"El individuo no queda desplazado por lo colectivo, sino que es formado y transportado por los vínculos sociales definidos por su necesidad y su ambivalencia."Judith Butler
Texto de la filósofa estadounidense Judith Butler, publicado por primera vez en "The Force of Nonviolence" (La fuerza de la no violencia).
Por: Judith Butler
Entiendo que este argumento deja varias preguntas sin responder, incluyendo la importante cuestión de si nos estamos refiriendo solo a la vida humana, al tejido celular y a la vida embrionaria o a todas las especies y procesos vitales y, por lo tanto, a las condiciones ecológicas de vida.
El punto sería repensar la relacionalidad de la vida que con frecuencia abarcan las tipologías que distinguen formas de vida. En esa relacionalidad, incluiría el concepto de interdependencia, y no solo entre criaturas humanas, pues vivan donde vivan precisan suelo y agua para la continuación de la vida y también habitan un mundo donde la demanda de vida de las criaturas no humanas se superpone con las demandas humanas y donde humanos y no humanos a veces dependen unos de otros para sobrevivir. Estas zonas de vida (o de lo viviente) que se superponen deben pensarse como relacionales y procesuales, pero también cada una requiere de ciertas condiciones para la protección de su vida.
Una de las razones por las que he planteado que la no violencia debe estar vinculada a un compromiso con una igualdad radical es precisamente porque la violencia opera como una intensificación de la desigualdad social. Las formas biopolíticas del racismo y la lógica de la guerra producen desigualdades de modo diferente, pues ambas suelen distinguir entre vidas duelables y no duelables, entre vidas valoradas y vidas prescindibles. Las formas biopolíticas de violencia no necesariamente siguen la lógica de la guerra, pero absorben sus escenas fantasmáticas y las incorporan a su propio modo de racionalidad: si Europa, los Estados Unidos o Australia permiten que los migrantes entren por sus fronteras, sufrirán la destrucción como consecuencia de su hospitalidad. Así, el nuevo migrante se representa como una fuerza de destrucción que devorará y negará a su anfitrión. Esta fantasía se convierte en la base para justificar la violencia destructiva de las poblaciones migrantes. Personifican y amenazan la destrucción y por eso deben ser destruidas. Sin embargo, el acto basado en esa lógica revela que la violencia en cuestión es la que se ejerce contra los migrantes. De acuerdo con la lógica de la guerra, hay un retraimiento causado por el pánico: como se cree en riesgo de sufrir violencia y destrucción, se imagina que esa es la condición del Estado que se defiende de los migrantes. Y empero, la violencia es violencia estatal alimentada por el racismo y la paranoia y dirigida contra la población migrante. El error cometido es claramente la imposición de la violencia y, además hay otro error, la reproducción de la desigualdad social, que sucede al mismo tiempo: el último toma la forma de una intensificación de la diferencia entre el valor adjudicado a las vidas y su verdadera duelidad. Y esta es la razón por la cual una crítica de la violencia debe ser también una crítica radical de la desigualdad. Más aún, una oposición a la desigualdad implica una denuncia crítica de la fantasmagoría racial en la que ciertas vidas se representan como una pura violencia o como una inminente amenaza de violencia, mientras que otras se considera que tienen derecho a la defensa propia y a la preservación de sus vidas. Este poder diferencial y su forma fantasmagórica entran en el aparato conceptual por el cual se debaten y deciden públicamente las cuestiones de la violencia y de la no violencia.
La crítica de la violencia no es lo mismo que la práctica de la no violencia, aunque ninguna práctica puede emprenderse sin esa crítica. La práctica de la no violencia debe enfrentarse a todos esos desafíos fantasmagóricos y políticos que se han convertido en un asunto desesperante. Por supuesto, hoy se usa a Fanon para múltiples propósitos, incluyendo justificar la violencia y luchar contra ella. Pero él resulta determinante para este argumento, una vez que uno considera que el cuerpo, tan central en Piel negra, máscaras blancas, reaparece en su ensayo «La violencia» de una manera que nos lleva a una comprensión de la igualdad. Por supuesto, en Fanon está la fantasía de la musculatura sobrehumana, una imaginería del cuerpo lo suficientemente fuerte como para derrocar el poder colonial, una fantasía de hipermasculinidad que muchos han criticado. Pero hay otra aproximación a este texto, que provee una comprensión de la igualdad que surge de la circunstancia de la proximidad de los cuerpos:
“El indigène descubre que su vida, su aliento, su corazón que late son los mismos que los del colonizador. Descubre que la piel del colonizador no tiene más valor que la de un nativo; y debe decirse que este descubrimiento sacude el mundo de una manera muy necesaria. Toda la seguridad nueva y revolucionaria del indigène surge de allí. Pues si, de hecho, mi vida vale tanto como la del colonizador, su mirada ya no me detiene ni me congela y su voz ya no me transforma en piedra.”
