
No hay revolución posible sin amor Hildegard a Aurora
Por: Jordi Mat Amorós
A finales de la década de los 70 del siglo pasado el gran Fernando Fernán Gómez dirigió Mi hija Hildegart, película que vi siendo entonces adolescente y que me impresionó profundamente. Me impresionó la espeluznante historia real retratada de una madre culta que asesinó a su muy brillante alumna e hija adolescente –famosa por sus revolucionarios escritos- al saber que esta iba a liberarse de su yugoLos hechos ocurrieron durante la esperanzadora Segunda República española y tuvieron entonces una gran repercusión social; pero con la dictadura franquista, la insigne figura de Hildegart –como tantas personas luchadoras comprometidas- fue postergada al oscuro pozo del olvido.
En La virgen roja (2024) Paula Ortiz transforma la tragedia materno-filial en un elaborado relato que es mezcla de oscuro thriller, documento político-histórico, debate filosófico-trascendental y asimismo hipnótico drama psicológico. Una película excelente que destaca por su guion, su puesta en escena, su fotografía y por las impresionantes interpretaciones de Najwa Nimri (Aurora, la madre) y Alba Planas (Hildegart).
Blanco y negro
Pese a que la película es de una acertadísima fotografía en color a menudo nos transmite una atmósfera de inquietante blanco y negro. Ese blanco y negro propio de los tiempos retratados y asimismo el blanco-negro de los opuestos luz-oscuridad que la pareja protagonista encarnan.
En efecto, Aurora -y pese a su nombre- es una mujer que iremos descubriendo como muy oscura; por el contrario su en principio dócil alumna e hija única Hildegart en todo momento desborda luz. Pero dado que la madre/maestra lo domina todo en su desequilibrada relación –que como ella misma acabará confesando es la de una mujer creadora y su obra femenina humana- su negrura identitaria se impone.
En este sentido es potente la escena en la que las vemos juntas –siempre lo están por férrea voluntad materna- en una de sus pocas salidas entre el público de una competición tenística, ellas dos en un día radiante vestidas de negro rotundo en simbólico contraste a las gamas blancas de la gente.
Pero pese a la imposición y conforme Hildegart va dejando de ser niña la oposición de estas mujeres que viven solas se refleja cada vez con más fuerza en sus gestos y especialmente en sus miradas. Viven solas con la única compañía de su fiel asistenta Macarena; nunca hubo hombres ni los habrán porque en la madre anida un odio profundo al género masculino que la hija niña asumió forzada. Un odio muy negro que se exterioriza en una canción que ellas dos cantaban juntas:
“No sufráis niñas, no sufráis / Que el hombre es un farsante / Un pie en la tierra, otro en el mar / Jamás será constante / ¿Por qué sufrir? / Dejadles ir y disfrutad la vida”.
Feminismos
Aurora sólo necesitó en un momento dado a un hombre para quedar embarazada, hombre que escogió expresamente con hábito eclesial para que nunca pudiera reclamar estar con Hildegart.
Esa mujer radical y planificadora se presenta a sí misma al principio de la película como de gran bagaje intelectual afirmando creer firmemente en los postulados de una pseudociencia llamada eugenesia entonces en boga. La eugenesia defiende la mejora de los rasgos hereditarios humanos actuando a nivel social, peligrosísimas ideas de manipulación humana que también adoptaron los nazis para eliminar razas y sujetos considerados inferiores.
En base a la eugenesia, Aurora elabora su “proyecto Hildegart” como un experimento de gran calado cuyo fin es instaurar una nueva sociedad “superior” gracias al nacimiento de una “súper mujer” (utilizando el lenguaje de Nietzsche que fue uno de sus referentes manipulados). Aurora proyectó en su obra todo su odio al hombre pretendiendo que Hildegart fuera esa “súper mujer” que liderara un feminismo radical que lejos de buscar la igualdad pretendiera resarcir a las mujeres “venciendo” al “enemigo” hombres.
En este sentido es revelador el singular nombre que escogió para su hija, porque como explica Hildegart la madre creyó que significaba “Jardín de la sabiduría” cuando en realidad ella –en su afán de saber más allá de los límites maternos- averiguó que proviene de la fusión de dos vocablos Hilde y Gart que en alemán antiguo significan respectivamente batalla y jardín lo que deriva en un sintomático “Jardín de la batalla”.
Pero la Hildegart adolescente que escribe exitosos ensayos y es aplaudida en los foros intelectuales y políticos no está por la labor de considerar a los hombres como enemigos. No en vano su primer libro se titula Sexo y amor, la suya es una reivindicación de la mujer en un mundo de tradición patriarcal con el fin de llegar a la igualdad de géneros respetando/abrazando las diferencias.
Cabe tener presente que todo ocurría en un momento de esperanzadores cambios sociales gracias al establecimiento de la República. Y para que esos cambios fueran reales era necesario contar plenamente con las mujeres.
