puede hablar con autoridad sin igual, por sus experiencias en la guerra aérea, ha dicho: «Una guerra mundial, a estas alturas, sería un suicidio general»; y ha añadido: «Nunca ha tenido sentido, ni lo tendrá, el intento de abolir un arma de guerra cualquiera. Lo que tenemos que abolir es la guerra.» Lord Adrian, que es la principal autoridad inglesa en fisiología de los nervios, subrayaba recientemente lo mismo, en su alocución como presidente de la British Association. Decía: «Debemos enfrentarnos con la posibilidad de que las repetidas explosiones atómicas llevan a un grado general de radiactividad que nadie pueda tolerar y del que nadie pueda escapar»; y añadía: «A menos que estemos dispuestos a abandonar algunas de nuestras viejas adhesiones, podemos vernos obligados a intervenir en una lucha que podría acabar con la raza humana.» El Mariscal Jefe del Aire, sir Philip Joubert, ha dicho: «Con la aparición de la bomba de hidrógeno, parece que la raza humana ha llegado al punto en el que debe abandonar la guerra como prolongación de la política o aceptar la posibilidad de la destrucción total.» Podría seguir citando opiniones semejantes, indefinidamente. Muchas advertencias han sido expresadas por eminentes hombres de ciencia y por autoridades en estrategia militar. Ninguno de ellos dice que sean seguras las peores consecuencias. Lo que sí dice es que esas consecuencias son posibles y que nadie puede estar seguro de que no se realizarán. No he percibido que las opiniones de esos técnicos dependieran, en lo mínimo, de sus opiniones políticas o de sus principios. Dependen únicamente, según lo que han demostrado mis indagaciones, de la amplitud de los conocimientos de cada técnico en particular. He podido percibir que, cuanto más saben esos hombres, tanto más sombrías son sus opiniones.
El problema inevitable y absoluto
Aquí, pues, llego al problema que planteo a todos ustedes, el problema absoluto, terrible e inevitable: ¿Terminaremos con la raza humana o renunciará la humanidad a la guerra? La gente no se enfrenta con esta alternativa porque la abolición de la guerra es difícil. La abolición de la guerra exigiría limitaciones poco agradables de la soberanía nacional. Pero lo que quizá impida que se comprenda la situación en mayor grado que cualquier otro obstáculo, es el que el término «humanidad» parece vago y abstracto. La gente difícilmente se imagina que el peligro lo corre ella misma, y sus hijos, y sus nietos, y no solo una humanidad vagamente concebida por ¡la imaginación. Y, por eso, esperan que, quizá, la guerra puede seguir existiendo, con tal que las armas modernas sean prohibidas. Temo que esa esperanza sea ilusoria. Cualquier acuerdo para no utilizar las bombas de hidrógeno, conseguido en época de paz, no sería considerado obligatorio ya en épocas de guerra, y los dos bandos se pondrían a fabricar bombas de hidrógeno en cuanto estallase la guerra, pues si un bando fabricase las bombas y el otro no, el que lo hiciese obtendría irremediablemente la victoria.
A ambos lados del telón de acero, hay obstáculos políticos para subrayar el carácter destructivo de la guerra futura. Si cualquiera de los dos antagonistas anunciara que no recurriría a la guerra por nada del mundo, estaría diplomáticamente a merced del otro. Cada parte, en defensa propia, tiene que seguir diciendo que hay provocaciones que no soportará. Cada una puede ansiar un acuerdo, pero ninguna de ellas se atreverá a manifestar, de modo convincente, ese deseo ardiente. La situación es análoga a la de los duelistas de otros tiempos.