Este es un momento en el que el fantasma racial se desintegra y la afirmación de igualdad sacude el mundo proporcionando un nuevo potencial de construcción del mundo.
Hemos intentado investigar en términos generales la manera en que un régimen legal atribuye violencia a aquellos que exponen y rechazan su racismo estructural. Es realmente sorprendente que una demanda de igualdad se califique de acto «violento» o que la misma condena se aplique a los reclamos de autodeterminación o de vivir libres de amenazas permanentes y censura.
¿Cómo debe articularse, criticarse y defenderse esa atribución y esa proyección? Para tales propósitos, permítanme considerar las inversiones conceptuales animadas por la fantasía que apoya el incremento de la violencia estatal. En Turquía, quienes firmaron una petición por la paz fueron acusados de terrorismo. Y en Palestina, aquellos que buscan una forma de gobierno que garantice la igualdad y la autodeterminación para todos suelen ser acusados de ser violentos y destructivos. Esas acusaciones tienen como objetivo paralizar y debilitar a aquellos que defienden la no violencia, presentando a la posición contra la guerra como una posición dentro de una guerra.
Cuando eso ocurre, y es a menudo, la crítica a la guerra se construye como un subterfugio, una agresión, una hostilidad disimulada. La crítica, el disenso y la desobediencia civil se presentan como ataques a la nación, al Estado, a la humanidad misma. Esa acusación surge desde el interior del marco de una presunta guerra, donde no puede imaginarse ninguna posición que esté fuera de él. En otras palabras, todas las posiciones, aunque sean manifiestamente no violentas, se consideran permutaciones de la violencia. Así, aunque me refiera a prácticas «manifiestamente» no violentas, queda claro que solo ciertas prácticas pueden manifestarse como no violentas en una episteme gobernada por una lógica paranoica e invertida. Cuando la misma crítica a la guerra o el llamado a terminar con la desigualdad económica y social se consideran formas de apoyo a la guerra, es fácil desesperarse y concluir que todas las palabras pueden tergiversarse y todos los significados perderse. No creo que esa deba ser la conclusión.
Ante la amenaza de nihilismo, se precisa de una paciencia crítica para exponer las formas de fantasmagoría según las cuales alguien está «atacando» cuando no lo hace o cuando, en realidad, esa misma persona es la atacada. Estas inversiones las llevan a cabo las opiniones, la política que considera que la migración de personas desde Medio Oriente o África del Norte habrá de destruir Europa y a la humanidad y, por lo tanto, debe rechazarse, abandonarse, incluso entregarse a la muerte de ser necesario. Esta lógica asesina reina entre reaccionarios y fascistas en estos tiempos. Un fantasma ha sustituido a cualquiera que esté hablando o actuando en este momento, a cualquiera que parezca estar hablando o actuando, un fantasma que corporiza la agresión de aquellos que temen la potencial violencia de los otros y que invierten y encuentran destructividad en esas representaciones externalizadas; este es el logro letal de una destructividad completamente externalizada. Esta forma de agresión defensiva está bastante alejada de la comprensión de que una vida no es, finalmente, separable de otra, no importa qué muros se construyan entre ellas. Incluso los muros tienden a vincular a aquellos a los que separan, con frecuencia en una forma retorcida de vínculo social.
Con esta última perspectiva en mente, podemos retomar en nuevos términos el tema de la igualdad y la convivencia, partiendo del supuesto de que toda vida es igualmente duelable y tratando de ver de qué manera esto importa tanto en la vida como en la muerte, pues la vida potencialmente duelable es aquella que merece un futuro cuya forma no puede predecirse ni establecerse por adelantado. Pues salvaguardar el futuro de una vida no es imponer las formas que debe asumir, el sendero que ha de recorrer esa vida; es una manera de mantener abierta la posibilidad a las formas contingentes e impredecibles que puede tomar una vida. Considerar esa protección como una obligación afirmativa resulta ser bastante diferente a preservarse a uno mismo o a la propia comunidad a expensas de otros cuya diferencia es permanentemente representada como una amenaza. Cuando, por ejemplo, los migrantes se representan como la destrucción, como puras embarcaciones de destrucción que envenenan la identidad racial o nacional con su impureza, entonces, las acciones que los detienen definitivamente, que los empujan de vuelta al mar, que se rehúsan a responder a sus SOS cuando naufragan sus balsas y la muerte es inminente, se justifican airada y vengativamente como «defensa propia» de la comunidad autóctona, tácita o explícitamente definida por el privilegio racial. En esta forma de agresividad aprobada desde la moral queda claro que la agresión emana de una idea tóxica y ampulosa de defensa propia cuyas prácticas de renominación efectúan la justificación de su propia violencia. Luego, esa violencia se transfiere, se oculta y se autoriza mediante esa moralización racista que opera en defensa de la raza y del racismo por igual.
