El caso Eichmann y los alemanes | por Hannah Arendt





"La diferencia entre quien realmente ha colaborado en la masacre de cientos de miles de personas y quien simplemente ha callado y vivido oculto, se convierte en una insignificante cuestión de grado. Y a mí esto me parece intolerable." Hannah Arendt

Transcripciòn de «Der Fall Eichmann und die Deutschen. Ein Gespräch mit Thilo Koch», (El caso Eichmann y los alemanes. Una conversación con Thilo Koch) tomado de Gespräche mit Hannah Arendt, cd. de A. Reif, Piper, München, 1976, pp. 35-40. La entrevista fue grabada en Nueva York el 24 de enero de 1964 para la serie «Panorama». Motivo de la misma fueron los duros ataques que recibió Hannah Arendt debido a su libro Eichmann in Jerusalem, aparecido en 1963 (n.o 170).

 

Thilo Kocb: ¿Cuáles son las tesis de su controvertido libro sobre Eichmann. 

Hannah Arendt: El libro en realidad no contiene tesis. Es un reportaje en el que se exponen todos los hechos que se trataron en el proceso de Jerusalén. Durante las discusiones, tanto la fiscalía como la defensa sostuvieron ciertas tesis, de las que he informado, y luego se ha dicho que eran mis propias tesis —por ejemplo, la idea de que Eichmann era solo una tuerca en un engranaje, o de que los judíos hubieran podido ofrecer resistencia—. Por lo que hace a esta última, me he pronunciado expresamente en contra, y en lo referente a la teoría de la tuerca, me he limitado a informar de que Eichmann no compartía la opinión de su abogado defensor. Por desgracia, la polémica levantada en torno al libro se refiere en su mayor parte a hechos, no a ideas u opiniones; a hechos aderezados como teorías, para así privarlos de su condición de hechos. El eje del libro, como el del propio proceso, es la persona del acusado. Mientras se discutía su culpabilidad, salió a la luz todo el colapso moral acontecido en el corazón de Europa, en toda su terrible realidad. Esta realidad se puede eludir de las más diversas maneras: negándola, reaccionando frente a ella con patéticas confesiones de culpa, que a nada comprometen y en las que desaparece su carácter específico, hablando de culpa colectiva del pueblo alemán, o afirmando que lo que sucedió en Auschwitz es solo consecuencia del inveterado odio antijudío, con lo que se trataría del mayor pogromo de todos los tiempos.

T. K.: Entonces, lo que se ha dado en llamar «el pasado no asumido de los judíos», ¿sería solo una pequeña parte de sus ideas en relación con el proceso de Jerusalén?  

H. A.: Ya que me pregunta usted por mis ideas, lo único que puedo decir es que ese «pasado no asumido de los judíos» no ha tenido en ellas, originariamente, papel alguno. Es algo que surgió durante el proceso, y yo he informado al respecto. Las actividades de Eichmann se realizaron en un contexto, no en el espacio vacío. Los funcionarios judíos eran parte de ese contexto. El mismo se refirió a ello muy en detalle, tanto en el proceso como en la entrevista previa que concedió al periodista nazi holandés Sassen en Argentina, sobre su trabajo conjunto con los funcionarios judíos. Como me he referido a estos hechos, se ha querido concluir que he pretendido ofrecer algo así como una exposición de la aniquilación del judaísmo europeo, en la que habría desempeñado un papel la propia actividad de los consejos judíos. Pero yo jamás he pretendido tal cosa. Mi libro es la crónica del proceso, no la exposición de dicha historia. Quien se proponga escribir la historia de estos tiempos no necesariamente elegirá como punto de partida el proceso contra Eichmann. Pero, volviendo a la parte judía del «pasado no asumido», debo decirle que solo en virtud de la extravagante campaña propagandística contra mi persona realizada por las organizaciones judías, cuyos efectos han rebasado con mucho los límites del mundo judío, he llegado a ver con claridad hasta qué punto este «pasado no asumido» resulta un grave problema no tanto en la conciencia del pueblo cuanto en la conciencia de la clase funcionarial judía y de lo que se ha dado en llamar, con razón, el «establishment judío». 