Sin duda, con frecuencia, ocurriría que ambos duelistas temieran la muerte y desearan un arreglo; pero ninguno podía decirlo, puesto que, si lo hubiera hecho, habría sido tenido por cobarde. La única esperanza, en tales casos, consistía en la intervención de amigos de ambas partes que sugerían un arreglo, al que se acogían éstas simultáneamente. Esto constituye una analogía exacta de la situación actual de los protagonistas que se encuentran a cada lado del telón de acero. Si ha de llegarse a un acuerdo que haga la guerra improbable, tendrá que ser por los amistosos oficios de los neutrales, que pueden hablar de los desastrosos efectos de la guerra sin correr el riesgo de ser acusados de abogar por una política de «apaciguamiento». Los neutrales tienen perfecto derecho, incluso desde el punto de vista más estrecho de su propio interés, de hacer cuanto esté en su mano para impedir el estallido de una guerra mundial, pues, si tal guerra estallase, es muy probable que todos los habitantes de los países neutrales, junto con el resto de la humanidad, pereciesen. Si yo estuviese al frente del gobierno de un país neutral consideraría, ciertamente, que mi deber más importante era el de procurar que mi país continuara teniendo habitantes, y llegaría a la conclusión de que la única manera de conseguir esa probabilidad habría de consistir en promover alguna especie de arreglo entre las potencias que se enfrentan a uno y otro lado del telón de acero. Personalmente, no soy, como es natural, neutral en mis preferencias, y no desearía que el peligro de guerra se alejase gracias a la sumisión abyecta del Occidente. Pero, como ser humano, tengo que recordar que, si el conflicto entre el Este y el Oeste ha de resolverse de alguna forma que proporcione satisfacción a todos, comunistas o anticomunistas asiáticos, europeos o americanos, blancos o negros, esa forma no debe ser la guerra. Quisiera que esto fuera entendido en los dos lados del telón de acero. No es bastante, en modo alguno, que se entienda solamente en uno de los lados. Creo que los neutrales, puesto que no se encuentran en nuestro trágico dilema, pueden, si quieren, llevar a cabo esa labor en los dos bandos. Me gustaría ver a una o más potencias neutrales nombrando una comisión de técnicos, todos ellos neutrales, para que redactase un informe de los efectos destructores que se derivarían de una guerra con bombas de hidrógeno, no sólo para los beligerantes, sino también para los neutrales. Quisiera que ese informe fuera presentado a los gobiernos de todas las grandes potencias, con una invitación para que expresasen su acuerdo o su desacuerdo con las conclusiones que de él se derivasen. Me parece posible que, de este modo, todas las grandes potencias se pongan de acuerdo en aceptar el hecho de que una guerra mundial ya no serviría a los propósitos de cualesquiera de ellas, puesto que es susceptible de exterminar a amigos y enemigos y, por añadidura, a los neutrales.
Según las estimaciones geológicas, el hombre existe sólo desde hace muy poco tiempo (un millón de años, cuanto más). Lo que ha conseguido, en especial durante los últimos seis mil años, es algo completamente nuevo en la historia del cosmos, o por lo menos, de lo que sabemos de él. Durante incontables edades el sol ha salido y se ha puesto, la luna ha crecido y ha menguado, las estrellas han brillado en la noche; pero todo ello sólo se ha comprendido con la llegada del hombre. En el gran mundo de la astronomía y en el pequeño mundo del átomo, el hombre ha descubierto secretos que habrían parecido imposibles de descubrir.
En arte, en literatura y en religión, algunos hombres han demostrado una sublimidad de sentimientos que hacen a la especie digna de conservarse. ¿Debe terminarse todo eso en un horror trivial, porque existan muy pocos capaces de pensar en el hombre, con preferencia a este o a aquel grupo de hombres? ¿Está nuestra raza tan desprovista de sabiduría, es tan incapaz de sentir un amor imparcial, es tan ciega para los dictados más simples del instinto de la conservación, /para que la última prueba de su estúpida inteligencia sea la exterminación de toda vida en nuestro planeta? Pues no serán sólo los hombres los que perecerán, sino también los animales, a los que nadie puede acusar de comunismo o de anticomunismo.
No puedo creer que éste deba ser el fin. Quisiera que los hombres olvidasen sus querellas durante algunos momentos, y reflexionasen en que, si se conceden a sí mismos la supervivencia, hay toda clase de razones para esperar que los triunfos del futuro superen inconmensurablemente a los triunfos del pasado. Ante nosotros existe la posibilidad, si la elegimos, del progreso continuo en felicidad, en conocimientos y en sabiduría. ¿Elegiremos, en lugar de ella, la muerte, porque no seamos capaces de olvidar nuestras querellas? Llamo, como ser humano, a los seres humanos: recordad vuestra humanidad y olvidad el resto. Si podéis hacerlo, se abre el camino hacia un nuevo paraíso; si no, ante nosotros sólo queda la muerte universal.
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