Tal vez estamos describiendo mecanismos psíquicos que abundan en el mundo humano y nuestra oposición a la violencia es un esfuerzo inútil por cambiar el potencial destructivo que se encuentra en nuestra psiquis o que caracteriza a todas las relaciones. La respuesta a una crítica política de la violencia a veces toma la forma del argumento que sostiene que la destructividad humana jamás puede superarse por completo, que pertenece a las comunidades humanas como un impulso, una pulsión o un potencial que fortalece y destruye los lazos sociales tal como los conocemos. Ciertamente, esa era la opinión de Hobbes y Balibar ofrece una reformulación contemporánea que es más aguda. La pregunta de si la destructividad es un impulso o un rasgo de las relaciones sociales sigue sin respuesta. Incluso, si aceptamos la posibilidad de que haya una tendencia general hacia la destructividad, ¿eso debilita o fortalece la crítica política de la violencia? Para responder ambas cuestiones, debemos preguntar: ¿qué implica la destructividad para la teoría social y para la filosofía política? ¿Es un producto derivado de la interdependencia o es parte de la polaridad entre amor y odio que caracteriza a las relaciones humanas, parte de lo que amenaza a las comunidades humanas o que las cohesiona?
La reconsideración de los vínculos sociales basados en formas corporizadas de interdependencia nos ofrece un marco para entender una nueva versión de la equidad social que no solo se apoya en la reproducción del individualismo. El individuo no queda desplazado por lo colectivo, sino que es formado y transportado por los vínculos sociales definidos por su necesidad y su ambivalencia. Referirse a la igual duelidad de las vidas en este contexto no es someter a los individuos a alguna forma de cálculo, sino preguntarse por los fantasmas sociales que informan las ideas públicas sobre qué clase de vida merece tener un futuro abierto y cuáles no son duelables. El desmantelamiento de ese espacio fantasmático en el que las vidas se valoran de distinta manera requiere una afirmación de la vida que sea diferente de una posición «provida». En verdad, la izquierda no debería ceder el discurso sobre la vida a sus oponentes reaccionarios. Afirmar la igualdad es apoyar una cohabitación definida en parte por una interdependencia que considere el borde que corre por fuera de los vínculos individuales de los cuerpos o que trabaje ese borde a favor de su potencial social y político.
Esta afirmación de la vida no es solo una afirmación de mi vida, aunque mi vida seguramente estaría incluida: resultaría ser bastante diferente de una preservación de uno mismo ganada a expensas de otras vidas, fortalecida por representaciones de agresión que proyectan el potencial destructivo de todo vínculo social en formas que destruyen ese mismo vínculo. Aun cuando ninguno de nosotros está liberado de la capacidad de destrucción, o precisamente porque ninguno de nosotros está exento de ella, la reflexión ética y política desemboca en la tarea de la no violencia. Es precisamente porque podemos destruir que tenemos la obligación de saber por qué no debemos hacerlo y convocar esos poderes compensatorios que refrenan nuestra capacidad destructiva. La no violencia se convierte en una obligación ética a la que estamos atados, precisamente porque estamos atados a otros; bien puede ser una obligación contra la que despotricamos, donde los movimientos ambivalentes de la mente se dan a conocer, pero la obligación de preservar el vínculo social puede resolverse sin tener que resolver esa ambivalencia. La obligación de no destruirnos unos a otros surge de y refleja la conflictiva forma social de nuestras vidas y nos lleva a reconsiderar si la autoprotección no está ligada a preservar la vida de los otros. El yo y la autoprotección se definen, en parte, por ese vínculo, esa necesaria y difícil relación social. Si la autoprotección se convirtiera en la base para ejercer la violencia, si fuera a consagrarse como la excepción a los principios de la no violencia, entonces, ¿quién sería ese «yo» que se preserva a sí mismo y solo a aquellos que ya pertenecen a ese régimen de sí? Ese yo pertenece solo a sí mismo o a aquellos que aumentan su sentido de sí mismo, y así permanece sin mundo mientras amenaza a este mundo.