T. K.: ¿Cómo se ha podido llegar al malentendido de creer que su libro, su reportaje del proceso contra Eichmann contiene en realidad una disculpa o una banalización de los crímenes nacionalsocialistas? 

H. A: A mi modo de ver, aquí intervienen dos cosas: en primer lugar, una deformación maliciosa y, en segundo lugar, un auténtico malentendido. Nadie que haya leído mi libro puede afirmar que yo he-«disculpado» los crímenes del período nazi. Ha pasado lo mismo que con el libro de Hochhuth. Como Hochhuth ha criticado el punto de vista que Pacelli adopta sobre los años de la «solución final», se ha dicho que con ello disculpa a Hitler y a las SS, y que presenta a Pío XII como al auténtico culpable. Y se pretende montar una discusión sobre esta tesis absurda, que en realidad no ha sido sostenida por nadie y que resulta fácilmente desmontable. Exactamente lo mismo ocurre con una parte de la polémica en torno a mi libro sobre Eichmann. Se dice que yo he «disculpado» a Eichmann y se prueba la culpa de Eichmann —eso sí, las más de las veces recurriendo a citas tomadas de mi libro—. En el mundo Página 30 contemporáneo, la manipulación de opiniones se realiza mayoritariamente, como se sabe, recurriendo a los métodos del image making, esto es, arrojando al mundo determinadas imágenes que no solo no tienen nada que ver con la realidad, sino que con frecuencia solo sirven para ocultar ciertas realidades incómodas. Esto es precisamente lo que ha sucedido con el libro sobre Eichmann, y con un éxito considerable. Una buena parte de la discusión que usted conoce, tanto aquí como en América, no admite ni siquiera réplica, por el simple hecho de que gira en torno a un libro que nadie ha escrito. Y ahora en lo que respecta al auténtico malentendido. El subtitulo «De la banalidad del mal» ha sido realmente malinterpretado de mil maneras. Nada más lejos de mi intención que trivializar la mayor desgracia de nuestro siglo. Pero lo banal no tiene por qué ser ni una bagatela ni algo que suceda a menudo. Yo puedo hallar que una idea o un sentimiento es banal aun cuando nadie haya expresado todavía nada semejante o sus consecuencias conduzcan a una catástrofe. Así fue como, por ejemplo, Tocqueville reaccionó a mediados del siglo pasado frente a las teorías racistas de Gobineau, que entonces eran verdaderamente originales, pero al mismo tiempo «perniciosas» y superficiales. Se trataba de una desgracia cargada de consecuencias. ¿Pero acaso por ello estaba también, cargada de significado? Como usted sabe, se ha intentado repetidamente rastrear el nacionalsocialismo en las profundidades del pasado intelectual alemán e incluso europeo en su conjunto. Considero que estos intentos son erróneos y también perniciosos, porque eliminan, a fuerza de tanto discutir, el rasgo auténticamente destacado del fenómeno, que es su abismal falta de nivel. Que algo pueda, por así decir, surgir del arroyo, sin la más mínima profundidad, y que, con todo, llegue a ejercer un poder sobre casi todos los seres humanos, ahí está justamente lo temible del fenómeno. 

T. K.: ¿Por ello considera usted tan importante despojar al caso Eichmann y al propio Eichmann de todo componente demoníaco? 

H. A.: No creo haber sido yo quien ha despojado a Eichmann de todo componente demoníaco. Él mismo se encargó de hacerlo, y tan a conciencia que llegó a rozar los límites de lo verdaderamente grotesco. Lo único que he pretendido ha sido llamar la atención sobre cómo se presenta lo «demoníaco» cuando uno lo contempla de cerca. Yo misma he aprendido mucho de todo esto y estoy realmente convencida de que sería importante que también otros aprendieran. Es precisamente el carácter supuestamente demoníaco del mal, que puede invocar ya incluso la leyenda de Lucifer, el ángel caído, lo que ejerce tan extraordinaria fuerza de atracción sobre los seres humanos (quizá podría recordarle los versos de Stefan George en su poema titulado «Der Tater»: Quien nunca ha calibrado el lugar en que clavar el puñal en su hermano / ¡Qué débil es su vida, y qué frágil su pensamiento!). El hecho mismo de que los criminales no actuaran movidos por los impulsos malvados y asesinos que todos conocemos (no mataban por matar, sino porque así lo exigía su carrera profesional) nos ha llevado a todos a demonizar la desgracia, para descubrir en ella un significado histórico. Y concedo que resulta más fácil asumir que uno ha sido víctima de un demonio en figura humana o, tal como pretendía el fiscal del caso Eichmann, de una ley histórica existente desde los tiempos del Faraón y Hamán, esto es, víctima de un principio metafísico, que no víctima de un fulano cualquiera, que ni siquiera está loco o es especialmente mala persona. Lo que nos cuesta asumir del pasado no es el número de víctimas, sino la vulgaridad misma de esos asesinos en masa que ni siquiera tienen conciencia de su culpa, así como la estúpida mediocridad de sus denominados «ideales»: «Abusaron de nuestro idealismo», se oye todavía hoy decir, de vez en cuando, a antiguos nazis que se habían figurado algo mejor. Sí, desde luego, pero, de todos modos ¡qué cosa más triste fueron siempre esos ideales! 

