"El deseo de riquezas excepcionales no es, de ningún modo, un estímulo necesario para el trabajo. Actualmente, la mayor parte de los hombres trabajan, no para hacerse ricos, sino para no morir de hambre." Bertrand Russell
Artículo del matemático, lógico y filósofo, Bertrand Russell, uno de los fundadores de la filosofía analítica. Publicado por primera vez en su libro, Elogio a la ociosidad.
Por: Bertrand Russell
En el actual estado del mundo, no solamente hay muchas personas sin empleo, sino que la mayoría de las que lo tienen se ven perseguidas por un perfectamente razonable temor de perderlo en cualquier momento. Los asalariados viven en el constante peligro del paro: saben que la firma donde trabajan puede quebrar o verse en la necesidad de reducir sus plantillas; los hombres de negocios, incluso aquellos que tienen fama de ser muy ricos, saben que la pérdida de todo su dinero no es en absoluto improbable.
Los profesionales han de luchar duramente. Tras hacer grandes sacrificios para la educación de sus hijos e hijas, se encuentran con que no existen las salidas que solía haber para aquellos que poseían la preparación adquirida por sus hijos. Si son abogados, descubren que las gentes ya no pueden permitirse el lujo de pleitear, aunque grandes injusticias queden sin remediar; si son médicos, se dan cuenta de que sus otrora lucrativos pacientes hipocondríacos ya no pueden costearse la enfermedad, mientras que muchos verdaderos pacientes han de privarse del tratamiento médico más necesario. Encontramos hombres y mujeres con títulos universitarios trabajando tras los mostradores de las tiendas, lo cual puede salvarlos del paro, pero sólo a costa de aquellos que antes hubiesen tenido ese empleo. En todas las clases, desde la más baja hasta casi la más alta, el miedo económico gobierna los pensamientos del hombre durante el día y sus sueños durante la noche, determinando que su trabajo agote sus nervios y que no descanse en su tiempo libre. Este terror omnipresente es, creo, la causa principal del clima de locura que se ha extendido por grandes zonas del mundo civilizado.
El afán de riqueza se debe, en muchos casos, al deseo de seguridad. Los hombres ahorran dinero y lo invierten con la esperanza de tener algo con que vivir cuando estén viejos y enfermos, y de poder evitar que sus hijos se hundan en la escala social. En tiempos pasados, esta esperanza era racional, puesto que había cosas tales como inversiones seguras. Pero ahora la seguridad se ha hecho inalcanzable: las más grandes empresas fracasan, los estados quiebran y todo lo que queda corre el riesgo de ser barrido en la próxima guerra. El resultado, excepto para aquellos que continúan viviendo en el limbo, es un estado de desgraciada temeridad que hace muy difícil una cuerda consideración de los posibles remedios.
La seguridad económica haría más por el aumento de la felicidad de las comunidades civilizadas que cualquier otro cambio que pueda imaginarse, excepto el evitar la guerra. El trabajo —en la medida en que pueda ser socialmente necesario— debería ser legalmente obligatorio para todos los adultos sanos, pero los ingresos correspondientes deberían depender tan sólo de su deseo de trabajar, y no cesar cuando, por cualquier razón, sus servicios resultasen temporalmente innecesarios. Un médico, por ejemplo, debería recibir un salario hasta su muerte, aunque no esperáramos de él que trabajara pasada cierta edad. Debería estar seguro de que sus hijos tuviesen una buena educación. Si la salud de la comunidad mejorara tanto que los servicios médicos directos de todos los titulados dejasen de ser necesarios, algunos de ellos deberían ser empleados en la investigación médica o sanitaria, o en la promoción de una dieta más adecuada. No creo pueda dudarse que la gran mayoría de los médicos serían más felices con tal sistema que con el presente aun cuando aquél supusiera una disminución en la recompensa de los pocos que alcanzan un éxito eminente.
El deseo de riquezas excepcionales no es, de ningún modo, un estímulo necesario para el trabajo. Actualmente, la mayor parte de los hombres trabajan, no para hacerse ricos, sino para no morir de hambre. Un cartero no espera ser más rico que otro cartero, ni un soldado ni un marinero esperan amasar una fortuna sirviendo a su país. Hay unos cuantos hombres, es cierto —y suelen ser hombres de excepcional energía y personalidad— para los que la consecución de un gran éxito financiero es el móvil dominante. Algunos hacen mucho bien, otros hacen mucho daño; algunos hacen o adoptan una invención útil, otros manipulan la bolsa o corrompen a los políticos. Pero principalmente lo que desean es el éxito, del cual el dinero es el símbolo. Si el éxito solamente pudiera obtenerse por otros medios, tales como los honores o los puestos administrativos importantes, hallarían en ello un incentivo suficiente y verían más necesario el trabajo útil para la comunidad. El deseo de riqueza en sí mismo, como opuesto al deseo de éxito, no es un móvil socialmente más útil que el deseo de comer o beber en exceso. Un sistema social no es, por tanto, peor porque no dé salida a este deseo. Por otra parte, un sistema que aboliera la inseguridad acabaría con la mayor parte de la histeria de la vida moderna.