Ortiz retrata lúcidamente cómo de machista fue la sociedad de hace tan sólo un siglo. Son muchas las evidencias que se nos muestran de esa nefasta forma de entender y obrar, destacaré dos: las bochornosas pintadas que califican de brujas y otras sandeces a madre e hija en el rellano de su vivienda y el “detalle” simbólico de que en la sede del entonces revolucionario Partido Socialista no hubiesen aseos para mujeres.
Eran tiempos –y lamentablemente son aún tiempos pese a los avances- que requerían/requieren una pedagogía humana realmente feminista que despierte o sacuda conciencias parapetadas en tradiciones obsoletas de dominación de la mujer, de dominación de la naturaleza femenina tanto en las mujeres como en los hombres. Pedagogía –y no imposición sectaria- cuyo objetivo principal sea mejorar la vida de la comunidad integrando los distintos géneros y las ricas diferencias personales desde el respeto mutuo. Porque necesitamos una revolución real inclusiva –y no el histórico devastador “corta cabezas”- que como ya Hildegart sabiamente apuntaba sólo es posible desde el auténtico amor.
La última noche
Así se lo expresa a su “no madre” en lo que lamentablemente será su última noche de vida. En la que a mi entender es la mejor escena de la película, Hildegart llega tarde a casa después de salir a escondidas por segunda vez con un joven al que ama y con el que se siente amada.
Debaten las dos en la mesa del comedor en la que Aurora va cenando sola con su habitual frialdad y mirada oscura mientras la observa una Hildegart desafiante con ojos llorosos. Aurora asegura que no tiene derecho a ser libre porque todo proyecto requiere sacrificios, y se nos muestra cómo aún la ve como una niña pequeña dócil a la que puede manejar a su antojo.
Pero Hildegart ya no es una niña sumisa, y dolida le dice a esa mujer pétrea la verdad que no quiere aceptar: que no sabe lo que es el amor y que los hombres no son los enemigos de las mujeres añadiendo que niega la humanidad y en ese negar no sólo carga contra los hombres sino que también contra las mujeres “odias que sintamos y no hay revolución posible sin amor”, concluye.
Aurora afirma que el amor las esclaviza pero la joven le espeta que se comporta como un hombre machista que pretende poseer a las mujeres, así ha actuado realmente con ella. Y concluye con un contundente y liberador “las mujeres no somos de nadie, yo no soy de nadie”.
El patético “eres mía” con el que Aurora la responde provoca la sentencia final de una Hildegart que ya se ha levantado de la mesa “materna” donde estudió de niña: “a partir de ahora soy libre”. Ortiz nos muestra cómo simbólicamente cae la cabeza de una escultura blanca luz que previamente habíamos visto resquebrajarse en cada avance liberatorio de Hildegart o la imagen del desmoronamiento del más que egoísta proyecto de una Aurora que como explicará al final de la película sentía en sí misma “la unión del escultor con su obra quien tras descubrir la mínima imperfección la destruye”.
En efecto, será la última noche para Hildegart porque Aurora la asesina en su falta absoluta de amor y lo hace con tres certeros disparos a los centros simbólicos que ella asociaba a pensadores de referencia: su sexo (Freud), su corazón (Nietzsche) y por último su cabeza (Marx).
La llorará y mucho el pueblo; se nos muestra como acuden multitud de hombres y mujeres al impresionante cortejo fúnebre de la bautizada como “la virgen roja” un referente humano que merece ser entendido en profundidad y recordado siempre, ese es el mayor valor de la película. En este sentido mención especial a la espléndida canción de fondo cuyo estribillo es invocación: “la niña cuyos sueños son tan altos que van más allá del cielo. Quien cerró tus ojitos no llegará a detenerlos”.
En ese emotivo cortejo, personajes que ayudaron a Aurora: el director del periódico que la dio a conocer y publicó sus escritos, el joven político que la amó y que ella amó y especialmente Macarena con la que encontró ese calor de hogar que Aurora nunca supo/quiso darle.
Macarena, una mujer maltratada por “su” hombre –como tantísimas en esa época- y que creía en el amor. Se apoyaba para subsistir en la lectura de textos de amor romántico como el titulado sintomáticamente Eternamente juntos que Hildegart rescataría de la basura de la cocina donde Aurora lo tiró tras despedirla por su apoyo a sus amoríos.
En esa cocina –simbólico centro del alimento y el calor del hogar- hablaban la joven y Macarena. En esa cocina se fraguó el plan para que Hildegart saliera su primera noche de libertad amorosa vestida rojo fuego pasión, una prenda que le facilitó esa mujer humilde que sí la amaba de corazón.
A modo de conclusión y a propósito del latir de La virgen roja, un bellísimo poema de otra gran mujer, la barcelonesa Elisabeth Mulder:
Roja, toda roja vi siempre la vida;
como una inmensa hoguera
donde quemaba bien
mi corazón, rojo también
Todo rojo el camino,
todo rojo el sendero
a seguir
y el día a vivir
Y rojo el mundo entero
Rojo de amor
Y de dolor y de horror...
En este vasto incendio
(brasa, flama, carbunclo),
que todo centelleante apareció
en esa luminaria,
¿Qué habría de ser yo
sino una llama viva?