T. K.: ¿De qué manera podría contribuir su libro, que se publica ahora en Alemania, a hacernos asumir a nosotros, los alemanes de 1964, el pasado nazi del período 1933-1945? 

H. A.: Me siento incapaz de responder a esa pregunta. Pero, en cualquier caso, puedo referirme a algo que me intranquiliza desde hace ya tiempo, en concreto desde 1949, cuando volví por primera vez a Alemania. He podido comprobar que todos esos alemanes que en su vida han cometido la más mínima injusticia no dejan de encarecer lo culpables que se sienten, pero cuando encuentras a un antiguo nazi, te das de bruces con la conciencia más limpia del mundo —incluso cuando no te miente descaradamente y resulta que su buena conciencia es solo una estrategia de camuflaje. En los primeros años de la posguerra, yo interpretaba todas estas confesiones globales de culpa en el sentido de las magníficas palabras que Jaspers pronunció inmediatamente después de la derrota: «Somos culpables de seguir vivos». Pero después, y debido sobre todo a la despreocupación realmente sorprendente con la que, hasta la captura de Eichmann, la gente ha asimilado la idea de que «hay asesinos entre nosotros», sin procesarlos e incluso permitiéndoles de diversas maneras proseguir tranquilamente su carrera (ahora, por supuesto, ya sin asesinar ni matar), como si no hubiera sucedido nada o prácticamente nada —una vez, digo, que todo esto ha aflorado en los últimos años, empiezo a sentir reparos sobre esas confesiones de culpa de los inocentes—. Precisamente esas confesiones han servido, de múltiples maneras, para encubrir a los culpables. Allí donde todos gritan su culpabilidad ya no resulta posible descubrir los crímenes realmente cometidos. Entonces, la diferencia entre quien realmente ha colaborado en la masacre de cientos de miles de personas y quien simplemente ha callado y vivido oculto, se convierte en una insignificante cuestión de grado. Y a mí esto me parece intolerable. Y a esa misma categoría de lo intolerable pertenece también, a mi modo de ver, todo eso que últimamente se dice sobre «lo que de Eichmann hay en nosotros». Como si uno, por el mero hecho de pertenecer a la especie humana, debiera portar inevitablemente un «Eichmann» dentro de sí. Lo mismo puede decirse de las más recientes objeciones contra los procesos a los criminales nazis, que ya se han hecho valer con ocasión del caso Eichmann, señalando que esto solo sirve para buscar chivos expiatorios, a cuya costa el pueblo alemán pueda volver a sentirse inocente. Políticamente, el pueblo alemán debe asumir la responsabilidad de los crímenes cometidos en su nombre por miembros de la nación, cosa que hoy en día solo sigue cuestionando una minoría no muy considerable. Pero esto nada tiene que ver con los sentimientos personales de cada cual. Políticamente, me parece, el pueblo alemán tendrá pleno derecho a declarar asumido este terrible pasado cuando los asesinos que continúan viviendo escondidos entre él sean sometidos a juicio, y todos los auténticos culpables queden apartados de sus puestos en la vida pública (no de la vida privada o económica). Si esto no ocurre, el pasado seguirá sin asumirse, por más que se diga, o habrá que esperar a que nos hayamos muerto todos. 

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