"El deseo no es un chico bueno y alegre; al contrario, puede retorcerse, cerrarse sobre sí mismo y acabar produciendo efectos de violencia, destrucción, barbarie." —Franco Berardi
Entonces leí Una tomba per Edipo. Psicoanalisi e trasversalità publicado por Bertani, y me inspiró un acto de locura. El coronel de la clínica psiquiátrica me reconoció como demente y así conseguí volver a casa.
A partir de ese momento, pasé a considerar a Félix Guattari como un amigo cuyas sugerencias pueden ayudarle a uno a escapar de cualquier tipo de cuartel.
En 1975 publiqué el primer número de una revista llamada A/traverso, que traducía conceptos esquizoanalíticos al lenguaje del movimiento de estudiantes y de jóvenes trabajadores llamado Autonomía.
En 1976, con un grupo de amigos, empecé a emitir en la primera radio libre italiana, Radio Alice. La policía intervino para cerrar la radio durante los tres días de revuelta estudiantil en Bolonia, tras el asesinato de Francesco Lorusso.
El movimiento de Bolonia de 1977 utilizó la expresión «autonomía deseante», y el pequeño grupo de editores de radio y revistas se autodenominaron»transversales».
La referencia al postestructuralismo fue explícita en las declaraciones públicas, en los panfletos, en las consignas de la primavera del 77.
Habíamos leído El Anti-Edipo, no entendíamos gran cosa, pero una palabra nos había llamado la atención: la palabra «deseo».
Entendimos bien este punto: el motor del proceso de subjetivación es el deseo. Debemos dejar de pensar en términos de «sujeto», debemos olvidar a Hegel y toda la concepción de la subjetividad como algo empaquetado de antemano que simplemente habría que organizar. No hay sujeto, hay corrientes de deseo que fluyen a través de organismos que son a la vez biológicos, sociales y sexuales. Y conscientes, por supuesto. Pero la conciencia no es algo que pueda considerarse puro, indeterminado. La conciencia no existe sin el trabajo incesante del inconsciente, de este laboratorio que no es un teatro porque allí no se representa una tragedia ya escrita, sino una tragedia atravesada por corrientes de deseo que escribimos y reescribimos sin cesar.
Por otra parte, el concepto de deseo no puede reducirse a una tensión siempre positiva. El concepto de deseo sirve de clave para explicar las oleadas de solidaridad social y las oleadas de agresión, para explicar las explosiones de ira y el endurecimiento de la identidad.
En resumen, el deseo no es un chico bueno y alegre; al contrario, puede retorcerse, cerrarse sobre sí mismo y acabar produciendo efectos de violencia, destrucción, barbarie.
El deseo es el factor de intensidad en la relación con el otro, pero esta intensidad puede ir en direcciones muy diferentes e incluso contradictorias.
Guattari también habla de ritornelli [estribillos], para definir concatenaciones semióticas capaces de relacionarse con el entorno. El ritornello es una vibración cuya intensidad puede concatenarse con la intensidad de tal o cual sistema de signos, es decir, de estímulos psicosemióticos.
El deseo es la percepción de un ritornello que producimos para captar las líneas de estimulación procedentes de lo otro (un cuerpo, una palabra, una imagen, una situación) y para tejer una red con estas líneas.
Del mismo modo, la avispa y la orquídea, dos entidades que no tienen nada que ver entre sí, pueden producir efectos útiles la una para la otra.
El deseo no es un dato natural, sino una intensidad que cambia según las condiciones antropológicas, tecnológicas y sociales.
Por una reconfiguración del deseo
Se trata, pues, de problematizar el concepto de deseo en el contexto de la época actual, una época que puede definirse por la aceleración neoliberal y la aceleración digital.
La economía neoliberal ha acelerado el ritmo de explotación del trabajo, especialmente del trabajo cognitivo, la tecnología digital conectiva ha acelerado la circulación de la información y, en consecuencia, ha intensificado hasta el extremo el ritmo de la estimulación semiótica, que es, al mismo tiempo, estimulación nerviosa.
Esta doble aceleración es el origen y la causa de la intensificación de la productividad que ha hecho posible el aumento de los beneficios y la acumulación de capital, pero también es el origen y la causa de la sobreexplotación del organismo humano, en particular del cerebro.
Por lo tanto, tenemos la tarea de distinguir los efectos que esta sobreexplotación ha producido en el equilibrio psíquico y la sensibilidad de los seres humanos como individuos, pero sobre todo como colectividades.
En particular, se trata de reflexionar sobre la mutación que ha afectado al deseo, teniendo en cuenta el trauma que la experiencia de la pandemia ha producido en el psiquismo colectivo. Puede que el virus se haya disuelto, que la infección se haya curado, pero el trauma no desaparece de la noche a la mañana, hace su trabajo. Y el trabajo del trauma se manifiesta en una especie de sensibilización fóbica al cuerpo del otro, especialmente a la piel, los labios, el sexo.
Durante las dos décadas del nuevo siglo, diversas investigaciones han demostrado que la sexualidad está cambiando de forma profunda, y el shock vírico no ha hecho sino reforzar esta tendencia que hunde sus raíces en la transformación tecno-antropológica de los últimos treinta años.
En el libro I-Gen (Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy-and Completely Unprepared for Adulthood-and What That Means for the Rest of Us? [2017]), Jean Twenge analiza la relación entre la tecnología conectiva y los cambios en el comportamiento psíquico y afectivo de las generaciones que se han formado en un entorno tecno-cognitivo de carácter numérico y conectivo.
Tengo por costumbre definir a los humanos que vinieron al mundo después del cambio de siglo como la generación que aprendió más palabras de una máquina que de la voz singular de un ser humano.
En mi opinión, esta definición es útil para comprender la profundidad de la mutación que estamos analizando: sabemos por Freud que el acceso al lenguaje no puede entenderse sin la dimensión afectiva.
Tampoco debemos olvidar lo que escribe Agamben en su libro El lenguaje y la muerte: la voz es el punto de encuentro entre la carne y el sentido, entre el cuerpo y el significado. La filósofa feminista Luisa Muraro, además, sugiere que el aprendizaje del significado está vinculado a la confianza del niño en su madre. Creo que una palabra significa lo que significa porque mi madre me lo dijo, estableció una relación entre el objeto percibido y un concepto que lo significa.
El fundamento psíquico de la atribución de sentido se basa en este acto primordial de reparto afectivo, de co-evolución cognitiva que garantiza la vibración singular de una voz, de un cuerpo, de una sensibilidad.
Pero entonces, ¿qué ocurre cuando la voz singular de la madre (o de otro ser humano, poco importa) es sustituida por una máquina?
El sentido del mundo se sustituye entonces por la funcionalidad de los signos que permiten obtener resultados operativos, a partir de la recepción e interpretación de signos desprovistos de toda profundidad afectiva y, por tanto, de toda certeza íntima.
El concepto de precariedad muestra aquí su sentido psicológico y cognitivo como fragilización y des-erotización de la relación con el mundo.
El erotismo como intensidad carnal de la experiencia y el deseo en su relación (no exhaustiva) con el erotismo entran en disputa.