
"Es viviendo —no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto a superarlos— la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz."
Por: Paulo Freire
Me gustaría dejar bien claro que las cualidades de las que voy a hablar y que me parecen indispensables para las educadoras y para los educadores progresistas son predicados que se van generando con la práctica. Más aún, son generados de manera coherente con la opción política de naturaleza crítica del educador. Por esto mismo, las cualidades de las que hablaré no son algo con lo que nacemos o que encarnamos por decreto o recibimos de regalo. Por otro lado, al ser alineadas en este texto no quiero atribuirles ningún juicio de valor por el orden en el que aparecen. Todas ellas son necesarias para la práctica educativa progresista.
La humildad como fundamento
Comenzaré por la humildad, que de ningún modo significa falta de respeto hacia nosotros mismos, ánimo acomodaticio o cobardía. Al contrario, la humildad exige valentía, confianza en nosotros mismos, respeto hacia nosotros mismos y hacia los demás.
La humildad nos ayuda a reconocer esta sentencia obvia: nadie lo sabe todo, nadie lo ignora todo. Todos sabemos algo, todos ignoramos algo. Sin humildad, difícilmente escucharemos a alguien al que consideramos demasiado alejado de nuestro nivel de competencia. Pero la humildad que nos hace escuchar a aquel considerado como menos competente que nosotros no es un acto de condescendencia de nuestra parte o un comportamiento de quien paga una promesa hecha con fervor: «Prometo a Santa Lucía que si el problema de mis ojos no es algo serio voy a escuchar con atención a los rudos e ignorantes padres de mis alumnos». No, no se trata de eso. Escuchar con atención a quien nos busca, sin importar su nivel intelectual, es un deber humano y un gusto democrático nada elitista.
Amorosidad y valentía
Pero es preciso sumar otra cualidad a la humildad con que la maestra actúa y se relaciona con sus alumnos, y esta cualidad es la amorosidad sin la cual su trabajo pierde el significado. Y amorosidad no sólo para los alumnos sino para el propio proceso de enseñar. Debo confesar, sin ninguna duda, que no creo que sin una especie de «amor armado», como diría el poeta Tiago de Melo, la educadora o el educador puedan sobrevivir a las negatividades de su quehacer.
Pero sucede que la amorosidad de la que hablo, el sueño por el que peleo y para cuya realización me preparo permanentemente, exigen que yo invente en mí, en mi experiencia social, otra cualidad: la valentía de luchar al lado de la valentía de amar. La valentía como virtud no es algo que se encuentre fuera de mí mismo. Como superación de mi miedo, ella lo implica.
Tolerancia y decisión
Otra virtud es la tolerancia. Sin ella es imposible realizar un trabajo pedagógico serio, sin ella es inviable una experiencia democrática auténtica; sin ella, la práctica educativa progresista se desdice. La tolerancia, sin embargo, no es una posición irresponsable de quien juega el juego del «hagamos de cuenta».
Me gustaría ahora agrupar la decisión, la seguridad, la tensión entre la paciencia y la impaciencia y la alegría de vivir como cualidades que deben ser cultivadas por nosotros si somos educadores y educadoras progresistas. La capacidad de decisión de la educadora o del educador es absolutamente necesaria en su trabajo formador. Es probando su habilitación para decidir como la educadora enseña la difícil virtud de la decisión.
Existe otra cualidad fundamental que no puede faltarle a la educadora progresista y que exige de ella la sabiduría con la que debe entregarse a la experiencia de vivir la tensión entre la paciencia y la impaciencia. Ni la paciencia por sí sola ni la impaciencia solitaria. La paciencia por sí sola puede llevar a la educadora a posiciones de acomodación, de espontaneísmo, con lo que niega su sueño democrático.
Me parece importante, reconociendo que las reflexiones sobre las cualidades son incompletas, discutir un poco sobre la alegría de vivir, como una virtud fundamental para la práctica educativa democrática. Es dándome por completo a la vida y no a la muerte —lo que ciertamente no significa, por un lado, negar la muerte, ni por el otro mitificar la vida— como me entrego, con libertad, a la alegría de vivir.
Es viviendo —no importa si con deslices o incoherencias, pero sí dispuesto a superarlos— la humildad, la amorosidad, la valentía, la tolerancia, la competencia, la capacidad de decidir, la seguridad, la ética, la justicia, la tensión entre la paciencia y la impaciencia, la parsimonia verbal, como contribuyo a crear la escuela alegre, a forjar la escuela feliz. La escuela que es aventura, que marcha, que no le tiene miedo al riesgo y que por eso mismo se niega a la inmovilidad.
Realmente, la solución más fácil para enfrentar los obstáculos, la falta de respeto del poder público, el arbitrio de la autoridad antidemocrática es la acomodación fatalista en la que muchos de nosotros nos instalamos. «¿Qué puedo hacer, si siempre ha sido así? Me llamen maestra o me llamen tía continúo siendo mal pagada, desconsiderada, desatendida. Pues que así sea». Ésta en realidad es la posición más cómoda, pero también es la posición de quien renuncia a la lucha, a la historia.
Por eso no veo otra salida que no sea la de la unidad en la diversidad de intereses no antagónicos de los educadores y de las educadoras en defensa de sus derechos. Derecho a su libertad docente, derecho a hablar, derecho a mejores condiciones de trabajo pedagógico, derecho a un tiempo libre remunerado para dedicarse a su permanente capacitación, derecho a ser coherente, derecho a criticar a las autoridades sin miedo de ser castigadas —a lo que corresponde el deber de responsabilizarse por la veracidad de sus críticas—, derecho a tener el deber de ser serios, coherentes, a no mentir para sobrevivir.
Es preciso que luchemos para que estos derechos sean, más que reconocidos, respetados y encarnados. A veces es preciso que luchemos junto al sindicato y a veces contra él si su dirigencia es sectaria, de derecha o de izquierda. Pero a veces también es preciso que luchemos como administración progresista contra las rabias endemoniadas de los retrógrados, de los tradicionalistas —entre los cuales algunos se juzgan progresistas— y de los neoliberales, para quienes la historia terminó en ellos.